jueves, 7 de julio de 2016

¿ME ROBARÁS EL CORAZON?: CAPITULO 15





–Me parece que tenemos un comité de bienvenida –anunció Pedro, mirando el muelle–. Mi hermana y Rico, su esposo, nos están esperando.


–¡Maldición! –murmuró ella–. Ya han vuelto los nervios.


Cuando terminara todo y Paula hubiera vuelto a Nueva York, se lo explicaría todo a los Alfonso y lo entenderían. O eso esperaba.


–Todo irá bien –dijo.


–Para ti es fácil decirlo –contestó ella, con la vista fija en el muelle y en las dos personas que los esperaban–. Tú ya los conoces.


–Y tú me conoces a mí.


–¿Te conozco? –ella volvió la vista hacia él.


Pedro enarcó las cejas y sonrió brevemente.


–Creo que este no es el momento de entrar en una conversación existencialista. Estamos a punto de atracar.


–No –comentó ella. Se puso recta, enderezó los hombros y levantó la barbilla como si se dispusiera a subir los escalones del patíbulo.


Aquella mujer era una mezcla extraña de determinación fiera y vulnerabilidad. Pedro tuvo que contenerse para no tomarla en sus brazos y estrecharla contra sí hasta que perdiera la expresión cautelosa de sus ojos.


–Mejor. Porque hemos llegado –la lancha entró en el muelle.


–¡Pedro! –gritó Teresa–. Me alegro de verte.


Llevaba el pelo negro recogido en una coleta que la hacía parecer demasiado joven para ser esposa y madre. Vestía pantalones blancos cortos, una blusa de algodón roja y sandalias.


Pedro saltó de la lancha y Teresa se echó en sus brazos. La alzó en vilo y la estrechó con fuerza antes de dejarla de nuevo en el suelo.


–La maternidad te sienta bien.


–Tú siempre sabes lo que tienes que decir.


–Es un don –dijo él con un guiño.


Rico se adelantó con la mano extendida.


–Me alegro de tenerte de vuelta. Teresa echaba de menos a su familia.


Pedro notó que vivir en una isla tropical no había conseguido alterar el vestuario de Rico. Seguía vistiendo todo de negro, y allí, en la isla, destacaba como el director de una funeraria en una boda.


–Deberíais venir a verme a Londres. Salir de la isla de vez en cuando.


–¿Y dejar todo esto? –Teresa rio y movió la cabeza–. No, gracias.


Pedro se volvió hacia la lancha, captó la mirada nerviosa de Paula y tendió una mano para ayudarla a bajar. Notó que su hermana guardaba silencio.


Sus ojos se encontraron con los de Paula y él intentó transmitirle tranquilidad. Su familia esperaría cierto grado de nerviosismo, sí. Pero si era demasiado, adivinarían que ocurría algo raro. Ella asintió como si entendiera su preocupación y forzó una sonrisa lo bastante buena para engañar a Teresa, pero no a Pedro. Este, después de pocos días, conocía ya sus expresiones y se sentía fascinado por la totalidad de ella.


–¿Pedro? –la voz de Teresa lo sacó de sus pensamientos y le recordó dónde estaban y lo que hacían.


Apretó la mano de Paula, la atrajo hacia su costado, le pasó un brazo por los hombros y miró a su familia.


–Teresa, quiero presentarte a Paula Chaves.
Los ojos de su hermana brillaron confundidos.


–Mi prometida.


–¿Qué? ¡Oh, Dios mío! Esto es maravilloso –gritó Teresa. Abrazó fuerte a Paula–. Me alegro muchísimo de conocerte. ¡Oh, vaya, esto es genial! Mi hermano se va a casar –soltó a Paula, y volvió a abrazarse al cuello de Pedro.


Este se sentía culpable por dentro. Y la sensación se intensificó aún más cuando su hermana le susurró al oído:
–Esto me hace muy feliz. Quiero que ames y seas amado como yo. Quiero eso para toda mi familia.


Él volvió a abrazarla para compensar el hecho de que se sentía como un bastardo por mentirle. Y saber que aquel era solo el primer día de la farsa le hacía sentirse peor todavía. 


Pero ya no quedaba más remedio que seguir hasta el final. 


Con eso en mente, contestó:
–Me alegro.


Teresa lo soltó sonriendo, se volvió a Paula y la tomó del brazo.


