lunes, 17 de septiembre de 2018

AÑOS ROBADOS: CAPITULO 23




Después de pasar un tiempo demasiado delicioso en la ducha, Pedro tuvo que salir corriendo hacia el trabajo. Le había dicho a Paula que se quedara allí todo el tiempo que necesitara, y que después cerrara la puerta. 


Después de encontrar su albornoz colgado en el baño, ella dio unas vueltas por el apartamento para que se le secara el pelo. Ya que Pedro no tenía nada que se pareciera remotamente a un suavizante de pelo, quería evitar el secador para que no se le estropeara más.


No tuvo ningún reparo en mirar sus cosas personales. Pedro la había invitado a entrar. Además, era investigadora privada, él ya se imaginaría que iba a curiosear.


Claro, por eso probablemente le había dicho que se quedara. En cierto modo, quería que curioseara sus cosas. Al menos, eso fue lo que Paula se dijo.


Deslizó los dedos sobre la encimera de la cocina mientras debatía sobre qué cajón abrir y en qué armario echar un vistazo. Pero luego lo pensó mejor… ¿quién guardaba cosas interesantes en la cocina? Mejor ir al dormitorio. En los dormitorios se escondía todo lo mejor. Dio la vuelta y avanzó en la misma dirección en que Pedro la había llevado en brazos la noche anterior.


No tenía muchas opciones: una mesilla de noche destartalada y una cómoda vieja. Nada le llamaba la atención, nada le decía nada. No tenía ánimos.


Después de desabrocharse el cinturón, se quitó el albornoz tan rápidamente como pudo. Tenía que salir de allí. ¿No tenía ánimos para curiosear? ¿Pero qué le estaba pasando?


Encontró el tanga rojo tirado por la cama, cerca del sujetador. Se los puso en cuestión de segundos, y enfundarse en la gabardina no le llevó más que un momento. Enseguida se puso los zapatos y salió por la puerta.


Hasta que no estuvo a medio camino de su casa, no recordó que se había dejado olvidado el sombrero. Genial.


Ya en casa, se puso su ropa habitual y al instante volvió a sentirse ella misma.


Los lunes los dedicaba a poner en orden sus libros de contabilidad, para asegurarse de que le había hecho la factura a todos sus clientes y que no faltaba ningún pago.


Se detuvo al llegar al hombre de Brock.


Algo le preocupaba; había recibido el cheque, todo parecía estar en orden, pero aún seguía pensando en el incidente del parque, en el otro fotógrafo.


Aunque tal vez estaba siendo demasiado paranoica. El señor Brock la había contratado bajo el pretexto de un caso de infidelidad. A algunas personas les gustaba ponerle un poco de salsa a su vida sexual teniendo relaciones en sitios públicos. A otros les gustaba sacarse fotografías o grabarse en vídeo. Y a los Brock, al parecer, les gustaba combinar las dos cosas. Igual que a los Talbart.


Le habían pagado para sacarles fotos en el parque, no para investigar sus vidas.


Pero aun así, sentía que algo fallaba. Buscó su número de teléfono en el archivo, pero cuando saltó el buzón de voz, colgó sin dejar mensaje. ¿Qué iba a decirles? «¿Sucede algo extraño en sus vidas además del hecho de querer hacer el amor en sitios públicos?». De ninguna manera. Pero al ser investigadora privada, ¿debería seguir otra ruta para encontrar las respuestas que buscaba? No. Le habían pagado por los servicios que les había prestado. Caso cerrado.


Cerró el archivo y volvió a colocarlo en el armario.


Al llegar la tarde, ya había terminado todas las cuentas y había confirmado lo que imaginaba: si el negocio seguía a ese ritmo, podría contratar a un administrativo que le sería de gran ayuda.


El teléfono sonó y respondió mientras cerraba el ordenador.


—Chaves Investigaciones.


—Hola.


Pedro. A pesar de advertirle a su cuerpo que no lo hiciera, éste reaccionó ante esa voz. El pulso se le aceleró y se sonrojó.


—Hola —dijo y empezó a juguetear con el mismo mechón de pelo que antes había tenido entre sus dedos Pedro.


—¿Qué haces?


—Algo de papeleo.


—¿Esta noche tienes que hacer algún seguimiento?


