martes, 13 de diciembre de 2016

TE QUIERO: CAPITULO 3





Al final, la lluvia que había caído a primera hora se había quedado tan solo en una amenaza y ahora volvía a lucir el sol. Aun así, la mañana era fresca, así que Paula se arrebujó en su trench rojo de Escada que, aunque ya tenía unos cuantos años, estaba a la última y taconeó por la acera con rapidez; a pesar de ello, con sus largas zancadas, Pedro Alfonso se mantenía a su lado sin problemas.


No llevaba jersey ni, por supuesto, la abracadabrante riñonera negra que se había empeñado en atar a su cintura unos minutos antes, y que ella, inflexible, le había obligado a dejar en la habitación del hotel; sin embargo, no parecía tener ningún frío. Sus brazos, morenos y fibrosos —y, como se dijo a sí misma, cada uno del tamaño de uno de sus muslos—, no mostraban la menor señal de carne de gallina.


En esa ocasión, Paula se preguntó si alguna vez habría trabajado como obrero de la construcción.


No le costaba nada imaginarlo con una vieja camiseta empapada en sudor mientras daba un largo trago a una bebida refrescante, después de una larga jornada de lanzar paletadas de cemento bajo un sol de justicia.


Al ver el rumbo que tomaban sus pensamientos, se llamó al orden, impaciente. Pedro Alfonso ni siquiera era su tipo; de pronto, le vino a la cabeza el tipo de hombre que le había gustado hasta entonces y apretó los puños con fuerza.


«¡No es el momento de pensar en hombres!». Enfadada consigo misma, alzó el brazo con tanto ímpetu que casi le salta un ojo a su acompañante. Un taxi que bajaba en ese momento por el Paseo del Prado se detuvo frente a ellos en el acto, y así empezó su maratón particular.


A los pocos minutos llegaron a la Milla de Oro de Madrid, donde se encontraban las firmas de lujo internacionales más importantes. No dejaron de visitar una sola tienda: Armani, Hermès, Versace, Dolce&Gabbana, alguna sastrería de las de toda la vida… fue una auténtica orgía de compras. Pantalones, camisas, trajes, corbatas, vaqueros, calcetines, calzoncillos, gemelos; incluso compraron un par de trajes de baño.


El americano se portó como un valiente. Aunque se notaba a distancia que la ropa no le interesaba lo más mínimo, aceptó con docilidad probarse todas las prendas que a ella le parecieron adecuadas y solo opuso una leve resistencia cuando Paula se negó en redondo a que comprara una camiseta de tirantes verde lima y una braga náutica de leopardo con un enorme logotipo de Armani situado en un
lugar estratégico que se le habían antojado.


La verdad era que daba gusto con él, pensó, complacida, mientras lo examinaba con interés tras salir del probador. A pesar de ser altísimo, Pedro Alfonso era un hombre bien proporcionado, de hombros muy anchos y estrechas caderas, al que cualquier trapito que se pusiera le sentaba bien.


Después de que Pedro ordenara en la última tienda que le enviaran todas las compras al hotel se derrumbaron, exhaustos, pero contentos, en las sillas de una de las numerosas terrazas de la calle Juan Bravo.


—Estoy rendida —confesó Paula, dando un buen sorbo a su cocacola light. Lo que más le hubiera apetecido en ese momento habría sido quitarse los tacones y poner los pies en alto.


Pedro se pasó el dorso de su manaza por la frente con expresión dramática y se secó un inexistente sudor.


—Me alegra escucharlo, baby. Reconozco que me daba pavor que insistieras en seguir de compras esta tarde.


Paula negó con una sonrisa. En realidad lo había pasado muy bien. Aun haciendo gala de aquellos modales un tanto rústicos, su nuevo jefe había resultado un tipo muy divertido.


—Creo que por hoy ha sido más que suficiente. Además, a las cinco tengo que ir a recoger a mi hija al colegio. La persona que suele ocuparse de eso está enferma —comentó al tiempo que se abalanzaba, hambrienta, sobre la ración de jamón ibérico que acababa de servirles el camarero.


De pronto, notó que Pedro la miraba muy serio.


—¿Tienes una hija? —Ella asintió con la boca llena—. Lucas me dijo que eras viuda, pero no sabía que tenías hijos.