–Esto es maravilloso. ¡Qué sorpresa tan agradable! –tiró de ella hacia el hotel–. Sé que seremos grandes amigas. Y ahora tienes que contarme cómo os conocisteis y dónde y, oh, tenemos que hablar de los planes de boda y…


Paula lanzó una mirada frenética a Pedro por encima del hombro, pero él no podía hacer nada para salvarla. Cuando su hermana se ponía de aquel modo, era imparable.


Además, se dijo que aquello era bueno. A Paula la habían lanzado de cabeza al lado hondo de la piscina y encontraría el modo de aprender a nadar. Cuando Rico y él echaron a andar por fin, ellas estaban ya bastante lejos.


–Tu hermana se preocupa por tu padre, por Paulo y por ti –musitó Rico–. Cree que pasáis demasiado tiempo solos.


Pedro hizo una mueca.


–Solo estamos solos cuando queremos estar.


Rico rio con él.


–Yo también era así, por eso lo entiendo. Pero ella no. Teresa cree que estar solo equivale a sentirse solo. No le gusta pensar que los de su familia se sientan solos.


Solos. Pedro nunca se había sentido solo y sabía que a Paulo le ocurría lo mismo. Vivían la vida en sus propios términos. Tenían mujeres cuando querían y tenían tiempo para sí mismos cuando les apetecía. De hecho, Pedro había evitado siempre tener a la misma mujer cerca más de un par de días seguidos. En su experiencia, ese tipo de intimidad nublaba la mente de una mujer con pensamientos confusos y soñadores de casitas bajas, perros y niños. Y a él no le interesaba todo aquello.


Y sin embargo, no podía por menos de admitir que los últimos días con Paula no le habían molestado en absoluto. 


De hecho, había disfrutado de sus horas juntos. Frunció el ceño al comprender que todavía no estaba cansado de ella ni le irritaba su conversación. Y ni siquiera se había acostado con ella.


Todavía.


–Te garantizo que, antes de que lleguemos al hotel, Teresa sabrá ya todo lo que hay que saber sobre Paula y tú –dijo Rico.


Pedro frunció el ceño. Detrás de ellos, el piloto de la lancha descargaba el equipaje y lo dejaba en el muelle para que lo transportaran los empleados del hotel.


–Antes de que nos reunamos con ellas, quiero hablar contigo –Rico se detuvo y esperó a que Pedro hiciera lo mismo.


Este lo miró y esperó.


–La exposición de joyería –dijo Rico despacio–. Quiero que me des tu palabra de que los Alfonso no… trabajaréis esta semana.


Pedro soltó una risita. Rico tenía derecho a mostrarse receloso. Años atrás, Pedro le había robado una daga azteca de oro de su colección. Curiosamente, había sido esa daga la que había causado el momento revelador que había cambiado la vida de Pedro.


Era comprensible que Rico tuviera dudas cuando hasta él mismo se preguntaba a veces si sería capaz de seguir en el camino recto que había elegido.


–Tienes mi palabra –dijo–. Y hablo también en nombre de papá y de Paulo. Ahora eres familia y los Alfonso respetamos a la familia.


Rico asintió.


–Me alegro. No quiero problemas aquí esta semana. Los mejores diseñadores del mundo llevan un año planeando este encuentro y quiero que todo vaya bien.


–En eso estoy contigo –contestó Pedro–. Recuerda que te dije que estoy aquí por encargo de la Interpol. Para vigilar a la multitud y ver si hay algo sospechoso.


Rico echó a andar a lo largo del muelle.


–Mi equipo de seguridad es el mejor del mundo –dijo.


–Son buenos –admitió Pedro–. Pero yo soy mejor.


Rico hizo una mueca.


–Probablemente –miró a su esposa y a Paula, que iban muy por delante–. Prometido, ¿eh? ¿Cómo ha ocurrido eso?


Pedro pensó un momento. Podía mentir, como había sido su intención. Pero miró a la mujer pelirroja y decidió decir la verdad.


–Esa mujer me vuelve loco.





¿ME ROBARÁS EL CORAZON?: CAPITULO 14






Pedro estaba hecho un manojo de nervios y sabía que era culpa de Paula. Ella iba sentada con su nueva ropa de diseño y él solo podía imaginarla con aquel ridículo camisón de las jirafas.


Su pelo era suave y bien peinado y el maquillaje perfecto. 


