sábado, 8 de agosto de 2020

EL HÉROE REGRESA : CAPÍTULO 11




Pedro tomó a Paula de la mano y tiró de ella hacia la biblioteca, donde había libros ordenados en estanterías que iban del suelo al techo. Se sentó en una silla y se frotó las sienes. Paula lo observaba mientras intentaba entender cómo había dejado que él la afectara tanto, creando un ambiente que no deseaba. Pedro era un tipo ruin. Ella había devuelto aquel bonito cuadro y lo único que había llamado la atención de él era su valor económico. Pedro Alfonso era el último hombre que Paula podía encontrar atractivo, en parte por su parecido a su ex marido y en parte porque era muy diferente a ella. A Pedro no le gustaban los pueblos pequeños, no le interesaba para nada el arte. Le preocupaba su abuelo, pero era conocido por ser un hombre de negocios sin sentimientos. 


Paula tenía la impresión de que si se enamoraba del Pedro adulto sería mucho más difícil sobrevivir que a su desengaño infantil.


La atracción física era agradable, pero era más importante respetar a alguien y tener cosas en común con esa persona.


Paula se mordió el labio y se sentó en una silla cercana, pensando en cómo en menos de una hora había pasado de no gustarle nada Pedro a… admirar sus bíceps. Necesitaba encontrar su fuerza de voluntad rápidamente. Pensar en tener una relación con alguien como su ex marido hizo que se le encogiera el estómago. No servía de nada que Pedro se hubiera disculpado. Bueno, que se hubiera disculpado, de alguna manera.


—Gracias por la ayuda —dijo Pedro después de un largo minuto—. Intentamos contratar un servicio de jardinería cuando murió la abuela, pero el abuelo no quiso. Él se las apañaba para cortar el césped y regar, pero no quería extraños en el jardín de la abuela ni en la casa.


—Pero yo soy tan extraña como cualquier otra persona de Divine. Aquí nos conocemos los unos a los otros y probablemente se familiarizaría con la persona que trabajara en el jardín.


—Contigo es diferente. No sé por qué. Quizá sea porque fuiste alumna suya y porque te recomendó para el trabajo. Nos cuesta mucho arrancarle alguna palabra, pero cuando se ha dado cuenta de que estabas aquí ha empezado a hablar.


—Es porque tenemos algo en común.


—Lo sé. El arte. Pero he intentado que viera a sus amigos y a otros profesores de la universidad y nada ha funcionado. Tiene que haber algo diferente en ti.


Paula pensó que no sólo era arte, era un profundo aprecio por el amor y la belleza. A menos que alguien pudiera conectar a ese nivel, no sería lo mismo.


—El jardín parece muy importante para él.


—Sí, pero no te preocupes, no tienes que trabajar en él.


—¿Y si quiero trabajar en él? ¿Y si cumplir mi palabra es importante para mí?


—El abuelo no es él mismo. Mañana no recordará lo que ha ocurrido, probablemente no lo recuerde ahora.


—Yo no estoy tan segura de eso. Pero no importa porque yo sí que lo recordaré —dijo Paula lo más amablemente posible. No estaba tan convencida como Pedro de que su abuelo lo olvidaría. Algo en la cara del viejo profesor había indicado más lucidez de la que su familia parecía creer.


—Te estoy diciendo que es igual —respondió Pedro exasperado.


Paula intentó no enfadarse. Aun si Pedro era un insensible deportista, ella debía ser comprensiva. Después de todo, había regresado a Divine para ayudar a su abuelo. Mucha gente no se hubiera molestado o hubiera contratado a alguien que se ocupara de todo.


—Si no quieres tenerme cerca tanto tiempo me podrías ayudar a hacerlo más rápido.


—No es que no quiera tenerte cerca. Pero el jardín tiene más trabajo del que piensas.


