viernes, 5 de febrero de 2016

INCONFESABLE: CAPITULO 16





Paula había vuelto al salón, después de su encuentro en el jardín con los dos hombres, un poco alterada. Si finalmente confirmaba que lord Alfonso era él, y todo parecía indicar que iba a ser así, las cosas se iban a complicar un poco para ella, puesto que ese hombre parecía decidido a que ella notase su presencia cada vez que se encontraban. Y eso la perturbaba, porque, claro, ¡cómo para no notarla! Era el hombre más apuesto e interesante que había conocido y, en su fuero interno, le ilusionaba que pudiera ser él con quien había tenido el desliz que podría provocar su ruina. Y, si no era así, le quedaba la sensación de que parecía empecinado en formar parte de su vida desde que se conocieran formalmente. Y el recuerdo del jardín. Recordó que aquella noche, en la que se lo presentaron, había intentado un acercamiento íntimo con ella. Y luego, en las demás ocasiones en las que habían coincidido, su forma de mirarla, incluso sus intervenciones cuando estaba junto a algún hombre como si la estuviese vigilando, le hacían fantasear con que pudiera estar interesado en su persona. Si hasta pareció disgustado al verla junto a su prometido.


Tomó aire para tranquilizarse. ¿Qué podría estar pensando de ella en aquellos momentos? Después de todo era un marqués, y un hombre de la nobleza no está acostumbrado a ver a una joven dama casadera en las circunstancias en las que él se la había encontrado, y si lo estaba era porque ésta era una perdida, una mala mujer. ¡Ay, madre! Si hasta estuvo presente el día en que Ricardo la sacó de casa de Clara, completamente ebria.


—Paula, ¿dónde está Melbourne? —le preguntó su hermano sacándola de sus pensamientos, mientras se acercaba a ella junto a lady Lamarck, quien no parecía muy interesada en ella, sino, más bien, en su tío Rodolfo.


—En el jardín —le informó intentando sosegar su nerviosismo—, conversando con lord Alfonso.


—¿Alfonso? —preguntó su hermano sonriente—. Me alegro de que esté aquí. Al parecer anoche se produjo un fuego en la casa que tenía alquilada y le he ofrecido nuestra hospitalidad. —Miró a la otra mujer—. Espero que la acepte.


¿Qué?


—Es todo un detalle por su parte, lord Hastings.


Paula buscó con la mirada a Clara, con la esperanza de que la otra, en un arrebato de furia por haberla dejado sola, no se hubiese marchado. Por suerte estaba charlando con su tía Marianne, mientras Rodolfo la miraba a ella con una sonrisa que no le gustó nada. La escudriñaba como si conociese sus secretos. Pero ¿cómo podría conocerlos? No. Imposible. 


Debía ser otra cosa. Tal vez la miraba así por lo del burdel en el que la halló y del que la sacó enfadado. Volvió a mirar a Clara y le hizo señales con los ojos para que se acercara hacia donde se encontraba con su hermano y aquella mujer, prima de su prometido, quien, sin saber por qué, no le gustaba.


—De ninguna manera —replicó su hermano con falsa modestia—, es lo menos que puedo hacer por un buen amigo.


¿Amigo desde cuándo?


—Y usted, señorita Chaves, ¿qué opina? —La pregunta iba dirigida a ella.


¿A qué venía esa pregunta? Ricardo miró a la mujer arqueando una ceja como si la estuviera reprendiendo por algo, y Paula pensó que su hermano conocía mucho más a la fémina de lo que ella pensó en un primer momento. 


¿Sería Ricardo un mujeriego? ¿Lo sería lord Alfonso?


—Yo…, bueno, lo que mi hermano decida seguro que es lo correcto.


—Sí, pero usted tendrá su propia opinión al respecto; desearía conocerla.


¿Por qué tanto interés en ella? Finalmente, sólo se trataba de un acto de cortesía.


—Y yo creo que estás molestando a Paula, querida. —Ricardo se vio obligado a intervenir al ver la mirada que Paula le lanzó a la otra, como si fuese a mandarla al demonio de un momento a otro—. No es algo inusual hacerse cargo de un amigo que ha sufrido un percance.


—Opino que mi hermano es el cabeza de familia —miró a su hermano—, y, yo, soy una chica obediente.


—Por supuesto —asintió la mujer con una sonrisa que no llegó a sus ojos—; usted me pareció también una joven inteligente.


—Espero que no cambie de opinión porque no quiera contrariar a Ricardo. —¿Qué estaba pasando allí? ¿La estaba insultando?—. Puedo pensar que quiere que actúe contra la autoridad de lord Hastings.


—No me malinterprete, por favor —la mujer pareció recular—, le ruego que me disculpe si he podido hacerla sentir mal. Sólo quería que mantuviésemos una buena conversación. Parece usted una joven muy agradable.


Paula pensó que aquella mujer actuaba de forma muy rara: en un momento parecía querer dejar patente su superioridad con respecto a ella, y al siguiente era la humildad personificada. Pues no le agradaba. ¿Por qué diablos no se acercaba Clara?


En ese preciso instante aparecieron Melbourne y Alfonso, uniéndose al pequeño grupo del que ella formaba parte.


