lunes, 5 de junio de 2017

LA BUSQUEDA DEL MILLONARIO: CAPITULO 11





Pedro siempre se había considerado un hombre muy racional. Inteligente. Sensato. Tranquilo. Un hombre que controlaba sus emociones. Sin embargo, aquellas sencillas tres palabras le acababan de descubrir lo equivocado que estaba.


—¿Cómo…?


—¿Que cómo se llama? Noelia.


—¿Cuándo…?


—¿Que cuándo nació? Hace exactamente once meses y un puñado de días. La mañana de Navidad para ser exactos. Si quieres que te especifique más, registraron el momento preciso de su alumbramiento en el certificado de nacimiento. Haré que te manden una copia.


—¿Cómo…?


—¿Cómo sé que tú eres el padre? Porque tú eres el único hombre con el que me he acostado en los tres últimos años. Sin duda, querrás una prueba de ADN, a lo que no me opongo. Pensaba que deberías saber lo de Noelia, por lo que me he pasado el último año y medio tratando de localizarte sin conseguirlo. Pero eso, dado que tú recibiste todas mis cartas, ya lo sabes. ¿Estás escuchando, Pascual?


—Sí… —susurró la voz del tío.


—Ya me parecía. Noto el parecido familiar. A Julia solo le costó unas pocas semanas encontraros. Creo que eso significa que mi experto en ordenadores es mejor que el tuyo. Ahora, ¿qué era lo que decías sobre lo de retenerme aquí?


—¡Maldita sea tu sombra!


Paula se plantó las manos en las caderas.


—Espero que no utilices esa clase de palabras delante de nuestra hija. Habla mucho para ser tan pequeña y trata de repetir todo lo que se le dice.


—La quiero. Os quiero a las dos.


Paula levantó la barbilla y lo contempló con gesto desafiante, lleno de furia femenina.


—No creo que me merezcas. Y estoy segura de que no te mereces a Noelia.


—Si eso es lo que crees, ¿por qué estás aquí?


—Te merecías saber que tienes una hija. Ahora que ya lo sabes, no tengo nada más que hacer aquí.


Pedro estaba seguro de que ella le estaba ocultando algo.


—Hay más que eso, ¿verdad? —le preguntó. Sin embargo, estaba seguro de que ella no tenía intención de explicarse a sí misma—. No importa. Considerando lo celoso que yo soy de mi propia intimidad, no pienso entrometerme en la tuya.


—Gracias.


—Pero si puedo ayudar, lo haré —dijo. Se sorprendió al decir aquellas palabras, dado que no había tenido intención alguna de decirlas.


Paula estudió su rostro durante un largo instante. Entonces, asintió.


—Gracias. Te lo agradezco.


Tanto si se había dado cuenta como si no, el anuncio de Paula le había dado la oportunidad perfecta de conseguir los objetivos que se había propuesto hacía más de dos años: crear una familia. Tener alguien en la vida a quien él le importara. Aunque Paula no cumpliera las condiciones para convertirse en su ayudante ni en la perfecta esposa, tenía potencial para encajar en muchos de los parámetros. 


Diablos. Él estaba dispuesto incluso a alterar su estilo de vida para amoldarse a lo que ella requiriera como esposo.


Además, estaba Noelia. Le costaba respirar al pensar en su hija. Una hija. ¡Tenía una hija! Era sorprendente pensar en cómo un hecho tan sencillo había cambiado el modo en el que procesaba la información. Descubrió que la quería, incluso sin conocerla. Las quería y las necesitaba a ambas de un modo que encontraba inexplicable. Costara lo que costar, le daría a Paula lo que le pidiera para tener a su familia a su lado.


Se dirigió a la mesa y sacó una silla.


—Sentémonos para hablar de esto.


¿Cuántas ayudantes/esposas había entrevistado desde la noche que pasaron juntos? ¿Cuántas veces había trabajado Pascual es su programa informático en un esfuerzo de encontrar a la mujer perfecta? ¿Cuántos fallos había habido?


Y todo porque ninguna de las candidatas era Paula. Por fin lo había comprendido. Por supuesto, encajaban perfectamente con sus requerimientos. Eran ingenieras, inteligentes, racionales y sensatas. Algunas eran incluso más atractivas que Paula, aunque, por alguna razón inexplicable, su belleza lo dejaba frío. Para ser justo, ninguna de ellas revelaba maldad alguna, pero no habría dicho que eran amables. Tal vez la falta de profundidad emocional evitaba que ellas exhibieran las cualidades que Paula poseía tan abundantemente.