—Eso no importa. Me gusta estar ocupada y tener cosas que hacer. Mis clases han terminado y tengo mucho tiempo libre, excepto los jueves que reparto comida a los presos o cuando tengo reuniones. También trabajo como voluntaria en la residencia de ancianos dos veces al mes, pero, de todas formas, no se trabaja en el jardín por la noche.


—¿Qué haces en la residencia de ancianos? Supongo que impartes alguna clase.


La cara de Paula se ablandó. Pedro no tenía por qué saber de sus múltiples actividades como voluntaria, probablemente pensaría que era provinciano estar involucrado en asuntos de la comunidad a pequeña escala.


—Soy la encargada de leer los números del bingo.


—¿La encargada de leer los números del bingo?


—Sí. Es mejor que el strip póquer.


—No me gusta el bingo, pero no me importaría jugar al strip póquer. Podríamos jugar ahora si quieres, pero tengo que advertirte que soy muy bueno formando escaleras.


—Eres patético. Ve a jugar con una de tus ex novias.


—Están todas casadas.


—Afortunadamente no contigo.


—Sí, hice bien en escapar. ¿Tú me ves conduciendo una furgoneta y bañando al perro todos los domingos?


—Sólo si desarrollas amnesia o te hacen un transplante de personalidad.


—¿Has visto lo que es la vida? He estado a salvo de que alguien llegara a domesticarme.


Pedro sonrió mientras que Paula puso los ojos en blanco, aunque pudo ver un indicio de risa en ellos. Después de la escena con su abuelo, se sentía como si lo hubiera atropellado un camión. Pero Paula era aire fresco. Quizá no fuera mala idea tenerla por allí algunos días y si quería trabajar en el jardín de su abuelo, estaba bien. Se daría por vencida enseguida. Estaba acostumbrada a enseñar, no al trabajo físico.


—¿Por qué no te has casado? —preguntó Pedro.


—¿Quién dice que no lo he hecho?


La idea de que Paula pudiera estar casada o incluso, que podía haber estado casada alguna vez, lo molestaba.


—Es que utilizas tu apellido de soltera y no llevas anillo.


—Y tú piensas que eres moderno. Vivimos en el siglo XXI, muchas mujeres no llevan anillo o no se ponen el apellido de sus maridos —Paula giró la cabeza, sus rizos rubios volaron por el aire y Pedro recordó cómo solía recogerse el pelo en una coleta dejando un flequillo que le tapaba los ojos.


Nadie había mirado sus ojos en los viejos tiempos y también era una pena. 


Eran claros, azules y brillantes y emitían cualquier emoción que ella intentaba ocultar. A él le gustaban los ojos grandes. También le gustaba que las mujeres tuvieran otras partes de su cuerpo grandes, pero los ojos eran importantes.


—¿Me estás diciendo que estás casada? —la miraba convencido de que la respuesta era no, pero queriendo oír la confirmación. Había tonteado con ella y tontear con mujeres casadas se lo tenía prohibido.


—Divorciada —respondió con la boca pequeña— y antes de que hagas una asunción estúpida, fui yo quien lo dejó. Éramos incompatibles.



EL HÉROE REGRESA : CAPÍTULO 10





Aquello también fue una conmoción. Paula había sido tímida en todas sus clases, especialmente cuando había estado dando clases a Pedro y sus sentimientos oscilaban entre el encaprichamiento y el odio. Aunque era amable con sus alumnos. Paula nunca había esperado que el profesor Alfonso prestara atención a una alumna más joven de lo normal que se sentaba al fondo de la clase. Sin duda, no había parecido reconocerla en el reciente mercadillo.


—Gracias, señor. Le agradezco su confianza.


—Está bien merecida.


Los ojos de profesor comenzaron a ver borroso cuando miró de nuevo hacia el jardín. Era hermoso, aunque estaba descuidado. Paula podía sentir el amor que perduraba en aquel lugar y supo que también había belleza en el recuerdo del amor. Su amor había cambiado de forma y no era palpable, pero tampoco se había perdido.


