miércoles, 30 de agosto de 2017

NECESITO UN MEDICO: CAPITULO 26




A MEDIADOS de diciembre a Noah se le había caído su primer diente y Ana había empezado a echar el primero; Karen se sabía de memoria el villancico de Navidad, Navidad, que cantaba continuamente, y Paula se encontraba inmersa en el negocio de hacer tartas, ya que los clientes de Ruby las apreciaban bastante. Por otra parte, Mildred Rafferty se había roto una muñeca y había ido a pasar una temporada con ellos a instancias de Pedro.


Paula colocaba rodajas de manzanas sobre el bizcocho de una tarta, Karen aplastaba las más altas con la parte de atrás de una cuchara de madera y Noah echaba encima una mezcla de azúcar, clavo y canela. Mildred, con el brazo en cabestrillo, distraía a Ana en su sillita, pero se levantó a por más canela y chocó con Nicolas, que le preguntó desde su andador.


—Lo único que necesito es que te quites de en medio antes de que me rompas otra cosa — gruñó la mujer.


En medio de todo eso, Pedro entró en la cocina y Paula contuvo el aliento. Teniendo en cuenta que tres meses atrás vivía completamente solo, no había duda de que se tomaba muy bien las cosas.


El médico revolvió el pelo a Noah, besó a Karen y dejó que Ana le metiera el dedo en la nariz antes de servirse una taza de café y acercarse a Paula.


—¿Manzana? —dijo.


—Sí.


—¿Es para nosotros?


—Ésta sí.


—Acabas de alegrarme el día. ¿Estás bien? Te veo acalorada.


—Es del horno —repuso ella.


—Oh, vale. Bien, si alguien me necesita, estaré en el despacho.


Se marchó y Paula suspiró. Sabía ya que, a pesar de todas sus promesas a sí misma y de sus prevenciones, se había enamorado de Pedro Alfonso.


El amor esa vez era tan diferente a su primera experiencia que le había costado reconocerlo. Con Javier había sido como un viaje en montaña rusa donde casi no podía respirar. 


Con Pedro el sentimiento era suave y dulce, como la sensación de sostener la mano de un niño o de oler el aire después de una lluvia de primavera. Esa vez enamorarse era como un calor que se extendía por su cuerpo y llegaba a los puntos más secretos.


Pero no tenía más remedio que controlar esos sentimientos, ya que era evidente que Pedro no la correspondía y sólo podían meterla en líos. Los sueños seguían siendo un lujo que no se podía permitir y cuanto más tiempo permaneciera allí más tendría que sufrir.


Lo único que tenía que hacer ya era sobrevivir a la Navidad. 


Cuando estuvieran todos en la nueva casa, quizá sus estúpidas hormonas se tranquilizaran y dejaran de darle la lata.


Se enderezó y sus piernas cedieron bajo ella.



****


—¿Seguro que mamá se pondrá bien? — preguntó Noah cuando Pedro lo metió en la cama.


Karen estaba ya dormida. Ines había ido a la casa en cuanto Pedro le dijo que Paula había sucumbido a la misma gripe que llevaba una semana atacando el pueblo, pero había tenido que salir para atender un parto. Pedro confiaba en que no lo llamaran a él también, ya que, a pesar de las protestas de Nicolas y Mildred, no le apetecía dejar a los niños a su cuidado.


Se sentó en la cama y sonrió a Noah.


—Claro que se pondrá bien. Te lo prometo. Sólo necesita descansar mucho para que su cuerpo pueda combatir el virus. Por eso está tan quieta, porque tiene mucha fiebre. Pero en un par de días más, estará como nueva.


Noah salió de entre las mantas y lo abrazó con lágrimas en los ojos. Pedro se quedó sin aliento. El niño olía a champú, a canela y a su mamá. Pedro lo estrechó con fuerza contra sí y lo sentó en sus rodillas.


—¿Puedes leerme un rato? —preguntó Noah.


—Claro que sí. ¿Qué libro?


Noah se bajó de sus rodillas para alcanzar la mesilla.


—Éste —dijo; de nuevo se sentó en su regazo.


Pedro le leyó una historia sobre un niño que había aprendido a conquistar su miedo al «monstruo terrible» que vivía en su sótano. Cuando terminó, los ojos del niño estaban medio cerrados.


—¿Pedro?


—¿Sí?


—Ya no te tengo miedo.


—Me alegro —lo depositó en la cama y se inclinó a taparlo—. Yo tampoco te tengo miedo a ti.