—Una niña, Sol. —A Paula se le iluminó el rostro, como siempre que hablaba de su hija—. Tiene seis años y, aunque esté mal que lo diga su madre, es adorable. En realidad, se parece mucho a su padre; Álvaro era el hombre más guapo que he visto jamás.


Pedro había dejado de comer y mantenía los labios muy apretados. Sus ojos azules se habían oscurecido y tenían una expresión tormentosa que ella no supo interpretar.


—Imagino que te resultaría muy difícil aceptar su muerte —dijo, al fin.


—Siempre es difícil aceptar que una persona joven, que a priori debería tener toda la vida por delante, se vaya antes de tiempo —comentó tan solo, sin entrar en muchos detalles. Lo último que le apetecía en aquel momento era hablar de Álvaro y de las duras circunstancias que habían rodeado su
muerte.


Alfonso pareció captar su estado de ánimo y cambió de tema al instante.


—Ahora, Paula Chaves del Diego y Caballero de Alcántara, hablemos de negocios. Mañana a primera hora te enviaré por correo electrónico el contrato que sellará nuestro acuerdo. En cuanto lo firmes, pasarás a ser lo más parecido a una esclava por un periodo de tres meses. Durante ese
tiempo, estarás a mi completa disposición mañana, tarde y noche, ¿lo has entendido? —Una vez más, se había convertido en el frío e implacable hombre de negocios que había atisbado nada más conocerlo y que le daba cierto repelús.


—Sí, amo Alfonso—respondió con una mueca.


Complacido, el americano se recostó sobre el respaldo de la silla metálica con aquella irritante expresión del gato que acaba de zamparse al canario y, de nuevo, Paula sintió una ligera inquietud, aunque la hizo a un lado en el acto. 


Necesitaba disponer de aquel dinero lo antes posible.


—Exacto. A partir de ahora seré tu amo. Me pertenecerás en cuerpo y alma. ¡No te asustes! Es solo una forma de hablar.


Una vez más, Pedro Alfonso pareció leer sus pensamientos y esbozó aquella sonrisa bonachona que, después de haber pasado toda la mañana a su lado, ella sabía bien que utilizaba para desarmar a sus interlocutores quienes, al verla, lo tomaban por un grandullón inofensivo. Grandullón puede, pero inofensivo… A ella no se la daba.


TE QUIERO: CAPITULO 2





Media hora después Paula contemplaba, desesperada, el enorme montón de ropa hortera apilado sobre la enorme cama de la no menos enorme suite que ocupaba el americano. Él, en cambio, hablaba por teléfono muy tranquilo, repantingado en un confortable sillón cerca de la ventana, sin perderla de vista en ningún momento. En cuanto colgó, se metió el móvil en el bolsillo de la chaqueta, cruzó los brazos sobre su pecho imponente y se dirigió a ella con expresión de perro bonachón.


—¿No te gusta nada? —preguntó de buen humor.


Ella lo miró, cautelosa.


—¿Puedo ser completamente sincera? —El americano asintió con una sonrisa divertida y, sin mucha delicadeza, Paula deletreó entonces su opinión para que no hubiera dudas—: Todo lo que tienes es ho-rri-ble.


Una bien dibujada ceja castaña clara, del mismo tono que sus cortos cabellos, se alzó en la frente masculina con altivez.


—Son todas prendas de marca. Las compró mi secretaria y me aseguró que eran el último grito.


Paula le mostró una camisa de seda morada con el cuello y los puños color fresa con cara de asco y replicó:
—El último grito, sí. El último alarido que da una persona con una módica cantidad de buen gusto antes de caer fulminada ante semejante visión, querrás decir. Ni John Travolta en Fiebre del sábado noche se atrevería a lucir algo así. Tenemos que ir de compras ahora mismo. Veamos —frenética, rebuscó entre el enorme montón de ropa y, por fin, sacó unos vaqueros desgastados y una camiseta de
algodón gris de la Universidad de Massachusetts—, por ahora tendrás que conformarte con esto. ¿Tienes otros zapatos?


Sin poder reprimirse, Paula le soltó una patada a una fila de zapatos que iban del beige al blanco, todos con unas puntas agresivamente cuadradas, y él se vio obligado a contener una sonrisa.


—Me temo que si no te gusta ninguno de esos, tan solo quedan las zapatillas de deporte — respondió, sin embargo, con toda seriedad.


