domingo, 21 de mayo de 2017

IRRESISTIBLE: CAPITULO 17





Paula canturreaba mientras sacaba la ropa limpia de la cesta, apilándola en dos montones sobre la cama; uno para ella, otro para Pedro. Él se había ofrecido a poner la lavadora, pero no le importaba lavar su ropa.


En realidad, era muy agradable hacer eso para otra persona.


Paula pasó la mano por unos vaqueros, recordando cómo la tela se pegaba a sus piernas. Nunca en muchos, muchos años, había sentido tal deseo por un hombre. Y menos por un policía.


No podía creer que se hubiera comportado como lo había hecho durante el paseo. En medio de la carretera, además. 


Pero en cuanto estuvo entre sus brazos se olvidó de todo. 


Durante esos minutos olvidó sus miedos, sus reservas, todas las razones por las que Pedro no era el hombre adecuado para ella. Él la hacía sentir joven otra vez, llena de vida.


Le preocupaba lo que pasaría cuando volvieran a la casa, pero Pedro se había portado como un caballero. Nada de miraditas, nada de besos. Nada.


Y lo echaba de menos.


Quizá hubiera pisado el freno porque ella no le daba razones para seguir adelante, pensó. Y sí, sólo estaría allí durante unos días. Pero Pedro la entendía. Y confiaba en él, tanto como para hablarle de su pasado, un tema del que no solía hablar con nadie. Y era siempre él quien daba el primer paso cada vez que se besaban o se tocaban.


¿Y si estaba esperando que fuese al revés?


Paula tragó saliva. Después de tantos años de celibato tenía miedo. Miedo de parecer boba, de la intensidad de esos momentos de pasión. Miedo de que otro hombre mirase su cuerpo. Ya no era una cría, había tenido una hija, se había hecho mayor.


Y su cuerpo ya no era perfecto.


—¿Paula?


No pudo evitar que su corazón se acelerase al oír la voz de Pedro. ¿Cuándo había empezado a esperar ansiosamente su llegada?


—Estoy aquí.


Aquello era absurdo. Pedro sólo era un hombre.


Y ésa, una simple reacción porque estaba a solas con él.


—¿Tienes vendas, Paula?


Lo había preguntado con toda tranquilidad, pero lo único que ella podía ver era la sangre que salía de un corte en la frente que llegaba hasta la ceja.


—Paula, vendas…


Ella se puso en acción, corriendo al cuarto de baño para buscar el botiquín. Cuando volvió, Pedro estaba sentado en una silla de la cocina, y nerviosa, colocó un paño limpio sobre la herida.


—Sujétalo ahí un momento.


Luego abrió el botiquín, y con manos temblorosas, sacó un frasco de antiséptico. No era nada, sólo un corte, se decía a sí misma. Pero lo único que podía ver era la sangre. ¿Y si tenía una conmoción cerebral? ¿Y si había que darle puntos?


—Mete la cabeza entre las piernas —le ordenó, rezando para que no se marease—. Respira profundamente, Pedro. Y aprieta el paño contra la herida.


Mientras iba a buscar un paño limpio, se dio cuenta de algo: En cuanto había visto la sangre, en cuanto vio que estaba herido, sólo podía pensar en él. No en Tomas o en Juana. No en el miedo nacido de años de dolor y ansiedad. Sólo en Pedro.


Lo que sentía por él era más que deseo, más que atracción física. Pedro inspiraba sentimientos que Paula había pensado que nadie más podría inspirar nunca. De repente, y sin saber cómo, su relación con él se había vuelto más profunda, más honda. Y más complicada.


—Ya estoy bien.


—Incorpórate despacio… Así —Paula lo ayudó a erguirse en la silla—. ¿La herida sigue sangrando…? —murmuró, mirando el paño—. ¡Pedro, es un corte enorme!


—Tengo unos puntos de mariposa en la mochila. Voy a buscarlos.