—Lord Alfonso —lo saludó la otra con una sonrisa coqueta adoptando un nuevo papel. Sin embargo, a Pau le pareció que a él no le agradaba la actitud entregada de ella, y eso la reconfortó—, qué alegría volver a coincidir con usted.


«Sin duda para ti lo es.» Miró de nuevo en la dirección en la que estaba Clara con su tía. Nada. O no la había visto o estaba castigándola.


—Lady Lamarck.


—Alfonso, creo que necesito que hablemos de un tema importante.


Pedro se puso en guardia ante aquellas simples palabras de Hastings, y desconfió un poco. ¿Sabría ya de sus escarceos con su hermanastra y pretendía una compensación? 


Después de todo, hasta él sabía que sería lo correcto, y él era marqués y con una ascendencia que Ricardo conocía, debido a que trabajaba para el Ministerio. Ricardo no era ningún tonto, un cuñado como él sería muy apreciado.


En un acto involuntario miró a Paula, esperando algún indicio de lo que sería una charla para restituir el honor de la ligera muchacha; no obstante, su actitud era la habitual
con respecto a él. Lo ignoraba. Apretó los dientes por no apretar el delicado cuello hasta obligarla a mirarlo y a reconocer lo que habían compartido. No una, sino dos veces. No le gustaba lo más mínimo que lo tratase como a un simple conocido. Como a un don nadie. Esa muchacha actuaba siempre como si él fuese un hombre que no se debía tener en cuenta y eso lo desquiciaba. Por lo visto a ella le daba igual lo que él sintiera o deseara, lo utilizó sin más, y lo desechó, y ahora iba buscando otro juguete. No podía ser otro el motivo de verla siempre con algún hombre, apartada de los demás, en actitud cómplice.


—Creo que lady Penfried me llama, tenemos que elegir los lazos para nuestro nuevo sombrero. —Lo dijo sin pensar. 


Sólo necesitaba alejarse de allí, salir fuera del alcance de la penetrante mirada de lord Alfonso.


Ricardo se percató del embuste de su hermana, puesto que le había restringido las compras, castigo también de la cogorza que se pilló, pero no dijo nada, simplemente la dejó marchar junto a la atolondrada esposa de Julian. Sin embargo, de lo que no se dio cuenta, y era mejor así, fue de cómo Alfonso siguió con la mirada los andares de Paula cuando ésta se dirigió al encuentro de la rubia, desapareciendo instantes después con ella.


Quien sí pareció darse cuenta fue la otra mujer que se encontraba junto a ellos.


—Primo, ¿puedes acompañarme al hotel? —pidió a Melbourne, quien la miró intrigado. Tenían un plan que llevar a cabo, pero si Alfonso no jugaba el papel que querían adjudicarle, éste no podía ejecutarse.


Si Pedro se dio cuenta de que algo estaba fraguándose a su alrededor con aquellos dos como principales protagonistas, decidió no hacer ningún comentario al respecto. Ya era la segunda vez que se cruzaba con lady Lamarck, y ésta, desde un primer momento, había dejado patente su interés por mantener una relación con él, a diferencia de Paula, que hacía todo lo posible, habido y por haber, por quitarse de en medio cada vez que se encontraban.



****

—Estoy enfadada contigo.


—Me he dado cuenta de ello —señaló Paula mientras se sentaba en la cama de su habitación, donde había llevado a Clara para que pudieran estar a solas y lejos de oídos indiscretos.


—Pues no veo que te haya importado —protestó la otra paseándose por el dormitorio para que Pau notara su malestar—. Mientras flirteabas con ese Melbourne, tu hermano no ha dejado de hacerme sentir que no soy bien recibida en su casa. Ni siquiera las oportunas intervenciones de tu tía lo han hecho comportarse debidamente.


Paula no pudo evitar esbozar una pequeña sonrisa.


—Lo siento, créeme —se disculpó. En realidad no lo sentía, le hacía gracia que su hermano Ricardo fuese inmune a los embelesos de Clara para conseguir que los hombres corriesen a cumplir cualquiera de sus deseos, aunque tampoco le gustaba que éste se mostrase tan hosco con ella.


—Dejémoslo, porque lo peor ha sido tu tío —resopló sentándose junto a ella en el lecho—, ¡ese viejo verde!


—¡Clara! —exclamó entre risas, aunque ella últimamente venía pensando lo mismo y, después de su encuentro amoroso con ese hombre, donde había conocido la intimidad entre hombre y mujer, se preguntaba cómo Marianne soportaba las atenciones de Rodolfo sin sentir ganas de vomitar.


—Lo es —le dijo seria—, no ha dejado de hacerme insinuaciones deshonestas sin importarle que su mujer estuviera sentada junto a él.


—¿Qué tipo de insinuaciones? —le preguntó Paula haciéndose una ligera idea de qué podría haberle dicho. 


Posiblemente, lo mismo que a ella.


—Tu hermano y Marianne tienen algo. —Clara cambió de tema intencionadamente. Lo hacía cuando no quería seguir con una conversación que no le interesaba.