—Prometes arreglarlo para el Pequeño Sargento —susurró el profesor Alfonso. Era una afirmación más que una pregunta.


—¿El Pequeño Sargento? —preguntó Paula.


—Mi abuela —respondió Pedro.


Paula pensó si era una promesa que podía cumplir, ya que nunca se había dedicado a la jardinería y estaba segura de que Pedro no iba a querer tenerla cerca más tiempo del necesario; pero sintió la llamada de trabajar con la tierra y de pintar con seres que crecían y si, además, podía ayudar al profesor Alfonso ¿cómo iba a negarse?


—Sí, lo prometo. Quizá podamos contratar a un jardinero, lo arreglaría todo en unos días.


—No. No en su jardín. No lo permitiré.


—Esta bien —dijo Paula suavemente—. Pero hace demasiado calor para trabajar aquí fuera ahora mismo. Vamos dentro, comenzaré mañana por la mañana.


Lo llevaron dentro, donde se sentó en la misma silla que antes, pero en lugar de quedarse ensimismado, miraba hacia fuera.


—Me lo has prometido.


—Sí, se lo he prometido.




EL HÉROE REGRESA : CAPÍTULO 9





Ya que Paula había sido tan cuidadosa, Pedro también observó los cuadros que llevaba, aunque no sabía qué era lo que estaba buscando. Quitó unas cuantas arañas con sus telas, aunque éstas no hacían ningún daño.


—¿Necesitas algo más? —preguntó Pedro cuando hubieron bajado unas cuantas cargas y llenado una parte de la habitación con pinturas. El reconocía algunas de ellas de cuando habían estado colgadas en la casa; otras eran desconocidas.


—No, gracias —abrió su maletín y sacó cuadernos y lupas—. No dejes que te entretenga.


Pedro frunció el ceño. Otra vez, estaba siendo despedido. Intentó recordar que Paula era una profesora de universidad y que estaba acostumbrada a tratar con alumnos, sólo que él no era un estudiante, estaban en la casa de su abuelo y él todavía quería saber más sobre ella.


Paula parecía tener una curiosa y atractiva paz interior, pero eso no era todo. Era diferente a las mujeres que conocía. Ella no escondía sus sentimientos tras una sofisticada apariencia y parecía una mujer dispuesta.


—¿Cuánto tiempo pasaste en Europa en tus viajes de estudiante? —preguntó mientras daba la vuelta a una silla y se sentaba a horcajadas.


—Pensé que estabas ocupado —contestó ella sobresaltada.


Pedro se encogió de hombros y sonrió. Sí que tenía trabajo, mucho. Tenía que revisar y firmar contratos y proyectos, tenía negociaciones pendientes, tenía que hacer llamadas, mandar emails y mucho papeleo que revisar. Mucho dinero dependía de la atención que le prestara a sus negocios, pero, en aquel momento, prefería hablar con Paula. Ese sentimiento le recordó que ella era una distracción que podía llegar a ser problemática.


—He decidido tomarme un pequeño descanso. 


¿Cuánto tiempo?


—La primera vez, tres meses y la segunda, seis. También hice un curso intensivo en la Sorbona unos cuantos meses.


Aunque él esperaba que Paula no parara de hablar como siempre, ella se inclinó sobre un pequeño cuadro y comenzó a examinarlo como si le fuera la vida en ello.


—¿Qué fue lo que más te gustó?


—¿Por qué estás todavía aquí? —respondió mientras tiraba un cuaderno encima de la mesa y lo miraba.


—¿No quieres que termine el inventario rápidamente? Estoy segura de que soy la última mujer con la que quieres pasar el rato, siempre has preferido mujeres con una talla de sujetador mayor que su puntuación en un test de inteligencia.


—Mira, si te sirve…bueno, yo… siento cómo me comporté cuando éramos niños. Fui un estúpido, vale. Tienes todo el derecho a odiarme.


