martes, 28 de abril de 2015

REGRESA A MI: CAPITULO 6





Pedro Alfonso desmontó de su BMW, se sacó el casco. La lluvia se escurrió por la cabeza y el rostro, y resbaló por las mangas de su campera de Gore Tex hasta depositarse en sus manos, desnudas de guantes.


Había veces que un hombre necesitaba sobre su cuerpo el agua purificadora de la lluvia para recordarle que no todo era sordidez. Ese día, había soportado ya bastante crueldad.


A primera hora de la mañana, Un hombre había apuñalado en la calle a su ex-pareja y después había intentado suicidarse. Sin éxito. Pedro se preguntaba por qué esos hijos de su madre no se suicidaban antes de hacer tanto daño. La mujer saldría adelante. Esa había tenido suerte. Si es que de suerte se podía hablar cuando uno recibía ocho puñaladas mientras arrastraba el carrito de la compra. El ex también sanaría. De poco le iba a servir. Tendría que pasar varios años en la cárcel.


Con el apresamiento del criminal y la salvación de la víctima se podría hablar de un final feliz, aunque no eliminaba su angustia interior, ni tampoco acababa con la maldad humana.


Se sacudió el pelo empapado como si fuera un perro callejero. Y en definitiva eso era. La moto BMW cara, la ropa cara, las botas caras, podían ocultar el origen de un hombre. 


Eran la pátina dorada con la que se presentaba ante los demás. Pero el olor a putrefacción no se iba jamás de su pituitaria. No se podía hacer con él como con las sábanas sucias de la semana. Llevarlo el sábado a la lavandería para que te lo devolvieran con aroma a flores el martes siguiente. O cuando le apeteciera ir a buscarlas. A veces prefería quedarse en casa, tocando con el saxo las baladas que el mismo adaptaba del jazz cool de Chet Baker o de Petrucciani, dos que había amortiguado el dolor con la música.


Entró en el portal, arrastrando consigo la oscuridad del dolor humano. Pestañeó.


Camila estaba sentada en el primer escalón. Una estrella luminosa en las sombras de su vida.


Llevaba un chándal rosa y unas zapatillas de casa con forma de león que parecían escapársele de los pies. Mantenía los codos apoyados sobre las rodillas y su cara mostraba un aburrimiento absoluto.


Sujetaba con una coqueta cadenita al perro más espantoso que había visto en su vida. Y eso que había visto muchos, y espantosos.


—Hola —saludó amable, iniciando la subida, intentando sortear a la pequeña.


—Hola, Hombre del Saxo —respondió ella con alegría.


Pedro se quedó inmóvil como una estatua de sal, con un pie en el escalón superior.


Se volvió y la miró. Por primera vez en años pensó en los ángeles. En esos de pelo negro y rizado de retablos barrocos de iglesia.


—¿Sabes quien soy?


—Claro, vives arriba. Me gusta la música que tocas. Algunas veces es muy triste. Y otras, te dan ganas de ponerte a bailar.


—Así que puedes oír el saxo desde tu casa.


La niña se encogió de hombros. No estaba segura de si debía de contestar la verdad.


A lo mejor a él le molestaba que le oyeran tocar.


—Solo cuando está todo en silencio. Cuando nanita no está viendo la televisión. La pone muy alta porque dice que así aprende mejor.


Pedro asintió con la cabeza. Debía de haberlo tenido en cuenta.


Recordó la tarde en que la energúmena rusa que cuidaba a la chiquilla había subido a su piso.


—Túuu parrraaar. Nena enfeerrrma. Túuu parar. Febrrre —le amenazó posando un dedo más grueso que un fuet sobre su pecho.


En aquel entonces, la fuerza violenta de la mujer casi hizo aflorar esa ira que él mantenía sujeta por las riendas con tanto esfuerzo.


Se imaginó qué cara pondría si la expulsara de su puerta a punta de pistola, con el arma reglamentaria que tenía oculta en su habitación. Pero se controló. Pidió disculpas y cerró la puerta en las narices de la mujer. Después, guardó el saxo en su funda rígida. Por Camila, la hija de Paula, a la que él podría haber dado su nombre si la vida fuera otra.