Fuera como fuera, su búsqueda había tenido como resultado una única candidata… Paula. En aquel momento tenía la oportunidad de moldear a la mujer que quería para convertirla en la perfecta esposa.


—Pensaba que íbamos a hablar —le dijo ella con otra de sus irresistibles sonrisas.


—Hablar es lo fácil.


—¿Y cuál es la parte menos fácil? —le preguntó ella.


—No sé cocinar ni Pascual tampoco.


—Tal vez eso explica la falta de electrodomésticos.


—En el armario que hay a mis espaldas, hay un frigorífico y un congelador completamente equipados —comentó él mientras tomaba asiento—. También hago que venga una persona una vez por semana para que nos prepare la comida, por lo que puedes tachar eso de tu lista.


—No sabía que tuviera una lista —comentó ella frunciendo el ceño.


—Te la estoy haciendo yo.


Paula entornó los ojos.


—¿Y por qué ibas a hacer eso? ¿Y por qué iba a importar que sepas o no cocinar o si tienes a alguien que te prepare las comidas? Eso no tiene nada que ver conmigo.


Se acercaba el momento de decirle la parte más dura. No había razón para retrasar lo inevitable. Era mejor ir al grano.


—Tiene que ver mucho contigo porque quiero que Noelia y tú os mudéis aquí con nosotros. Estoy dispuesto a hacer lo que sea para conseguirlo.


Ella comenzó a negar con la cabeza antes de que él terminara de hablar.


—Olvídalo, Pedro. No me interesa tenerte en mi vida del mismo modo que a ti no te interesa tenerme en la tuya.


Pedro levantó una ceja.


—¿Preferirías compartir la custodia de Noelia?


—¿Cómo has dicho?


—Tú has dicho que es mi hija. Ahora que yo conozco su existencia, estoy dispuesto a ejercer de padre para ella. Solo hay dos maneras en las que eso podría salir bien. O vivimos juntos o llevamos a la niña de allá para acá entre tu casa y la mía. A mí me parece que en interés de la niña es mejor que vivamos todos juntos.


Paula miró a su alrededor. A pesar del equipamiento de última generación todo tenía un aspecto frío. Vacío. Oscuro, incluso con unas luces tan potentes.


—¿Quieres que vivamos aquí, en medio de ninguna parte? —le preguntó ella con incredulidad—. ¿Qué vida es esa para una niña?


—Podemos solucionar algunas de tus objeciones —replicó él—. Hay razones por las que prefiero vivir en medio de ninguna parte.


—¿Cómo cuáles?


—¿Pascual? Permiso, por favor.


Se produjo un momentáneo silencio.


—Cuéntaselo.


—Mi tío tiene un desorden de ansiedad social. Es una de las razones por las que me dejaron en acogida después de la muerte de mis padres. Los tribunales no consideraron que Pascual fuera un tutor adecuado para mí.


La compasión se reflejó en el rostro de Paula. Pedro comprendió que era una parte innata de su carácter.


—¿Agorafobia?


—Seguramente es una parte del problema. En realidad, tiene problemas para relacionarse con las personas.


—Vaya… Yo tengo ese mismo problema… con ciertas personas.


Pedro admitió la broma con una fría sonrisa.


—Él necesita aislamiento y yo valoro mi intimidad. Cuando cumplí los dieciocho años y no tuve ningún lugar al que ir, mi tío me abrió su casa aunque le costó mucho. Desde entonces, ha funcionado para nosotros. O, más bien, funcionaba.


—¿Debería yo asumir que algo ha cambiado?


Había llegado el momento de ser sincero con ella. 


Totalmente sincero.


—Sí. Cambió hace un par de años.


—¿Qué ocurrió hace un par de años?


De repente, el rostro de Paula reflejó que lo había entendido todo perfectamente. Una profunda compasión se reflejó en su mirada.


—Oh, Pedro. El accidente de coche…


—Sí. Me hizo darme cuenta de que lo que tenía no era suficiente.


—¿Y?


Pedro eligió sus palabras con cuidado. Se sentía como si hubiera entrado en un campo de minas.