—No tiene nada que ver con cuando éramos niños. Es que, obviamente, no has cambiado, prácticamente tienes «ex deportista» tatuado en la frente.


No era difícil adivinar que los ex deportistas no eran el tipo de hombre preferido de Paula. Tenía que estar claro considerando la forma en la que no había podido controlar sus incómodos pensamientos sobre ella. Pero desde después del accidente, le disgustaba que lo llamaran deportista. Estaba a punto de decirlo cuando Paula se adelantó:
—Y además, no te odio —añadió.


—Sí, claro.


—Es sólo que no me gustas mucho —admitió y entonces, sintió cómo se sonrojaba—. Lo… siento —se llevó las manos a las mejillas y miró de reojo para ver lo enfadado que estaba Pedro. 


Para su sorpresa, parecía complacido.


—Ésa es una de las pocas cosas honestas que una mujer me ha dicho nunca —murmuró pensando en la que una vez había sido su prometida, Sandra, diciendo que lo adoraba solamente para continuar acostándose con él. Una cosa que había aprendido al dejar Divine era que en las mujeres de las ciudades se podía confiar menos que en las de los pueblos.


Dios, qué estúpido había sido con Sandra. Había estado tan locamente enamorado que no había visto la realidad. Incluso había golpeado a su mejor amigo por sugerir que ella no se caracterizaba por su virtud. Pedro hizo una mueca al recordar su enfado y la sangre que salía del corte en el ojo hinchado de su amigo.


—No conoces a las mujeres adecuadas —comentó Paula interrumpiendo sus pensamientos.


Se encogió de hombros. No importaba.


Después de aceptar la verdad sobre Sandra, había decidido que no tenía ningún sentido casarse cuando podía disfrutar de romances transitorios con mujeres de mentalidad parecida.


—Silvia opina lo mismo, pero no entiende que… —se paralizó al oír una voz en el primer piso.


Pedro bajó las escaleras rápidamente y Paula lo siguió. Nunca había oído la voz del profesor Alfonso enfadada.


—No… no me lo puedo creer… tanto desorden. El Pequeño Sargento nunca hubiera permitido esta desgracia. Tengo que ordenar este lugar… nunca había estado tan mal… ¿De dónde sale todo esto?


Las puertas correderas que daban al jardín estaban abiertas y el señor Alfonso estaba rompiendo unas flores que había junto a la casa.


—Abuelo, por favor, entra en casa. Te prometo que lo arreglaremos todo —dijo Pedro agachándose a su lado.


—Déjame en paz. Es culpa mía. Nunca debí permitir que esto pasara. Le hará tan infeliz. No puedo soportar que ella no sea feliz —continuó arrancando la hierba larga con sus blancas y temblorosas manos.


—Por favor, abuelo, yo me ocuparé de eso —Pedro tomó a su abuelo por el brazo, pero éste se soltó enfadado. Pedro miró a Paula con una expresión de dolor.


—No sé qué hacer —murmuró.


—Está bien, profesor Alfonso, nosotros nos ocuparemos del jardín —dijo sin pensarlo mientras se arrodillaba y le ponía la mano en el hombro al anciano.


Su voz tranquila pareció tener más efecto que la voz frenética de Pedro. El anciano se volvió y dijo:
—La decepcionará tanto…


—Entonces nosotros lo arreglaremos para que no se decepcione.


—Era tan hermoso… —explicó mientras la lágrimas caían por sus mejillas—. Ella pintó este jardín para mí. Un lienzo vivo. El arte, jovencita, no se limita a los museos.


Aquello último sonaba tanto a las clases del viejo profesor Alfonso que Paula sonrió.


—El arte es el cómplice del amor —dijo Paula, aunque no acabó la cita que tanto le había oído decir en sus clases… «Si quitas el amor, ya no hay más arte».
No creía necesario recordarle que le habían quitado a su amor.


—Siempre fue una excelente estudiante, señorita Chaves.