Ella se puso como un tomate maduro ante dicha afirmación y negó enérgicamente con la cabeza. Nunca lo reconocería, hacerlo sería poner en un aprieto a su hermano y a su tía, ni siquiera reconocería saberlo delante de ellos.


—Imposible —mintió, y su amiga la conocía lo suficiente como para saberlo.


—Estoy convencida —insistió la otra—. ¿Tú no te has dado cuenta de cómo se miran? —le preguntó con ese tono que quería decir: «Sé que lo sabes, pero no me lo dirás»—. Hasta tu tío debe de saberlo, estoy segura. Ese cerdo libidinoso... ten cuidado con él, tampoco me gusta cómo te mira.


—No sé de dónde sacas lo de Ricardo y Marianne. —Tenía que quitarle esa idea de la cabeza. Ella los había descubierto, pero no tenía por qué saberlo nadie más, si no el escándalo sería aún mayor que el que provocaron su madre y el padre de Ricardo, y eso destrozaría a su hermano—. Es totalmente inconcebible. ¿Todavía no te has dado cuenta de lo importantes que son la reputación y las buenas formas para Hastings?


—Podrán intentar engañar al resto —le dijo mientras se metía en la boca uno de los bocadillos que habían cogido de las cocinas mientras se dirigían al dormitorio de Pau—, pero no a mí.


—¿Qué es lo que te ha dicho mi tío? —intentó volver al tema principal.


—Bah —repuso haciendo un gesto de desprecio—, me ha dado a entender que él estaría dispuesto a satisfacerme si no obtengo en casa lo que necesito.


Paula abrió los ojos tanto como pudo. ¡Qué descaro tenía Rodolfo! Clara era una dama, además de su amiga, pero sobre todo era la esposa de un futuro conde e importante hombre de negocios. ¿Es que se había vuelto loco? No, definitivamente, no, es que era un sinvergüenza.


—Y tú, ¿qué le has contestado?


—Que primero me meto a trabajar en casa de Emilia.


Paula rompió a reír sin poder evitarlo; a mandíbula batiente, con ganas y sin ningún tipo de reparo mientras le daba una palmadita en la espalda a la otra para apoyarla por su ocurrencia.


—Clara —le dijo aún con lágrimas en los ojos—, ¿te he dicho alguna vez cuánto agradezco tenerte en mi vida?


La rubia la miró con picardía.


—Normalmente me dices todo lo contrario. —Le dedicó una deslumbrante sonrisa antes de volver a ponerse seria—. Quiero que te cuides de tu tío —la previno adoptando esa pose de matrona tan peculiar—, no te quedes nunca a solas con él. Podría intentar sobrepasarse contigo.


—No te preocupes por eso, no se atrevería a pasar de vagas insinuaciones. Ricardo sería capaz de matarlo.


—Insisto, Pau —le dijo seria—, no te quedes a solas con él. Después de todo, no es tu tío, sino el de Hastings, y algo me dice que no tendría reparos en aprovecharse de ti. Si no hubieras descrito al hombre de esa noche como alguien fuerte y alto, y sin barba, hubiese creído que podría tratarse de él.


Ella miró a su amiga y vio verdadera preocupación en su verde mirada, por lo que asintió lentamente. Menos mal que podía recordar algo de ese hombre, si no también ella lo hubiese creído.


—No tienes que preocuparte por eso.


—Y hablando de tu amante —le recordó—, ¿has pensado en la posibilidad de que se trate de Alfonso?


¿Qué si lo había pensado? Constantemente, al menos desde el momento en que se lo encontraron en casa de Rodolfo. Se limitó a asentir, ruborizándose.


—Pues tienes que hablar con él, debes asegurarte de que sea él, ¿quién más podría ser? Queda descartado Rodolfo y su ayudante, Carter; el anciano mayordomo no puede ser y, a no ser que esa noche hubiese más hombres en la casa, sólo nos queda Alfonso. Debes hacerlo —le ordenó—, hoy mismo.


—Como si fuera tan fácil. ¿Y si no es él? ¿Qué va a pensar de mi, entonces? —En realidad lo que le daba miedo era que sí lo fuera, porque en ese momento sabría que el hombre de aquella noche tenía el rostro del hombre que la atraía y ponía nerviosa. Que la encendía.


—No tienes más opción.


—Podría esperar un poco; si fuera él, ¿no habría dicho algo ya?


—Por supuesto —replicó Clara alzando las cejas—, y hacerlo sería como estar pidiéndote matrimonio. Para él es más fácil actuar como si no hubiese ocurrido. Después de todo, es un hombre.


—Pero si lo hago —Paula no estaba segura de que Clara tuviese razón—, puede pensar que estoy intentando atraparlo, obligándolo a que se case conmigo por algo que yo provoqué.


—No creo que lo obligaras a nada. Además, yo lo hice —le dijo arrogante—, y no ha salido tan mal después de todo.


—Clara, perdóname por decirte esto, pero no voy a obligar a nadie a casarse conmigo porque yo me haya comportado de forma inconsciente.


—Pues te equivocas —refunfuñó la rubia.


—Tal vez —contestó enfadada porque no la comprendiese.