Noah abrió mucho los ojos.


—¿Me tenías miedo?


—Claro que sí. Un chico duro como tú... al principio estaba muy preocupado.


El niño se echó a reír.


—Eres tonto —dijo. Le echó los brazos al cuello y le dio un abrazo.


Pedro se incorporó emocionado y pasó a la habitación de Paula, que dormía de lado con la frente arrugada. Se acercó a contemplarla y tragó saliva. Cuando la miraba sentía como una guerra en su interior, lógica frente a sentimiento, miedo frente a necesidad, el impulso de huir frente al deseo de no marcharse nunca. Una indefensión completa frente a un gran sentimiento de protección.


Haría cualquier cosa por ella, por verla feliz y saber que estaba segura.


Cualquier cosa.


Ana se movió en su cuna, situada al lado de la cama. El mayor problema de la enfermedad de Paula era que seguía dándole el pecho a la niña y, aunque había pocas probabilidades de que le pasara la enfermedad, ya que la leche creaba sus propios anticuerpos, faltaba por ver si la joven estaba en condiciones de dar de mamar. Y el biberón podía hacer que Ana abandonara el pecho y resultara muy incómodo para Paula.


Odiaba tener que hacer eso, pero...


Sacó a la niña de la cuna, le cambió el pañal, la acercó a la cama y tomó a Paula en el hombro.


—Perdona, querida. Pero esto no puedo hacerlo yo.


La joven tardó un momento en reaccionar. Luego asintió con la cabeza, se desabrochó el camisón y dejó que Pedro colocara a la niña donde pudiera alcanzar el pecho. Pedro se sentó al lado mientras ella dormitaba y Ana mamaba.


Cuando retiró a la niña, Paula ni siquiera se enteró. Pedro le frotó la espalda hasta que eructó y la devolvió a su cuna. La joven le había dicho que ahora dormía ya hasta las siete y pensó que, si no la oía llorar antes, volvería a esa hora.


En la puerta se detuvo a mirar a la madre y a la hija, incapaz de apagar el anhelo que fluía por sus venas. Hacía mucho tiempo que no se permitía desear algo que no podía tener, mucho tiempo que no pensaba en sus propias necesidades.


Movió la cabeza. La romántica era Paula, no él. Aunque su romanticismo fuera más pragmático que el de muchas mujeres, eso no le impedía creer que el amor era suficiente.


Y ahí había una diferencia importante entre ellos. Porque Pedro sabía que no lo era.



****


Paula se despertó con un sobresalto, con la piel fría y húmeda, sin saber si había dormido varios días o sólo unas horas. Lo último que recordaba era meter una tarta en el horno. ¿O había sido sacar? Luego sólo había una niebla en la que veía imágenes vagas de Pedro o Ines colocándole a Ana para que mamara, intentando que bebiera limonada, té o caldo de pollo, que odiaba desde niña. Y de pronto se sentía casi bien del todo. O por lo menos lo bastante bien para ducharse y cambiarse el camisón. Se puso la bata y bajó a ver qué era todo aquel jaleo.


—¡Mamá! —gritó Noah, que corrió a tomarle la mano—. ¡Tenemos un árbol de verdad! Pedro nos ha llevado a casa del tío Mario y hemos ido al bosque a cortar uno.


La joven miró a su alrededor hasta que sus ojos se encontraron con los de Pedro y decidió que parecía complacido consigo mismo. Sonrió con el corazón henchido de algo que iba más allá del amor.


Los dos niños tiraban de ella hacia el árbol, que ocupaba casi la mitad de la sala. Por el rabillo del ojo vio a Nicolas desenredando luces sentado en un sillón y hablando con Ana, que estaba en su sillita a los pies del anciano y contribuía a la conversación con burbujas y ruiditos.


Entonces Pedro le pasó una mano por la cintura para ayudarla a llegar al sofá y ella estuvo a punto de echarse a llorar ante la gentileza de su contacto.


—¿Cómo estás?


—Bien.


—A partir de ahora, la recuperación irá rápida —dijo él—. Mañana ni recordarás que has estado enferma.


—Estoy deseándolo. ¿Dónde está Mildred?


—Ha vuelto a casa —gruñó Nicolas, que tiró de una porción de las luces con más fuerza de la necesaria—. Dijo que ya podía arreglarse sola.


—¡Mira, mamá! — Noah le puso una caja de cartón en las manos—. Mario nos ha dado muchas cosas para decorar el árbol.