—Le pedí a Pascual que modificara un programa que él había comercializado hacía unos años. Yo le di una serie de parámetros en los que se combinaban cualidades que eran importantes para mí, con características que podrían ser compatibles también con mi tío.


—No entiendo nada.


—Él me pidió que le encontrara una esposa —intervino Pascual—. Una esposa que nos gustara a los dos.


Pedro se enfado


—Lo estoy contando yo.


—Y yo estoy completando las partes que tú pasas por alto.


—Iba a hacerlo. Solo quería que todo tuviera un orden lógico.


Pascual soltó un bufido.


—Sí, claro.


Pedro había tenido más que suficiente.


—Ordenador, cierra el circuito de la cocina y mantelo cerrado hasta que yo diga lo contrario.


—No. Quiero oír…


La voz de Pascual se cortó a mitad de la frase. Pedro respiró profundamente.


—Ahora, ¿dónde estaba?


—Creo que me estabas explicando cómo utilizaste un programa de ordenador para encontrar una esposa —comentó ella con cierta sorna.


—En su momento, tenía todo el sentido del mundo.


—Claro.


—El Programa Pascual ha tenido mucho éxito a la hora de elegir el empleado perfecto para un puesto de trabajo. Como yo quería unos requerimientos bastante específicos para elegir esposa, Pascual tuvo que alterar los parámetros.


—¿De qué clase de requerimientos y de parámetros estamos hablando?


—Eso no importa…


Desgraciadamente, ella no parecía estar dispuesta a abandonar ese camino.


—En la conferencia de ingenieros estabas buscando esposa, ¿verdad? Por eso te enfadaste tanto cuando descubriste que yo no era ingeniera.


—Es muy posible —admitió.


Ella se inclinó hacia delante y lo miró con extremada intensidad.


—¿Me estás diciendo que Pascual diseñó un programa de ordenador que te ayudara a encontrar la esposa perfecta y que se suponía que ella debía estar en aquella conferencia?


Maldita sea.


—Sí.


—¿De verdad vas a admitir que tú pensaste que podrías entrar en aquella conferencia, examinar las mujeres que el programa de tu tío había seleccionado y convencer a una de ellas para que se casara contigo?


Pedro apretó los dientes.


—Los ingenieros somos personas muy lógicas. Las mujeres implicadas se habrían dado cuenta de que éramos la pareja perfecta.


Paula se quedó boquiabierta.


—¿Y habrían accedido a casarse contigo allí mismo?


—Eso habría sido lo deseable, aunque no lo más posible.


—¿Tú crees?


—Sí, pero Pascual me sugirió otra manera de conseguirlo.


—Ay, esto lo tengo que escuchar.


—Me sugirió que ofreciera a la candidata perfecta el puesto de mi ayudante. Eso nos daría la oportunidad de conocernos mejor antes de contraer matrimonio. También me ayudaría a mí a determinar si era aceptable para Pascual.


—Vaya… No es un plan tan malo. Explícame una cosa. De eso hace casi dos años. ¿Por qué no tienes ya una ayudante-esposa?


—Parece ser que el programa de ordenador tenía un fallo.


—No me digas.


—Sí. Ahora me he dado cuenta de que hay ciertas cualidades que no se pueden adaptar a un programa de ordenador.


—Vaya. ¡A quién se le hubiera ocurrido pensar algo así! Tú dirás. ¿De qué clase de cualidades indefinibles estamos hablando?


Pedro lo había pensado mucho a lo largo de los meses posteriores y había llegado a una única conclusión.


—Creo que debe haber sido química en naturaleza y, por lo tanto, extremadamente difícil de cuantificar.


—En cristiano, por favor.


Pedro se puso de pie para darse un respiro.


—Yo no quería a ninguna de ellas. Te quería a ti —dijo sinceramente—. No es lógico y yo no puedo explicarlo, pero es así.


Paula sacudió la cabeza y, para sorpresa de Pedro, los ojos se le llenaron de lágrimas.


—No, Pedro. No puedo volver a pasar por eso, y mucho menos cuando sé lo que verdaderamente sientes por mí. Que aún me crees responsable por haber perdido tu beca y por haber sido enviado a una casa de acogida horrible.


Él apoyó la cadera contra la encimera y se cruzó de brazos.


—¿La verdad?


—¿Me va a doler?


—No lo creo.


—Es ese caso, supongo que puedo afrontarlo.


—Hace seis meses, tres días, veintidós horas y nueve minutos llegué a una conclusión.