Ella, al contrario que su amiga, no se consideraba una beldad ni el centro del universo; no era más que una joven un poco agraciada, con una belleza que no sobresalía como la de la otra, que necesitaba lentes debido a su corta visión, y que se sentía mal haciéndole daño a los demás, de ahí que normalmente accediera a someterse a los caprichos de los otros. En especial de Clara. Pero no iba a chantajear a nadie para que se casara con ella. De eso sí que estaba segura—. Sin embargo, no voy a hacerlo.


—Bien, entonces, como veo que no piensas hacer nada —le reprochó—, sino que simplemente te vas a quedar esperando a ver pasar el tiempo, y, si tienes suerte y no se te hincha el vientre —Pau la golpeó con la almohada por ser tan insensible—, te casarás con ese aburrido de Melbourne para hacer feliz a tu hermano, escucha lo que te voy a decir.


—Puedes ser muy cruel a veces.


Clara alzó la barbilla.


—Te doy hasta mañana por la noche.


—No pienso hacer lo que tú quieras —contestó cruzándose de brazos.


—Si no has hablado con Alfonso para entonces, lo haré yo. —La miró decidida—. O averiguas por ti misma si es el hombre que dejaste que te tomara en una cocina, o se lo
preguntaré directamente.


—¿Me estás chantajeando? —le preguntó furiosa.



—Puedes llamarlo como quieras, y que sepas que lo hago por tu bien.


—Aún me cuesta creer que Julian acabara enamorándose de ti —soltó para lastimarla, pero al parecer a la otra no le importó—. ¿Se supone que tengo que ir a buscarlo a su habitación y preguntarle si se acostó conmigo?


—La forma como lo hagas es cosa tuya —se levantó de la cama, se dirigió al secreter de Pau y empezó a husmear—, pero, teniendo en cuenta que va a pasar unos días aquí, es una buena opción, y que quede claro que lo hago por tu bien. Nada me gustaría más que verte casada con Pedro.


Y a quién no.


—Será mejor que te marches o acabaré matándote.


—¿Qué es esto? Parecen documentos muy antiguos. —Clara tomó el sobre que contenía los papeles con la intención de abrirlo y leer su contenido.


—¡Deja eso! —exclamó Paula enfadada—. No es mío, Amalia lo trajo por error, iban en el abrigo de mi tío, pero cuando le dije a Nadia que devolviera la prenda, esto debió de caerse. Estoy buscando el momento adecuado para devolvérselos.


—¿Son de tu tío? —preguntó—. Razón de más para leerlos.
Intentó quitarle a Paula el sobre, pero ésta la empujó hacia la puerta y la obligó a marcharse entre réplicas y reproches; sin embargo, antes de irse le recordó que, si no hablaba con Alfonso, lo haría ella misma.


Cuando se hubo marchado, Paula suspiró aliviada. A veces era toda una hazaña lidiar con Clara. Miró el sobre que contenía los documentos que su amiga había intentado leer, y dudó intentando decidirse entre si debía leerlos o no. 


Sentía curiosidad, sí, pero sabía que estaba mal leer los secretos de los demás. Se humedeció el labio inferior, nerviosa, preguntándose por qué no debería hacerlo. Y llegó a la conclusión de que su tío no era una persona que mereciese un trato correcto. Cuando se dispuso a abrirlo, el título del marqués de Alfonso llamó su atención, y soltó los papeles como si le quemaran.


De nuevo él.


Tendría que buscar la manera de abordar a lord Alfonso antes de que Clara decidiera hacerlo ella misma, metiéndola en algún problema mayor.


Pero ¿cómo?



***


—¿Has conseguido algo? —le preguntó la mujer a Melbourne.


—No —negó éste—, he intentado acercarme a él y ganarme su confianza como un amigo, a pesar de que muestra demasiado interés en mi prometida.


—Yo también me he dado cuenta de ello —convino Leticia mientras le servía al hombre una copa de Jerez y hacía lo propio para ella misma—, por ese motivo creo que no me presta demasiada atención a mí, lo cual es una 
complicación, porque necesito acceder a esos documentos.


—¿Estamos seguros de que los conserva en su poder?


—Hasta ahora nada parece indicar que no sea así —le explico Leticia.


Leticia había intentado acercarse al marqués aprovechando sus encantos. Era muy hermosa, y rica, y no tenía reparos en utilizar su cuerpo para obtener lo que necesitaba, además de que gracias a su trabajo se le abrían puertas que nunca imaginó. Cuando accedió a trabajar para ellos, aquello lo tuvo muy presente, así como el hecho de que, si era preciso, tendría que acostarse con alguna de sus víctimas, para lo que se preparó a conciencia. Sin embargo, lord Alfonso estaba resultando ser un hombre muy esquivo. Ella hubiera jurado que era un mujeriego consumado; no obstante, desde la noche que le perdió la pista en casa del tío de Hastings, no parecía interesado en ninguna fémina, ninguna a excepción de Paula Chaves, la prometida de Melbourne. 


Aunque, claro, ella no pensaba hablarle mal de la joven a su compañero. Lo sabía porque a ella nunca se le escapaba un detalle en cuanto a los intereses de sus víctimas, y Alfonso estaba demasiado pendiente de la joven prometida de éste como para prestarle atención a ninguna otra mujer.