Paula sacó con cuidado una casita de cristal y miró a Pedro.


—¿Crees que estos dos pueden decorar el árbol?


—Estas cosas sobrevivieron a nosotros tres — musitó él—. Y supongo que también pueden sobrevivir a ellos. Ya lo hemos hablado, ¿verdad, chicos?


Los dos asintieron con entusiasmo.


—No podemos tocarlas sin un adulto cerca —explicó Noah—. Porque son de cristal y se pueden romper y cortarnos.


Pedro extendió la mano y levantó otra caja que había en una silla. La abrió y se la pasó a Paula. Estaba llena de ángeles de cristal, cada uno en una pose distinta.


—Los coleccionaba mi madre. La Navidad era su época preferida.


Paula sonrió y acarició uno de los ángeles con el dedo.


—La mía también. Aunque no haya habido muchas memorables.


—Esperemos que ésta lo sea —dijo él.


Y ella miró sus ojos azules y sintió que flotaba por encima de las nubes. Aunque también podía deberse a que todavía no estaba bien del todo.


Pedro le preguntó si tenía hambre y Paula descubrió con sorpresa que tenía bastante apetito, así que él le dijo que no se moviera y que le llevaría algo.


Volvió unos minutos después con un sandwich, patatas fritas de bolsa y un vaso de limonada, aunque lo que de verdad ansiaba ella era una de las hamburguesas dobles con queso de Ruby y un batido de chocolate.


Cuando levantó la servilleta, se encontró con un paquete envuelto en papel de plata.


—¿Qué es esto?


—Ábrelo y lo verás —dijo él.


Era un CD navideño de Tim McGraw y los ojos de ella se llenaron de lágrimas.


—Pero tú odias la música country —dijo con suavidad.


—Pero no lo he comprado para mí.


Le quitó el disco de la mano y lo puso en la cadena musical. 


Los niños empezaron a bailar como locos delante del árbol y Pedro se echó a reír. Paula mordió el sandwich y pensó que nunca había probado nada tan bueno.


Entonces miró a Nicolas, que observaba a los niños con el ceño fruncido. Y mientras lo miraba, su ceño empezó a aclararse hasta que en la frente quedaron sólo las arrugas de los años. Luego, lentamente, empezó a dar palmadas al ritmo de la música y una sonrisa se extendió por su cara.


Paula cerró los ojos, como si así pudiera atrapar la felicidad en su interior.


Aunque sólo había estado levantada un par de horas, cuando terminaron de decorar el árbol, Paula estaba agotada, así que no protestó cuando Pedro insistió en acostar a los niños mientras ella daba de mamar a Ana en su cama.


—¿Ha terminado? —preguntó el médico cuando volvió a la sala, señalando a la niña.


—Sí, creo que sí —apartó las mantas para levantarse, pero Pedro le quitó a la niña.


—De eso nada. Quédate donde estás. La señorita y yo podemos arreglarnos solos.


Paula lo miró atender a su hija con manos grandes y capaces y su sensación de felicidad se mezcló con las mariposas que revoloteaban en su estómago hasta que dejó de saber lo que le ocurría.


—Gracias —dijo, cuando él hubo depositado a la niña en la cama.


Pedro la miró.


—¿Porqué?


—Por darnos la Navidad, entre otras cosas.


Una sombra cruzó la cara de él.


—Era lo menos que podía hacer.


—¿Lo menos? Tú ya has hecho muchísimo. No sé cómo decirte lo mucho que te agradezco todo. Tenernos aquí, cuidarnos, ser mi amigo... y enseñarme cómo tiene que ser un hombre.


Vio que se sonrojaba de vergüenza.


—Yo no soy...


—Sí lo eres. Tienes el corazón más grande que he visto nunca, aunque gruñas por las mañanas y no te guste la música country. Nadie es perfecto —sonrió ella—, pero mis hijos y yo tuvimos mucha suerte de llegar a este pueblo y quiero que lo sepas.


El reloj del vestíbulo dio las nueve. Pedro avanzó lentamente hasta sentarse en la cama con expresión tierna y a la vez seria. Paula contuvo el aliento.


—Creo... que el afortunado soy yo —dijo. 


Paula le acarició la barbilla y él le sujetó la mano y apoyó la palma en su mejilla sin dejar de mirarla a los ojos. Le dio un beso en el centro de la palma y ella contuvo el aliento.


Luego dejó la mano en el regazo de ella y empezó a levantarse.


—¡No! —exclamó Paula.


