domingo, 28 de julio de 2019

INTENTO DE MATRIMONIO: CAPITULO 46




Paula seguía despierta mucho después de que Mariano se hubiera dormido, a juzgar por su respiración profunda y regular. Había querido hacer el amor y ella se había negado pretextando un fuerte dolor de cabeza. El pretexto no era enteramente falso. Si esa noche hubieran hecho el amor, habría enfermado físicamente. Aun así, no podía sacudirse la sensación de que se estaba deslizando irremediablemente por un túnel negro, sin fondo.


Si pudiera telefonear a Pedro, contarle lo que había descubierto y pedirle su opinión... Pero no se atrevía a hacer la llamada, no con Mariano en la casa. Esperaría hasta la mañana, cuando saliera para su trabajo.


Era extraño que Pedro fuera la única persona a la que anhelara llamar cuando todo su mundo se estaba derrumbando. Era el primer hombre al que había amado. El hombre que la había arrastrado hasta las más altas cumbres del placer, una oscura y lluviosa noche, para abandonarla horas después, a la luz del día.


Pese a todo, no podía negar los sentimientos que la habían embargado mientras hacían el amor. Había sido una experiencia gloriosa, cargada de pasión, emocionante, salvaje y a la vez increíblemente tierna. Demasiado hermosa para que se olvidara fácilmente. Demasiado devastadora para que no continuara infiltrándose en sus sueños.


Precisamente en aquel instante, los recuerdos volvieron en toda su intensidad, acariciando su vientre con dedos de fuego, desatando ardientes temblores en los secretos lugares que Pedro había despertado a la vida aquella noche. 


Estremecida, casi jadeando, bajó lentamente los pies de la cama y se levantó con sigilo. 


Abandonó de puntillas la habitación, teniendo buen cuidado de no despertar a Mariano.


Las imágenes seguían asaltando su cerebro mientras bajaba las escaleras, tan vívidas que casi podía sentir la lluvia empapándole la ropa mientras subían hasta el apartamento situado encima del garaje. Aquella habitación había sido tan distinta entonces... cálida, acogedora, juvenil. Y tan erótico el momento en que vio entrar a Pedro con su cazadora de cuero negro...


Se acurrucó en el sofá del salón, reviviendo aquellos instantes. Pedro acercándola hacia sí, desgarrándole la ropa en su apresuramiento. 


Luchando con los botones de su blusa con una mano, mientras deslizaba la otra bajo su falda...


—Dime que me detenga, Paula. Dímelo...


Pero no lo había hecho. No había podido. Lo había deseado desde el primer momento en que lo vio. Y allí estaba, tocándola por todas partes, besándola como jamás nadie antes la había besado. Rodando por el suelo, abrazados, fundidos sus cuerpos. Era hermoso: alto, esbelto, fuerte. Acarició su miembro excitado con los dedos, con los labios. Para entonces estaba enloquecido de deseo, y susurraba su nombre una y otra vez, sin cesar.


—Me alegro de hacerlo contigo, Pedro —había murmurado Paula—. Es mi primera vez y...


Se había apartado rápidamente. Paula había interpretado que no la deseaba porque era virgen, y el dolor de su rechazo había sido abrumador. Pero luego, cuando se atrevió a mirarlo a los ojos, volvió a leer el deseo en ellos.


—¿De verdad que es tu primera vez? —le había preguntado al tiempo que la abrazaba con exquisita delicadeza, como temiendo que fuera a romperse.


—Sí.


—Ya. Y aquí estoy yo, perdido todo control y estropeándolo todo...


—No... es perfecto, sencillamente perfecto. Por favor, hazme el amor, Pedro...


—Oh, cariño, cariño, cariño...


Se acurrucó en el sofá, cada vez más excitada. 


Aquella noche habían hecho el amor dos veces.


La segunda había sido aún más maravillosa. 


Una noche perfecta. Hacía ya tanto tiempo de aquello... Se frotó los ojos, enjugándose las lágrimas. No sabía por qué estaba llorando, ni por qué se había permitido revivir algo que ya nunca volvería a suceder.