—Ya los busqué en su casa —dijo mientras le daba un sorbo al exquisito néctar—, pero no pude conseguir nada, además de que había alguien más allí buscando los documentos, antes de que se produjese el incendio.


—¿No tienes alguna idea de cómo pudo suceder? —Leticia tenía que enviar un informe de sus avances de forma regular.


—Lo cierto es que no —confesó—, aunque he pensado mucho en ello, y creo que alguien prefiere destruirlo todo antes de que demos con la prueba que buscamos.


—¿El propio Alfonso?


—No lo creo. —Melbourne dudaba de que Alfonso hubiese incendiado su casa, aunque fuese de alquiler—. Hay alguien más interesado en esos papeles. Creo que debe ser la misma persona que ha provocado los accidentes del marqués.


—Y no tienes idea de quién puede ser, ¿no? —preguntó la mujer con fastidio.


—Yo no —le explicó Melbourne—, pero creo que él tiene sus sospechas, y estoy seguro de que Hastings lo está ayudando, aunque no sé en qué.


—Entonces tienes que hablar con Ricardo —le ordenó la mujer—, es hora de que nos preste de nuevo un servicio.




INCONFESABLE: CAPITULO 15




En cuanto salieron de la casa de su tío, Clara empezó a bombardearla a preguntas.


—Ya puedes explicarme lo que estás pensando —le ordenó con ese tono de matrona que solía adoptar con ella.


—Ni hablar.


—Cuéntamelo, Pau.


Negó con la cabeza.


—Si no lo haces —la amenazó—, te diré lo que pienso después de lo que acabo de ver y escuchar. Es más —prosiguió al ver cómo su amenaza no surtía efecto—, creo que le pediré a Alfonso que me aclare algunas dudas.


Paula se humedeció el labio inferior, gesto que la caracterizaba. De verdad que aún no entendía cómo Julian no había acabado matando a su mujer. A veces era insufrible.


—No vas a parar, ¿verdad? —le preguntó molesta.


Clara se detuvo justo delante de ella con los brazos cruzados sobre el pecho, en una actitud que le hubiese resultado graciosa si no fuera porque el objeto de las maquinaciones de su perversa mente en aquel momento era ella. Parecía una niña pequeña enfadada porque no le hubiesen dado su juguete favorito.


—Vamos a tu casa y me cuentas.


—¿Te he dicho ya lo metomentodo que puedes llegar a ser?


Clara no estaba dispuesta a dejarlo estar. Ella había sido testigo de la familiaridad y descaro de Pedro, también de la insinuación oculta tras aquellas simples palabras cuando había dicho que había estado allí hacía unas noches y, cómo no, estaba el hecho de que andaban buscando a un hombre muy alto, fuerte y, siempre según la descripción de Paula, joven. Además, a ella le gustaba mucho, y aún lo haría más si se casaba con Pau, que era adorable. ¿Por qué no podría ser él? A ella le encantaría que fuese él, y a su amiga también, aunque lo negase. ¿A quién no podría gustarle un hombre así? Y Paula era hermosa, aunque no fuese consciente de ello. Su pelo era puro fuego, con esas hermosas y enormes ondas, y el color celeste, casi transparente, de sus ojos era muy peculiar; incluso usando esas lentes no podía ser considerada un patito feo. La miró con ojo crítico, como si no fuese su amiga y tuviese que buscarle algún defecto, y por supuesto que lo encontró: su defecto era su actitud. Paula siempre se comportaba de forma recatada y obediente, un dechado de virtudes para así poder complacer al estricto conde de Hastings; pero, a pesar de ello, Clara sabía que le encantaba verse arrastrada por ella en sus planes y travesuras, y que solía dejarse llevar con gusto a pesar de que no dejaba de decir que estaba mal y que su hermano la iba a matar. Y ella la adoraba por ello.


—Un millar de veces —le dijo la rubia con una sonrisa—, cada día desde que nos conocemos.


Paula no pudo evitar sonreír. Resultaba cierto que siempre andaba regañando a Clara; era, por decirlo de alguna forma, el ángel bueno que continuamente le señalaba lo que estaba mal a la otra, aunque en su fuero interno deseaba que su amiga siguiera adelante con sus planes y no le hiciera caso, porque así su rutina se veía enturbiada por un torbellino
como su amiga, que no hacía nada sin ella.


Suspiró en tono lastimero porque ambas sabían que finalmente acabaría claudicando.


—Vamos entonces, no quiero hablar de mi problema en la calle, nunca se sabe quién puede estar escuchando.


Lo cierto era que no quería hablarlo, ni en la calle ni en ningún otro lugar, pero, si no afrontaba de una vez lo que a su amiga le pasaba por la cabeza, que era lo que cruzaba por la de ella misma, nunca la dejaría tranquila, y se temía que pudiera actuar según su propio criterio, metiéndola en un problema aún mayor. Y entonces, si Alfonso no resultaba ser el hombre con el que estuvo esa noche, su vergüenza no tendría límites, porque él conocería de su desliz, y a partir de ese momento, estaba completamente segura, no dejaría de atormentarla.