—¿Y qué conclusión es ésa?


—Que incluso aunque hubiera sabido antes de hacer el amor contigo que iba a perder la beca, no creo que hubiera podido resistirme. Lo habría intentado por tu edad, pero, para ser sincero contigo, a los diecisiete años yo carecía de la madurez para tomar decisiones basada en el intelecto en vez de en los imperativos hormonales.


—¿Significa eso que me perdonas?


—No sería racional seguir guardándote rencor. Aunque ya no siento ira asociada con lo que ocurrió, sigo poseyendo un cierto nivel de resentimiento. Sin embargo, considerando que mi éxito en el campo de la robótica no se ha visto afectado negativamente por los acontecimientos, incluso el resentimiento es una respuesta poco razonable.


—Así es.


—También he decidido que no sé si nuestra relación tuvo un impacto negativo en tu vida. ¿Fue así?


—Sí.


Pedro frunció el ceño.


—¿Cómo? No te quedarías embarazada, ¿verdad?


—No, nada de eso. Me dolió porque te marchaste sin decirme una sola palabra. Por supuesto, ahora comprendo el porqué. Sin embargo, en su momento me rompió el corazón —susurró—. Te eché tanto de menos…


Un extraño sentimiento se apoderó de él, un anhelo combinado con un dolor casi olvidado.


—Yo también te eché de menos —confesó—. No quería, dado que te culpaba de lo que había ocurrido, pero fuiste la primera amiga de verdad que tuve nunca.


—Pedro…


Paula se levantó de la silla y se arrojó a sus brazos. En aquel instante, Pedro comprendió que había cometido un serio error de cálculo. Fuera lo que fuera lo que habían experimentado todos esos meses atrás, no se había disipado tal y como él había anticipado. Más bien, el anhelo se había hecho aún más grande. Podría no ser lógico, pero era una incuestionable verdad. Por lo tanto, tomó la única medida que le pareció razonable.


La besó.





LA BUSQUEDA DEL MILLONARIO: CAPITULO 10






Diecinueve meses, quince días, cinco horas, diecinueve minutos y cuarenta y tres segundos más tarde…




Paula trató de colocarse el minúsculo auricular que jamás parecía encajarle adecuadamente en la oreja.


—¿Estás segura de que sabes dónde tenemos que ir, Julia? —le preguntó a la niña que había accedido a acoger casi un año antes.


—Segurísima.


Con inseguridad, Paula abandonó la carretera y se detuvo en el estrecho arcén. Soplaba un fuerte viento del mes de noviembre, lo que provocaba que el pequeño coche de alquiler se meneara peligrosamente.


Tomó el mapa que llevaba en el asiento del copiloto y lo extendió en el volante. La memoria no le había fallado. El desvío que Julia había descrito no existía en ninguna parte.


—Escucha, Julia—dijo Paula—. Estoy perdida en medio de Colorado. Este lugar no está en el mapa y tu estúpido GPS me pide que dé la vuelta en cuanto pueda y me marche. Y eso es precisamente lo que me siento más inclinada a hacer.


—Dora es una idiota —anunció Julia alegremente.


—Creo que eso ya te lo dije yo cuando tú insististe en que la aceptara.


—Es aún muy joven. Dale tiempo para madurar.


Paula ahogó una carcajada.


—¿Que es muy joven? Eso sí que es bueno viniendo de ti.


—Yo tengo dieciséis años y ocho meses. O más bien los tendré mañana. Dora tiene once meses y tres días. La misma edad que Noelia.


Paula se sorprendió ante la precisión de Julia. Aunque no había relación biológica, aquel comentario habría sido muy propio de Pedro. ¿Cuándo iba a superarlo? ¿Cuándo dejaría de pensar en él? Nunca.


Por muy imposible que pudiera parecer, se había enamorado de Pedro cuando no era más que una niña y se había sentido destrozada cuando él se marchó sin decirle ni una sola palabra. Sin ni siquiera despedirse de ella. Paula había sufrido durante años. Lo había buscado durante años con la esperanza constante de que algún día él regresaría a su lado. Tan fuerte era la esperanza, que se había negado a tener ninguna otra relación con nadie en su primer año de universidad. Después, se había desilusionado al sentir que ninguna relación podía compararse a lo que había experimentado con Pedro.


