jueves, 31 de diciembre de 2015

PERFECTA PARA MI: CAPITULO 15





Antes de ponerse a hacer el desayuno, Paula decidió salir a por leña antes de que volviera a llover con fuerza. Se sentó en el montón de troncos, al igual que hacía siempre, y se quedó pensativa un rato. Durante la noche se había dado cuenta de que, por primera vez desde la muerte de Samuel, estaba contenta; extrañamente alegre por tener a Pedro como compañía. Era un gran consejero y seguiría cada uno de sus recomendaciones porque le parecía lo más acertado. Era obstinado y poco paciente, pero se sorprendió a sí misma disfrutando de su incisivo sentido del humor.


Jugueteando con una pequeña astilla entre los dedos, pensó en que quizá, cuando él volviera a su vida viajando por el mundo podrían ser amigos y escribirse correos electrónicos.


En aquel momento, un persistente golpeteo en el tejado del cobertizo la arrancó de sus cavilaciones. Salió afuera para comprobar la procedencia del ruido, rezando para que el viento no hubiera vuelto a levantar alguna teja que provocara goteras sobre la leña. Pero al alzar la vista se dio cuenta de que una gaviota aleteaba nerviosa sobre el techo. La pobre debía haberse quedado atrapada entre las tejas. Decidida a liberarla, se dirigió a la otra cabaña a buscar la escalera para subir al tejado.


Paula colocó la escalera tratando de estabilizarla lo mejor posible y miró hacia arriba. Habría unos tres metros de altura y, a pesar de que no tenía miedo, hacía demasiado viento como para no ir con mucho cuidado. Tras alentarse mentalmente, afianzó el pie en el primer peldaño y comenzó a subir.


Una vez arriba se movió con cuidado por la cornisa.


—¡¿Qué diablos estás haciendo?!


Su corazón dio un vuelco por la sorpresa. Se desequilibró hacia atrás y se acuclilló en un acto reflejó, antes de fulminar con la mirada al responsable del grito que la había sobresaltado.


Pedro aguantó la respiración al verla tambalearse de forma peligrosa en el borde del tejado. Acto seguido alzó los brazos para intentar recogerla si caía.


—¿Podrías aparecer alguna vez con más sutileza, por favor? —gruñó ella, con todo el sarcasmo que logró reunir.


Al momento lo oyó subir por la escalera.


—¿Qué haces aquí? —preguntó Pedro cuando llegó al último peldaño.


Todavía en cuclillas y con las manos apoyadas en las tejas, Paula le lanzó una mirada por encima del hombro.


—Vuelve abajo —exclamó, agitando la mano hacia atrás—. El techo podría hundirse con el peso de los dos.


—Las vigas robustas y la pizarra aguantarán —aseveró.


Ella le miró molesta, otra vez.


—¿Qué pasa, además de asesor también eres arquitecto? —preguntó con ironía.


—No, solo utilizo el sentido común. Lo mismo que deberías hacer tú y bajarte de aquí.


—¡Qué lata de hombre, por Dios! —farfulló ella mirando al cielo.



****


Pedro se arrodilló junto a ella.


—¿Lata? —dijo, fingiéndose ofendido—. Lo único que trato es de evitar que te partas la crisma.


Paula puso los ojos en blanco como única respuesta.


—Bueno —continuó él—, ¿qué haces aquí en lugar de estar preparándole el desayuno a tu primer huésped?


Ella señaló con la cabeza hacia el motivo por el que había subido.


Siguiendo con la mirada en la dirección que le indicaba, Pedro descubrió a la gaviota que aleteaba tratando de emprender el vuelo.


—Ha debido de engancharse una pata entre las tejas —dijo Paula.


Al percibir la conmiseración en su voz, él volvió los ojos hacia su rostro. Estaba sonrojada y el viento le revolvía los mechones de cabello que se habían soltado de su coleta. Inspiró con fuerza al notar que una especie de admiración por ella germinaba en su interior. No solo era preciosa y parecía no saberlo, sino que poseía una especie de inclinación hacia la ternura que podía volver loco a cualquiera. Había soportado el mal carácter de su padre y a él lo había perdonado cuando se comportó como un cretino.


 Renunció a una gran herencia a cambio de unos libros viejos, y ahora se jugaba el cuello por un pájaro carroñero. 


Sin embargo, su forma de ser, amable y desinteresada, la exponía a que cualquiera pudiera aprovecharse de ella. 


Aquel pensamiento le hizo arrugar el ceño y desviar la mirada hacia la gaviota. Al fin y al cabo, los problemas de Paula no eran asunto suyo.


—Espera aquí —murmuró él mientras comenzaba a avanzar a gatas hacia el animal—, yo iré a sacarla.