Ella miró su agenda.


—No, pero sí que tengo que salir el resto de la semana.


—Ya hemos terminado con el programa por hoy. Ha ido muy bien.


Paula sacudió la cabeza. ¿Qué estaba pasando? Parecía que estaban teniendo una conversación.


—¿Por qué me llamas?


Él se tomó un instante antes de responder.


—¿Qué quieres decir? Quería hablar contigo. Llevo pensando en ti todo el día.


A pesar de la emoción que le provocaron esas palabras, también la pusieron en alerta.


—No puedes —exclamó, sonando más desesperada de lo que debería—. Quiero decir, esto no es más que una aventura. Creí que lo entenderías. No tenemos que llamarnos para charlar. No tenemos que relacionarnos de este modo.


—Una aventura, sí. Sólo sexo, no —suspiró profundamente, dando muestras de frustración—. Mira, Paula, ¿por qué no cenas conmigo? Tengo que comer. Tú tienes que comer. Vamos a comer juntos.


No lo pudo evitar. Sonrió. Dicho así, le parecía bastante razonable y esa sensación de desesperación se desvaneció. Pedro no estaba rechazando una aventura, no estaba presionando para que tuvieran algo más serio.


—Claro.


—Iré a recogerte.


Aunque no podía verla, Paula sacudía la cabeza. Había que respetar las reglas.


—Yo iré a tu casa.



AÑOS ROBADOS: CAPITULO 22




Paula se arrimó a Pedro y se acurrucó contra él, inhalando su aroma a cítricos y menta, pero además, pudo captar que también olía mucho a ella y eso la hizo sonreír.


Ya que estaba dispuesta a hacer que esa relación se limitara a algo puramente físico, pensó que lo mejor sería irse enseguida.


—¿Vas a dejarme aquí atado? —le preguntó él.


Ella se rió y le quitó el cinturón de las muñecas. 


Al darse cuenta de que los nudos estaban muy flojos, lo miró diciendo:
—Creo que tú mismo te podrías haber desatado sólito.


Él le guiñó un ojo de un color completamente avellana.


—Pensaba que para ti era importante tenerme bajo tu poder.


Paula apartó la vista, no podía mirarlo a los ojos. Pedro tenía razón, quería tener el control. Necesitaba tener el poder. Estaba claro que en la cama no se encontraban al mismo nivel; al menos unos momentos antes no lo habían estado.


Los dedos de Pedro se hundieron en su cabello y él le giró la cabeza para apoyarla sobre su hombro. Paula se relajó, aún perdida en sus pensamientos. A Pedro ni siquiera le había importado que ella quisiera ser la parte dominante en la cama porque, a juzgar por su mirada de satisfacción, se había deleitado con su femenino poder.


Pedro se estiró y apagó la lámpara de noche, dejando la habitación en una absoluta oscuridad.


Bien, al parecer iba a quedarse a dormir con él, y eso infringía la primera de sus reglas. Nada de dormir en casa del otro. Pero sus músculos se encontraban en estado de letargo y la profunda respiración de Pedro fue como una nana que la adormeció.


Ella era una persona de la noche, rendía mejor en su trabajo a partir de las once y no podía ser mucho más tarde de esa hora. No debería estar deseando dormir.


Por supuesto, había gastado mucha energía, y además, la calidez de Pedro en ese momento resultaba tan tentadora que se permitiría una pequeña siesta. Una siesta reparadora para recobrar su poder. De hecho, después se despertaría y despertaría también a Pedro. Eso de cerrar los ojos durante un instante parecía tener mucho sentido.


Pero finalmente fue el sol lo que la despertó. 


Bruscamente, se dio la vuelta. Pedro estaba a su lado, de cara a ella y jugueteando con un mechón de su pelo con gesto pensativo. Tenía un aspecto brillante, resultaba muy, muy agradable ver algo así por la mañana.


Ella se puso bizca y soltó una carcajada.


—¿Te has vestido así especialmente para mí?


Él la miró, algo confuso.


—¿Qué?


—¿Te has dado cuenta de que estás cubierto de purpurina?