El hecho de que recordase su nombre sobresaltó a Paula e hizo que mirara a Pedro, que estaba tan sorprendido como ella.


—Gracias, profesor. Estoy enseñando en la universidad.


—Sí, yo la recomendé para el puesto cuando me jubilé.




EL HÉROE REGRESA : CAPÍTULO 8




De vez en cuando asustaba a algún ratón que chillaba y corría despavorido a esconderse. Pero fue Paula la que chilló cuando alcanzó un jarrón polvoriento de cristal y una gorda y peluda araña se le cayó en el dorso de la mano. Estampó la araña contra la pared de enfrente y con más velocidad que gracia, corrió escaleras abajo cerrando la puerta tras de sí. Sabía que las arañas eran inofensivas, pero el exceso de patas de esas criaturas le daban escalofríos.


—¿Algo va mal? —Pedro salió del despacho.


—No… Yo sólo… estoy tomando un descanso, ya sabes. Hace mucho calor ahí arriba.


—No me puedo concentrar en mi trabajo si vas dando portazos. Tengo negocios que atender.


Paula quiso golpearlo. Su reacción hizo que se olvidara de las arañas.


—Lo siento muchísimo, señor Alfonso, no volverá a ocurrir.


Pedro abrió la boca, pero la volvió a cerrar. No era culpa de Paula que no se pudiera concentrar, estaba preocupado por el abuelo y tomando decisiones por él que no entendía. Nadie en la familia quería tomar una decisión, querían que un milagro hiciera que todo volviera a ser como antes. Pero el simple hecho de desearlo no iba a cambiar nada. Le daba vueltas en la cabeza una y otra vez. La familia había casi obligado al abuelo a ir al médico porque había empezado a perder memoria y el doctor Kroeger había diagnosticado la demencia senil. Los medicamentos no estaban haciendo ningún efecto y los ejercicios mentales que habían probado, tampoco. Era duro continuar con la terapia cuando el paciente no cooperaba.


De nuevo, Pedro deseó poder hablar del tema con Paula. Ella tenía los pies en el suelo y, al no ser de la familia, no dejaría que los sentimientos le nublaran el juicio. Pero era imposible, había cosas que no se contaban a personas que eran prácticamente extrañas, y menos cuando el extraño se mostraba tan sentimental sobre el hombre en cuestión.


—No debí… No quise decirte eso. He estado trabajando en el trato sobre un terreno que no ha ido bien. ¿Has encontrado algo de valor?


—Me estoy haciendo una idea de lo que hay y de cómo organizarme —estaba pálida y frotaba el dorso de la mano contra el muslo.


Pedro frunció el ceño al recordar el grito que había oído arriba.


—¿Estás segura de que todo va bien?


—¿Qué podría ir mal? Hace calor, eso es todo.


—No quiero que pases calor —dijo con las cejas todavía arqueadas—, así que bajaré un montón de cosas a una de las habitaciones vacías. Puedes trabajar ahí y cuando termines con ello, lo llevaremos a otra habitación y bajaré más objetos. Esta casa es enorme, hay mucho espacio.


—Eso es muy amable por tu parte —respondió Paula amablemente. Pedro estaba seguro de que ella odiaba decirle algo así cuando él no había sido amable ni en el pasado ni el presente.


¿Por qué Paula había decidido vivir en Divine? Con su inteligencia podría haber hecho cualquier cosa, haber ido a cualquier sitio. Pero había decidido volver y decía que el pueblo era su hogar. Pedro no podía entender cómo alguien podía vivir allí teniendo la oportunidad de irse.


—Tú debes tener familia aquí en Divine, ¿verdad? —preguntó de repente y violando su regla de no entrometerse.


—No. Mi madre murió justo después de que yo naciera y mi padre falleció cuando yo estudiaba en la universidad. Tenía una hermana en Texas, creo, pero habían perdido el contacto. Creo que no tengo a nadie más, mi padre no solía hablar de la familia.


—No sabía lo de tu padre. Lo siento.