Nunca habían hablado, pero a él le gustaba escuchar su risa cuando se la encontraba en la calle.


Apartó de su mente esos pensamientos que no hacía más que retorcer sus entrañas.


—Y bueno, señorita —ella rió por el título de cortesía mostrando una encía con huecos, sin espantarse en absoluto por el tono severo de él—. ¿Se puede saber que haces aquí sentada?


Camila no quiso decírselo. Los “mayores” no entendían muy bien las cosas. Optó por dar una explicación que pudiera entender.


—Salí a pasear con Pongo y me dejé las llaves.


—¿Las llaves? —preguntó desconcertado—. ¿Qué llaves? ¿Tu madre te permite tener llaves? Vamos, nena, dime que haces aquí tú sola.


El Hombre del Saxo no hacía más que repetir la misma frase con distinto tono, pero claro, era normal, a fin de cuentas era músico. Aunque no le parecía que ahora estuviera cantando. Perecía sorprendido, un poco enfadado, incluso. Aun así, ella se lo podía perdonar. Era bastante más listo que el tío Juan.


El tío Juan era genial. Cuando la cuidaba, no se enteraba de ninguno de sus trucos para retrasar la hora de acostarse.


—Claro que no tengo. Aún soy pequeña —respondió con aire de suficiencia—. Pero es que Pongo quería hacer pis y me las dejé dentro, colgadas en la cerradura.


—¿Y la rusa? ¿Se puede saber dónde está?


Camila no pensaba decirle que se había escapado. Daria estaba ante el televisor, haciendo como que cosía el dobladillo de un pantaloncito.


—No es rusa. Es uraniana.


—Ucraniana —“Sí eso, uraniana”, la oyó repetir en voz baja.


—Y bien, dónde está ese cancerbero uraniano que te cuida.


Ella se rió mostrando de nuevo la falta de dientes.


—Tú también ahora lo has dicho mal. ¿Era a propósito? Y cancerero era un perro grande. Yo solo tengo a Pongo, ¿te gusta?


Pedro contempló al perro. Blanco con grandes manchones negros, como si una prenda de luto se hubiera desteñido sobre su lomo. Patas cortas. Morro aplastado. Ojos saltones con alguna que otra legaña. Orejas puntiagudas. 


No, no se podía decir que fuera una belleza. Más bien era patético y lo observaba a su vez con recelo.


Y supo que Camila, con esas armas sutiles que toda fémina lleva impresas en el código genético, le estaba liando como a un pardillo para no decirle la verdad. ¡Menudo poli de pacotilla estaba hecho!


—No está mal —dijo sin comprometerse. Era inútil someterla a un tercer grado.


Sabía de antemano que ella no pensaba hablar.


—Es precioso. Lo escogí yo en la protectora —y el sonido de la ce se escapó por el hueco de sus dientes—, donde trabaja Lourdes. Es nuestra amiga. Mi mamá la ayuda los días que no tiene que ir a trabajar.


En otro tiempo también la ayudaba yo, quiso gritar.


Por aquel entonces, Camila se quedaba con la abuela, mientras Paula y él hacían una escapada corta, hasta la protectora o hacia donde les apeteciera. Al final, él tenía su premio. Solían acabar en su piso y en su cama, arañando unos instantes al tiempo para poder estar juntos. No quería pensar en eso ahora. Guardó la congoja dentro de su pecho.


—Bien, jovencita —su tono, sin querer se había endurecido. No quería asustarla, pero tampoco quería que anduviera sola por la calle. Había demasiados peligros—, volvamos al
principio. ¿Hay alguien en casa?


Camila puso morritos y le contempló con falsa compunción. ¡Cómo si su tono de poli malo pudiera hacer mella en ella!


El portal de la calle se abrió. El chirrido metálico de la cerradura de seguridad hizo que los dos volvieran la vista. 


Pedro oyó el largo suspiro de la niña. La persona que
entraba iba a evitarla un mal trago. Su mente estaba tratando de inventar un cuento chino para que él se lo tragara.


—¡¡¡Mamá!!! —soltó a voz en grito, y corrió a los brazos liberadores que se abrían para recibirla.


