lunes, 22 de mayo de 2017

IRRESISTIBLE: CAPITULO 20





Afortunadamente Gabriel estaba a punto de llegar, porque en el congelador ya no cabían más cosas de todo lo que había cocinado. Y aunque le mandase a Juana un paquete de comida, si seguía así no podría seguir moviéndose por la cocina. Paula miró la pila de platos y bandejas sobre el fregadero y la encimera. Sí, estaba más enfadada de lo que había creído.


Pero cocinar significaba evitar a Pedro. Mientras cocinaba intentaba dejar de recordar que le había mentido, que iba a ponerse en peligro otra vez…


Pero la distracción no estaba funcionando.


Iba a meter otra bandeja de magdalenas en el horno cuando sonó el timbre. Gabriel Simms estaba al otro lado, vestido de paisano pero con la pistola de reglamento a la vista.


—Buenas noches, Paula.


—Buenas noches.


Sabía que se estaba mostrando antipática, y le daba igual. 


Sin decir una palabra más abrió la puerta, y Gabriel entró… 


Seguido de Juana.


—¡Juana!


Mientras la abrazaba, se preguntó si Juana habría vuelto a meterse en algún lío, pero inmediatamente lo descartó. No tenía la menor duda de que su hija había aprendido la lección. Pero ¿qué hacía allí?


—Han ido a buscarme a Edmonton esta tarde, mamá. Quieren que conteste a unas preguntas sobre Carlos Harding.


¿Carlos Harding?


—Hola, Gabriel.


Los tres se volvieron para mirar a Pedro, que estaba bajando por la escalera.


Afeitado, con una gasa limpia en la frente, llevaba vaqueros y una camiseta de manga larga que destacaba la musculatura de su torso, y por primera vez desde que llegó, del hombro derecho colgaba la funda de una pistola. Se habían terminado los disimulos.


Paula parpadeó. Todo estaba patas arriba. La realidad le parecía algo irreal.


Los dos hombres se dieron un apretón de manos, y ella supo entonces que a pesar de sus sentimientos personales por el jefe de policía, Pedro y él eran un equipo.


—Una suerte que sólo te rozase —dijo Gabriel, señalando su frente. Paula miró de uno a otro, perpleja—. ¿No se lo has contado?


«Una suerte que sólo te rozase». Ella sabía lo que eso significaba: Que no se había caído al riachuelo ni se había golpeado la cabeza con una piedra. Alguien le había disparado.


—Es que no quería preocuparla.


Paula cerró los ojos desesperada. ¿Cuándo iba a aprender? Nada de lo que le había contado era cierto.


—Te han disparado… —murmuró.


Quería escapar, salir corriendo de allí, pero no podía hacerlo.


Gabriel y Juana estaban observando la escena y no había escape posible.


—Dadnos un minuto, por favor —dijo Pedro entonces, tomándola del brazo—. Si no os importa esperar en el salón, nosotros iremos enseguida.


Gabriel y Juana se alejaron sin decir una palabra mientras él se la llevaba a la cocina.



****


—Sólo me rozó.


—Pero te han disparado —lo interrumpió Paula—. Un hombre te ha disparado con intención de matarte. ¡Y ni siquiera quisiste ir al hospital!


—Porque sabía que no tenía importancia. Y no había tiempo para ir al hospital.


—No había tiempo… —repitió ella, atónita.


¿Qué significaba eso?


—No quería que te asustaras… —suspiró Pedro—. Te lo contaré luego, si quieres. Pero no ahora.


Paula asintió con la cabeza. Aquello no podía estar pasando. Las cosas iban demasiado deprisa. Apenas había empezado a asimilar que estaba en Mountain Haven con una misión, y ahora… Gabriel Simms estaba allí, Juana estaba allí. Y lo único claro era que Pedro la había utilizado desde el principio.


—¿Hay café hecho?


Parecía más alto, más duro. Había en él una fuerza magnética. Era un representante de la ley, un hombre que protegía a los inocentes. Debería odiarlo, pero no era capaz.


—Sí, acabo de hacerlo.


—Si no te importa, nos gustaría que te reunieras con nosotros en el salón —empezó a decir Pedro.


—¿Para qué?


—Para que lo entiendas todo.


Maggie estaba tan nerviosa que lo único que quería era ponerse a hacer más magdalenas. ¿Por qué no podían las cosas volver a ser como habían sido unas semanas antes? Entonces todo le había parecido complicado, pero era tan sencillo comparado con aquello…


Ahora Pedro estaba arriesgando su vida y nada de lo que ella pudiera decir cambiaría eso.