Pedro se sentó e inmediatamente llevó sus dedos hasta los cortos y oscuros mechones de su pelo. Se levantó y fue hasta el baño, sin importarle en absoluto su desnudez, aunque eso no era de extrañar, porque tenía un cuerpo increíble. La luz del sol jugaba sobre los fuertes músculos de su espalda y de su trasero, tan firme y redondo, mientras caminaba.


Paula levantó la camiseta de Pedro del suelo y la puso del derecho. Se tomó un momento para oler su aroma y después se la puso. Ese gesto tan íntimo no estaba prohibido por las reglas de una aventura, aunque probablemente debería estarlo. El pulso se le aceleró. Lo siguió hasta el baño y se apoyó contra la pared. Una sonrisa se
marcó en sus labios mientras lo miraba examinándose el pelo frente al espejo.


—Es de las niñas. Mi hermana les compró crema con purpurina y como saltaron encima de mi chaqueta, debe de habérseme pegado algo en el pelo.


—Te sienta de maravilla.


Él se volvió y la miró.


—No te rías porque tú también la tienes por todas partes.


—¡Ja! Pero yo soy una chica.


Él la recorrió de arriba abajo con la mirada y los pezones de Paula se endurecieron marcándose contra la fina tela de la camiseta. Pedro se quedó mirando hacia la zona donde terminaba la prenda y comenzaban sus muslos haciendo que la piel de Paula ardiera bajo esa mirada.


Entonces la miró a los ojos.


—Y menuda chica eres.


Ese modo en que lo dijo fue como si le estuviera diciendo lo mucho que valía como chica. Kevin siempre la había hecho sentirse estúpida. 


«Corres como una chica. ¿Ahora vas a ponerte a llorar? Deja de comportarte como una chica». Qué tonta había sido por aguantar tanto tiempo al lado de semejante cretino.


Pero esa noche, no le importaría correr como una chica, comportarse como una chica, hasta podría ponerse más purpurina todavía por encima.


Quería reírse por lo bien que se sentía.


«Tienes que estar con alguien que te haga sentir bien, no mal».


Eso era lo que le había dicho su padre, aunque en algún momento de su vida lo había olvidado. Ahora lo veía como uno de los mejores consejos que le había dado y ya no volvería a olvidarlo.


Había querido tener un matrimonio como el de sus padres que, después de treinta y cinco años, seguían enamorados. Paula pensó que con Kevin había elegido a un hombre como su padre, también policía, pero se había equivocado. Era curioso que el señor Aparentemente Honesto resultara ser un cretino mientras que el chico malo había terminado convirtiéndose en un hombre en el que una mujer podía confiar.


Pedro la hacía sentirse mejor consigo misma. 


Por fin se sentía curada del daño que Kevin le había causado, pero el problema era que debería haber llegado hasta ese punto ella sola, sin la ayuda de Pedro.


Él no siempre tenía que ser el que estuviera al mando. Ver sus ojos oscurecerse y oír los sexys sonidos que emitía cuando ella se mostraba autoritaria en la cama… era todo el ánimo que necesitaba.


Pedro era un hombre que la valoraba y eso lo convertía en alguien muy, muy sexy.


Sintió un nudo en la garganta y unas lágrimas tomaron forma en sus ojos. Unas lágrimas de chica.


¿Y a quién le importaba?


No sería ningún problema si no fuera porque en esa clase de aventuras las emociones no tenían cabida. Ya lloraría para celebrarlo en privado. Miró a su alrededor en busca de algo que la distrajera para no llorar.


Sobre la encimera vio su frasco de colonia.


—Así que eso es lo que llevas. Valorous —levantó la tapa y la olió. El aroma a naranja hizo que los dedos de los pies se le encogieran contra el suelo—. Qué aroma tan dulce.


—Genial. Eso era exactamente lo que estaba buscando —algo contrariado, Pedro le quitó el frasco y la tapa de las manos y los puso sobre la encimera.


Abrió el grifo de la ducha y se giró hacia ella.


—¿Te ha dicho alguien alguna vez que el ego masculino es una cosa muy frágil? Creo que sólo puedo soportar un golpe a mi imagen de macho. Hoy ya llevo dos y aún ni siquiera he tomado café.


Paula lo miró a la cara; no parecía ni enfadado ni avergonzado, sólo un poco… decepcionado.