Sin poder evitarlo, su corazón dio un brinco ante tal posibilidad. ¿Podría un hombre tan impresionante como aquel, del que se rumoreaba no era el hijo legítimo del difunto marqués, sino el bastardo del zar de Rusia, estar interesado en ella? Sólo de pensarlo se le ponía la piel de gallina. Entones ella no sería tan mala, ¿no? Habría deseado siempre al mismo hombre.


¿Podría ser posible?


«Que va, es tu exagerada imaginación.»


Cuando llegaron a casa del conde de Hastings, no pudieron seguir adelante con sus planes de meterse en el pequeño salón de té, que había sido de la madre de Paula, y continuar con su conversación alejadas de oídos indiscretos. 


El propio lord la esperaba impaciente con sir Melbourne, su prometido, alguien con quien ella apenas había cruzado unas palabras. También estaban su tío Rodolfo y Marianne, además de una joven bellísima que nunca había visto.


—Paula, querida —la saludó su tía para luego amonestarla cariñosamente—, llevamos un buen rato esperándote. Lady Penfried, cuánto tiempo sin verla, déjeme decirle que cada día está más bella, cosa que creía imposible.


Clara esbozó su ya acostumbrada sonrisa, que quería decir «ya lo sé», y Ricardo se colocó al lado de su hermana, apartándola disimuladamente del lado de su amiga, cosa que no pasó inadvertido para ésta ni para Marianne, que no pudo evitar sonreír ante la actitud del hombre y la cara de disgusto de la joven dama.


—No sabía que había una reunión familiar —le dijo a su hermano a modo de disculpa, mientras le suplicaba ayuda a Clara con los ojos.


No le apetecía quedarse en la sala con ellos, tenía que hablar con su amiga sobre el tema que le preocupaba. Su corazón ya había empezado a albergar la esperanza de que su hombre misterioso fuese el apuesto marqués y, sin duda, compararlo con cualquier otro sería un absoluto fiasco.


—No es exactamente una reunión. —Ricardo siempre se dirigía a ella con cariño, demostrándole cuánto la apreciaba a pesar de no llevar la misma sangre. Siempre, a excepción de cuando la aleccionaba de los peligros de ir por ahí con lady Clare Penfried—. Sir Melbourne ha venido a hacernos una visita acompañado de su prima, lady Leticia Lamarck, quien quería conocerte, puesto que está de visita en Londres.


Paula se vio obligada a saludar a dicha dama y a hacer frente por fin a su prometido.


—Querida señorita —le dijo Melbourne mirándola con picardía—, qué agradable verla tan repuesta de su malestar.


A ella le hizo gracia que se dirigiese de aquella forma a la primera vez que se habían visto, cuando ella estaba completamente ebria y tirada en el sofá de casa de Clara, totalmente desarreglada y despeinada.


—Es un detalle que se preocupe por mi bienestar, señor.


Melbourne se colocó junto a ella, caminando por la habitación, ante la complacida mirada de su hermano y su prima, quien había resultado ser una chica odiosa y engreída. Aunque su amiga también lo era a veces y no por ello la quería menos.


—No lo tome como un detalle, señorita Chaves, debo confesar que estoy siendo egoísta.


Paula lo miró un momento y no pudo evitar sonreírle ante la chispa que desprendían sus ojos. En verdad, tenía que reconocer que el señor Melbourne era un hombre agradable, aparte de apuesto.


—¿Egoísta? No lo creo, usted da muestras de parecer todo lo contrario. —¡Estaba flirteando! «Estás flirteando, Paula, y debes recordar que es peligroso para ti»—. Creo que verdaderamente se ha preocupado por mi salud.


—Touché.


—Es agradable que sea así.


—¿Que me preocupe por usted o que sea egoísta?


Paula se lo estaba pasando tan bien con el hombre que se había olvidado por completo de la charla que Clara y ella tenían pendiente. Era la primera vez que un hombre le hacía caso de esa forma. Aparte de lord Alfonso, por supuesto, pero éste parecía más bien... acosarla.


—Creo que ambas cosas —le dijo sonriente.


—¿Le gustaría que diéramos un pequeño paseo por el jardín? —le preguntó con interés—. Después de todo, vamos a casarnos en breve.


A Paula aquellas palabras la sacaron de la ilusión que estaba sintiendo de ser cortejada por un hombre que en principio le estaba gustando. Y que, de no haber cometido el desliz de hacía algunas noches, podría haber sido un buen marido para ella. ¡Ay, madre! ¿Cómo negarse a dar un paseo inocente, a plena luz, con su prometido y en casa de su familia? Tragó saliva. No podía.


—Habrá que pedirle permiso a Ricardo —intentó excusarse—, es un poco estricto.


—Tenemos su permiso.


Vaya corte.


—Eso... eso es toda una sorpresa. —¿Su hermano le había dado permiso para pasear con un hombre a solas? Pues sí que estaba interesado en casarla.


Por lo visto Melbourne sabía exactamente lo que estaba pensando, el hombre era consciente de que no quería salir a pasear con él y aun así le tendió el brazo para que lo acompañara. «¡Qué atento!», pensó con ironía. Y ella se ajustó bien las lentes, le dedicó una brillante sonrisa, que intentó que pareciera sincera, y lo acompañó.


