sábado, 13 de marzo de 2021

TORMENTOSO VERANO: CAPÍTULO 14

 

Pedro sintió la fuerza de su furioso deseo recorriéndole el cuerpo, derribando barreras dentro de sí mismo que él había considerado impenetrables. Cuanto más intentaba recuperar el control, más salvaje era su reacción. Ira y deseo masculino fuera de control. Cada uno era peligroso por separado, pero juntos tenían el poder de hacer trizas el respeto hacia sí mismo de un hombre.


En su imaginación, vio el cuerpo de Pau como más lo deseaba: desnudo, ansioso por apaciguar la pasión masculina que había desatado, ofreciéndose. Su blanca piel parecería de nácar con el sudor que provocaría su propia excitación. Las rosadas cimas de sus pechos florecerían en duros ángulos que buscarían desesperadamente la caricia de las manos y de los labios de él.


Se maldijo mentalmente a sí mismo y la soltó abruptamente.


La conmoción de la transición de un beso tan íntimo a la realidad de quién la había estado besando había dejado a Pau temblando de repulsión. Antes de que pudiera recobrar la compostura, antes de que pudiera hacer algo, antes de que pudiera decirle a Pedro lo que pensaba de él, Pedro comenzó a hablar, como si no hubiera ocurrido nada entre ellos.


–Lo que había venido a decirte es que tendremos que madrugar mañana por la mañana dado que tenemos una cita a las diez en punto con el abogado de tu padre. Rosa te enviará a alguien con el desayuno, dado que no se espera que mi madre regrese hasta mañana. También tengo que decirte que cualquier intento futuro por tu parte para... para persuadirme de que satisfaga tus deseos carnales estará tan destinado al fracaso como éste –dijo, torciendo la boca cínicamente y dedicándole una insultante mirada–. Jamás me han atraído los bienes demasiado usados.


Temblado de ir al escuchar aquel insulto, Pau perdió la cabeza.


–Tú fuiste el que empezó esto, no yo. Y... y te equivocas sobre mí. Siempre has estado equivocado. Lo que viste...


–Lo que vi fue una golfa de dieciséis años tumbada en la cama de su madre, permitiendo que un borracho la manoseara y presumiera de que iba a poseerla porque el resto de su equipo de fútbol ya lo había hecho.


–¡Fuera de aquí! –le ordenó ella con la voz llena de ira–. ¡Fuera de aquí!


Pedro se apartó de ella y salió inmediatamente por la puerta.


En cuanto Paula pudo moverse, se abalanzó sobre la puerta y echó la llave. Lágrimas de ira y vergüenza comenzaron a derramársele por el rostro.



TORMENTOSO VERANO: CAPÍTULO 13

 

El silencio que se produjo en la sala fue como la paz que reina en el centro del huracán. Era como saber que el peligro estaba muy cerca y que no tardaría en aplastarla sin que pudiera huir a ninguna parte.


–¿Desearme, dices? ¿De este modo? –dijo Pedro suavemente.


La tomó bruscamente entre sus brazos y luego la inmovilizó contra él, atrapada entre su cuerpo y la pared que había a sus espaldas. Entonces, la unió a su cuerpo tan íntimamente que ella se sintió como si pudiera sentir los huesos y los duros músculos de aquel esbelto cuerpo. Al contrario que el suyo, el corazón de Pedro latía tranquilamente. Era el corazón de un ganador que, con éxito, había atrapado a su presa.


Pau sintió que los latidos de su corazón se aceleraban cada vez más, arrebatándole con ellos su capacidad de pensar o sentir racionalmente, convirtiéndola en una versión de sí misma que apenas reconocía.


Pedro sabía que no debería estar haciendo aquello, pero no podía detenerse. Tantas noches apartándose de sueños prohibidos en los que la tenía entre sus brazos así, de aquella manera. Paula ya no tenía dieciséis años. Ya no era una mujer prohibida para él por su código moral.


La muchacha de la mirada asombrada, llena de la inocencia de una adolescente, jamás había existido más que en su imaginación. Había pasado noches sin dormir, completamente atormentado, mientras que ella distaba mucho de ser casta.


Mientras inclinaba la cabeza hacia la de ella, sintió los latidos de su corazón y la cálida suavidad de los senos que se apretaban contra su torso, los senos que tanto había deseado liberar de la camiseta que los cubría para poder admirar su perfección. Para poder tocarlos, para poder sentir cómo los pezones se erguían bajo sus dedos. Para poder llevárselos a la boca y besárselos hasta que el cuerpo de ella se arqueaba deseando que él la poseyera.