Entonces, milagrosamente, había vuelto a encontrarlo. A pesar del hecho de que solo habían compartido una única noche juntos, la segunda vez que se habían separado había sido mucho peor, tal vez porque su relación había sido por fin la de dos adultos. O, por lo menos, eso era lo que ella había pensado. Durante aquellas breves horas, se había abierto completamente a él, igual que lo había hecho siendo una adolescente. Se había permitido creer que él había conectado con ella tan profunda y tan completamente como había ocurrido en su caso.


Si no hubiera sido por su hija, no hubiera podido superar aquellos últimos meses. Y en aquellos momentos, cuando resultaba evidente que la pequeña Noelia compartía la brillantez de su padre, Paula había decidido encontrar a Pedro aunque él se ocultara en los últimos confines de la tierra. Incluso Julia le recordaba a él.


Apretó la mandíbula pensando en el enfrentamiento que iba a tener con Pedro. De algún modo, tenía que endurecerse, cerrarse a sus sentimientos como había hecho él. No podía cometer el error de hacerse ilusiones por tercera vez. No creía que pudiera sobrevivirlo.


—Está bien, Julia. Vamos a terminar con esto —anunció Paula—. ¿Dónde estoy ahora y cómo tengo que hacer para llegar a Pedro? Porque, por lo que yo puedo ver, no hay nada en un billón de kilómetros a la redonda.


—Pues eso sí que es imposible, teniendo en cuenta que la circunferencia de la Tierra es de solo 40.000 kilómetros aproximadamente.


—Ya sabes lo que quiero decir.


En principio, Julia había estado en acogida en casa de los padres de Paula. Y aún lo estaría si los Chaves no se hubieran retirado del programa debido a un repentino ataque al corazón del padre de Paula. Cuando esto ocurrió, Julia le suplicó a Paula que diera los pasos necesarios para acogerla, pues las dos se llevaban muy bien. 


Afortunadamente, los libros de cuentos de Paula habían sido un gran éxito y le proporcionaban derechos de autor. Este hecho le permitía vivir la vida como ella más lo creyera conveniente y eso incluía acoger a una adolescente. Eso había ocurrido diez meses antes y ambas habían descubierto que la nueva situación funcionaba perfectamente para ambas.


—Escucha y obedece —le ordenó Julia—. Conduce exactamente cinco kilómetros y cuatrocientos metros al sur desde el lugar en el que estás ahora. Allí, encontrarás una carretera de grava a la izquierda. Tómala. Sigue conduciendo otros dieciséis kilómetros y cuatrocientos metros. Si sigues sin ver nada, llámame.


—Una cosa más. ¿Cómo sabes dónde estoy?


—Me lo ha dicho Dora.


Paula suspiró.


—Chivata.


—Noelia y yo estamos siguiendo la señal de tu GPS, ¿verdad, pelirroja?


Paula escuchó el alegre gorjeo de la voz de su hija a través de las ondas. De repente, la echó de menos más de lo que creía posible. Era la primera vez que se separaba de Noelia.


Arrancó el coche, metió la primera y volvió a salir a la carretera.


—Te llamaré en cuanto llegue.


—Estaremos esperando.


Julia estaba muy emocionada. Desde que descubrió que Paula conocía al gran Pedro Alfonso y, más aún, que era el padre de Noelia, Julia había trabajado sin descanso hasta descubrir dónde estaba la guarida de Pedro. Al menos, así era como Paula lo consideraba, teniendo en cuenta que mantenía su domicilio tan bien escondido. Ella jamás lo había conseguido, y eso que lo había intentado.


En el momento en el que descubrió que estaba embarazada, se había pasado un año tratando de averiguar dónde estaba sin éxito alguno. Había enviado cartas a todas las empresas de ingeniería que se le ocurrió sin resultados. A Julia le costó exactamente un mes. En realidad, veintinueve días, once horas, catorce minutos y un puñado de segundos.


El trayecto de dieciséis kilómetros y lo que fuera llevó a Paula casi una hora. El sendero era pésimo. Seguramente, se trataba de un intento deliberado por parte de Pedro para evitar que los visitantes pudieran llegar con facilidad a él. Por fin, cuando coronó una pequeña subida, divisó un enorme complejo que se extendía a sus pies. Se fundía bellamente con la pradera que lo rodeaba de tal manera que casi parecía un espejismo.


Inmediatamente, llamó a Julia.