—No, tú no te muevas de aquí. Dime dónde están.


—No, en serio. Me encuentro mejor.


—¡No digas bobadas! Dime dónde están y yo iré a buscarlos.


—Ya casi ha dejado de sangrar —insistió Pedro—. Voy a buscarlos, tú no los encontrarías.


Paula se quedó inmóvil. ¡Hombres…! ¿Por qué no eran capaces de admitir que necesitaban ayuda?


Cuando Pedro salió de la cocina, ella miró el paño lleno de sangre antes de tirarlo a la basura. No había forma de salvarlo. ¿Qué le habría pasado y durante cuánto tiempo habría estado caminando con aquella herida antes de llegar a casa?


—Paula…


Ella se volvió asustada, y corrió escaleras arriba. ¿Por qué no la había dejado subir a la habitación en lugar de hacerse el machote?


«¡Oh, Pedro…!»


Él estaba en la escalera, agarrándose a la barandilla, con un pequeño botiquín en las manos.


—¡Serás tonto! Mira que moverte con la sangre que has perdido… A partir de ahora vas a hacer todo lo que yo te diga.


—Sí, señora.


Paula lo tomó por la cintura para llevarlo a la cocina, y lo ayudó a sentarse de nuevo.


—Esto no es lo mío. Deberías ir al médico.


—No, nada de médicos. Sólo es una heridita de nada.


—No digas tonterías.


Pedro apretó los labios.


—No me gustan los médicos. Y he tenido heridas peores, te lo aseguro. Me han curado enfermeros, colegas, y hasta el líder de una tribu en África.


—Mira que eres cabezota… —suspiró ella—. Respira profundamente… Así, y ahora suelta el aire.


Paula sacó los puntos de mariposa del botiquín, y leyó las instrucciones antes de aplicarle el primero.


—¿Te hago daño?


—No, no… Estoy bien.


Ella se mordió los labios mientras seguía uniendo los bordes de la herida.


—Pero deberías ir al hospital, en serio.


—No hace falta. Además, puedes poner tus cuidados médicos en la factura… Como un servicio extra.


—No debe de dolerte mucho si puedes hacer bromas.


—Es sólo una herida de nada. Las he tenido mucho peores.


Paula se preguntó dónde tendría esas cicatrices. Y sintió un sofoco al imaginarse a sí misma tocando su piel, besando la huella de esas heridas.


Pero no podía ser. No debía olvidar que la presencia de las cicatrices era un recordatorio de la vida que llevaba. Y del peligro que eso representaba.


—¿Qué te ha pasado?


Pedro se aclaró la garganta.


—Estaba caminando por la orilla de un riachuelo. No sé qué ha pasado exactamente, pero debí resbalarme en el barro y me golpeé en la frente con una piedra, supongo.


Paula terminó de limpiar la herida y le puso una venda sujeta con esparadrapo. Sí, lo que le había contado tenía sentido. La orilla del riachuelo estaría resbaladiza en aquella época del año, y… Tenía los pantalones manchados de barro.


—Y has venido hasta aquí sangrando.


—Sí. Bueno, me he puesto un guante en la frente para que no sangrara demasiado.


—De todas formas deberías ir al médico. Podrías sufrir una conmoción y habría que vigilarte.


—En ese caso, prefiero que me vigiles tú —sonrió Pedro—. Estás muy pálida, Paula. Deberías tomar una tila.


—Voy a hacerla, sí. Creo que a los dos nos vendría bien. Pero tengo que vigilarte durante las próximas horas.


—No sé cómo darte las gracias. Te debo una.


—No me debes nada… —murmuró ella.


Era el olor de la sangre lo que la tenía tan nerviosa. El olor de la sangre era el olor de la muerte para ella. Pero Pedro no lo sabía y no tenía por qué saberlo. Él creía que Tomas había muerto en un accidente de trabajo y así era. Pero no había sido un accidente. No, le habían disparado. Y cuando llegaron al hospital estaba en coma. Nunca volvió a recuperar la conciencia y el último recuerdo que le había quedado de él era el olor de la sangre.