Alargó la mano y cerró la puerta, haciendo que el baño se calentara con el calor del agua. Pronto el vapor comenzó a alzarse sobre la ducha.


Le había hecho sentirse mal.


Él le había dado mucho la noche anterior, pero ella no le había devuelto el favor esa mañana y por eso quería hacerle sentir muy, muy bien.


Él abrió la puerta de la ducha y entró.


Pedro.


Al oír su nombre, no cerró la puerta, sino que se la quedó mirando con esos ojos avellana. A la espera. Quería algo de ella.


—Creo… creo que eres el hombre más sensacional que he visto en mi vida —su voz sonó temblorosa, pero cargada de verdad.


Algo brilló en la mirada de Pedro. Algo que ella no quería ver, que no quería reconocer. Los dos compartían una historia que habían estado evitando. Ocultarse tras una aventura enmascararía el grado de intimidad que habían construido entre los dos por poco tiempo más. 


Estar desnuda ante él a la luz del día, cuando la razón y las ideas claras imperaban, sería un error.


Entonces él extendió la mano hacia ella.


—Demuéstramelo.


Paula tragó saliva y miró los fuertes dedos que la esperaban.


¿Estaba loca? Cruzó los brazos y se quitó la camiseta. Le tomó la mano y dejó que la llevara bajo el agua, junto a él, que cerró la puerta de cristal.


El agua le caía sobre la cabeza mientras Pedro la besaba. Estaría encantada de demostrarle lo bello que le parecía su cuerpo.



AÑOS ROBADOS: CAPITULO 21




Paula dejó las bolsas en el suelo y cerró con llave la pesada puerta de madera de su casa. Fue hacia el sofá y prácticamente se dejó caer encima. Era genial estar en casa. Su viaje había ido bien. Una empresa de Memphis la había contratado para hacer trabajos de investigación sobre sus empleados y llevar a cabo labores de vigilancia. Se estaban produciendo algunos robos en la compañía y su clienta quería identificar al culpable y detenerlo antes de tener que comunicárselo a su supervisor.


Paula no había tardado mucho en encontrar al culpable y ahora Sara, una antigua cliente suya, tendría un nombre que darle a su supervisor en lugar de tener que acudir a él y pedirle ayuda porque ella sola no podía encontrar al autor de los robos.


Paula sonrió mientras pensaba en los cambios que se habían producido en la vida de Sara Fulton. Tan sólo seis meses antes, la había visto sentada en su despacho. Paula había grabado al novio de Sara, un tipo al que no le había parecido nada mal acostarse con otra mujer.


El flequillo se le alborotó cuando resopló profundamente. Sí. El amor era un asco, pero no volvería a hacerle daño. Y tampoco a Sara.


Subió las escaleras hasta su habitación de dos en dos, dispuesta a colarse entre las sábanas y dormir. Ese último trabajo le había dado una nueva clase de satisfacción, mucho mejor que un caso de infidelidad o una pareja de Talbart y por eso le resultó además un desafío tan agradable. Al darse cuenta del camino que estaban siguiendo sus pensamientos y lo que eso significaba, se detuvo en lo alto de la escalera. ¿Cuándo había dejado de querer investigar posibles infidelidades? En eso se basaba su trabajo.


Por otro lado, le gustó volver a ver a una antigua cliente. Sí, claro, ésa sería la única razón por la que ese último caso la había llenado tanto. 


Aliviada, entró en la habitación, se quitó las botas, las tiró al fondo del armario y fue al baño. 


Había evitado pensar en Pedro mientras estuvo de viaje. Después de todo, era sólo una aventura y hacía mucho tiempo que ella había dejado de pensar demasiado en los hombres. Sin embargo, al ver su cama se dio cuenta de que el recuerdo de estar entre las sábanas con Pedro tendido sobre ella ocupó toda su mente.


Bien, ya tenía una nueva regla. Esos encuentros deberían tener lugar fuera del dormitorio, de cualquier lugar que le resultara familiar. Hoteles. La casa de él. Donde fuera, menos en su casa.