Lo sujetó por el brazo y él miró la mano que lo agarraba y la cubrió con la suya. Paula sintió un deseo intenso y también algo más: se dio cuenta de que hay sueños por los que vale la pena arriesgarlo todo.


—Estoy enamorada de ti —dijo, con una mezcla de esperanza y miedo—. Me he dicho que no estaba lista, que no podía dejar que pasara, pero ha pasado y, suceda lo que suceda, no me arrepiento.


Pedro suspiró pesadamente y volvió a sentarse en la cama.


—¡Oh, Dios, Paula! Esto no es buena idea —dijo sin mirarla.


—Bueno —repuso ella—, siempre he creído que es mejor decir la verdad. ¿Qué bien puede hacernos que guarde esto para mí?


—Paula, por favor... —la miró a los ojos—. No supliques.


La joven abrió la boca sorprendida.


—¿Suplicar? Yo no he suplicado nunca. Yo no pido, yo doy.


Se incorporó y le echó los brazos al cuello. Lo besó en la boca y rezó para que no la apartara. Y sintió con alivio que él respondía al beso con pasión y le ponía una mano en el pecho.


Y de pronto todo acabó. No había boca ni mano ni nada, sólo el aliento jadeante de él y sus frentes tocándose.


—¡Maldita sea, Paula! Yo no tengo que desearte tanto.


—¿Quién lo dice?


—Yo.


—Pues quizá debas pensar mejor a quién escuchas.


Él se apartó lo suficiente para contemplar su rostro y acariciarle los pómulos, la nariz y la boca con los dedos. La besó con tal gentileza y amor que a ella se le llenaron los ojos de lágrimas.


—Paula, tesoro, no... Yo no soy lo que necesitas.


—¿Y si yo no estoy de acuerdo?


Pedro soltó una risita triste.


—Los niños me odiarían cuando no pudiera asistir a sus partidos de fútbol, a sus recitales o sus obras de teatro. ¿Y cuántas fiestas más tendría que estropearte antes de que tú también me odiaras? Créeme, nadie entiende mejor que yo lo que es querer algo, pero he aprendido que a veces queremos las cosas equivocadas, cosas que sólo pueden hacernos daño. ¿Comprendes lo que quiero decir?


Paula miró los ojos angustiados de él.


—Sí, dices que soy muy joven para saber lo que quiero.


—Digo que nuestra diferencia de edad influye en nuestra perspectiva de la vida y en nuestro modo de tomar decisiones. No tengo duda de que sabes lo que quieres, pero no sé si sabes lo que necesitas.


Paula soltó un gruñido de frustración.


—Yo no me rindo fácilmente —dijo—. Mira cómo seguí con Javier.


—Sí, vamos a mirar eso —Pedro se puso en pie con los brazos en jarras—. Eso es lo que me temo que ocurra otra vez, que te sientas obligada a seguir con algo aunque no funcione.


La joven respiró hondo un par de veces antes de hablar.


—Estás diciendo que me apartas por mi propio bien.


—No necesitas otro hombre que te haga daño.


Hubo una pausa. Ella salió de la cama y se acercó a la cuna a mirar a su hija a través de una cortina de lágrimas.


—¿Paula?


—¿Qué?


—¿Sabes que estuve prometido una vez? — ella asintió con la cabeza—. Susana también creía que podría soportar las exigencias de mi trabajo, pero acabé haciéndole más daño del que habría creído posible. Y que me condenen si voy a hacer pasar otra vez por eso a nadie. Por eso no me he casado y no puedo tener una familia como todo el mundo, porque no es justo pedirles a una mujer y a mis hijos que se conformen con las sobras.


Paula se volvió, casi temblando de rabia.


—Pero tú si puedes vivir de las sobras, ¿verdad?


Pedro movió la cabeza y salió de la habitación. Paula lanzó la almohada con rabia contra la puerta.





NECESITO UN MEDICO: CAPITULO 25





Pedro no recordaba haber tenido nunca una idea tan tonta. Y sólo le quedaba confiar en que fuera la última vez.


En la semana transcurrida desde que Tamara aceptara la invitación a cenar hasta esa noche, había intentado convencerse de que quizá cuando llegara el momento no se sintiera como un idiota y de que Paula no había actuado de forma rara cuando le contó que iba a salir con la maestra.


Estaban en su despacho cuando se lo dijo y ella lo había mirado sorprendida.


—¿No era eso lo que querías? —preguntó él.