¡No! No debía hacerlo.


Hizo ademán de soltarla, pero Pau tembló violentamente contra él. El sonido que emitió su garganta frustró la determinación que él había tomado.


Paula sabía que él no tardaría mucho en besarla. Sus labios se entreabrirían para protestar, no para aceptar la dominación que él le imponía y mucho menos porque lo deseara. Y, sin embargo...


Sin embargo, bajo la ropa, bajo la camiseta y el sencillo sujetador que llevaba puesto, sus senos habían empezado a experimentar sensaciones que parecían extenderse desde el punto en el que él le cubría la garganta con la mano hasta los pezones erectos. Ella tembló, admitiendo a su pesar que su cuerpo no rechazaba aquel contacto. El deseo le corría por las venas como si fuera placer líquido, un placer que anulaba su autocontrol y lo reemplazaba por un profundo anhelo sensual.


El aliento de Pedro le acariciaba la piel. Era limpio y fresco, pero ella notó algo más, algo primitivo y peligroso para una mujer cuya propia sensualidad había roto ya las barreras del autocontrol. El aroma a hombre, que la empujaba a pegarse más a él, le hacía también separar los labios un poco más.


Sus miradas se cruzaron un instante y, entonces, los labios de él apresaron los de ella. Su presión le excitó los sentidos salvajemente, causando una cálida explosión de placer que llenó la parte inferior de su cuerpo de deseo líquido.


Pau trató de oponerse a lo que estaba sintiendo. Emitió un sonido que tenía la intención de ser de protesta aunque sus oídos lo interpretaron como un escandaloso gemido de necesidad, una necesidad que se vio incrementada por el insistente contacto del cuerpo de Pedro con el suyo, por el modo en el que la lengua tomaba posesión la suavidad de su boca, enredándose con la suya, llevándola a un lugar de oscura sensualidad y de peligro. El cuerpo de Pau estaba ardiendo, vibrando con una reacción que parecía haber explotado dentro de ella. Cerró los ojos...




TORMENTOSO VERANO: CAPÍTULO 12

 


Alguien llamó suavemente a la puerta, lo que la hizo levantarse de la cama y tensarse mientras esperaba a que la puerta se abriera y Rosa apareciera irradiando desaprobación. Sin embargo, no era Rosa quien apareció sino el propio Pedro en persona. Se había cambiado de ropa y había sustituido el traje por una camisa más informal y un par de chinos. También se había dado una ducha a juzgar por el aspecto aún humedecido de su cabello. Paula sintió que el corazón le daba un vuelco en el pecho al verlo. El hecho de que él estuviera en el dormitorio le devolvía demasiados recuerdos del pasado como para que pudiera sentirse cómoda.


Pedro había entrado en el pasado en su dormitorio...


¡No! No iba a permitirse la agonía de aquellos recuerdos. Necesitaba centrarse en el presente, no en el pasado. Era ella la que debía criticar y desafiar a Pedro y no al revés.


–¿Por qué me dijiste que tu madre estaría aquí cuando era mentira? –le espetó.


–Mi madre ha tenido que ausentarse para visitar a una amiga que no se encuentra bien. Ni yo sabía que no estaba hasta que Rosa no me informó de ello.


–¿Rosa tuvo que decirte dónde está tu madre? ¡Qué típico de la clase de hombre que eres que necesites a una criada para que te diga dónde está tu propia madre!


Pedro le dirigió una fría mirada. Tensó la mandíbula como si quisiera contenerse.


–Para tu información, Rosa no es una criada. Y no tengo ninguna intención de hablar contigo sobre la relación que tengo con mi madre.


–No, estoy segura de ello. Después de todo, tú tienes gran parte de culpa en el hecho de que yo nunca llegara a tener una relación con mi padre. Tú fuiste el que interceptó una carta privada que le envié. Tú fuiste el que se atrevió a ir a Inglaterra para coaccionar a mi madre para que no me dejara intentar ponerme de nuevo en contacto con él.


–Tu madre creía que no te interesaba lo más mínimo seguir intentado tener contacto con Felipe.


–¡Ah! Así que fue por mi bien por lo que me impediste ponerme en contacto con él, ¿no? –le espetó ella con gélido sarcasmo–. No tenías derecho alguno a impedirme que conociera a mi padre ni a negarme el derecho de, al menos, ver si él era capaz de amarme. Sin embargo, todos sabemos que el amor por otro ser humano no es un concepto que alguien como tú pueda entender, ¿no es cierto, Pedro?


Muy a su pesar, sintió que los ojos empezaban a llenársele de lágrimas. No debía llorar nunca delante de alguien como él. No debía mostrar signo alguno de debilidad.