Intentó ignorar el brillo de sus ojos cuando se vio reflejada en el espejo del baño. Rápidamente se echó crema en las mejillas. No, no podía ignorar ese brillo. Las cosas le estaban yendo bien. No le habían ido mejor desde que había sacado de su vida a ese bastardo de Kevin. Desde antes, incluso. Nunca se había sentido tan realizada, ni siquiera cuando era policía. Su aparición en Entre nosotras le había aportado algunas cosas a su vida: profesionalmente, antes le estaba yendo bien, pero desde ese día, con todo el trabajo añadido, ya tenía una verdadera seguridad económica… Además de unas relaciones sexuales fantásticas.


Terminó de limpiarse la cara y estaba a punto de lavarse los dientes cuando el teléfono sonó.


—Hola —dijo ella, olvidando mirar la pantalla.


—¿Qué tal el viaje de vuelta?


Se le cortó la respiración. Era Pedro. La recorrió una cálida sensación a pesar de saber que esa llamada iba contra las reglas de una aventura como ésa.


—Bien.


—Esta noche no tienes que trabajar, ¿verdad? —le preguntó él con una voz sensual que le provocó un cosquilleo por la espalda. ¿Era posible que Pedro Alfonso la estuviera llamando para proponerle un poco de sexo nocturno?


—No, supuse que estaría muy cansada después de este fin de semana.


—Pues es una pena, porque tenía un caso para ti.


Ella se enroscó el cordón del teléfono en el dedo.


—¿Y yo soy la única que puede resolverlo?


Él se rió suavemente.


—Correcto.


—Qué frase tan típica me has dicho —dijo ella sonriendo.


—Es que tengo el vocabulario un poco oxidado y no se me ocurría otra cosa — aunque se le oía muy seguro de sí mismo y en absoluto avergonzado.


Ella se rió, el comentario de Pedro había sido muy divertido.


—Puede que me apetezca hurgar en… algo corrupto.


—Ahora mismo estoy allí.


Entonces Paula recordó su nueva regla.


—No, trabajo mejor si estoy en la escena del crimen. En tu casa.


Tras una larga pausa, Pedro respondió lentamente:
—De acuerdo —sin duda, su voz ya no tenía ese tono juguetón de antes.


Pero ella tenía que mantenerse firme. Las reglas eran las reglas.


—¿Nos vemos en una hora? ¿Tienes mi dirección?


Sintió alivio. Pedro no se había molestado.


—Sí a todo. He buscado tu dirección en Internet.


Lo oyó reír mientras colgaba. Volvió al cuarto de baño corriendo. No iba a preocuparse por el maquillaje, pero sí que tenía que recogerse el pelo en una cola de caballo. Sonrió. Pedro quería una investigación. Eso era exactamente lo que buscaba.


Se quitó la ropa y, desnuda, se puso frente a la cómoda. En el fondo de uno de los cajones había un impresionante y finísimo tanga rojo con un sujetador transparente a juego que la que iba a haber sido su dama de honor le dio poco después de que Paula cancelara la boda. 


Había estado a punto de tirar el conjunto a la basura, y aunque no necesitaba pruebas de ello, el hecho de ponérselo esa noche le demostraría que por fin había dejado atrás a Kevin, tanto física como emocionalmente.


Se puso el tanga y mientras lo deslizaba sobre sus muslos la piel se le erizó al imaginarse a Pedro bajándoselo de nuevo. Tras ponerse el sujetador, se subió a unos zapatos rojos de tacón de aguja. Todo detective privado que se preciara tenía que tener al menos una gabardina en su posesión.


Cuando comenzó con en el negocio, se la había comprado junto a un sombrero tipo fedora a modo de broma. Ese sombrero completaría su atuendo esa noche.


Debería haberse sentido como una estúpida vestida así, pero por el contrario se sintió maravillosamente sexy por no llevar prácticamente nada bajo el abrigo. Corrió al coche. Se arriesgaría a llegar un poco antes. El suave tejido de la gabardina le acarició sensualmente la piel. Pisó el acelerador y su coche atravesó Atlanta en la noche.


Aparcó delante del apartamento de Pedro y respiró hondo. La zona de la ciudad en la que Pedro vivía no era demasiado buena y Paula no se había fijado en ese detalle al anotar la dirección. Era un lugar en el que le daría miedo estar sola de noche, y eso que sabía defensa personal. ¿Habría anotado mal la dirección?