—Bueno, sí... es sólo que no me lo esperaba. No creía que lo hicieras.


—Pues lo he hecho.


—Ya lo veo.


—Y deberías alegrarte.


—Y me alegro. De verdad. Sólo tengo que acostumbrarme a la idea.


A continuación dijo que creía que lloraba la niña y salió del despacho. Y en la semana siguiente, ninguno de los dos había mencionado la cita, aunque notó la ausencia de la joven cuando bajó con la chaqueta deportiva y la corbata que hacía siglos que no se ponía.


Para entonces estaba más nervioso que en su primera cita con Roberta Whitson a los quince años, una experiencia que lo había traumatizado tanto que no había vuelto a invitar a salir a una chica hasta los dieciocho.


Y ahora, al aparcar el coche delante de la casa alquilada de Tamara, después de lo que sólo podía describirse como una velada extraña, no pudo menos que decirse que era el hombre más estúpido del planeta. Y eso a pesar de que Tamara no parecía corroborar su opinión de sí mismo.


De hecho, se había mostrado amable aunque acababa de pasar dos horas en la cocina amarillo brillante de Dixie Treadway, mientras él intentaba convencer a Gertie, la madre de ochenta y dos años de Dixie, que tenía lo que su hija llamaba «ataques», de que bajara de una vez del pajar.


La llamada había llegado cuando estaban en mitad de la cena. Gertie estaba bien cuando tomaba su medicación, pero a veces le daba por esconder las pastillas y entonces había problemas.


Pedro era la única persona de la que se fiaba en tales momentos.


A veces sólo tardaba unos minutos en tranquilizarla y otras veces tardaba más. Le explicó la situación a Tamara y ofreció llevarla antes a su casa, pero ella insistió en que no le importaba acompañarlo ni que se hubieran quedado sin cenar.


—Lo siento mucho —dijo Pedro una vez más cuando bajaron del coche.


Tamara se echó a reír.


—Ya me lo has dicho —dijo con ojos a los que la bombilla del porche daba un tono verde intenso—. Pero no lo sientas. Me has recordado por qué no debo salir con un hombre que está casado con su profesión. Lo intenté una vez y descubrí, para vergüenza mía, que me cuesta mucho compartir a mi hombre con el resto de la humanidad.


—¿Y por qué has salido conmigo? —pregunto Pedro con curiosidad.


La joven se encogió de hombros.


—Esto es un pueblo y no hay mucha gente con la que salir. Y si uno de los solteros más codiciados del lugar me llama para invitarme a salir...


—¿Debo sentirme halagado? —musitó él.


—Inmensamente.


Pedro soltó una risita.


—¿Y quién son los demás solteros codiciados de aquí?


—Tus hermanos, por supuesto.


—Por supuesto.


—Pero dime una cosa. ¿Por qué me invitaste tú? Porque desde el momento en que has venido a buscarme estaba claro que tu corazón no estaba en esta cita.


Pedro enarcó las cejas.


—Eso no es cierto.


—Sí lo es. Se dice que hace tiempo que no sales con mujeres. ¿Por qué ahora? ¿Y por qué conmigo?


—Porque he creído que ya era hora. Y...


—¿Y?


Pedro se echó a reír.


—Porque eres guapa y simpática y pensé que sería buena idea. Y... lo siento, esto no se me da bien.


—Oh, lo haces muy bien. Es una pena que sea con la persona equivocada.


—¿La persona equivocada?


—Sí. El otro día me pareció que entre Paula Chaves y tú había... ¿cómo decirlo? Sentimientos. Pero puedo equivocarme, claro.


—No hay nada entre Paula y yo —protestó Pedro.


Tamara abrió la puerta de su casa.


—Me duele ver que un hombre tan bueno se mienta de esa manera a sí mismo. Buenas noches.


—Buenas noches —dijo él, rígido.


Cuando llegó a casa, diez minutos después, Paula daba de mamar a Ana en el sofá y veía la tele.


—¿Y bien? —preguntó.


—Hemos pasado la velada en casa de los Treadway.


—¿Otra vez Gertie?


—Sí.


—Quizá vaya a verlos mañana y les lleve pastel de plátano.


—Les gustará —dijo él—. No es buena idea —musitó—. Lo de Tamara y yo.


—¡Ah! —Paula se pasó la mano por el pelo—. ¿Algún motivo en particular?


Pedro movió la cabeza.


—No se te ocurra intentar emparejarme con nadie más, ¿vale?


—Vale.