Pero él retenía la imagen de unos rizos empujados por el viento, unos ojos somnolientos y unos labios hinchados por el beso. Y no podía dejarse atrapar por aquella obra de teatro que habían montado. Aquella mujer lo estaba chantajeando y esa no era una buena base para el tipo de relación que le gustaría tener con ella.


Decidió que mantendría las distancias. Sobreviviría a esa semana con su familia y después recuperaría el collar y conseguiría las pruebas contra su padre. Estaba dispuesto a arriesgarlo todo para mantener a su familia a salvo. Incluso estaba dispuesto a pasar una semana en la misma habitación que Paula Chaves.


Cuando llegaron a Tesoro, Pedro estaba ya en control de la situación. Había aprovechado la familiaridad del vuelo hasta St. Thomas y el recorrido en la lancha que los llevaba a la isla para aclarar sus pensamientos.


–¡Qué hermosa!


Pedro se volvió a mirar a Marie, que iba sentada en el banco azul zafiro enfrente de él. La luz del sol iluminaba el fuego oscuro de su cabello. El viento revolvía ese cabello y ella miraba la isla con un brillo en los ojos.


Estaban solos en la lancha, pero no habían hablado desde que salieron de St. Thomas. Desde la noche anterior, había tensión vibrando entre ellos. Pedro nunca había vivido un beso tan explosivo. Casi se había permitido olvidar quién era ella y por qué estaba allí. Casi había dejado a un lado su cautela innata para meterse en algo que podría haber terminado poniendo en peligro a la familia que intentaba proteger.


Le había costado apartarse de ella y había pasado las horas siguientes con un dolor exquisito por lo que se había negado a sí mismo.


–Tesoro es hermosa –asintió.


Miró lo que miraba ella. Kilómetros de playas blancas, de palmeras extendiéndose a lo largo de la costa, mezcladas con otros árboles que daban sombra a calles estrechas y casas con tejados de baldosas de terracota suspendidas a lo largo del borde de los acantilados.


–Es como un arco iris en tierra –dijo ella. Le sonrió.


–Es un lugar muy agradable –repuso él–. A Teresa le encanta vivir aquí.


–¿Y a ti no?


Él fijó la vista en el muelle.


–Tesoro es perfecta para unas breves vacaciones. Ya verás cuando llegues al pueblo. Flores por todas partes, calles adoquinadas con tiendas de colores brillantes.


–Suena maravilloso.


–Oh, lo es. Pero yo me pongo nervioso después de una semana –la miró–. Creo que necesito la ciudad. El jaleo. El ruido. La sensación de perseguir la vida sin tregua, mientras que aquí la mayoría están contentos con dejar que transcurra la vida en sus propios términos.


Ella asintió pensativa.


–A mí también me han gustado siempre las ciudades grandes. La gente dice que son impersonales, pero no es cierto. Es solo que la gente está demasiado ocupada para meterse en las vidas de los demás –alzó la cara al viento–. Pero puedes contar con tus amigos y, cuando tienes la oportunidad de frenar un poco, hay mucho que hacer y ver en una ciudad.


¡Maldición! Aquella mujer era casi perfecta. Excepto por el tema del chantaje. Y él no debía olvidar eso en ningún momento. Ella había acudido a él con la amenaza de meter a su padre en la cárcel. Su relación no era más que un juego.


Y eso era algo que Pedro lamentaba cada día más.






¿ME ROBARÁS EL CORAZON?: CAPITULO 13





No estaba nerviosa, no. Sencillamente no podía dormir. No era lo mismo.


Paula se movía silenciosa por el interminable piso blanco. 


No quería despertar a Pedro, así que abrió la puerta de cristal de la terraza centímetro a centímetro. Como estaban en un décimo piso, el viento era fuerte y lo sintió en cuanto salió. Pero no le importó. Al contrario, le resultaba maravilloso el frío en la piel, pegándole al cuerpo el camisón corto que llevaba.


La barandilla alrededor de la terraza estaba plantada de setos. Rosas, naranjas y amarillos se mezclaban con el verde. Había una mesa y sillas, sorprendentemente cómodas, y Paula se acercó a mirar la ciudad desde la barandilla.