El corazón le dio un vuelco cuando vio a Pedro esperándola en las escaleras de hierro. Estaba de pie bajo una luz, y unas polillas revoloteaban sobre su cabeza. Con gesto preocupado, y algo avergonzado, fue hacia la puerta de su coche antes de que si quiera tuviera tiempo para bajar.


—Te he llamado para decirte que nos viéramos en otra parte, pero ya te habías ido. Nunca había traído a nadie aquí. El alquiler es barato y así puedo ahorrar dinero… para las niñas.


A ella se le encogió el estómago. Odió el hecho de que ese hombre tan orgulloso sintiera que tenía que darle explicaciones y disculparse. Hubo una época en la que lo único que Pedro había tenido había sido su orgullo… hasta que su padre se lo arrebató.


Le sonrió.


—No me distraigas. Estoy en medio de una investigación muy importante.


—Bueno, yo…


La gabardina se abrió cuando ella se movió, revelando una larga pierna desnuda.


La expresión de Pedro se relajó mientras la ayudaba a bajar del coche y sus ojos se estrecharon al recorrer su piel desnuda.


—Necesito inspeccionar la escena inmediatamente.


—Es un lugar peligroso.


Paula deslizó un dedo sobre la mandíbula de Pedro.


—Cuento con ello.


Él la llevó hasta las escaleras y juntos subieron al apartamento. No tenía muchos muebles; había un sillón reclinable, una televisión sobre una caja de leche y una mesa de cocina de cromo con dos sillas desparejadas. Estaba claro que no llevaba a sus hijas allí. Había mencionado que nunca llevaba a nadie.


El aire contenía una pizca de limpiador de pino, de la colonia cítrica de Pedro y de su olor. Respiró hondo y observó el lugar; le resultaba imposible no fijarse en todos los detalles.


La única cosa que le daba algo de personalidad al lugar era la pared llena de fotografías, que mostraban a dos niñas pequeñas de varias edades, pasando de bebés a niñas que iban al colegio. Las fotos le recordaron a Paula que Pedro tenía una vida completamente diferente de la que ella conocía.


Y así seguiría siendo, aunque para ello tuviera que ignorar la extraña punzada que sintió en el corazón.


A excepción de por el pelo rubio, se parecían a Pedro. Eran unas niñas con suerte, las dos tenían una sonrisa contagiosa. Si Pedro hubiera nacido en otra vida, si hubiera tenido otro padre, ¿habría tenido la misma chispa que esas dos niñas?


Esperaba que sí.


Más fotografías cubrían el pasillo que, supuso, conducía hasta el dormitorio.


—¿Te apetece beber algo?


Ni copas, ni conversación. Se trataba de una aventura sexual y por lo tanto tenía que dejar de especular sobre las fotografías. Sin embargo, sí que podía jugar a desempeñar un papel.


Sacudió la cabeza y fue hacia él.


—No me distraigas mientras trabajo. Algo muy indecoroso está a punto de suceder en este apartamento.


Él enarcó una ceja con gesto de sorpresa fingida.


Paula dio una vuelta a su alrededor mientras se quitaba el cinturón de la gabardina. Cuando volvió a estar frente a él, se puso las manos en las caderas ofreciéndole una visión completa de lo que llevaba debajo. Lo cual no era mucho.


Pedro contuvo el aliento y su mirada salvaje recorrió su cuerpo.


—Lo confieso. Hazme pagar por mi crimen.


Ella se rió y dio un grito ahogado cuando él la alzó y la llevó en brazos por ese misterioso pasillo. La bajó delante de la cama. Esas tácticas de macho eran verdaderamente excitantes. Su piel se encendió. Tal vez más tarde le dejaría que siguiera actuando como todo un superhombre.


—¿Estás intentando hacerte con mi investigación? —le preguntó mientras se deslizaba contra el cuerpo de Pedro.


Los ojos de él se oscurecieron bajo la luz de la lámpara del dormitorio. Ese lugar estaba tan escasamente amueblado como el resto, pero la cama con las sábanas de seda color champán resultaban excitantes.


—Veo que has apartado las sábanas para que sea más fácil meternos en la cama. Me gustan los hombres que piensan en todo. ¿Seda? Resulta bastante ilícito.