Paula levantó la vista del montón de ropa y, al ver el aspecto contrito de aquella enorme masa humana, se enterneció. De pronto le recordó a su hija Sol, quien solía lucir una expresión semejante cuando se negaba en redondo a seguirla en alguna de aquellas enloquecidas iniciativas a las que era tan aficionada.


—Bueno, no te preocupes por nada,Pedro, enseguida lo solucionaremos.


Se acercó a él y apoyó la palma de su mano en aquella espalda imponente que parecía una puerta acorazada tratando de consolarlo. Sorprendida, notó el estremecimiento que recorrió su cuerpo de arriba abajo, pero, al instante, Pedro Alfonso se puso en pie alejándose de ella, se acercó a la ventana y permaneció contemplando el denso tráfico que circulaba a esas horas por la Plaza de Neptuno con total tranquilidad.


Paula sacudió la cabeza; otra vez estaba imaginando cosas.






TE QUIERO: CAPITULO 1



Paula terminó de untar la Nocilla y envolvió el bocadillo en papel film. Se chupó el dedo manchado de chocolate, cogió su trench rojo y el bolso de encima de la mesa de la cocina y corrió hacia el oscuro y diminuto vestíbulo donde la esperaba su hija, impaciente.


—Toma, guárdalo en tu mochila. ¡Rápido o llegaremos tarde otra vez! —Dio un último repaso al uniforme, los zapatos (que por suerte la noche anterior se había acordado de abrillantar) y al peinado de la niña, abrió la puerta para que pasara y gritó—: ¡Adiós, Tata!


Bajaron a toda velocidad las lúgubres escaleras del antiguo edificio, que ya desde primera hora de la mañana olían a guisos rancios, y corrieron por la acera sin dejar de reír, a pesar de las miradas de desaprobación que recibían de algunos viandantes.


Por fortuna, el colegio estaba a tan solo dos manzanas de su casa y, aunque congestionadas y sudorosas, consiguieron llegar antes de que la monja que custodiaba la puerta las mirase con malos ojos.— ¡Lo conseguimos, piruleta! —Paula se inclinó sobre su hija para besarla en el suave pelo rubio, que olía a champú de fresa.


—¡Somos las más rápidas! —Sol le lanzó aquella nueva sonrisa mellada que mostraba la reciente rapiña del Ratoncito Pérez—. Y eso que llevas tacones.


—Exacto, una vez más he conseguido llegar a tiempo sin partirme un tobillo. ¡Bien por mí! — Chocaron las palmas con fuerza, siguiendo su particular ritual. Paula se inclinó para besarla, una vez más, y permaneció observándola con una suave sonrisa en los labios hasta que la niña desapareció detrás del portón de madera. Justo en ese momento sonó su móvil y, después de un buen rato revolviendo en el bolso, logró localizarlo y contestar antes de que quien fuera que llamara agotase su paciencia—. ¡Lucas! Sí, sí, voy ahora mismo. Dile que ha pinchado el metro o, mejor, que los extraterrestres que me habían abducido acaban de devolverme al planeta Tierra. Te juro que llego en cinco minutos… ¡Taxi!


Levantó el brazo y tuvo la inmensa suerte de conseguir que, en plena hora punta, uno de aquellos preciados vehículos se detuviera frente a ella, a pesar de que había empezado a chispear.


Paula lanzó el abrigo y el bolso de cualquier manera sobre el asiento trasero y se sentó con un suspiro de alivio; cada día aguantaba menos los tacones.


—Al Hotel Palace, por favor.


Como era habitual, en vez aprovechar el tiempo que duraba el trayecto para repasar con calma lo que Lucas le había contado, se vio obligada a estar de palique con el taxista. No sabía por qué, pero a la gente le daba por contarle sus penas. Suspiró, resignada, y asintió con simpatía a la larga enumeración de sus achaques más recientes, se mostró debidamente horrorizada al escuchar las villanías de la nuera perversa y las salidas de tono de su hija adolescente, y se indignó, justamente, ante los últimos atropellos de los políticos nacionales unos segundos antes de llegar a su destino.


Pagó a toda prisa y, tras responder con calidez a la efusiva despedida del taxista, subió corriendo las escaleras de entrada, sonrió al elegante conserje, perfectamente uniformado, que le sujetaba la puerta para que pasara, y siguió corriendo por la mullida alfombra tejida en la Real Fábrica de Tapices hasta llegar al famoso restaurante La Rotonda, situado bajo la impresionante cúpula de cristal.