–¿Qué podrías tú saber sobre amar a alguien, sobre querer a alguien? –añadió lanzando acusaciones hacia Pedro para defenderse con furia ante él. Hubiera hecho o dicho cualquier cosa para evitar que él supiera el dolor que sus palabras habían causado en ella–. ¡No sabes lo que es el amor!


–¿Y tú sí? ¿Tú que...?


Pedro cerró la distancia que los separaba sacudiendo la cabeza asqueado mientras dejaba de hablar. Sin embargo, Pau sabía perfectamente bien lo que él había estado a punto de decir. El pánico y el dolor se apoderaron de ella en aquel instante.


–No me toques –le ordenó dando un paso atrás.


–Puedes dejar de actuar, Paula. Porque los dos sabemos que estás actuando, así que no sigas mintiendo.


El pánico la estaba haciendo perder el control peligrosamente. Los recuerdos se habían acercado demasiado, enturbiando las aguas de lo que era presente y lo que era pasado. El corazón estaba a punto de estallarle dentro del pecho. Se sintió de nuevo como si tuviera dieciséis años, confusa por unos sentimientos prohibidos y aterradores.


–Sé lo que estás pensando –le espetó ella–, pero te equivocas. No te deseo. Jamás te he deseado.


–¿Cómo dices?



TORMENTOSO VERANO: CAPÍTULO 11

 


Estaba a punto de sacarlo de la maleta para estirarlo un poco cuando la puerta se abrió. Rosa entró con una bandeja que contenía una copa de vino y unas tapas para picar.


Después de darle las gracias, Pau le preguntó:

–¿A qué hora se sirve la cena?


–No va a haber cena. Pedro no lo desea. Está demasiado ocupado –respondió Rosa con altivez en español–. Se le traerá la cena aquí si usted quiere.


Rosa sintió que se sonrojaba. La grosería de Rosa era imperdonable, pero sin duda seguía el ejemplo de Pedro.


–Tengo tantos deseos de cenar con Pedro como él conmigo –replicó–, pero, dado que el propio Pedro me dijo que era voluntad de su madre que yo me alojara aquí en vez de en el hotel que había reservado, di por sentado se esperaría que yo cenara con ella.


–La duquesa no está aquí –le informó Rosa. Entonces, dejó la bandeja y se marchó antes de que Pau pudiera hacerle más preguntas.


Pedro le había mentido sobre la presencia de su madre en la casa y sobre su deseo de verla. ¿Por qué? ¿Por qué querría tenerla bajo su propio techo? Recordó que su madre siempre se había negado a criticarlo cuando Pau lo culpaba de la separación de sus padres.


–No debes culpar a Pedro, cariño –decía su madre suavemente–. En realidad, no fue culpa suya. Él sólo era un niño. Sólo tenía siete años. No sabía qué era lo que podría ocurrir.


Su adorable y cariñosa madre, siempre dispuesta a perdonar y a comprender a los que le hacían daño.


Inicialmente, Paula, había aceptado aquella defensa de Pedro. Sin embargo, cuando él había ido a visitarlas, su opinión cambió. Después de comportarse con amabilidad hacia ella, había empezado a tratarla con desdén. Ponía toda la distancia que era posible entre ellos y dejaba muy claro que no sentía simpatía alguna por ella. Su vulnerable corazón de adolescente había sufrido mucho con aquel desprecio.


Desde el minuto en el que lo vio por primera vez, bajándose del lujoso coche que lo había llevado hasta su casa desde Londres, Pau se había sentido atraída por él para luego enamorarse perdidamente. Recordaba claramente el día en el que, sin darse cuenta, había entrado en el cuarto de baño cuando él se estaba afeitando. Sus ojos no habían podido despegarse del torso desnudo de Pedro. La excitación era tal cuando consiguió salir del cuarto de baño, que su imaginación se desbocó y empezó a conjurar escenarios en los que no se limitaba a mirar. Resultaba fácil burlarse de su ingenuidad de adolescente de entonces, pero, ¿acaso no era cierto que seguía teniendo tan poca familiaridad con la realidad de la intimidad sexual como entonces?


Desgraciadamente, a pesar de que guardaba celosamente el secreto de su virginidad, no podía escapar de la verdad.


¿Qué le ocurría? Había soportado bien durante años el hecho de ser sexualmente inactiva. Había sido una decisión que ella misma había tomado. Necesitaba construirse un futuro y ese hecho le había impedido en cierto modo conocer a un hombre al que deseara lo suficiente como para olvidar el pasado.


