viernes, 27 de marzo de 2020

RECUERDAME: CAPITULO 6






Un camino bordeado de palmeras enanas llevaba hasta una residencia que, aunque siguiendo lo que parecía el estilo arquitectónico de la isla, era mucho más grande que las demás y tenía un innegable aire de opulencia. De un solo piso, se extendía sobre la finca en una serie de terrazas, con un tejado sobre la zona central.


Pedro detuvo el coche frente a una enorme puerta de madera y apagó el motor.


—¿Es aquí?


—Es aquí —dijo él—. Bienvenida a casa, Paula.


El viento había dejado de soplar y el aroma de los pinos, iluminados ahora con la luz malva del atardecer, llenaba el aire, mezclándose con el olor del mar.


Cerrando los ojos, Paula respiró profundamente, preguntándose cómo podía no recordar aquel sitio.


Pedro se apoyó en el coche, mirándola. Su cuerpo, recortado contra el atardecer, lo sorprendió tanto como cuando la vio bajar del avión. Entonces había querido envolverla en sus brazos, pero recordar la advertencia de Peruzzi lo detuvo. Eso y el miedo de romperle alguna costilla sin querer.


Paula siempre había sido delgada, pero nunca tanto como para que el siroco la tirase al mar si se aventuraba a acercarse al borde de algún acantilado. Tan frágil que parecía casi transparente. El consejo del neurólogo de que fuera paciente era el más lógico en aquella situación. Devolverle la salud era lo primero. Lo demás, su historia, el accidente y los eventos que llevaron a él, tendría que esperar.


Sin darse cuenta, ya le había revelado más de lo que quería, pero no volvería a cometer ese error. No había llegado a la cima de un imperio multimillonario sin aprender a ser discreto cuando era necesario. Y ahora era más necesario que nunca.


—¿Te gustaría quedarte aquí fuera un rato? —le preguntó—. Podrías dar un paseo por el jardín para estirar las piernas.


Ella se pasó los dedos por el pelo, tan corto. 


—No, gracias. Aunque es temprano, estoy muy cansada.


Ven entonces. Le diré al ama de llaves que te acompañe a tu habitación.


—¿La conozco?


No, empezó a trabajar aquí la semana pasada. Su predecesora se marchó a Palermo para estar con sus nietos.


Pedro tomó su maleta del coche y abrió la puerta, dando un paso atrás para dejarla entrar en el vestíbulo.


Paula inspeccionó la enorme araña de cristal suspendida del techo, las paredes blancas, los suelos de mármol negro...


—¿Vives aquí todo el tiempo?


—No, normalmente vengo los fines de semana para relajarme.


—Entonces, ¿a partir de mañana estaré aquí sola?


—No, Paula. Hasta que te sientas un poco más cómoda en la casa me quedaré contigo.


—¿Y dormiremos en la misma habitación?


«¿Eso es lo que quieres?» querría preguntar Pedro. Una vez habían sentido una insaciable pasión el uno por el otro...


—No, tendrás tu propia habitación mientras así lo desees. Pero yo nunca estaré muy lejos, por si me necesitas —contestó, felicitándose a sí mismo por dar una respuesta que no cerraba la puerta a la idea de retomar su relación. Peruzzi estaría orgulloso de él.


—Ah, ya —murmuró Paula—. Bueno, es muy considerado por tu parte. Gracias.


Prego.


¿Mis cosas están aquí?


Sí —le aseguró él—. Todo está exactamente como lo dejaste... mira, aquí llega Antonia, ella te llevará a tu habitación. Pídele todo lo que necesites.


Gracias otra vez por todo lo que has hecho por mí —murmuró Paula.


—No es nada. Que duermas bien, nos veremos por la mañana.



RECUERDAME: CAPITULO 5





AUNQUE no exactamente charlatán, cuando Paula le preguntó por el sitio al que se dirigían, el auxiliar de vuelo se mostró menos reservado que el personal del hospital.


Se llama Pantelleria —respondió, mientras le servía el almuerzo


Eso me han dicho, pero el nombre no me resulta familiar.


Es una isla, conocida también como La perla negra del Mediterráneo. 