Allí se detuvo y miró a su alrededor, jadeante, hasta que descubrió a un hombre moreno que le hacía señas desde una de las mesas. Entonces, respiró hondo y, con aparente serenidad, se acercó hasta donde se encontraba su amigo. Lucas se levantó en el acto de su cómodo butacón para recibirla y su acompañante le imitó unos segundos más tarde.


—¡Por fin, Paula! Aunque le aseguré al señor Alfonso que aparecerías en cuanto hubieras terminado de pintarte las uñas de los pies, el pobre estaba empezando a aburrirse de escuchar, una y otra vez, mis tediosas anécdotas de caza.


Paula le dirigió una rápida y significativa mirada que prometía feroces represalias y, en el acto, giró la cabeza para dirigir su mejor sonrisa profesional al hombre que permanecía a su lado, observándola en silencio. Tuvo que ajustar la dirección de su gesto y dirigirlo varios palmos más arriba; el tipo era un auténtico gigante. Lucas era alto y tenía buen cuerpo, pero al lado de aquel hombre parecía un muchacho algo enclenque.


—Encantada de conocerlo, señor Alfonso —saludó en su perfecto inglés británico, al tiempo que le tendía la mano con desenvoltura. Él la tomó en la suya en el acto y, aprensiva, observó cómo sus dedos desaparecían por completo en aquel cálido apretón.


—El gusto es mío. —Tenía una de aquellas voces, profundas y muy varoniles, tan apropiadas para anunciar en la tele detergentes y coches de lujo, y por su acento Paula dedujo que era norteamericano.


En realidad, todo en él era agresivamente masculino, hasta el punto de resultar incluso un poco apabullante. El señor Alfonso no era guapo. Sus rasgos, demasiado marcados, eran de esos que al menos necesitan un par de adjetivos para describirlos: mandíbula cuadrada y tenaz, nariz algo torcida y prominente, y labios firmes y delgados.


La primera impresión de Paula fue que el señor Alfonso a lo mejor se había dedicado al boxeo en algún momento de su vida. Desde luego, se dijo, aquel cuerpo no desluciría en la categoría de peso pesado y, además, vestía de pesadilla. 


Tuvo que parpadear unas cuantas veces para asimilar aquel
traje de chaqueta marrón chocolate, la camisa de un tono amarillo pálido y la corbata también amarilla, pero, en esta ocasión, de un rabioso color limón. Aquel hombre destacaba como un girasol en un ramo de rosas blancas entre los distinguidos hombres y mujeres de negocios que, en ese momento, se tomaban un aperitivo sentados en las mesas cercanas.


—Esta es la amiga de la que te hablé, Pedro. Paula Chaves del Diego y Caballero de Alcántara.


—Es un nombre muy largo —comentó con una atractiva sonrisa que dejó ver sus dientes, blancos y regulares.


—Sí, demasiado. —Paula le devolvió la sonrisa al instante, al tiempo que se sentaba en la silla que Lucas sujetaba y luchaba por apartar la mirada de aquella corbata indescriptible, medio cegada por su resplandor—. ¿Se aloja en el hotel, señor Alfonso?


—Sí. Siempre me quedo en el Palace cuando estoy en Madrid, es muy céntrico y cómodo; pero, por favor, llámeme Pedro —Alzó una de sus manazas e hizo una seña a un camarero, que acudió enseguida. Tras preguntarle qué quería, le encargó el café que ella había pedido antes de proseguir


—: Imagino que Lucas ya le ha contado un poco la idea que tengo.


—Bueno, verá —se encogió de hombros con un delicado movimiento mientras, por debajo de la mesa, su pie, enfundado en el único par de Manolos que no había vendido aún en la tienda de ropa de lujo de segunda mano, se balanceaba, inquieto—, mi amigo Lucas no es muy comunicativo, precisamente. Solo me ha dicho que usted está interesado en que me ocupe de organizar un evento
importante.


Además, había añadido —aunque por supuesto Paula jamás lo confesaría en voz alta— que Creso al lado del señor Alfonso era un muerto de hambre, y que estaba dispuesto a pagarle una pasta por aquel trabajo.


Una pasta.