—Ya he llegado.


—¿De verdad que lo he encontrado? ¡Genial!


—Te llamaré después de mi reunión.


—Quiero que me lo cuentes todo.


Paula se quitó el auricular y lo apagó. Metió la primera al coche y bajó lentamente por la ladera de la colina hasta lo que parecía ser un rancho, con su granero, sus pastos e incluso un molino. A pesar de todo aquello, sobre el rancho pesaba una gran sensación de vacío, como si el tiempo se hubiera detenido. Paró el coche frente a la enorme casa, apagó el motor y permaneció unos instantes sentada, tratando de encontrar tranquilidad.


¿Qué le iba a decir a Pedro? ¿Cómo iba a reaccionar él? ¿Le importaría el hecho de que hubiera tenido una hija suya? ¿Reconocería a su hija?


Había llegado el momento.


Observó el amplio porche y se mordió el labio. Entonces, abrió la puerta del coche, salió y la cerró de un portazo. A continuación, subió los escalones que llevaban a la puerta principal. Había algo extraño en todo aquello. Tardó un instante en darse cuenta de qué se trataba.


No había ventanas ni en la puerta ni alrededor de ésta. Ni manilla. Ni timbre o llamador.


Maldita sea.


Apretó los puños y empezó a golpear la pesada puerta de roble.


—¿Pedro? ¿Pedro Alfonso? Quiero hablar contigo.


Nada.


Le dio a la puerta una patada.


—No me voy a marchar, Pedro. Hasta que hablemos, no pienso hacerlo.


Nada.


Tal vez, simplemente, no estaban en casa.


Paseó por delante de la puerta preguntándose qué era lo que debía hacer. Entonces, notó otra cosa extraña sobre aquella puerta. Algo brillaba en el marco. Se detuvo y lo observó atentamente. ¡Dios Santo! Se trataba de una cámara. Alguien la estaba observando y estaba dispuesta a apostarse cualquier cosa a que sabía quién era.


Se dirigió directamente hacia la cámara y levantó la cabeza para poder mirar al pequeño círculo de cristal.


—¿Pedro? O abres esta puerta o voy a sacar el teléfono y voy a llamar a todos los medios de comunicación que se me ocurran para decirles dónde vives. Entonces, voy a meterme en Internet y voy a publicar la localización de tu casa en todos los sitios web de tíos raros como tú que pueda encontrar.


Un instante más tarde, la puerta emitió un clic y cedió un poco. Paula la empujó y vio que se abría sin el más mínimo esfuerzo. Dio un paso al frente y entró en un ambiente en penumbra que le impedía ver nada. La puerta se cerró a sus espaldas con un estruendo de pestillos y cerrojos. Estaba encerrada ahí dentro.


—Si con eso has querido asustarme, no lo has conseguido. Tal vez me hayas intimidado un poco, pero no me has asustado.


Miró a su alrededor y, a duras penas, consiguió distinguir algo. El frío aire olía a polvo y a cerrado, como si aquella zona se utilizara en pocas ocasiones. Pedro ciertamente no había gastado ninguno de sus millones en calentar aquella zona de su casa. Paula tembló con su fino abrigo. Echaba de menos la calidez y la luz del sol de Florida.


Dio un paso al frente y miró a su alrededor. No había mesas, ni perchas, ni espejos ni cuadros. Solo… vacío. Y polvo.


Trató de encontrar el interruptor de la luz, pero sin éxito. 


Intuía otras habitaciones a su alrededor, que sí que tenían ventanas a pesar de que estuvieran cerradas a cal y canto con las contraventanas. ¿Por qué vivía Pedro en aquella casa tan magnífica si la tenía completamente cerrada y vacía?


Antes de que pudiera sacar el valor suficiente para explorar, oyó el repiqueteo de los tacones de unas botas sobre la madera del suelo. Los pasos se dirigían en la dirección de Paula, aunque no parecían tener prisa alguna por llegar a su lado. Aquel paso firme y deliberado añadía enteros al factor de la intimidación, como si el hecho de que él llegara a su lado fuera una certeza de la que no podía escapar.


Ya no había vuelta atrás.


Un instante más tarde, su figura apareció en el umbral de la puerta que quedaba a la derecha de Paula. A pesar de que ella no lo podía ver con claridad, estaba segura de que se trataba de Pedro. Cerró los ojos y trató de controlar el impulso que la empujaba a arrojarse a sus brazos.