Quizá fuera una forma de supervivencia, un medio de hacer frente a la dolorosa realidad de aquel día. Pero los sueños y las fantasías no podían devolverle el juvenil milagro del primer amor. Ni cambiar la estremecedora posibilidad de que se hubiera casado con un psicópata asesino.


Si Mariano era el asesino, tal vez fuera ella la única persona que pudiera detenerlo. Al menos, tenía que intentarlo.



***

Paula se despertó con un sobresalto al oír el timbre del teléfono. Dejó de sonar antes de que pudiera descolgarlo. Al parecer lo había hecho Mariano, desde la extensión del dormitorio. A buen seguro se preguntaría dónde estaba y por qué se había levantado de la cama, y por el momento no quería hacerlo enfadar. Tenía que fingir que su relación seguía siendo normal. De lo contrario le resultaría aún más difícil descubrir los secretos que escondía. Se levantó del sofá y fue a la cocina a por un vaso de agua. Se lo subiría al dormitorio y le explicaría simplemente que le había entrado sed.


Cuando llegó a la habitación, Mariano ya se había levantado y se estaba poniendo los pantalones.


—¿Era del hospital? —le preguntó, dejando el vaso sobre la mesilla.


—Era Sara Castle.


—La esposa de Javier.


—Sí. Javier está hospitalizado.


—¿Qué ha sucedido?


—La despertó un fuerte ruido. Javier no estaba en la cama. Lo encontró tirado en el suelo de la cocina y enseguida llamó a una ambulancia.


—¿Un ataque cardíaco?


—Aparentemente, una sobredosis de calmantes. Sara no ha podido decirme nada más. Está histérica.


—No me extraña... ¿se pondrá bien?


—Todavía no le han dicho nada. Quiere que vaya para allá cuando antes, a ver si a mí me lo dicen.


—Pobre Sara... ¿quieres que te acompañe?


—No. Esta noche no. Tienes que dormir. Te llamaré para informarte tan pronto como sepa algo.


—La verdad, no puedo imaginarme que Javier haya intentado suicidarse. Tiene que haber sido un accidente.


—Probablemente la culpa sea de ese maldito policía amigo tuyo. Lo estuvo interrogando acerca de la muerte de Karen, y a Javier lo preocupaba mucho que intentaran acusarlo a él.


—¿Lo habrían hecho?


—¿Quién sabe lo que se les puede pasar por la cabeza a esos policías? Son una panda de tarados.


—Eso no es cierto.


Sin molestarse en responder, Mariano continuó vistiéndose tranquilamente. Paula no podía dejar de pensar en Javier, apenada.


Contempló a su marido mientras se afeitaba. Ya no lo veía como tal, sino como a un extraño frío, calculador, lleno de secretos. Se preguntó cuál sería su reacción si le espetara la pregunta que tanto la acosaba. Si le preguntara si había asesinado a Karen y a las otras mujeres... 


¿Montaría en cólera y la asesinaría a ella de la misma manera? ¿O simplemente se la quedaría mirando como si hubiera perdido el juicio, y se marcharía tranquilamente de casa?


—Duerme un poco, Paula. No tienes buen aspecto.


Se inclinó para besarla, tomándola de la nuca y acariciándole suavemente el cuello. Ella intentó apartarse, pero él se lo impidió.


—¿Qué te pasa, Paula? Estás temblando. Si no te conociera mejor, diría que tienes miedo de mí.


—No, claro que no —susurró con un ronco murmullo.


Mariano deslizó entonces un dedo entre sus senos, tensando la fina tela de su camisón.


—Tú eres mucho más hermosa que las mujeres de esas fotos, Paula. Muchísimo más.


Y volvió a besarla mientras una fría y espantosa sensación de terror la ahogaba por dentro. 


Podía imaginárselo perfectamente haciéndole lo mismo a Karen. Tocándola, consolándola… y luego matándola. Y sin que su expresión se alterara lo más mínimo.


Estremecida, se apoyó contra la puerta cerrada mientras escuchaba los pasos de Mariano alejándose por el pasillo. Por el momento se marchaba. Pero volvería.