Ella le observó ceñuda


—¿Por qué tienes que ir tú?



—Porque tengo mejor equilibrio.


Suspirando, Paula volvió a poner los ojos en blanco.


Pedro llegó hasta la gaviota, que se agitaba cada vez más nerviosa al ver que se acercaba. Al intentar liberarle la pata el animal volvió la cabeza y le picoteó la mano.


—¡Hija de...! —gruñó.


—Solo está asustada.


La suave voz de Paula sonó justo a su lado.


—Es un animal estúpido —respondió, tras comprobar que le había hecho un pequeño corte entre los dedos.


Paula la distrajo con una mano mientras con la otra le sujetaba la cabeza.


—Bueno, hasta los más estúpidos se merecen ser rescatados.


Pedro puso los ojos en blanco. Pero se sorprendió al comprobar que su técnica funcionaba. Al sujetar la cabeza del pájaro e impedirle lanzar picotazos, en menos de un minuto había conseguido liberarle la pata.


Paula se apartó al mismo tiempo que abría los dedos y soltaba al asustado animal, que agitó las alas varias veces hasta que consiguió emprender el vuelo. Mientras ellos permanecían arrodillados sobre el tejado, la gaviota se elevó y sobrevoló el acantilado hasta perderse de vista entre la bruma de la mañana. Ella la siguió todo el tiempo con la mirada mientras esbozaba una amplia sonrisa de satisfacción. Sin embargo, los ojos de Pedro no se apartaron ni por un instante de su rostro.


—Bueno, esto ya está —suspiró satisfecha—. Ahora será mejor echar un vistazo a esa mano antes de que se infecte.


Pedro desvió la mirada rápidamente.


—No es nada —masculló.


—¿Sabes la porquería que comen esos animales? —preguntó ella de forma retórica—. Hazme caso, será mejor que la desinfectemos cuanto antes.


—¿Es que voy a ser tu segundo estúpido de la mañana?


Con una sonrisa tirando de sus comisuras hacia arriba, Paula lo observó enfurruñarse como un niño.


—Pero aunque seas el segundo, siempre serás el mejor —respondió, sin poder ocultar la risa.


—Muy amable por tu parte —murmuró él con sarcasmo.


—Oh, no es nada —contestó, mientras con un gesto de la mano le restaba importancia—. ¿Qué te parece si curamos ese picotazo y después te preparo un rico desayuno?


Inclinando la cabeza, Paula le obsequió con una de sus dulces miradas. Pedro volvió arrugar el ceño ante el efecto extraño que le produjo ser objeto de su ternura.


Tras bajar del techo del cobertizo regresaron a casa. Paula fue a por el botiquín que había en el cuarto de baño, mientras Pedro entraba en la cocina y descubría su triste y frío café sobre la encimera. De mal humor tomó la taza y arrojó su contenido en el fregadero.


Paula entró en aquel momento con el botiquín en la mano.


—Veamos ese corte —dijo en tono animado.


Hastiado, Pedro alzó la mano derecha frente a ella para mostrarle la herida.


Comprobando que solo era un pequeño rasguño entre su dedo índice y anular que apenas sangraba, Paula decidió que bastaría con un poco de desinfectante. Sacó un poco de algodón del botiquín y lo empapó con alcohol, antes de posarlo sobre la herida.


Pedro apartó la mano al momento.


—¿Qué es eso? —gruñó, mirando el algodón como si fuera una pistola.


—Solo es alcohol.


—Pues escuece como si fuera sal —masculló, con la mano tras la espalda.


—Ten, póntelo tú mismo —dijo Paula, ofreciéndole el algodón—. Tengo un truco para que escueza menos.


Pedro tomó el apósito y se lo acercó con reticencia a la herida.


—¿Y el truco? —preguntó, desviando su inquieta mirada de su mano a Paula.


—Sopla.


La miró confuso, hasta que ella le indicó en su propia mano a lo que se refería. Así, al descubrir el efecto calmante del aire sobre la herida, Pedro sopló sobre el arañazo hasta terminar de desinfectarlo por completo.


—Buen truco —reconoció.


Ella rió mientras volvía a guardar el algodón y el alcohol en el botiquín.


—No puedo creer que no lo conocieras, ¿es que tu madre no te curaba cuando eras pequeño?


Paula cerró la boca de inmediato y se volvió hacia él.


—Por favor, discúlpame —murmuró, terriblemente mortificada—. No me acordaba, lo siento.


Pedro se dio cuenta de que se refería al comentario que había hecho sobre su madre, lo cual le indicaba que conocía su historia. Aunque le resultaba difícil de creer que su padre le hubiese hablado de ella, pues jamás lo hacía.


—No te preocupes —contestó, con una mueca que pretendía ser una sonrisa.