Aquellas palabras mágicas la habían hecho decidirse en el acto; necesitaba el dinero con urgencia.



—En efecto, quizá podríamos llamarlo así… —respondió el gigantesco americano con vaguedad.


Por unos segundos, a Paula le pareció distinguir un brillo travieso en aquellos penetrantes ojos azules, pero se dijo que lo había imaginado; el rostro del señor Alfonso mostraba la mayor seriedad.


De pronto, le asustó la posibilidad de que él pudiera echarse para atrás y de manera algo atropellada, algo que le ocurría siempre que se ponía nerviosa, se apresuró a comentar:


—He organizado todo tipo de eventos, señor Alfonso, torneos de golf, de polo, bailes para debutantes de la alta sociedad, cenas de negocios… —Paula se llevó la taza de café a los labios, procurando controlar el temblor de su mano, y aspiró el exquisito aroma con deleite antes de dar un sorbo. Aquella mañana no le había dado tiempo a desayunar y la bebida ardiente la hizo revivir.


—Lo sé, señorita… —vaciló antes de proseguir—. ¿Te importa si te llamo por tu nombre de pila, Paula? Tú llámame Pedro. Por cierto, no es un nombre muy español. Al verte con ese pelo tan oscuro y esos ojos del color del caramelo, tan grandes y rasgados, pensé que te llamarías Carmen o… o Juana.


«¡Ya estamos con los topicazos!». Puso los ojos en blanco, aunque, por supuesto, solo en su mente.


En realidad, estaba dispuesta a que aquel hombre le llamara casi cualquier cosa que se le antojara si de ese modo no se le escapaba el trabajo, se dijo, desesperada; aunque nada en su aspecto, impecable y sereno, con aquel conjunto primaveral de Missoni de hacía tres temporadas, lo delataba.


—Por supuesto, señor… quiero decir, Pedro. Mi padre cuando estudiaba en Oxford conoció a un auténtico marajá de un pequeño estado del sur y todos los años pasaba allí largas temporadas. A juzgar por lo que él contaba, la expresión «vivir como un marajá» es de lo más adecuada, créeme. —Al notar que empezaba a irse por las ramas, retomó el tema que les ocupaba—. Pero dime, Pedro, ¿en qué consiste exactamente el evento que quieres que organice? Lucas no me ha aclarado gran cosa.


Pedro Alfonso rodeó su vaso de cocacola con una de esas manos que parecían filetes de ocho kilos, le dio un ruidoso trago, se secó los labios con el dorso de la otra y, por fin, anunció:
—El evento soy yo.


Paula clavó sus ojos rasgados en el rostro de rudas facciones, pero fue incapaz de sacar nada en claro de aquel semblante inexpresivo, así que, perpleja, desvió la vista para posarla sobre Lucas. Sin embargo, allí tampoco encontró ninguna respuesta; su amigo lucía su mejor cara de póquer.


—Creo que no lo entiendo… —empezó a decir, pero su interlocutor la interrumpió alzando su manaza con un gesto imperativo y soltó la bomba:
—Paula, baby, necesito que en menos de tres meses hagas de mí un hombre elegante y de modales distinguidos.


A ella no se le ocurrió ninguna respuesta. Confundida por completo, su mirada aterrizó sobre los dedos, largos, fuertes y morenos que tamborileaban impacientes sobre la mesa, subió por el espantoso puño amarillo de su camisa sujeto con unos gemelos de Mickey Mouse, se deslizó sobre la manga marrón de su chaqueta pasada de moda y, por fin, se detuvo en aquellos ojos que lucían el mismo color que las alas de la mariposa morfo azul disecada que tenía su padre en su dormitorio y que resaltaban en su rostro atezado de una manera impactante.


—Quieres que te enseñe a… a… —consiguió balbucear, al fin, sin apartar la vista de él.


—A vestirme.


—A vestirte, sí claro, no me extra… quiero decir, a vestirte, a… —Sus expresivos ojos castaño claro pidieron auxilio una vez más.


—A comportarme en la mesa —apuntó el americano, solícito.


—A vestirte, a comportarte en la mesa, a… —repitió el eco, y tuvo que luchar contra el deseo de pegarse dos bofetadas a sí misma, una en cada mejilla. Sabía que se estaba comportando como una estúpida, pero era incapaz de evitarlo.