—Sé que esto no es fácil para ti, Paula.


—No, no lo es… —murmuró ella, sin mirarlo, concentrándose en colocar varias magdalenas en un plato.


—No quiero ponértelo más difícil, pero tengo que hacerte una pregunta.


Paula levantó la cabeza, sorprendida.


—¿Qué?


—Has compartido muchas cosas conmigo durante estas semanas… Cosas de tu vida. Y sé que entre nosotros hay una especie de relación. Sin embargo…


—Pregunta lo que tengas que preguntar —lo interrumpió ella—. Hemos llegado demasiado lejos como para que te andes por las ramas.


—Muy bien. Me resulta difícil creer que no hayas tenido una relación con nadie desde la muerte de tu marido.


Paula arrugó el ceño. ¿Qué tenía que ver con todo aquello su vida sexual o su falta de ella?


—¿Eso qué importa?


—Me habría gustado encontrar un momento mejor para hacerte esta pregunta, pero, ¿has tenido una relación con alguien, Paula? ¿El verano pasado?


Ella lo miró, sin entender.


—¿Me estás preguntando si he tenido un romance con alguien el año pasado?


—Eso es.


—No creo que sea asunto tuyo, pero no.


¿Qué razones podía tener para preguntarle eso? En su vida no había habido nadie desde Tomas. Nadie hasta…


Hasta Pedro.


—¿No tuviste una relación con Carlos Harding?


¿Carlos Harding? Se le encogió el estómago al oír ese nombre por segunda vez. ¿Por qué pensaba Pedro que tenía algo que ver con ese hombre? Ella odiaba a Carlos Harding por lo que le había hecho a su hija. ¿Cómo iba a tener una relación con él?


—Carlos Harding me parece un ser despreciable.


El alivio que vio en la cara de Pedro era tan profundo, que de repente, Paula lo entendió todo. Carlos era la persona a la que estaba buscando. Carlos, el responsable de la detención de su hija, había sido quien le disparó.


—Es él por quien estás aquí, ¿verdad? —¿habría pensado que ella tenía algo que ver? Paula dio un paso atrás, horrorizada—. ¿De verdad habías pensado que yo tenía algo que ver con él?


Y sospechándolo había intentado seducirla de todas formas? ¿O lo había hecho sólo para averiguar algo sobre Carlos? Esa idea la ponía enferma.


—Te he creído cuando has dicho que no era así —respondió Pedro—. Además, en cuanto te conocí supe que tú no podías tener nada que ver con una persona como él. Pero sé que Gabriel va a preguntártelo.


Gabriel, por supuesto. Paula pensó entonces que ésa debía de ser la razón por la que siempre la había mirado mal. Al menos, Pedro la había juzgado correctamente.


—¿Qué ha hecho Carlos ahora? Lo mínimo que puedes hacer es contarme eso.


—Vamos a hablar con Gabriel, Paula.


Todo aquello era irreal. Esa misma tarde había estado canturreando mientras hacía la colada, y ahora tenía al jefe de policía de Mountain Haven en el salón de su casa hablando sobre criminales.



****


—¿Dónde está mi hija? —preguntó, sorprendida al ver que Juana no estaba allí.


—Le he pedido que subiera a su habitación. Quería que hablásemos a solas un momento.


Paula sirvió el café, y se sentó en el sofá, sorprendida cuando Pedro se sentó con ella en lugar de hacerlo con Gabriel, casi como si estuviera poniéndose de su lado.


—Paula… —empezó a decir el jefe de policía—. Lo primero, quiero disculparme por involucrarte en este asunto. Ha sido idea mía, no de Pedro. Pero no quería preocuparte.


Ella no sabía si creerlo o no. Aunque por primera vez, parecía sincero.


—Estáis buscando a Carlos Harding.


—Así es —asintió Pedro—. Tu casa era el mejor sitio para vigilarlo porque está cerca de su granja. Y tu conexión con él también nos ha ayudado.


—¿Qué conexión?


—A través de Juana —dijo Gabriel.


Paula se volvió hacia Pedro.


—De modo que lo sabías…


—Sí, lo sabía. Pero la verdad es que Juana me lo había contado antes de irse al colegio. La pobre estaba muy preocupada por haberte dado tal disgusto.


Paula apretó los labios. En su opinión, Carlos Harding debería estar en la cárcel. Por lo visto, se dedicaba a vender lo que llamaban drogas blandas, pero ella sabía el daño que ese tipo de drogas podían hacerle a un adolescente.
Juana no había querido testificar contra él cuando la detuvieron, aunque Gabriel Simms le advirtió que si no lo hacía, no podrían detener a Harding. Pero su hija tenía miedo, y ella no había querido presionarla.