Paula parecía pensativa. Suspiró.


—No nos llevábamos muy bien.


Por alguna razón, Pedro quería saber más, por qué ella y su padre no habían tenido una relación estrecha y por qué él no hablaba sobre la familia. Pero no era de su incumbencia.


—Bajaré unas cuantas cosas —murmuró.


Pedro subió al desván. Los recuerdos se amontonaron en su cabeza. Hubo un tiempo en el que el desván de sus abuelos había sido el lugar de las aventuras, donde Silvia, sus primos y él habían jugado y se habían divertido. 


Aquel piso había estado abierto y despejado por aquel entonces y su abuela solía subir limonada y tarta de manzana para apaciguarlos cuando montaban demasiado escándalo. La tarta de manzana de la abuela era exquisita, siempre ganaba premios en la fiesta del pueblo hasta que dejó de participar.


Pedro sonrió con nostalgia y agitó la cabeza. «Los tiempos han cambiado», se recordó a sí mismo. La abuela había fallecido, él no tenía ocho años y ya no disfrutaba con aventuras imaginarias. 


Pero era agradable recordar tiempos felices en Divine porque, normalmente, sus recuerdos eran sobre el desastroso último año de instituto.


—¿Necesitas ayuda? —preguntó Paula, que lo había seguido y se asomaba con precaución a la puerta.


—No me digas que te ha parecido ver un ratón por aquí —comentó Pedro, que nunca había conocido a una mujer a quien no le asustaran los ratones. 


Incluso su hermana odiaba a los roedores, lo que le había dado problemas cuando le habían llevado uno a la clínica veterinaria como paciente. 


Paula se encogió de hombros.


—He visto varios. Tienes que poner algunas trampas para deshacerte de los viejos y después hacerte con un gato para que asuste a los nuevos. Yo no tengo nada en contra de los ratones, incluso pienso que son monos, pero son huéspedes sucios y destruyen el papel y las telas.


—¿Monos?


—Sí. Con esas grandes orejas y ojos brillantes. Los ratones de campo parecen salidos de una tarjeta de felicitación.


Pedro gruñó sin dar crédito y movió una gran cesta hacia un lado. Entonces, tres ratones salieron correteando, dos de ellos en dirección a Paula. A pesar de que había dicho que no tenía miedo, Pedro pensó que gritaría. Pero pasaron entre sus pies y ella no se inmutó.


—Sin duda necesitas un gato. Da Vinci sería feliz aquí. Le encanta cazar.


—Le has puesto a tu gato el nombre de Leonardo da Vinci —se quejó Pedro cuando en realidad quería reír.


Dos ratones habían saltado sobre sus zapatillas y ella no había parpadeado. Algunos hombres no se lo hubieran tomado con tanta calma, pero ella estaba hecha de una pasta dura.


—Le va bien. Da Vinci siente curiosidad por todo, como su tocayo.


—Todos los gatos son curiosos. Es una de las características que los definen.


—No sabía que te gustaran los gatos —dijo Paula sorprendida.


—No están mal, pero no tengo ninguno.


Paula tomó una pintura, la miró detenidamente por delante, por detrás y por los lados. Después tomó otra examinándola con el mismo cuidado y preguntó:
—¿Qué habitación quieres que utilice?


—La segunda a la izquierda del segundo piso. Era el cuarto de costura de la abuela y hay una mesa grande en la que puedes trabajar.


Asintió y bajó las escaleras llevando los cuadros como si estuvieran hechos de oro, lo que Pedro pensaba si resultaban ser como el de su bisabuela. Aquello había sido suerte, un viejo retrato familiar pintado por un artista que no era importante cuando lo hizo.



EL HÉROE REGRESA : CAPÍTULO 7





Paula entró en el espacioso vestíbulo intentando recobrar la compostura. No solía tener la oportunidad de explorar una casa tan maravillosa y antigua como aquélla, pero no era la casa de Joaquín Alfonso la que hizo subir su temperatura, sino su nieto.