Habían pasado muchas cosas en pocos días. Pedro Alfonso no dejaba de sorprenderla. Después de todo, era un ladrón. Pero era divertido y amable. Ella había sido educada para creer en el bien y el mal. En el mundo Chaves no había sombras. Todo era blanco o negro, legal o ilegal. Pero ahora empezaba a observar cómo el blanco y el negro se mezclaban en un gris con el que no sabía si estaba preparada para lidiar.


Y él le hacía sentir cosas que no había sentido nunca. Cosas que no debería sentir. El anillo en la mano izquierda le pesaba de pronto, como si sintiera el peso no solo en el dedo, sino también en el alma. Miró el enorme diamante, robado a una mujer en Barcelona y guardado después como trofeo por un ladrón que ocupaba demasiado los pensamientos de Paula.


–Está bien –dijo con suavidad–. Quizá esté nerviosa.


–No hay motivo para estarlo.


Una voz detrás de ella la sobresaltó. Se giró a mirar a Pedro.


–¿Quieres que me caiga por el borde de la terraza?


Él se apoyó en el dintel de la puerta. Llevaba el pecho desnudo y solo un pantalón de pijama de seda negra. A la luz de la luna, su piel brillaba como bronce antiguo.


Paula tragó saliva.


–El único modo de que pudieras caerte de la terraza –dijo él–, sería ponerte encima de los setos, subir a la barandilla y saltar. No estás tan nerviosa como para eso, ¿verdad?


–Si te acercas más, puede que lo esté –murmuró ella.


El deseo le fluía caliente por las venas y sentía un cosquilleo de anticipación entre los muslos. Aquello era mucho más difícil de lo que había pensado. Toda aquella intimidad fingida empezaba a adquirir una realidad propia y con ella llegaban otros sentimientos que Paula, simplemente, no estaba preparada para afrontar. Y cuando él se apartó perezosamente de la puerta y echó a andar, supo que aquello se iba a complicar todavía más.


¿Él era tan alto cuando estaba vestido?


Paula respiró hondo, con la esperanza de tranquilizarse. En lugar de eso, se sintió aún más mareada. Todo aquel asunto del compromiso le parecía de pronto mucho más real. Mucho más inmediato. Mucho más peligroso.


–No te acerques más, Alfonso.


–¿Tienes miedo, Chaves? –preguntó él, con su voz oscura y aterciopelada.


¿Qué tenía la voz de aquel hombre que podía hacerla derretirse por dentro?


–No. Solo soy cautelosa.


–No me interesa la cautela –dijo él–. Me interesa mucho más por qué estás tan nerviosa.


–Por esto… Por ti. Por mí. Probablemente no sea una buena idea –Paula retrocedió un par de pasos, pero no había adónde ir. La terraza no era tan grande.


–A mí me parece una idea excelente. Los dos somos adultos. Los dos sabemos lo que queremos. ¿Qué es lo que te pone nerviosa? –preguntó él, cada vez más cerca.


–¿En este momento? –ella respiró hondo–. Tú.


Él sonrió un poco. El viento le revolvía el pelo sobre la frente y, en la penumbra, sus ojos se veían llenos de sombras.


–Creo que me gusta ponerte nerviosa –confesó. Esquivó el borde de la mesa y siguió avanzando hacia ella.


–Estupendo –contestó Paula. Miró detrás de sí como si esperara encontrar algún pasadizo secreto que llevara directamente desde la terraza al interior del ático. Pero no tuvo esa suerte–. Me alegra que te guste.


–Podría gustarnos a los dos.


Ella lo miró. Estaba ya tan cerca que solo tenía que alzar una mano y podría pasarle los dedos por su pecho escultural. Y sus dedos anhelaban hacer justamente eso. 


Apretó los puños a los costados en un esfuerzo por contrarrestar sus impulsos.


–Y eso significa…


Él soltó una risita.


–Ya sabes lo que significa.


Oh, sí, ella lo sabía. Su cuerpo había entendido exactamente lo que quería decir él. El calor de antes empezaba a convertirse en un ardor infernal.


–Sí, lo sé –se apartó el pelo de la cara y se obligó a mirarlo a los ojos–. Pero eso no va a pasar.


Él se encogió de hombros.


–Depende de ti, por supuesto, pero estamos «prometidos».


¡Con qué facilidad la descartaba! Tan pronto utilizaba su aterciopelada voz y el calor de su mirada para seducirla como se encogía de hombros y desechaba aquello como si no le afectara el calor que palpitaba entre ellos. Paula no sabía si sentirse impresionada o insultada. ¿Por qué no podía hacer ella lo mismo?