Ella se acercó muy afligida.


—De verdad que lo siento, no sé en lo que estaba pensando. Soy una estúpida total.


—Bueno, no es para tanto —respondió incómodo. Entonces sintió la necesidad de animarla, de explicarle por qué no debía sentirse tan mal por aquel comentario—. Mi madre me dejó cuando yo tenía diez años y casi no tengo recuerdos de ella. Solo ejercía de madre cuando mi padre estaba en casa. Pero cuando se marchaba, ella se deprimía y yo dejaba de existir.


Paula se quedó muy quieta, observándole con toda su atención; algo le indicaba que estaba ante el hecho insólito de que hablara de aquel tema. Aguardó unos segundos, hasta que se dio cuenta de que él no tenía intención de continuar con la charla. Entonces, la enorme curiosidad por saber más sobre Pedro Alfonso barrió de golpe su habitual prudencia.


—¿Y quién se ocupaba de ti?







PERFECTA PARA MI: CAPITULO 14






El aroma a café y pan tostado recién hecho devolvió a Pedro al presente. Entró en la cocina y descubrió a Paula leyendo un libro mientras desayunaba.


Al oírle entrar ella levantó la cabeza y le sonrió.


—He hecho café y tostadas, ¿quieres?


Él asintió, un poco desconcertado con el placentero momento familiar.


Decidió entonces que no se interpondría más en los deseos de su padre. Si su voluntad había sido ayudarla, por él estaba bien. Rompería su renuncia y hablaría con el abogado en cuanto llegase a la ciudad. Paula tendría el dinero para terminar su hotel.


Ella se levantó para servirle el desayuno.


—¿Tienes lavadora y secadora? —preguntó él mientras ocupaba un asiento frente al suyo en la mesa.


Paula asintió, un tanto confusa.


—Es por mi ropa —explicó, señalando la manga de su camisa—. Necesitaré lavarla. A no ser que tengas unos vaqueros que puedas prestarme.


Ella se detuvo y le miró muy seria.


—Si te sirven mis vaqueros me suicido.


Pedro soltó una carcajada por su espontaneidad.


—Tendrás que apañarte con el albornoz rosa —continuó ella—. Pues estoy segura de que ese traje tiene que limpiarse en la lavandería.


Él la observó durante unos segundos antes de negar con la cabeza.


—Mi dignidad no lo soportaría. Así que me quedo con la opción de la lavadora.


Asintiendo, Paula se sentó de nuevo a la mesa.


El desayuno transcurrió con una animada charla entre ambos. Él le contó sus conclusiones acerca del proyecto. 


Ella le escuchaba con atención, interrumpiéndolo de tanto en tanto con alguna pregunta oportuna.Pedro decidió que no le hablaría de su cambio de opinión sobre la herencia, pues no quería tener que darle explicaciones de los motivos que le habían llevado a tal decisión. Así que trataron el problema del dinero que llevaba invertido y que todavía le quedaba por invertir.


—He gastado mucho en recuperar la estructura, y tengo un presupuesto astronómico para restaurar la galería. —Paula hizo una mueca de dolor antes de continuar—. No sé si lograré amueblar el año que viene.


Pedro dio otro sorbo a su segundo café.


—Podrías usar la casa como escaparate. —Él sonrió por su cara de confusión—. Negocia con las mueblerías y los artesanos. A ellos les interesará que sus muebles estén en un lugar por el que van a pasar un número importante de personas que disfrutaran de ellos durante días. Haz que todos los huéspedes sepan dónde conseguir las piezas que les gusten. Los muebles no serían tuyos, sino del comerciante que usa tu hotel para exponer su mercancía. 
Incluso podrías conseguir que se ocupasen de la decoración.


Tamborileando con el dedo índice sobre sus labios, Paula meditó en aquella idea que le parecía de lo más interesante.


 ¿Cómo no se le habría ocurrido antes?


—Eres muy bueno —exclamó, asintiendo y dedicándole una mirada de admiración—. Continúa, por favor.


Pedro notó que su sonrisa se ensanchaba de orgullo. 


Aunque había recibido cumplidos mucho mejores de importantes empresarios, aquel reconfortaba su vanidad mucho más de lo normal. Dio otro sorbo a su café y continuaron hablando sobre su futuro hotel.



****


A la mañana siguiente, tras comprobar que su idea de lavar y secar el traje había sido un éxito, Pedro bajó a desayunar esperando encontrar a su anfitriona en la cocina.


Sin embargo, Paula no estaba allí ni tampoco en la planta baja de la casa. Suponiendo que aún estaría en su habitación, él entró a la cocina para prepararse un café. 