—¿Cómo me has encontrado, Paula? —le preguntó la fría y dura voz de Pedro, cortando la oscuridad y confirmando así su identidad.


Paula suspiró. ¡Qué propio de Pedro no respetar las reglas sociales!


—Hola, Pedro. Estoy bien, gracias. Sí. Ha sido un viaje muy largo. ¡Vaya, gracias! Me encantaría algo de beber.


—Amenazaste con exponerme a los medios de comunicación —dijo él tras una pequeña pausa.


—No me dejabas entrar. Era el único modo de conseguirlo. Esto es ridículo —respondió mientras se acercaba a él—. Vamos, Pedro. Tráenos algo de beber y sentémonos a hablar. Tengo que decirte algo muy importante.


Cuanto más se acercaba a él, mejor podía verlo. Él había cambiado mucho en los meses que llevaban separados. Una gélida actitud emanaba de él. Era un hombre más duro y reservado que antes. ¿Qué había ocurrido para provocar aquel cambio? No era posible que se hubiera convertido en aquel hombre frío y distante como consecuencia de su encuentro. Para que así fuera, la noche que pasaron juntos tendría que haber significado algo para él y, aunque a Paula le rompía el corazón admitirlo, hacía mucho que había llegado a la conclusión de que aquellas gloriosas horas no habían dejado huella alguna en él. Si no, al menos había respondido a las cartas que le había enviado.


—¿Te gustaría tomar algo antes de que te marches?


Paula suspiró. Aquel encuentro iba a ser mucho más duro de lo que había anticipado.


—Sí, gracias.


Pedro la condujo a una impresionante cocina que parecía sacada de una película de ciencia ficción y en la que parecían faltar los electrodomésticos.


—Luces —dijo él. Inmediatamente, las luces se encendieron.


—¿Es así cómo se encienden las luces en esta casa?


—Sí, si tu voz está codificada para que el ordenador te autorice a hacerlo. La tuya no lo está. ¿Agua, té, refresco o algo más fuerte?


—Agua —respondió tratando de controlar los nervios—. No lo habría dicho, ¿sabes? Me refiero al lugar en el que vives.


Pedro marcó un código en un panel que había en la pared. 


Con un suave susurro, dos botellas salieron de una puerta que se abrió en la pared. Él le entregó una a Paula y tomó la otra. La abrió y le dio un largo trago.


—Lo sé.


—¿De verdad? —dijo ella. Aquel comentario la ayudó a relajarse un poco. Sonrió—. ¿Cómo lo sabes?


—Porque Pascual ha bloqueado tu teléfono móvil y lo seguirá haciendo hasta que yo le ordene que deje de hacerlo.


—¿Y cuándo se lo vas a ordenar? —replicó ella. La sonrisa se le había helado en los labios.


—En cuanto mi tío y yo cambiemos de domicilio. Hasta entonces, permanecerás aquí en calidad de invitada.


—¿Cómo has dicho?


—Ya me has oído.


—Pero… pero no puedes hacer eso.


—Ya lo verás.


Paula comprendió que hablaba en serio. El pánico se habría apoderado de ella si no hubiera visto algo que le hubiera dado esperanzas. En aquellos ojos dorados, captó la chispa del deseo.


Ella decidió ponerlo a prueba.


—¿Y qué se supone que tengo que hacer mientras me tienes aquí? —le preguntó. En ese momento, la mirada cambió y se hizo más dura e inescrutable—. No puedes hablar en serio.


—Tú elegiste venir aquí. Al hacerlo, asumiste unos riesgos y las consecuencias de tus actos.


Paula se acercó a él hasta que solo hubo unos pocos centímetros de distancia entre ambos.


—¿Y hacer el amor es el riesgo y la consecuencia que he asumido presentándome en tu casa? Venga ya. Según tú, nosotros nunca hemos hecho el amor. Me parece recordar que me dijiste que era solo sexo.


Pedro esbozó una fría sonrisa.


—Según tú, sexo maravilloso.


Paula estalló.


—¿Cómo te atreves a decirme esto después de todo este tiempo? ¿Cómo te atreves a decirme que me vas a tener aquí en contra de mi voluntad? Solo porque no has tenido relaciones sexuales desde hace mucho tiempo y yo aparezco en tu puerta, no te creerás que puedes echarme en tu cama y aprovecharte de mí.