¿En Italia?


—Sí, signora. A unos cien kilómetros de Sicilia y a menos de ochenta de Túnez.


—Hábleme de ella.


—Es una isla pequeña y aislada con vientos muy fuertes. La carretera que la rodea es un desastre, pero las uvas son dulces, el mar de un azul transparente... se puede bucear en él. Y los atardeceres son magníficos.


Sonaba como un pequeño paraíso. O una prisión.


—¿Vive mucha gente?


—Aparte de los turistas, muy pocos.


El hombre se irguió, como si estuviera en un desfile militar


¿Puedo ofrecerle algo de beber, signora? 


Paula sonrió, intentando sacarle alguna otra revelación.


¿Qué solía beber?


Pero su esfuerzo no sirvió de nada.


Tenemos vino, zumos, leche y agua mineral con gas. O, si quiere, puedo hacerle un café.


—Agua mineral —suspiró Paula, pensando que quien fuera a recibirla al aeropuerto tendría que darle alguna respuesta porque estaba empezando a cansarse de aquella conspiración de silencio.


Pero todas las preguntas que quería hacer desaparecieron de su mente cuando el jet aterrizó y vio al hombre que estaba esperándola.


Si Pantelleria era la perla negra del Mediterráneo, él debía ser el príncipe de diamantes: alto, bronceado, de hombros anchos y tan guapo que Paula tuvo que apartar los ojos cuando apretó su mano.


—Ciao, Paula. Soy tu marido —le dijo—. Me alegro mucho de volver a verte y de que te encuentres tan bien.


El pelo negro bien cortado, el mentón cuidadosamente afeitado... llevaba unos pantalones de lino, una camisa azul y un reloj Bulgari en la muñeca. Por comparación, ella debía parecer una expatriada y fuera de lugar al lado de aquel extraño tan elegante.


Y él debía pensar lo mismo porque cuando miró sus ojos grises en ellos vio el mismo brillo de compasión que la había perseguido cuando era adolescente.


Desesperados por darle a su hija lo que ellos no habían tenido, sus padres se habían gastado todos sus ahorros para enviarla a uno de los mejores colegios privados de Vancouver, sin darse cuenta de la angustia que su sacrificio provocaba en Paula. Sus compañeras, todas hijas de familias ricas, la criticaban sin piedad y esos comentarios le habían dejado más cicatrices que el accidente de coche.


«Pobrecita, ¿has visto qué dientes tiene? Es normal que se esconda detrás de tanto pelo».


«Me siento mal por no invitarla a mi fiesta, pero es que no pegaría nada».


Una ortodoncia le había dejado unos dientes perfectos años después y, sonriendo ahora para disimular la timidez que sentía cuando se encontraba en desventaja, Paula le dijo:
—Tendrás que perdonarme, pero he olvidado tu nombre.


Debían ser las palabras más absurdas que había pronunciado nunca, pero él sonrió también. 


—Pedro.


—Pedro—repitió Paula, copiando su entonación, como si de ese modo el nombre pudiera resultarle familiar. Pero no fue así.


Él señaló el coche que estaba esperándolos, un Porsche Cayenne Turbo, que Paula sabía era carísimo.


—Vamos al coche, el viento es infernal.


Sí, lo era. Su pelo, o lo que quedaba de él, se levantaba como un campo de trigo y tenía la frente cubierta de sudor. Y, aunque el vuelo no había durado más que un par de horas, la angustia de lo que la esperaba la había dejado agotada.


Como Pedro no parecía muy inclinado a hablar, Paula fue mirando el paisaje por la ventanilla, rezando para que algo despertase algún recuerdo, por pequeño que fuera.


A la izquierda había viñedos protegidos por muros de piedra y grupos de arrugados olivos abrazaban la tierra como si haciéndolo pudieran evitar que el fuerte viento los enviase al mar.


A la derecha, unas olas de color turquesa acariciaban rocas volcánicas de color negro. De ahí el nombre de la isla, sin duda.


Poco después pasaron por un encantador pueblo de pescadores, con casitas pequeñas en forma de cubo, pegadas unas a otras y con grandes canalones en los tejados.