Sabía que no tenía que sentir pena por sí misma. Su infancia había sido privilegiada y aún consideraba su vida del mismo modo y no sólo porque había tenido una madre tan maravillosa.


Con sus abuelos y su madre muertos, la gran casa en la que había vivido con ellos le había parecido demasiado vacía y demasiado llena de dolorosos recuerdos. Inesperadamente, recibió una oferta para comprarla por una suma de dinero inesperadamente grande. Decidió venderla y se compró un piso en el centro de la ciudad. Allí, tenía su trabajo en el departamento de Turismo y muchos amigos, aunque la mayoría de ellos ya vivían en pareja y sus tres mejores amigas se habían ido a vivir al extranjero.




TORMENTOSO VERANO: CAPÍTULO 10

 


Arriba, en la habitación que Rosa le había adjudicado antes de decirle que le enviaría un refrigerio y marcharse, Pau estudió el lugar en el que se encontraba. El dormitorio era muy grande, con altos techos y estaba decorado con pesados muebles de madera oscura que, sin duda, eran antigüedades de altísimo valor. La estancia era muy luminosa gracias a unas puertas francesas que daban a un jardín típicamente árabe, dividido en dos por una recta línea de agua que fluía desde una cascada que fluía desde el otro lado. Aromáticos rosales y árboles frutales se alineaban perfectamente, combinados con geranios en preciosas macetas de terracota. El patio tenía también un pequeño cenador con elegantes muebles de madera.


Paula cerró los ojos. Conocía tan bien aquel jardín... Su madre se lo había descrito, lo había dibujado para ella e incluso le había mostrado fotografías, lo que le hizo preguntar si aquélla habría sido la habitación de su madre. Sospechaba que no. Su madre le había dicho que Pedro y ella ocupaban habitaciones de la última planta cuando se alojaban en la ciudad.


La decoración era tan rica y tan cuidada en sus detalles, que estaba a años luz del minimalista apartamento que ella tenía en Inglaterra, pero, a pesar de todo, le gustaba. Si su padre no hubiera rechazado a su madre, a ella, Paula habría crecido conociendo bien aquella casa y su historia. Igual que le ocurría a Pedro.


Pedro. Lo odiaba tanto... Los sentimientos que tenía hacia él eran mucho más amargos y más llenos de ira de los que tenía hacia su padre. Éste, después de todo, no había tenido voz en lo ocurrido. Tal y como su madre le había explicado, Felipe se había visto obligado a renunciar a ellas y a volverles la espalda. No había abierto la carta que ella en su desesperación le había enviado y le había dicho que no se volviera a poner en contacto con él. Pedro había sido el causante de todo aquello.


Allí, en aquella casa, se habían tomado todas aquellas decisiones, que habían tenido un profundo impacto en sus padres y en ella del modo más cruel posible. De allí habían despedido a su madre. Allí le habían dicho que el hombre al que amaba estaba prometido en matrimonio con otra, una mujer elegida por su familia adoptiva, una mujer a la que, según le había jurado Felipe a la madre de Paula, no amaba y con la que no deseaba casarse.


Sin embargo, los deseos de Felipe no habían importado. Las promesas hechas a la madre de Pau habían sido efímeras. Sólo había habido tiempo para que los dos disfrutaran de un último instante de ilícita intimidad que había conducido a la concepción de Paula antes de separarse para siempre.


–Él me juró que me amaba, pero que también amaba a su familia adoptiva y no podía desobedecerlos –le había dicho a Paula su madre cuando ella le preguntó por qué su padre no había ido a Inglaterra tras ella.


Su pobre madre... Había cometido el error de enamorarse de un hombre que no había sido lo suficientemente fuerte como para proteger su amor y había pagado un alto precio por ello. Pau jamás permitiría que le ocurriera lo mismo a ella. Jamás permitiría que el amor la convirtiera en un ser vulnerable. Después de todo, ya había experimentado lo que se sentía, aunque sus sentimientos hacia Pedro hubieran sido simplemente los de una jovencita de dieciséis años sin experiencia alguna.


Sacudió la cabeza para olvidarse de tan dolorosos pensamientos y miró su pequeña maleta. Pedro le había dicho que su madre había insistido en que ella se alojara allí. ¿Significaba eso que la duquesa tenía la intención de recibirla formalmente? ¿Que tal vez le propusiera que cenaran juntas? No se había llevado ninguna prenda elegante. Sólo tenía unas cuantas mudas de ropa interior, un par de pantalones cortos, unas camisetas y un vestido muy sencillo, de punto color negro, del que se había enamorado durante un viaje a Londres.