—A recibir a mis invitados siguiendo el protocolo correcto… En fin, Lucas me ha contado que has organizado numerosos eventos para particulares y empresas importantes, que estás acostumbrada a moverte en los círculos internacionales más selectos y, por lo que yo mismo puedo ver —aquellos electrizantes ojos la recorrieron de arriba abajo con una extraña expresión que Paula fue incapaz de interpretar—, pareces la persona idónea para el puesto.


El súbito y doloroso puntapié en la espinilla que Lucas acababa de propinarle la hizo recuperar de golpe sus perdidas facultades. Volvió a dirigir a su amigo una mirada cargada de reproche, antes de volverse hacia su interlocutor una vez más.


—Por supuesto, señor… quiero decir… Pedro. Estoy perfectamente capacitada para el puesto. Lo que en realidad quieres es una especie de «plan renove», ¿no es así? —En el acto se dio cuenta de que aquel extranjero no había captado su patético intento de recurrir al humor.


Pedro Alfonso le dio otro largo y sonoro trago a su cocacola antes de responder:


—No sé a qué te refieres con eso, Paula, baby. Verás, seré sincero contigo. —El hombretón le guiñó un ojo con complicidad—. Yo soy un hombre hecho a sí mismo. Nací en un barrio humilde de Chicago y todo lo que he logrado ha sido a base de duro esfuerzo. Hasta ahora he estado demasiado ocupado para preocuparme por estas cosas. Sin embargo, he llegado a ese punto en el que un hombre mira a su alrededor satisfecho con lo que ha conseguido y, de pronto, se da cuenta de que le falta algo. La guinda del pastel, por así decirlo.


—Ya veo —respondió Paula, sin ver nada en realidad; la pobre se sentía como Stevie Wonder en el fondo de una mina, pero sin ganas de cantar.


El señor Alfonso recostó su imponente humanidad sobre el respaldo del cómodo butacón, le mostró las palmas de aquellos inmensos filetes, es decir, de sus manos, como si con aquel gesto quisiera demostrarle que no escondía nada, y anunció:
—Voy a casarme en tres meses.


En cuanto se recuperó de la sorpresa, Paula lo felicitó:
—¡Enhorabuena, os deseo toda la felicidad del mundo a ti y a tu futura esposa!


Aliviada, pensó que, por fin, empezaba a entender de qué iba aquello. Seguramente, su prometida era una mujer de un nivel social más elevado y él deseaba estar a la altura. A juzgar por lo poco que Paula había visto de sus modales, era evidente que le hacía falta una buena manita de barniz social.


—Ese es el problema, me temo —replicó muy tranquilo. Al ver su mirada de desconcierto, aclaró —: Aún no tengo novia.


—¡¿No tienes novia?! —exclamó, estupefacta. El tono de su voz, algo más agudo de lo debido, provocó que la elegante anciana que se sentaba en la mesa de al lado los mirase con reproche.


—Me temo que no, pero es ahí donde entras tú de nuevo. —Alfónso leyó un profundo desconcierto en aquellos enormes ojos color caramelo, así que trató de explicar sus intenciones de manera que hasta un ser obtuso y torpe pudiera comprenderlas—. En veinte años no me he ido ni siquiera una semana de vacaciones, pero en esta ocasión he decidido tomarme tres meses sabáticos. Deseo comprarme una finca en España, Lucas ya está en ello, y tú me ayudarás a decorarla. También deseo que te ocupes de la decoración de mi piso de Manhattan, yo no sabría ni por dónde empezar, así que tendrás que viajar conmigo a menudo. Asimismo, estoy planeando dar una fiesta por todo lo alto para celebrar el décimo aniversario de la compañía y quiero invitar a un montón de clientes y amigos. He decidido hacerla aquí en Madrid, donde voy a establecer la sede de mi empresa en Europa, y me gustaría que me dieras algunas buenas ideas y te encargaras de organizarlo.
»Verás, lo tengo todo previsto. Durante el primer mes, aprovecharemos para que te ocupes de mi guardarropa y de mis modales; cuando me hayas pulido un poco, te encargarás de organizar alguna cita con cualquier conocida tuya que se ajuste a las necesidades de un tipo sencillo como yo y, si la cosa funciona, calculo que en tres meses estarás ayudando a mi prometida a preparar la boda. Te pagaré…


La cifra que mencionó tenía tantos ceros que Paula empezó a salivar. Además, había expuesto aquel plan demencial con tanta seguridad que incluso a ella misma la convenció… aunque solo durante unos segundos de enajenación mental transitoria.