Maldito sea. Paula no se hacía ilusiones de que la detenida mirada de Pedro examinando su cuerpo indicara atracción. Era normal que deportistas y ex deportistas miraran a una mujer como si fuera un pedazo de carne. Por lo único por lo que Paula se hizo ilusiones era por no avergonzarse. Sabía que apenas llenaba una copa B de sujetador, algo que su ex marido mencionaba regularmente, pero era inteligente y no iba a disculparse por no ser sexy.


Pedro la hacía reaccionar de una forma profunda y desinhibida, haciéndola consciente de su propio cuerpo de una forma diferente. Incluso después del encuentro menos amistoso del día anterior, el tacto de las sábanas en sus piernas le había hecho pensar en él. 


Después, se había sorprendido pensando en él cuando se había puesto la típica ropa cómoda aquella mañana y se le había ocurrido que ponerse algo más favorecedor no sería malo. 


Después de todo, no trataba de que Pedro se sintiera atraído por ella, sino de verse más guapa.


Por Dios, o dejaba de pensar en esas cosas o tendría graves problemas.


Lanzó una última mirada al salón y a la cara triste de Joaquín Alfonso y comenzó a subir la escalera. El único lugar que Pedro no le había enseñado era el desván, sólo le había señalado una puerta en el segundo piso situada en la parte trasera, junto a la escalera de la cocina. Era lógico comenzar por ahí.


Aunque en el resto de la casa estaba fresco, en el desván hacía calor y Paula se abanicó mientras observaba boquiabierta el amplio lugar. Era enorme y estaba lleno de todo tipo de objetos, desde una antigua máquina de coser a pedal, a cuadros, a una acumulación de polvo y telas de araña que la pusieron nerviosa. Realmente, odiaba las arañas.


—Las fobias indican una mente desordenada —se recordó mientras levantaba una pintura que se apoyaba sobre un perchero roto y sonrió al reconocer que era de uno de sus artistas favoritos. Al poco tiempo estaba explorando los rincones más profundos del desván.


Muebles antiguos mezclados con arte y un viejo gramófono que todavía funcionaba. En un baúl encontró un vestido de la época Eduardiana y pensó cómo le sentaría a ella un traje tan adorable. Ridículo, probablemente, pero no pudo evitar sacudirlo para probárselo por encima.


«¿Cómo será sentirse guapa y atractiva? ¿Y llevar algo con la intención de provocar? ¿Y algo sedoso y escandaloso?», pensó.


Paula frunció el ceño y dobló el vestido nuevamente. Ella siempre había vestido ropa práctica, amplia, sin ningún estilo definido. Habría sido diferente si su madre estuviera viva, pero su padre nunca se había preocupado por nada más que por sus estudios. Más tarde, su entonces marido, celoso sin motivo, no había querido que se pusiera nada revelador.


Frunció el ceño pensando en Butch. Quizá la había amado de la única posesiva e insegura manera de la que un deportista es capaz de amar. Le había suplicado que no se divorciara de él y le había jurado que cambiaría si le daba otra oportunidad. El problema era que ya le había dado muchas oportunidades y se había dado cuenta de que su autoestima quedaría tan machacada por sus insultos y sus infidelidades que algún día, sería incapaz de marcharse.


Lo triste era que podían haber estado bien juntos, ya que se reían de las mismas cosas, disfrutaban viendo películas antiguas y ambos habían querido celebrar su luna de miel en Disney World. Las personas que no se ríen y no juegan lo tienen muy difícil para hacer funcionar un matrimonio. 


Pero las cosas cambiaron justo antes de la boda. El hermano mayor de Butch, murió y él trató de ocupar el lugar de Dany en una familia que nunca aprobó que dejara la universidad cuando sólo había terminado un semestre.


—Olvídalo —murmuró. Una parte de ella estaba triste porque su matrimonio había terminado, pero otra parte se sentía aliviada.