–¿Por qué te has despertado? –preguntó.


–Tengo el sueño ligero. Te he oído abrir la puerta y salir y de decidido venir a ver qué ocurría.


–Muy considerado por tu parte.


–Oh, soy un hombre muy considerado –asintió.


Su mirada subió y bajó por el camisón de ella y Paula supo lo que veía. Era un camisón negro, con dos jirafas que estiraban el cuello al lado de un letrero: «Ha sido una noche muy larga».


Él sonrió.


–Quizá deberíamos volver a pasar hoy por la tienda de lencería.


Marie, irritada, cruzó los brazos sobre el camisón que le había regalado su padre el año de su muerte.


Además, no quería pensar en la tienda de lencería. Nunca antes había tenido a un hombre al lado cuando elegía bragas y sujetadores. Y, por supuesto, nunca antes había elegido un hombre por ella más de la mitad de lo que compraba.


–Bueno –dijo él, al ver que ella no hablaba–. Te he oído decir que estabas nerviosa.


–No deberías escuchar detrás de las puertas.


–Y tú no deberías hablar sola. O sea que los dos tenemos motivos para avergonzarnos. Pero volviendo a tus nervios…


–Estaré bien.


–¿Estás segura? –se acercó más a ella.


–Pues claro que sí. Estaba algo preocupada por lo de fingir delante de tu familia, pero… –forzó una sonrisa–. No puede ser tan difícil, ¿verdad?


–¿Hacerte pasar por mi amante? –Él guiñó un ojo–. Prometo ser muy atento y ayudarte todo lo que pueda.


Aquello era lo que se temía. En los últimos días habían estado juntos casi continuamente y las atenciones de él la habían llevado casi hasta el límite. No debería ser así. No debería ser tan difícil mantener la mente en el trabajo e impedir que su cuerpo reaccionara cada vez que él se acercaba demasiado.


Como en aquel momento.


El viento suspiró a su lado y Paula notó que hacía más frío que antes. Los últimos días habían sido sorprendentemente cálidos para el verano inglés, pero parecía que eso iba a cambiar. Y el súbito cambio de temperatura era una buena excusa para huir.


–Tengo frío –dijo. Y se felicitó por la mentira, pues con Pedro mirándola de aquel modo, el frío no era una opción.


–Bravo.


–¿Qué?


–La mentira. La has dicho sin vacilar. Casi ha resultado creíble.


–¿Casi? –ella alzó la barbilla, decidida a mantenerla.


–No tiritas –señaló él–. Y el brillo de tus ojos habla de calor, no de frío.


–Déjalo ya, Pedro –susurró ella.


Dio un paso al frente, con la esperanza de que él retrocediera y se apartara.


No lo hizo.


En lugar de eso, le puso ambas manos en los hombros y la retuvo en el sitio. Paula se vio obligada a alzar la barbilla para mirarlo a los ojos y su boca quedó a muy poca distancia de la de él.


–Creo que deberíamos hacer algo antes de mañana –dijo Pedro.


Ella sintió la boca seca.


–¿El qué? –preguntó.


–Un beso –musitó él con voz ronca.


Paula quería hacerlo. Lo cual significaba que probablemente no debía. Bajó la vista a la boca de él y Pedro curvó levemente los labios como si supiera exactamente lo que ella pensaba. Paula subió la vista a sus ojos y dijo con suavidad:
–Esto no era parte del trato.


–Los tratos se pueden renegociar –musitó él. Y su mirada se movió por el rostro de ella como una caricia.


–¿Negociar cómo? –ella movió la cabeza–. Esto es temporal y los dos lo sabemos.


–Eso no significa que no podamos divertirnos –replicó él–. Vive el momento, Paula. Puede que te guste.


Ella nunca había vivido el momento. Estaba llena de planes, de estrategias y de preocupaciones por el futuro. Incluso de niña, tenía ya metas. Y se había concentrado en esas metas, en esos planes, con exclusión de todo lo demás. No había salido mucho con chicos porque, francamente, nunca le había encontrado mucho sentido. Su mundo estaba lleno y no le había parecido que valiera la pena intentar encajar a un hombre en él. Sobre todo porque nunca había conocido a uno que le hiciera querer tirar sus planes por la ventana.