Enseguida recobró el juicio y, muy a su pesar, tuvo que rechazar aquella oferta que era la madre de todas las respuestas a sus plegarias.


—Mira, Pedro, reconozco que el trabajo parece apasionante y que el sueldo supera todas mis expectativas, pero no me queda más remedio que ser honesta contigo. Lo que me pides es imposible. Creo que eres un hombre atractivo y, a poco que te molestes, conseguirás serlo mucho más. A esto hay que sumarle que eres rico. —Paula se dio cuenta de que él quería decir algo y alzó la mano para detenerlo—. Sé que es vulgar hablar de dinero, pero no podemos negar que eso es un incentivo importante. Sin embargo, a pesar de todo, creo que tu plan es inviable y no sería justo que me aprovechara de ti.


—Mi querida Paula, nadie se ha aprovechado de mí jamás —replicó el americano en un tono sedoso que, sin saber por qué, le provocó un escalofrío.


—Deberías intentarlo al menos, Pau. —Su amigo Lucas abrió la boca por primera vez—. Hiciste un buen trabajo con aquella chica gordita y tímida… vaya, ahora no recuerdo su nombre.


—Marina Atienza. Pero eso era diferente, Lucas. Solo tenía que ayudarla a conseguir un nivel de autoestima aceptable antes de su puesta de largo —afirmó Paula, recogiéndose un mechón de pelo oscuro detrás de la oreja con sus dedos, pequeños y elegantes.


—Creo que lograste bastante más. —Lucas se volvió hacia Alfonso, que había seguido aquel gesto, abstraído, y explicó—: Consiguió que adelgazara veinte kilos, y ni siquiera su padre cuando fue a buscarla al aeropuerto a su vuelta de Argentina la reconoció. No había tenido un novio en su vida y ahora sale con el hijo del marqués de Quintana, uno de los mejores partidos del país.


—Entonces, creo que no hay más que decir. —El americano volvió a hacer una seña al camarero para firmar la cuenta—. Te enviaré cuanto antes la lista de invitados y, por supuesto, estoy abierto a cualquier sugerencia que quieras hacerme. Tú haz tu trabajo lo mejor que puedas, Paula, y del resto me encargo yo.


De nuevo mostraba aquella aplastante seguridad en sí mismo que le daba ganas de darle un cachete; pero Paula se limitó a encogerse de hombros con un movimiento casi imperceptible.


«Bueno», pensó, «yo ya le he avisado; si este tío está dispuesto a tirar esa obscena cantidad de billetes a la basura es cosa suya».


Se dio cuenta de que el americano no le quitaba ojo y notó que su gesto no había pasado desapercibido. Una vez más, le pareció detectar un brillo travieso en aquellos singulares ojos azules y volvió a sentir una ligera inquietud. No sabía por qué, pero tenía la impresión de que algo en Pedro Alfonso no era lo que parecía.


«¡Tonterías!», trató de hacer sus escrúpulos a un lado. «El señor Alfonso no es más que otro millonario con más dinero que buen gusto; un hombre inofensivo».


Sin embargo, un sexto sentido le advertía que ese hombre de inofensivo no tenía nada.


Él pareció captar su desazón y le dirigió una de aquellas atractivas sonrisas que le hacían parecer un inocente grandullón. Al verla, ella recuperó la calma en el acto y se dijo que, como de costumbre, se estaba dejando llevar por la imaginación.


Paula bajó la mirada hacia sus dedos, que no paraban de juguetear con la cucharilla de plata. De un tiempo a esta parte veía peligros por todos lados; lo cual no resultaba nada extraño, teniendo en cuenta los bruscos cambios que habían acontecido en su existencia durante los últimos años. Hizo un esfuerzo para alejar aquellos negros pensamientos; alzó la vista y, con resolución, se enfrentó a aquellos desconcertantes ojos azules, que seguían clavados en ella, y anunció:
—Está bien, señor Alfonso…


—Pedro—repitió, con paciencia.


—Está bien, Pedro, acepto tu propuesta. ¿Cuándo empezamos?


—¿Qué te parece ahora mismo?