Y Clara le lanzó dardos envenenados con los ojos que venían a decir ¡verás cuando estemos solas! Mientras, Marianne se sentaba de nuevo al lado de su esposo con cara de desconsuelo, y su hermano Ricardo hacía cuanto estaba en su mano para entretener a lady Lamarck e ignorar a la amiga de su hermana.



****


—Me alegra que no me rechazaras, Paula.


Ella lo miró entrecerrando los ojos. ¿Le había dado permiso para tutearla? Puede que fuese su prometido, pero nunca, hasta ese día, habían mantenido una conversación, ni siquiera se habían visto. Bueno, quitando el día en que su hermano la pilló borracha en casa de lord Penfried, junto a Clara, y se la llevó de allí para luego castigarla. Pero, aparte de eso, nada. Al parecer todos los hombres que se cruzaban en su camino adoptaban la misma actitud.


—¿Por qué habría de hacerlo, señor? —Ella no pensaba tutearlo. Bastante tenía con tener que lidiar con Alfonso. Más hombres, más complicaciones. «¿Por qué tienes que acordarte de él precisamente ahora? Porque él es mi principal sospechoso después de que descartase al señor Carter. Y porque podría quedarme afónica chillando de alegría de haber tenido a ese hombre entre mis brazos aunque no recuerde su rostro. Lo único malo de todo esto es que hubiese preferido que tuviese el pelo negro.»


Melbourne le sonrió y, al hacerlo, a diferencia de lo que había ocurrido con el señor Carter en casa de sus tíos, su rostro se transformó para mejor. Mucho mejor. Debía reconocer que era un hombre realmente apuesto, de pelo y ojos oscuros. Sólo un poco más alto que ella, y un poco grueso, no mucho, lo justo, pero le gustaba, y estaba convencida de que podría haber llegado a encariñarse con él una vez casados. «Podría», pensó en pasado, porque después de lo ocurrido no tendría opciones de contraer un buen matrimonio, por muy buena dote que su difunto padre, sir Frederic Chaves, hubiera dispuesto para ella.


—Podrías haber inventado cualquier excusa, y yo hubiese tenido que aceptarla. —Melbourne pareció darse cuenta de que ella continuaba tratándolo de usted—. Espero que no te moleste que te tutee; después de todo, pronto serás mi esposa, por ende, serás mía.


¡Suya! ¡Ay, madre, lo que se complicaban las cosas! Lo había dicho con tal deje de posesión que Paula se detuvo y lo miró a través de sus lentes. Esa palabra, pero dicha por otros labios…


—Por supuesto. —Como siempre hacía con todo el mundo, accedió a que la tuteara ignorando la última frase dicha por el hombre. «¡Ay, Paula, que dócil eres la mayoría de las veces!» La única ocasión en la que había sido ella quien había exigido y tomado algo era la noche que le estaba causando tantos quebraderos de cabeza y que había cambiado su futuro, por eso era mejor adoptar ese papel; estaba convencida de que sería lo mejor para ella misma. 
Una vez hizo todo lo contrario y mira el problema que tenía—. Puede llamarme Paula. Así lo hacen mis amigos y mi familia.


El hombre se lo agradeció colocando una de sus enormes y bien cuidadas manos sobre la que ella tenía depositada en su brazo, provocando que contuviera la respiración ante lo que éste podría estar pensando. Tal vez creyera que, debido a su compromiso, podía tomarse algunas libertades, pero ¿qué haría ella entonces? No le apetecía que la besara y eso le resultó una novedad, porque había temido desear a cualquier hombre.


Paula miró a su alrededor buscando alguna salida por si a Melbourne se le ocurría dar un paso más en ese cortejo apresurado. No obstante, estaban en la parte del jardín donde los rosales eran más altos, casi tanto que resultaba difícil verlos. Melbourne hablaba y hablaba, pero ella no lo escuchaba; parloteaba acerca de su próxima vida juntos, o algo así, pero ella estaba ausente.


Rosas. Se concentró en que nunca le habían gustado las rosas. Sus flores preferidas eran las margaritas; le encantaba esa sencilla flor, y prefería las de color blanco, las azules y las amarillas; sobre todo las amarillas, porque su significado era una pregunta, una muy romántica. Había leído alguna vez que, si alguien te regalaba margaritas amarillas, en realidad te estaba preguntando: ¿me amas? Y como si sus recuerdos cobraran vida propia, se transportó a la noche de intenso placer que era causa de sus desdichas. 


Evocó el olor del hombre, la sensación de plenitud, el ardor, los sofocos…y le puso rostro. «¡Ah, no! Alfonso no, me niego.» Intentó salir de su mundo y prestar atención a lo que su prometido intentaba decirle, pero no sentía ganas de hacerlo. A pesar de que en un principio pensó que le gustaba, ahora le resultaba un poco pesado, la agobiaba con su palabrería, tal vez porque su mente y su cuerpo le gritaban que buscase un lugar solitario donde poder dar rienda suelta a su imaginación.


—… permitiera besarla.