Hasta aquel momento.


Pedro le hacía pensar cosas tan extrañas para ella que casi no reconocía sus pensamientos. ¡Y qué ironía que el primer hombre que hacía cantar a su cuerpo fuera el hombre equivocado!


Él movió los pulgares por los hombros de ella, que sintió el calor de su contacto a través de la tela del camisón. La acercó hacia sí y ella se apoyó en él instintivamente. «Un error», se dijo. Un gran error.


–La intimidad no se puede fingir –comentó él–. Mi familia estará con nosotros. Notará si estamos incómodos el uno con el otro. Y no queremos eso, ¿verdad?


–Supongo que no –respondió ella. Su papel tenía que ser convincente. Si no, ¿para qué molestarse?


Él le bajó una mano por el hombro, le deslizó los dedos por el pelo y le posó la mano en la nuca.


–Deberíamos conocer el sabor del otro. Y este es el momento.


Ella no habló. No era preciso. Además, su cerebro ya no estaba al cargo. Su cuerpo tenía las riendas y estaba lleno de energía. Siempre había creído que estar con el hombre equivocado era peor que estar sola. Había reprimido tanto tiempo sus hormonas, sus necesidades, que todo en su interior se estaba liberando a la vez.


Racionalmente sabía que Pedro Alfonso era el hombre equivocado. Pero en aquel momento era el único hombre que importaba. Aquel momento no era para pensar. Era para saborear eso que tanto deseaba.


Él bajó la cabeza y la besó en los labios y Paula soltó un suspiro. Esa suave exhalación detonó algo en Pedro, porque le bajó las manos a la cintura y la apretó con tanta fuerza que no quedó ninguna duda de que la deseaba tanto como ella a él.


Una necesidad alimentó a la otra y sus lenguas se enredaron en un baile frenético de sensaciones. Ella le subió las manos por su piel dorada hasta apretarle los hombros. El calor irradiaba del cuerpo de él y se introducía en el suyo. Él le sujetaba la cabeza mientras le besaba la boca, dejándola sin aliento y sin voluntad.


El sabor que le daba prometía más y eso la tentaba. 


Imágenes dispersas pasaban por su mente. Imágenes de ellos dos abrazados en la enorme cama de él, piel contra piel, explorando, con sus cuerpos fundiéndose. Paula se entregó a las sensaciones que la recorrían porque nunca había conocido nada igual.


Él la estrechaba con fuerza, hasta que ella no habría podido decir dónde acababa el cuerpo de él y empezaba el suyo. Él reclamaba más y daba más. Su beso se hizo aún más profundo y gemía cuando la lengua de ella respondía a la suya caricia por caricia. Sus alientos se mezclaban, sus corazones latían al unísono con un ritmo frenético.


Así pasaron minutos, horas. Paula no habría sabido decirlo. 


La noche los rodeaba, envolviéndolos en un capullo de estrellas, de luna y del toque frío del viento. El mundo entero parecía encogerse a su alrededor hasta que solo existía aquella terraza y ellos dos. Fue un momento fuera del tiempo y Paula supo que las cosas entre Pedro y ella ya no volverían a ser igual.


Cuando le daba vueltas la cabeza y sentía las rodillas débiles, él interrumpió al fin el beso, y Paula se dejó caer sobre su pecho sin aliento. Su único consuelo era que, a juzgar por los latidos de su corazón, él no estaba manejando aquello mejor que ella.


–Eso ha sido… una revelación –dijo él al fin.


Ella se echó a reír y movió la cabeza sobre su pecho.


–¿Una revelación?


–Sí –él le alzó la barbilla para poder mirarla a los ojos, como si buscara algo allí–. Nunca había besado a una policía y creo que me he perdido algo todos estos años.


–Bueno –ella intentó el mismo tono de falsa ligereza que había usado él–, yo tampoco había besado nunca a un ladrón y debo decir que ha estado bastante bien.


–¿Bastante bien? –repitió él–. Ahora me acabas de poner en mi sitio.


Paula le sonrió.


–¡Quién sabe! Puedes mejorar con la práctica.


Él le apartó el pelo de la cara, le bajó los dedos por la barbilla y le puso la mano en la mejilla.


–Soy un forofo de la práctica, querida. ¿Por qué vamos a conformarnos con «bastante bien» si con un poco de trabajo podemos llegar a la perfección?