Y allí estaba otra vez ese hombre, arruinándole la vida.


—Me alegra saber que no ha habido nada entre vosotros —dijo Gabriel.


—¿Y por qué sospechabas que podía haber habido algo?


—Porque no quisiste presentar cargos contra él cuando Juana fue detenida. Parecía que estabas protegiéndolo.


—¡Yo sólo estaba protegiendo a mi hija! —Paula dejó su taza sobre la mesa—. Si hubieras hablado con alguien del pueblo, te habrían dicho que yo no he tenido nada que ver con Carlos Harding en toda mi vida.


El jefe de policía dejó escapar un suspiro.


—Sobre el papel era plausible…


—Sobre el papel no es suficiente —replicó ella.


—Sí, tienes razón. Por favor, acepta mis disculpas.


—Si sabes algo sobre Carlos, nos ayudaría mucho —intervino Pedro entonces.


—Sólo sé que opera en su granja. Vende alcohol y drogas blandas… Ese tipo de cosas. No me sorprendería nada encontrar una plantación de marihuana en su casa.


—Sí, la hemos encontrado —sonrió Pedro—. Pero gracias a los esquíes y las botas que me prestaste, creo que este año no va a cosechar mucho.


De modo que tampoco iba a dar paseos por la nieve…


—¿Estabas vigilándolo?


—Sí, claro. Metía todo lo que necesitaba en la mochila por la mañana y me iba a la granja.


La mochila… Paula intentó luchar contra aquella sensación de irrealidad. No parecía posible que aquello estuviera pasando en su casa.


¿Quién era aquel hombre? Cuanto más descubría sobre él, más misterioso le parecía. ¿Cómo podía ser el mismo que la había besado con tanta ternura? El mismo hombre al que le había contado sus secretos, el que inspiraba en ella sentimientos que ningún otro había inspirado desde la muerte de Tomas.


—¿No sabes nada más? —preguntó Gabriel.


—No, nada.


—Entonces, creo que es hora de llamar a Juana. Si pudiera contarnos algo de lo que no quiso contarnos el verano pasado, sería de gran ayuda.


El jefe de policía salió del salón y volvió un momento después con Juana, que mantenía la mirada baja.


—Cariño, Gabriel y… Y Pedro —Paula aún no era capaz de llamarlo «el comisario»—, sólo quieren hacerte unas preguntas sobre Carlos Harding. No te has metido en ningún lío, ¿verdad?


—Yo no he hecho nada.


—Ya sabemos que no has hecho nada —la tranquilizó Pedro—. ¿Por qué no te sientas un momento? Sólo queremos saber si te acuerdas de algo que pudiera ser importante.


Juana se sentó al lado de Gabriel, y miró a su madre con cara de susto.


—Lo siento mucho, mamá.


—Ya te he perdonado, cariño.


¿Por qué habían tardado casi un año en decirse esas palabras tan importantes? Paula no lo sabía, pero en cuanto las hubo pronunciado, todo cambió. Su hija había vuelto. De verdad. Y la sensación de alivio casi la hizo llorar.


—Juana, sé que Carlos Harding te da miedo —empezó a decir Gabriel—. Pero ahora quiero que te olvides de ese miedo. Pedro está aquí y yo estoy aquí para meterlo en la cárcel, que es donde debe estar. No puede hacerte nada, Juana. Pero tú puedes ayudarnos para que no le haga daño a nadie más.


—¿Qué quiere saber?


Juana estaba pálida, pero no parecía asustada, y Paula se sintió orgullosa.


—¿Carlos Harding te amenazó?


—Me dijo que si lo delataba, lo lamentaría.


—¿Algo más específico? ¿Sabes si había más chicas llevando la droga?


Juana negó con la cabeza.


—No que yo sepa. Al principio… No sé, era simpático. Luego se volvió muy raro. La verdad es que empecé a tenerle miedo. Y un día…


Juana no terminó la frase.


—¿Un día qué, cariño? —la animó Paula


—Un día me enseñó una especie de sótano que había en su granero. Allí era donde lo guardaba todo. Y me dijo que si le decía algo a la policía, me metería allí.


A Paula se le encogió el corazón, pero intentó disimular.


—¿Por qué no me contaste eso el verano pasado? —preguntó Gabriel.


—¡Porque tenía miedo!


—Cariño mío… Deberías habérmelo contado a mí. Deberían haber detenido a ese hombre hace meses.