Paula acogió a su hija que puso sus piernas alrededor de la cintura de su madre. La acunó amorosa contra su pecho, mientras se agachaba un poco para poder acariciar con una mano la cabeza del perrillo, empeñado en dejar la marca de sus patitas en el delicado abrigo gris perla, comprado en las rebajas del invierno anterior. Por encima del hombro de la niña observó al hombre que permanecía rígido y mudo junto a la barandilla.


Su pecho ancho, sus caderas estrechas y sus piernas largas, le daban perfecta idea de su virilidad. Cualquier mujer estaría dispuesta a exhalar por él hasta su último suspiro.


Era el rostro enjuto, el pelo negro que el agua había rizado en las puntas y los ojos oscuros, duros, inquisitivos, de mirada penetrante, los que configuraban esa aura sombría, de violencia contenida, que a ella tanto le había inquietado.


—Se ha olvidado las llaves.


El tono profundo produjo un revoloteo de pequeñas mariposas en el estómago de Paula. Aún tardó un rato en asimilar lo que él le decía y a quién se refería.


—Si no tiene…


Su voz, incluso a ella misma, le sonó distante.


—Ya lo supongo. Así que me temo que te toca a ti averiguar qué hace aquí sola, sentada en un escalón y con ese chucho a sus pies.


Paula alejó un poco a su hija de su pecho para ver su cara. 


La conocía bien. Era capaz de inventarse cualquier historia. 


Tenía una imaginación desbocada.


—¿Camila? —inquirió severa.


—No es un chucho. Es un perro pequeño.


—Eso no responde a la pregunta. ¿Qué haces aquí fuera y dónde está Daria?


—Solo quería esperarte, mami. Ver como entrabas —respondió demasiado rápido toqueteando con sus deditos con olor a perro húmedo el rostro maquillado de su madre.


—Bien. Como explicación, vale —se conformó Pedro.


Los dos adultos se contemplaron desde lejos. Por primera vez en meses una corriente de complicidad fluyó entre ellos. 


Ambos habían detectado la mentira. Paula se dijo que tendría que sonsacar por la noche a su hija en qué había consistido la aventura del portal.


—Gracias por cuidarla.


Él no respondió, absorto en la contemplación de la mujer. El pelo corto, en un corte a capas, de color castaño con las puntas teñidas en dorado, y el rostro fino, algo afilado, le otorgaban un aire de eterna adolescente. Pero eran sus ojos pardos, colmados de ternura, los que le impedían conciliar el sueño. Una vez le habían mirado a él, oscurecidos por el deseo, mientras sus cuerpos desnudos se movían al unísono, en una danza de pasión.


Tenerla allí, con su hija en brazos, incrementaba el profundo amor que sentía por esa mujer. Los largos meses de separación no habían logrado menguar ni un ápice la intensidad de sus sentimientos.


—Será mejor que entremos en casa—dijo Paula incómoda ante el silencio de él.


Pedro asintió con un leve gesto. No podía hablar porque temía que de su garganta saliera un sollozo agónico. No quería dejarlas ir. Las necesitaba. A las dos. A la mujer de sus sueños y a la niña, capaz de transmitir tanta alegría a su alma atormentada.






REGRESA A MI: CAPITULO 5






A Camila no le gustaba la lluvia. Tenía la sensación de tener lo pies mojados todo el día, aunque fuera a la escuela con las botas de goma. Los días malos no podían salir al patio durante el recreo. Se quedaban a pintar en el aula. Pintar era genial, pero ella prefería jugar al fútbol, con sol.


Echaba de menos a la abuela. Los días de lluvia, jugaba con ella al parchís o a La Oca. Menos mal que ahora tenía un nuevo amigo.



Abu, muchas gracias por haber convencido a mamá con lo del perrito.


Se llama Pongo, porque es blanco con manchas negras, como el de 101 Dálmatas.


Más pequeñito. Mamá dice que no se parecen en nada.


Pero, sabes, abu, te has equivocado. Yo te pedí un… PADRE. Un padre como todos los padres.


Bueno, lo de Pongo está bien. Pero yo necesito un PADRE.


¿Te vas a acordar?