—Para retener el agua de la lluvia —le explicó Pedro cuando le preguntó por qué—. Pantelleria es una isla volcánica con muchos manantiales, pero el sulfuro que contiene el agua hace que no sea potable.


Esa información tampoco despertaba recuerdo alguno, de modo que Paula se vio obligada a seguir haciendo preguntas si quería llegar a su destino teniendo alguna referencia.


—El auxiliar de vuelo me dijo que la isla era muy pequeña.


—Sí.


—Entonces tu casa no estará muy lejos.


—Nada está muy lejos aquí. Pantelleria sólo tiene catorce kilómetros y medio.


—¿Entonces llegaremos pronto?


Sí.


—Tengo entendido que yo vivía aquí antes del accidente.


Paula vio que él apretaba los labios.


—Sí.


Un hombre de pocas palabras, desde luego. 


—¿Cuánto tiempo llevamos casados?


Poco más de un año.


¿Y somos felices?


Pedro se puso visiblemente tenso.


—Aparentemente, no.


Sorprendida, Paula giró la cabeza para mirarlo.


¿Por qué no?


Él se encogió de hombros, apretando el volante con más fuerza. Tenía unas manos preciosas, grandes y elegantes. Pero no llevaba alianza.


—Nuestra situación no era... la ideal.


Paula hubiera querido preguntarle qué significaba eso, pero había tal reserva en su tono que decidió seguir mirando por la ventanilla.


Poco después, Pedro tomó un camino vecinal que llevaba hasta un grupo de casas sobre una colina. Por algún método que no podía imaginar, unas puertas de hierro forjado se abrieron cuando el coche se acercaba y volvieron a cerrarse después, silenciosamente.



RECUERDAME: CAPITULO 4





Reunidos ahora alrededor de la limusina negra que esperaba en la puerta de hospital, todos le desearon una pronta recuperación.


—La echaremos de menos.


—Pase a vernos cuando quiera, pero esta vez por su propio pie.


Y, de pronto, después de tantos días en los que lo único que quería era salir de hospital, Paula empezó a sentir miedo. Aquella gente era su ancla al presente.


Todo lo de antes era un vacío, un borrón negro, un capítulo perdido de su vida.


Estar a punto de redescubrirlo, y al hombre con el que, aparentemente, se había casado, debería llenarla de felicidad. En lugar de eso la tenía aterrorizada.


Notando su pánico, una joven enfermera tocó su brazo.


—No se alarme, yo la acompañaré al aeropuerto.


La idea de mezclarse con gente la asustaba. Se había mirado al espejo y sabía que, a pesar del ejercicio, de la buena alimentación y de las horas que había pasado en el jardín del hospital, estaba delgadísima y muy pálida. Su pelo, una vez largo y espeso, era corto ahora y apenas cubría la cicatriz sobre su oreja izquierda. La ropa le colgaba como si hubiera perdido una tonelada de peso o sufriera alguna enfermedad terrible.


Pero no podía hacer nada.


En lugar de dirigirse a la terminal, la limusina tomó un camino que llevaba a una pista donde esperaba un jet privado, con un auxiliar de vuelo uniformado en la puerta.


¿Qué clase de hombre era su marido?, se preguntó Paula. Ella había crecido en un barrio de clase obrera en Vancouver, hija única de un fontanero y de una cajera de supermercado.


Recordando a sus padres, y cuánto habían querido a la niña que nació cuando ya habían perdido toda esperanza, hizo que sus ojos se llenasen de lágrimas.


Si siguieran vivos se habría ido a casa con ellos, en aquella calle flanqueada por arces, a media manzana del parque donde había aprendido a montar en bicicleta.


Su madre le haría un pastel de frambuesa y su padre le volvería a decir lo orgulloso que estaba de ella. Pero los dos habían muerto; su padre unas semanas después de retirarse, su madre tres años después. Y la casa había sido vendida.


Y por eso Paula, física y emocionalmente agotada, se veía atrapada en el elegante asiento de cuero del lujoso jet privado, dirigiéndose a una vida que para ella no era más que un gran signo de interrogación.