—Es que estabas tan enfadada conmigo… Y luego me enviaste a Edmonton y pensé que…


En todo ese tiempo, Paula no había tomado en cuenta los sentimientos de su hija. Sólo le importaba que estuviera bien, alejarla del peligro, Pero no se le ocurrió pensar que Juana podría sentirse desdeñada.


—¿Pensaste que ya no te quería? Cariño, te quiero con todo mi corazón. Tú eres lo más importante en mi vida. Sólo quería que estuvieras a salvo, pero nunca he dejado de quererte. Y no quería castigarte cuando te envié a Edmonton, al contrario.


Juana le echó los brazos al cuello, y Paula cerró los ojos sintiendo que las lágrimas corrían por su rostro, sin importarle que Gabriel y Pedro la vieran llorar.


—Si hay algo más que puedas contarnos ahora, es el momento —intervino el jefe de policía.


—No sé nada más.


Paula no sabía lo que Carlos Harding había hecho, pero el gobierno estadounidense no enviaba un comisario de policía a otro país sólo para detener a un tipo que comerciaba con marihuana. Pensar que podría ser un asesino… Por primera vez se alegró de que Pedro estuviera allí con ellas.


—¿Qué ha hecho Harding? ¿De qué lo acusan?


Gabriel y Pedro se miraron, y por fin, éste último contestó:
—Se le acusa de tres cargos: De secuestro y violación… Y uno de asesinato.


Un grito escapó de la garganta de Paula. Las amenazas de Harding ya no parecían tan inofensivas. Podría haber perdido a Juana. Podría haber perdido a su niña.


Pedro se levantó para tranquilizarla, y lo que vio en sus ojos la calentó por dentro. Haría lo que tuviera que hacer para protegerlas, a ella y a Juana. ¿Cómo iba a odiarlo por no haberle contado la verdad? Ahora que lo sabía todo, lo comprendía perfectamente.


—Todo terminará pronto, Paula. Te lo prometo. Carlos Harding desaparecerá de tu vida para siempre.


—Gracias.


Pedro puso los labios sobre su frente, y ella se echó hacia delante un momento, disfrutando de la caricia. Pero se irguió enseguida. Él había dicho que todo iba a terminar pronto, y eso significaba que pensaban detener a Harding. Y también que Pedro iba a poner su vida en peligro, de modo que debía hacer todo lo posible para ayudarlo.


—Os dejamos para que podáis hablar a solas.


—¿Paula? —la llamó Gabriel—. Juana no puede quedarse. Tengo un alguacil esperando en la puerta para llevarla de vuelta a Edmonton en cuanto hayamos terminado aquí. Lo siento.


—Pero…


Paula miró a Pedro y luego de nuevo a Gabriel.


—¿No puedo quedarme aquí, con mi madre?


—Si estás en Edmonton, sería una preocupación menos para nosotros —respondió Pedro.


Paula miró a su hija. Juana parecía más fuerte, más decidida. En parte, gracias a él. Y lo amaba por ello.


—No pasa nada, mamá. Cuando todo esto termine volveré a casa. Te lo prometo.


—Muy bien —sonrió ella, levantándose—. Vamos un momento a la cocina.


Le temblaban las piernas con cada paso. Sí, por fin se librarían de Carlos Harding. Pero Pedro se marcharía también.


La idea de estar sin él, la hacía sentir terriblemente sola. Y odiaba eso tanto como pensar que ponía su vida en peligro.



****


Media hora después, mientras tomaba un té en la cocina con su hija, Paula oyó voces en el pasillo y le hizo un gesto a Juana para que se levantase.


—Gracias por tu hospitalidad —se despidió el jefe de policía—. Y por la información.


—De nada —contestó ella, volviéndose hacia Juana—. Llámame en cuanto llegues, cariño. Iré a verte el fin de semana que viene.


—Muy bien.


—Nos vemos a las cinco en punto, Pedro. Duerme un poco, ¿eh? —se despidió Gabriel.


El asintió con la cabeza antes de subir a su habitación, dejándola en el porche, temblando de frío, mientras veía a Gabriel y Juana alejarse en el coche patrulla. Lo único que Paula sabía en ese momento, era que quería que todo aquello terminase.











IRRESISTIBLE: CAPITULO 19




Paula se sentó frente a la ventana, aunque no estaba mirando el paisaje. ¿De verdad empezaba a enamorarse de ella, o sólo lo había dicho para que lo dejase estar allí?