Empezaba a enfadarse. Toda la semana hablando con la abuela, y ella no la escuchaba. A lo mejor en la Estrella había más perros que padres.


—Merrendaaar…


Daria entendía bien el español, aunque solo sabía decir palabras sueltas. Por eso veía las telenovelas de la tarde. 


Para aprender. Lloraba a lágrima viva por las desdichas
ajenas, como decía el tío Juan.


La mujer le puso sobre la mesa del comedor el vaso de leche y las dos pulguitas con jamón de York. Le acarició la cabeza con su gruesa mano y se marchó. Pongo a sus pies
la miró esperanzado.


Camila no lo dudó. Se olvidó de las normas y tendió uno de los bocadillos. Pongo lo devoró de un bocado. Siempre tenía hambre.


Colocó el codo sobre la mesa e inclinó la cabeza hasta apoyarla en la palma de la mano. Estaba aburrida. 


Permaneció extasiada contemplando el exterior. Por la calle
mojada bajaban los coches con las luces encendidas. El viento de la noche parecía haber desnudado los árboles del parque. Tuvo envidia de las gaviotas que sobrevolaban libres la ciudad, haciendo piruetas en el aire cerca de su ventana. 


Los gritos lastimeros que lanzaban siempre le recordaban el llanto de un bebé hambriento, como el del hermanito de
su amiga Pamela cuando quería comer.


La llamada de atención de una pata de Pongo, sobre su muslo, la sacó de su abstracción. Contempló el vaso. Ya no era una nenita que necesitara beber leche a todas horas. 


Pensaba echarla en el cubo de plástico de la playa. 


Después, lo lavaría en el lavabo. Daria no se iba a enterar.


Pongo se pondría muy fuerte. Caminó de puntillas en dirección al pasillo. Antes de salir, volvió la vista hacia la ventana. Un movimiento en la acera atrajo su atención.


Se quedó inmóvil un instante. Corrió hasta aplastar la nariz contra el cristal.


La idea cruzó por su mente con el brillo de un relámpago.


Era perfecta.





REGRESA A MI: CAPITULO 4





En un primer momento, Camila no se fijó en él. Quizás porque fuera más tímido que el resto o porque estuviera más asustado, el caso es que estaba casi oculto, en el rincón más alejado. A ella le gustaban todos, pero esa vez no iba de visita, sino a elegir a su perro, se dijo. Por eso, en cuánto lo vio supo que al fin había encontrado a su alma gemela perruna.


Se acercó a él y estiró sus manitas ante el morro, como le había enseñado Lourdes, para que la olfateara y supiera que era su amiga. El animalillo se fue acercando a ella, estirado sobre su barrigota. Debía de tener un poco de miedo.


—Ése —dijo a voz en grito señalándolo.


Las dos mujeres la miraron desde lejos.


—¿¡Estás segura!?


Miró a su madre con extrañeza. Pues claro que lo estaba.


—A lo mejor hay otro que te gusta más, Camila —insinuó Lourdes.


Ya entendía lo que querían decir las dos. No les gustaba el perrito que ella había elegido, pero no le importaba. A ella le parecía el más bonito que hubiera visto jamás.


—No. No hay ninguno que me guste más. Bueno, me gustan todos pero mamá ha dicho sólo uno…


—Eso es, mi niña. Sólo uno.


Lourdes entró en el recinto, se agachó, cogió al animal en brazos y lo sacó de la jaula. A Camila le dio pena que temblara tanto. Pensó que esa noche se olvidaría del decálogo que tanto esfuerzo le había costado escribir de su puño y letra, lleno de dibujos de animales, y le metería con ella en la cama. Estaba claro que tenía frío y ella no iba a consentir que el pobrecito sufriera.


—Camila —Lourdes estaba tan seria que asustaba—. Tendrás que cuidarle bien. Ocuparte de su comida y apuntar en el calendario cuando le tocan las vacunas, ¿de acuerdo?


—¡Pues claro! Ya sé que no lo vacunamos más hasta el año que viene.


—Eso es, pequeñaja. ¡Qué lista eres!


La cogió en brazos y giró con ella. A Camila le encantaba Lourdes. Siempre olía a perro.