De repente Paula se quedó sin poder reaccionar cuando Melbourne se acercó para tocar sus labios con los suyos, y sintió deseos de salir corriendo de allí. «No estoy preparada aún para esto, primero tengo que averiguar quién fue mi amante. Alfonso…»


Pero recibió el besó e intentó que le gustase.


Fue un beso casto, y dulce. Seguramente el hombre creía que nunca la habían besado y no quería asustarla. Y Paula por poco rompe a reír al pensar que ella sabía besar con más intensidad, alguien la había enseñado, entre otras muchas cosas que una joven e inocente dama no debería conocer hasta después del matrimonio.


«Yo no soy una joven dama, soy una mala mujer. Y, que Dios me ampare, creo que me gusta ser una mala mujer. Pero no con Melbourne.»


—Espero no haberla asustado —se disculpó el hombre sin apartarse de ella.


Negó con la cabeza y ése fue su error, porque éste pareció coger confianza y esta vez intentó apoderarse de su boca por completo, a lo que Paula reaccionó girando el rostro para dificultarle el acceso, en una situación totalmente cómica, que provocó una carcajada en su prometido, y una pequeña sonrisa en su delicado rostro.


Y apareció Alfonso.


—Creo que vuelvo a interrumpir.


Esta vez su voz sonaba pausada. Su acento más marcado. Y hostil.


—Querido lord Alfonso, siento que haya sido testigo de… —Melbourne no se mostraba para nada avergonzado, sino todo lo contrario; parecía estar disfrutando de ser descubierto en tal situación—. Creo que ya conoce a la señorita Chaves, la hermana de lord Hastings, mi prometida. Espero que no malinterprete la situación y sepa ser discreto; después de todo, nos casaremos en dos meses.


El hombre pareció haber dicho aquello para salvar la situación, pero Paula miró a su futuro esposo con cara de asombro. ¡En un par de meses! Ella preferiría esperar un poco, por si su locura daba algún fruto y había que tomar medidas desesperadas. Se ajustó bien los anteojos, apartándose del hombre.


—No tengo más remedio que felicitarlo, señor, y a ti, querida Paula —dijo Pedro con ganas de decirle a ese pobre tonto de qué y cómo conocía a su prometida.


—Gracias —le dijo ella sin mirarlo.


La aludida tragó saliva y se mantuvo en silencio, puesto que, si lo que empezaba a sospechar era cierto, ese hombre era un peligro para ella. No lo conocía bien, pero estaba segura de que no le permitiría olvidar fácilmente lo ocurrido, de ser él el protagonista de esa noche. «Debo reconocer que tampoco me sentiría bien si lo olvidara.»


—Entonces son ustedes amigos —insistió Melbourne para agobio de ella y agradecimiento de él—. A Pau no parece gustarle que la tuteen los desconocidos... —Aquello sonó como una advertencia.


—En efecto —el imponente rubio la miró al decir aquello—, somos amigos.


—Por supuesto —se apresuró a decir antes de que Alfonso añadiese algo inconveniente.


Si Melbourne percibió algo en ese comentario, lo dejó pasar, puesto que podría significar muchas cosas, y, claro, nunca podría imaginarse lo que el marqués había querido decir con aquellas dos palabras. Nunca creería algo así de la joven señorita Chaves.


Por el contrario, Paula sí detectó la insinuación, y pensó que o lord Alfonso era un sinvergüenza incorregible o verdaderamente era el hombre que buscaba.


—Si me disculpan, caballeros, Clara me espera en el salón para que la ayude con algunos temas de mujeres, ya saben, manteles y flores, una cuestión aburrida para ustedes. —Sonrió para que la excusaran y después se marchó, mientras Melbourne la observaba y decidía que no pensaba perderla de vista con tanta facilidad.


Pedro nunca entendería a la hermana de Ricardo. La joven actuaba como si no se conocieran. O incluso como si él le resultara antipático o no le gustase. Pero ¿cómo no iba a gustarle? ¡Por los clavos de Cristo, si le entregó su inocencia! ¡Si estuvo a punto de entregársele de nuevo en ese mismo jardín! Él nunca había tenido problemas con las mujeres; debido a su altura y su complexión física, solía llamar la atención de las féminas, con independencia de la edad que éstas tuvieran, y normalmente, después de un interludio amoroso, éstas siempre buscaban de nuevo su compañía. ¿Por qué a esa extraña muchacha parecía disgustarle tanto? Después de todo, ella fue quien le suplicó que la tomara aquella noche, él sólo había sentido curiosidad, y nunca lo hubiese hecho si ella se hubiera identificado como hermana de Ricardo, su amigo. Y después estaban todas aquellas situaciones en las que se la había encontrado poco tiempo después de que la tuviera en sus brazos. Primero ignorándolo y deseando desaparecer de su compañía, luego borracha en casa de Penfried, esa mañana había sido ella quien dio comienzo a la seducción, y más tarde, ese mismo día, había intentado seducir al pobre Colin en casa de sus tíos, para acabar besuqueándose con su prometido.


Apretó los puños.


«¿A ti que te importa lo que haga la chica? Después de todo, estás prometido con Sofía, y a ésta no le gustas.»


Y ahora apretó los dientes.


«Pues a mí tampoco me gusta.»