Ya no sabía qué creer. Sólo sabía que por primera vez desde la muerte de su marido, por fin había dejado que alguien entrase en su corazón. Por fin alguien le importaba. Era algo más que una atracción física. Se había enamorado. Se había enamorado del hombre que creía que era: Fuerte, amable, cariñoso, digno de confianza…


Y ahora se sentía como una tonta.


En la soledad de su habitación dejó que las lágrimas rodasen por su rostro. Lágrimas por todo lo que había perdido, lágrimas de humillación. Odiaba haber sido tan ingenua, haber creído que Pedro podía estar interesado en ella. Ella, que se había pasado la vida viendo las cosas como eran, sin dejarse llevar por fantasías.


Era una viuda de cuarenta y dos años con una hija adolescente y propietaria de un hostal. Nada más. Después de tantos años protegiendo su corazón, había bajado la guardia, mostrándose vulnerable, confiada. Se había dejado seducir por la magia y el romance de la situación, olvidando convenientemente que la realidad nunca se parecía a los sueños.


Había sido una tonta por creer que Pedro pudiera desearla. 


Pedro Alfonso iba a quedarse, pero no por ella, sino por su trabajo.


Debería haber detenido cualquier avance. Debería haberle dejado claro desde el principio que entre ellos no podía haber más que una relación profesional. Pero pensar todo eso ahora no valía de nada.


Las lágrimas no dejaban de rodar por su rostro, y las odiaba tanto como odiaba a Pedro en aquel momento. Maldito fuera por hacerla sentir así, vulnerable y rota. No había llorado desde la muerte de Tomas, y nunca por un hombre. Hasta aquel momento.


Secándose las lágrimas con la mano, entró en el cuarto de baño para lavarse la cara, y después de tapar las rojeces con un poco de maquillaje, juró que no volvería a llorar por un hombre. Nunca.



****


No encontró a Pedro en la cocina y la casa estaba en silencio. Si sufría una conmoción, no debería estar durmiendo, pensó. Y si lo hacía, alguien debería despertarlo frecuentemente.


De modo que subió al piso de arriba, con los escalones de madera crujiendo bajo sus pies. Debería haber insistido en que fuese al hospital…


Una vez arriba llamó suavemente a la puerta antes de empujarla unos centímetros.


—Entra, Paula.


Ella se puso a temblar al oír su voz. Le había resultado fácil creer que Pedro no sentía nada por ella, que sencillamente la había utilizado. Pero cuando entró en la habitación y lo miró a los ojos, supo que había algo entre ellos. Algo que había sido tierno y ahora estaba teñido de desconfianza.


En aquel momento le pareció diferente. Ya no era Pedro, sino Pedro Alfonso, comisario de policía.


—¡Ah, estás despierto! Me había preocupado.


Por mucho que odiase las mentiras, por mucho que odiase las armas de fuego, algo en él la hacía sentir segura.


—No quería preocuparte, al contrario. Sé que ya has tenido suficientes preocupaciones en la vida.


—¿Te sigue doliendo la cabeza?


Pedro se llevó una mano a la frente.


—Un poco, nada más.


—No debes quedarte dormido.


Paula apretó el picaporte.


—Ya lo sé. Por eso estoy trabajando.


Pedro señaló el ordenador.


—¿Trabajando?


—La investigación sigue adelante, aunque espero terminar lo antes posible.


Paula no podía imaginar su casa vacía otra vez. No podía imaginar no tener a alguien para quien cocinar, con quien hablar, con quien reírse… ¿Cómo podía pensar eso sabiendo lo que sabía?


Pedro se marcharía, pero no antes de conseguir lo que había ido a buscar. Y lo que había ido a buscar no era ella.


—¿Necesitas algo?


—No, gracias. Gabriel Simms llegará dentro de una hora.


Gabriel Simms otra vez. Gabriel, que la miraba como si sospechase de ella. El verano anterior, cuando intentaba defender a Juana, la trató como si pensara que estaba ocultando algo. Su hija había cometido un error, pero Paula no creía que la pobre tuviese que pagar por ello indefinidamente.


—Tú confías en él.


—Claro.


Paula habría preferido que se vieran en otro sitio, pero no podía decirle eso. Además, de esa forma terminarían con el caso de una vez por todas, y ella podría volver a su vida normal.


—Voy a hacer café.


Cuando iba a darse la vuelta, vio que Pedro ya estaba mirando el ordenador. Era un policía, un buscador de fugitivos concentrado en su labor. No había sitio en su vida para ella. Afortunadamente lo había descubierto a tiempo, antes de que hubiese ocurrido algo que pudiera lamentar después.