Él le quitó el abrigo y le recorrió la piel con los dedos.


—Ilícito es el modo en que vas a sentirlas contra tu piel.


—Así que quieres mostrarme tu lado más inmoral, ¿eh? Vamos a ponerte a prueba, para que veas que esto va a ser un verdadero castigo. A este juego lo llamaremos «A ver cuánto puede aguantar Pedro».


El cuerpo de Pedro ya mostraba signos de estar preparado para el juego. Paula le sacó la camisa de los pantalones, ansiosa por desnudarlo.


—Estoy pensando que primero acariciaré cada centímetro de tu piel —con los dedos, recorrió ligeramente la línea de sus músculos. Comenzó por el pecho y, cuando se inclinó para besarle los pezones, Cole gimió—. He oído que hay hombres que tienen tanta sensibilidad en los pezones como las mujeres. ¿Es verdad?


—Descúbrelo —dijo él con la voz entrecortada.


Ella lo rozó delicadamente con los dientes y él gimió.


A continuación, bajó las manos y las deslizó sobre sus costillas. Le encantaba cuando a Pedro se le erizaba el vello de los brazos. Cuando lo acarició por encima de la cinturilla de los pantalones, se humedeció al sentir sus músculos bajos sus manos.


Él intentó colar sus dedos bajo el sujetador.


—Nada de tocar. Esta es mi investigación.


Los dedos de Paula encontraron el botón de los vaqueros de Pedro y lo desabrocharon. El bulto que había bajo la cremallera aumentó de tamaño. Le encantaba ver cómo ese cuerpo respondía ante sus caricias. Podría estar jugando a ese juego todo el día, pero no quería esperar y le bajó la cremallera.


Pedro desobedeció las normas y le acarició la piel.


Ella le rodeó las caderas con los brazos y hundió las manos en la parte trasera de sus pantalones. Le apretó las nalgas y disfrutó con el movimiento de esos músculos. Enganchó los pulgares alrededor de la cintura de los vaqueros y de los calzoncillos y tiró hacia abajo. Al hacerlo, su miembro se erigió hacia delante, esperándola. Él se quitó los zapatos y la ropa de una patada.


—Quiero tocarte por todas partes —Paula se puso de rodillas y le acarició las piernas, las rodillas, los muslos. Cuando llegó a la base de su miembro, se detuvo—. A lo mejor esta parte no debería tocarla —dijo, aunque comenzó a acariciarla haciendo que aumentara en tamaño y dureza.


—Paula. Es genial.


¿Cuándo se había vuelto tan atrevida? Pedro le había dado la libertad para hacerlo.


—¿Te gusta? —le preguntó—. Pues ahora voy a hacer lo mismo, pero con la lengua y la boca.


Un profundo y grave gemido fue la única respuesta de Pedro.


Lentamente, ella se levantó rozando su cuerpo contra el de él. Lo empujó suavemente y él se tendió en la cama llevándola consigo. Paula se tendió sobre él aplastando sus pechos contra su musculoso torso. Encajaban a la perfección. Lamió la sensible piel de su muñeca y fue subiendo por el brazo hasta detenerse al llegar a un punto bajo su oreja.


Con un sorprendente movimiento de cadera, Pedro la tumbó de espaldas. Se echó sobre ella y en sus ojos se reflejó la clara intención de volverla loca. Así que los chicos malos no se convertían en hombres malos al crecer; se convertían en hombres muy malos. Deliciosamente malos.


Agarró los tirantes de su sujetador rojo y se los bajó por los brazos hasta liberar sus pechos. Al hacerlo, las tiras le dificultaron el movimiento a Paula. ¿Lo habría hecho a propósito?


Su boca buscó sus pechos y cubrió sus cúspides con su calidez.


—Eres la mujer más sexy que he conocido —le dijo contra su piel y sus palabras y su cálido aliento le provocaron un cosquilleo por todo el cuerpo—. He estado a punto de echarte al suelo ahí mismo cuando he visto ese tanga rojo.


La boca de Pedro fue descendiendo por su cuerpo; le rodeó el ombligo con la lengua y después trazó la línea del tanga rojo con sus labios, que avivaron más todavía su deseo. No tenía duda de que Paula lo deseaba.