—Sí.


—¿Sí? ¿Es eso lo único que tienes que decir? ¿Sí? ¿Has perdido la cabeza?


—¡Una vez más, sí! Perdí la cabeza hace diecinueve meses, quince días, seis horas, veintiocho minutos y doce segundos. Y quiero recuperarla, que es precisamente lo que tú vas a hacer. El hecho de tenerte aquí en mi cama me ayudará a recuperar la cordura. Es una solución perfectamente lógica a un problema completamente ilógico.


Paula no recordaba que Pedro hubiera estado tan a punto de perder el control. Siempre se había comportado como una persona muy contenida. Aquella vez no. Paula sabía que si seguía presionándolo, él terminaría por estallar. Decidió que era mejor permitirle que se calmara.


—Tienes mucha cara dura, Pedro —dijo en voz muy baja.


—Tienes razón. Y eso no cambia el hecho de que tú harás lo que yo te diga.


—¿Cualquier cosa?


—Cualquier cosa. Todo…


—Yo creía que no me deseabas.


Para alivio de Paula, Pedro no lo negó.


—Aparentemente estaba equivocado. Supongo que lo estábamos los dos.


—¿Acaso me estás proponiendo una aventura? Yo me quedo aquí durante el tiempo que tú tardes en encontrar otro lugar en el que esconderte…


—Yo no me estoy escondiendo.


—Venga ya —comentó ella con una carcajada.


—Te equivocas. Estoy protegiendo mi intimidad. Si el público en general supiera dónde vivo…


—Estoy segura de que no le importaría lo más mínimo. Tal vez a los medios de comunicación, sí, pero sospecho que los únicos sobre los que te tienes que preocupar es sobre otros aspirantes a científicos locos. Por lo tanto, ¿cuál es la verdadera razón?


Pedro dio un largo trago de agua y la miró. Entonces, cambió de tema.


—¿Cómo me has encontrado?


—Me han ayudado. Esa es otra razón por la que no me puedes mantener aquí contra mi voluntad. Julia terminará preocupándose y llamará a la policía.


—¿Julia? —repitió él. Los ojos le ardieron de furia antes de recuperar el control


Paula decidió jugar el mismo juego de Pedro. Se cruzó de brazos y lo contempló con gesto desafiante.


—¿Cómo nos encontró esa tal Julia, Pascual? —preguntó Pedro sin dejar de mirarla.


Para sorpresa de Paula, una voz respondió:
—Estoy trabajando en ello.


—Pues date prisa. Quiero que la encuentres y le aísles.


—¿Acaso crees que no lo sé? Pues lo sé, pero esa Julia es buena. Muy buena.


—Pensaba que tú eras el mejor.


—Vete al infierno, Pedro.


Para alivio de Paula, aquella respuesta demostraba que la voz de Pacual pertenecía a un ser humano. Entonces recordó que Pedro le había dicho que Pascual era su tío.


—Creo que he descubierto cómo nos ha encontrado. Estoy negándole el acceso. Ya está.


—¿Ya está? —preguntó Paula—. ¿Somos ya invisibles a Julia? Supongo que comprenderéis que he llegado aquí con un GPS.


—No tardaremos mucho en marcharnos de aquí.


—Eso me resulta difícil creerlo, a no ser que ya tengas otro sitio preparado —dijo ella. El brillo en los ojos de él confirmó esta sospecha—. Está bien. ¿Sabes una cosa, Pedro? Adelante. Detenme aquí mientras tu tío y tú os largáis a vuestra nueva cueva. Francamente, no me importa.


—Ya te he dicho que no nos estamos escondiendo.


—Pero aún no me has preguntado por qué he venido. Has estado tan preocupado por saber cómo te he encontrado que has pasado por alto la cuestión principal.


—¿La de la razón por la cual me escribiste veintiséis cartas? Por no mencionar la de por qué, después de tanto tiempo, te has tomado tantas molestias para localizarme. ¿A esas cuestiones te refieres?


Pedro había recibido sus cartas y no se había puesto en contacto con ella. Una potente ira se apoderó de ella.


—Sí, esas cuestiones —respondió apretando los dientes.


—No me tengas en suspenso. ¿Qué podrías tener que decir que no me dijeras hace diecinueve meses y quince días?


¿Pedro quería que fuera al grano? Lo haría.


—Tienes una hija.