Aunque sintió no deleitarse con uno de sus estupendos desayunos aquella mañana; sobre todo porque, tras otra noche dando vueltas en aquella horrible cama hinchable, lo que más le apetecía en el mundo era uno de sus ricos cafés.


Para su sorpresa, Paula había resultado ser una gran cocinera que nada tenía que envidiar a los chefs de los mejores restaurantes.


Después de saber que tendría que pasar allí los próximos días con su única compañía y sin teléfono ni conexión, Pedro creyó que iba a ser mejor poner su mejor disposición para la convivencia. Pero durante el día anterior y en más de una ocasión, se había descubierto disfrutando de la conversación como hacía tiempo no disfrutaba. El tiempo se les había pasado volando mientras hablaban largo y tendido sobre su Plan de Empresa y sobre el futuro hotel como negocio. Intercambiando opiniones en algunos puntos y discutiendo en otros, Pedro se dio cuenta de que ella tenía un gran sentido del humor y un perfecto dominio de la ironía.


En cierto sentido le recordó a su padre; a lo poco que conocía de su padre. Él jamás usaba la confrontación directa ante cualquier discrepancia, sino el sarcasmo, obligando al interlocutor a averiguar el punto disconforme y a evaluar su opinión. De esta forma, casi siempre salían vencedores de todas las discusiones y, en caso contrario, como no había lugar al conflicto directo, la discusión solía terminar en risas. 


Para lograr eso había que ser muy inteligente y su padre lo había sido; como lo era Paula. Claro que ella poseía además un bonito rostro, en donde sus brillantes ojos color plata hacían aún más difícil llevarle la contraria.


El sonido de la cafetera le indicó que su café estaba listo, y le devolvió a la soledad de la cocina. Agarró la taza por el asa y sopló ligeramente el contenido antes de dar el primer sorbo. Paseó la mirada por la habitación, equipada con todos los electrodomésticos necesarios, y decorada en un elegante estilo rústico, en concordancia con el resto de la casa. En una de las encimeras descubrió un periódico viejo y decidió ojearlo mientras se tomaba el primer café de la mañana.


Sin embargo, al pasar frente a la ventana que había sobre el fregadero, un movimiento en el exterior atrajo su atención. 


Pedro casi pegó la nariz contra el cristal al contemplar a Paula pasar con aire resuelto y decidido entre los charcos, hasta perderse de vista tras uno de los cobertizos. Al poco volvió a aparecer con una escalera de aluminio bajo el brazo dirigiéndose hacia el otro lado.


—¿Pero qué demonios está haciendo? —murmuró, sin apartar ni por un instante los ojos de ella.


Pedro arrugó el ceño y observó el cielo. El viento había arreciado durante la noche y el color de las nubes vaticinaba otra tormenta. Dejó la humeante taza de café olvidada en la encimera de mármol, y salió a toda prisa de la cocina. Debía ir a ver qué se traía entre manos aquella extraña y desconcertante mujer.








PERFECTA PARA MI: CAPITULO 13





A la mañana siguiente, Pedro se duchó y se puso de nuevo su traje. Prescindió de la corbata y la chaqueta, pues la temperatura en la casa era agradable. Después de descubrir que le iba a ser difícil dormir en la cama hinchable que su anfitriona le había prestado, decidió leer el Plan de Empresa del hotel. Tenía algunos fallos, pero en general presentaba bastante bien la idea de su dueña; y, teniendo en cuenta que el romanticismo volvía a estar de moda, el proyecto no podía considerarse del todo descabellado.


Sentimentalismos aparte, la casa podía ofertar diez habitaciones en las que disfrutar de un ambiente familiar, en un paraje extraño. Como Paula lo había definido: «Tener la posibilidad de perderse en un cuento». Eso era bueno; incluso podría utilizarlo como eslogan publicitario.


Pedro descendió las escaleras a paso ligero pensando que, si bien la idea de Paula no dejaba de ser atrayente, existía un detalle preocupante: los costes. Eran tantos y tan elevados que, aunque la ocupación fuese alta, dudaba que fuese a recuperar la inversión y percibir ganancias en un tiempo aceptable. Aquella era una conclusión a la que estaba seguro que ella también había llegado. Por eso le resultó aún más extraño que hubiese renunciado a la herencia.


«Seguro que mi padre descubrió sus problemas económicos». Esa reflexión le hizo detenerse en el último peldaño. Eso confirmaría la relación de genuina amistad entre ellos. Además, el acto de rechazar el dinero sin negociar por parte de Paula, demostraba que no era interesada.


Su padre le había dejado dinero a una amiga en apuros. 


Esto lo convertía a él, al hijo que nunca veía y quien se ganaba muy bien la vida, en un cretino. Un estúpido que se creía con todos los derechos del mundo a proteger la memoria de un padre que ya no le necesitaba.