—Quiero que te lo quites.


Ella no podía estar más de acuerdo.


—Sí.


Pedro no desperdició un instante, mordió el elástico de la prenda y la deslizó sobre un muslo.


Cambió al otro lado e hizo lo mismo. Mientras, ella contenía el aliento al sentir sus dientes sobre su piel y alzaba la pelvis para encontrarse con él.


Con un profundo gemido, Pedro puso los dedos sobre el pequeño triángulo que se formaba entre sus piernas y le bajó el tanga.


—Déjate los zapatos puestos.


Los ojos de Paula vieron el deseo que ardía en los de él.


—Te quiero con los zapatos puestos solamente.


Ella tembló y se alzó apoyándose en los codos.


—Espera un minuto. ¿Cómo he acabado tumbada así? Se supone que soy yo la que tiene que investigar. Voy a tener que emplear más medidas de fuerza.


Se apartó rodando y lo empujó sobre la cama. 


Después de quitarle el cinturón a la gabardina, le agarró las muñecas. Al hacerlo, sus pechos quedaron exactamente sobre los labios de Pedro y él la besó.


—Prueba todo lo que quieras, no me disuadirás —le dijo ella mientras le ataba la muñeca izquierda con un otro extremo del cinturón—. Pero sigue así.


Él le rodeó el pezón con la lengua y la hizo gemir. Ella le pasó el cinturón por la muñeca derecha.


—Así ya no podrás utilizar las manos.


Entonces se sentó encima de él y cerró los ojos por un momento al sentir el placer de su dureza contra el resbaladizo calor de entre sus piernas.


—Te quiero ahora —dijo él.


—¿Tan pronto? Aún no he explorado tu mejor parte con mi boca.


Pedro movió las caderas acercándose más a la humedad del cuerpo de Paula.


—Estás desesperado, ¿verdad? —le preguntó ella sintiendo también algo de esa desesperación.


Lentamente, sacó el preservativo que había metido en el bolsillo de su gabardina, alargando la espera de Pedro, alargando su tensión. Paula sentía sus pezones duros, su clítoris vibrante de deseo; por dentro estaba preparada para recibirlo.


—Aquí está mi primera pista. ¿Qué debería hacer con ella? —le preguntó mientras se movía sobre él, tan húmeda que Pedro se deslizó fácilmente contra ella.


—Paula —gimió—. Me vengaré.


Una erótica sensación se extendió entre sus piernas. Ese juego era divertido y algo con lo que ella había fantaseado durante esas largas y aburridas operaciones de vigilancia.


Se apartó de él para abrir el paquete del preservativo y después desenroscó el látex a lo largo de su duro miembro. Pedro gimió cuando llegó a la base de su sexo.


—Desátame las manos —le ordenó. Como oficial de policía, ella siempre había seguido órdenes. Como prometida, siempre había accedido a las peticiones de su novio. Como amante… no lo haría.


—Creo que no. Me gustas así. Y me gusta demasiado hacer el papel de chica mala —le dijo al volver a sentarse a horcajadas sobre él.


Los dos gimieron cuando Paula descendió sobre su miembro y él se adentró completamente en ella.


—Muévete con fuerza —le indicó él, con los ojos cerrados y la mandíbula apretada. Su voz y su cuerpo daban muestras de la tensión que sentía.


Paula estaba desesperada por obedecer a lo que le había dicho esa sexy voz. Se alzó para volver a dejarse caer una y otra vez sobre su miembro. Sus movimientos fueron haciéndose cada vez más intensos y frenéticos. Él se hundía en ella y rozaba cada punto que la hacía temblar.


De pronto, los músculos internos de Paula se tensaron y lo rodearon cuando oleadas de placer la invadieron. Pedro sacudió su gran y fuerte cuerpo al moverse contra ella y llegó al éxtasis con un fuerte gemido.


Ella se dejó caer sobre él, se sentía débil. La intensidad de sus respiraciones llenó la habitación.


Pedro la besó en la frente.


—Nunca había sentido nada igual —sonó sobrecogido. Reverente.


Ella levantó la cabeza y lo miró a los ojos.


—A lo mejor deberías perder el control más a menudo —le sugirió ella con una voz juguetona y erótica.