INTENTO DE MATRIMONIO: CAPITULO 45




Pedro abandonó la comisaría y se dirigió hacia su coche. Era casi medianoche. Estaba físicamente exhausto, pero sabía que su cerebro le negaría el sueño. Desde que dejó a Paula había estado encerrado en su despacho. Había repasado mil veces cada foto de cada crimen, cada detalle, cada palabra del informe de la especialista del FBI, cada ínfimo rastro de evidencia. La respuesta estaba en alguna parte. 


Solo tenía que encontrarla.


Un coche se detuvo a su espalda, enfocándolo con los faros. Instintivamente se llevó la mano a la pistola.


—¿No duermes, socio?


—¿Qué diablos estás haciendo aquí? Creía que pensabas cenar tranquilamente con tu madre y luego dormir a pierna suelta hasta el amanecer.


—Intenté dormir, pero no pude. Así que me harté de permanecer despierto. Como no contestaste cuando te llamé al apartamento, supuse que te encontraría aquí.


—Ya. Sigo pensando que se nos ha escapado algo. Una pista.


—Más tarde o más temprano, Freddie cometerá un error. Y entonces lo atraparemos.


—¿Pero cuántas mujeres morirán primero?


—¿Te apetece que tomemos una taza de café y hablemos de ello?


—No. Si tomara café, ya no podría dormir en toda la noche —Pedro abrió la puerta y subió al coche—. Mejor demos un paseo.


—Al escenario del último crimen no, espero. Está muy lejos. Además, seguro que hay alimañas acechando en ese sucio pantano...


—Un hombretón como tú no puede tener miedo de unas inofensivas criaturas de la noche...


—No siempre y cuando anden a dos patas.


—Estaba pensando más bien en el domicilio de los Chaves.


—Es demasiado tarde para hacerles una visita.


—Lo sé. Simplemente me gustaría echar un vistazo, ver si hay luces encendidas o si el médico sufre también de insomnio.


—No tienes ninguna prueba a tu favor, Pedro, y el jefe ya te ha avisado. Cuidado con ir detrás de esos médicos. Pero aquí hay algo más. Ese hombre está casado con una mujer a la que conocías de hace años, ¿verdad? Y supongo que no seguirás chiflado por ella...


Lo estaba, pero Corky no tenía por qué saber nada.


—Solo estoy haciendo lo que tengo que hacer, socio. Que no es otra cosa que mi trabajo.


Cuando minutos después aparcaron frente a la casa de los Chaves, las luces estaban apagadas. Y el edificio tan silencioso como lo había estado el móvil de Pedro durante toda la noche. Había esperado que llamara Paula. No lo había hecho. Y en aquel momento debía de estar en la cama, acostada con su marido...


Aquel hombre podía extender una mano y tocarla, podía estrecharla contra sí y abrazarla con fuerza. Aspirar el aroma de su cabello, probar la dulzura de sus labios, acariciar su cuerpo como él lo había hecho una vez antes, años atrás. Mariano era su marido. Él no.


Pedro no tenía ningún derecho sobre ella, excepto protegerla con su propia vida, si era necesario. Y padecer de insomnio por su culpa.




INTENTO DE MATRIMONIO: CAPITULO 44




Mariano intentó disimular su júbilo mientras saboreaba su copa, a la espera de que Paula terminara de preparar la cena. Esa era la vida con la que siempre había soñado, una vida que no tenía nada que ver con el ambiente de miseria en el que se había criado.


La gente lo respetaba. Era invitado obligado en los grandes actos sociales de la ciudad. El doctor Mariano Chaves y su esposa, la hermosa hija del difunto senador Gerardo Dalton.


Aquella misma noche, solo por instante, había llegado a pensar que lo había estropeado todo. 


Pero la sensación apenas duró un segundo. Era demasiado inteligente para caer en las redes en las que hombres más débiles que él se dejaban atrapar. Hombres como Javier Castle, que tenía los mismos pervertidos apetitos, pero que carecía de la astucia y la habilidad para controlarlos y encauzarlos debidamente.


Le caía bien Javier. Pero no lo bastante como para arriesgarse a protegerlo por culpa de sus estúpidos errores. De hecho, la estupidez podía ser el mayor obstáculo con el que podía enfrentarse un hombre. La estupidez y la culpa. 


Por suerte, Mariano estaba vacunado contra ambas. Por eso había conseguido triunfar