Pedro abrió los brazos entonces, y sin pensar, Paula se echó en ellos como si fuera lo más natural del mundo.


Y entonces la sintió bajo sus dedos, dura y fría.


—¡Llevas una pistola!





IRRESISTIBLE: CAPITULO 16





Cocinando. Pedro la observaba desde la puerta, con los brazos cruzados. Sabía que eso era lo que Paula hacía cuando se sentía incómoda o estaba triste por algo.


—¿En qué piensas?


Ella se dio la vuelta, llevándose una mano al corazón.


—No te había oído…


—¿Seguro que estás bien?


—Sí, claro —contestó Paula, metiendo una bandeja en el horno—. ¿Has notado el viento chinook?


—¿Qué?


—El viento chinook, que viene de las montañas. Es tan cálido, que derretirá toda la nieve y mañana tendrás que hacer tu excursión sobre el barro —sonrió ella—. A veces sopla durante días, pero cuando deja de hacerlo, es que ha llegado la primavera —«Genial», pensó Pedro, haciendo una mueca—. No te duele la cabeza, ¿verdad? Este viento suele provocar dolores de cabeza, especialmente si no estás acostumbrado a los cambios de presión. Si te duele, hay analgésicos en el botiquín.


Sus problemas no tenían nada que ver con el cambio de presión, sino con tener que esconder las razones de su estancia allí sin contarle mentiras. El problema era permanecer concentrado en lo que tenía que hacer sin pensar en ella cada minuto.


Estaba enamorándose de Paula, y lo sabía. Y sí, empezaba a dolerle la cabeza.


—Estoy bien.


—¡Ah!


El monosílabo dejaba claro que había contestado en un tono demasiado brusco, y Pedro intentó suavizar su expresión.


—Pero gracias por preguntar. ¿Cuánto tiempo falta para la cena?


—Una hora más o menos… —murmuró ella, sin mirarlo.


—Bueno, entonces voy a leer un rato.


—¿Pedro?


Él se volvió. ¡Qué preciosa era…! Las lágrimas le habían dado un brillo especial a sus ojos, que ahora eran de un azul diferente… Como las tazas que tenía su abuela. «Azul china» se llamaba. Eternos y preciosos, como Paula. Tenía los labios ligeramente hinchados, y le habría gustado besarlos hasta que los dos se quedaran sin aliento. Le habría gustado subir a la habitación, desnudarla y hacerle el amor sobre ese edredón hecho a mano, hasta que estuvieran envueltos en sombras. Le gustaría decirle la verdad y sentirse liberado. Pero no podía hacer ninguna de esas cosas.


—¿Qué, Paula?


—Vamos a dar un paseo mientras se termina la cena —dijo ella entonces—. Quiero enseñarte cómo es ese viento de las montañas.


Salir de la casa era seguramente muy buena idea. De no ser así, podría hacer alguna tontería, como besarla de nuevo. O decirle lo que sentía por ella. Ridículo.



****


Una vez fuera, bien abrigados,Paula lo llevó hasta la carretera, asfaltada sólo a trozos. Él era un chico de ciudad; el campo y la simplicidad de la vida al aire libre, eran una revelación para él.


—¿Ves eso? —preguntó ella, señalando un punto luminoso entre un grupo de nubes blancas—. Ése es un arco chinook. Como un arco iris horizontal. He visto la nieve derretirse tan deprisa, que por el ruido, uno juraría que estaba lloviendo.


—Este sitio te encanta, ¿verdad?


—Nunca he estado en ningún otro sitio. Ésta es mi casa.


—Es muy diferente al sitio de donde yo vengo.


—¿Florida?


Pedro sonrió. Sólo llevaba en Florida un par de años, y aunque le gustaba mucho, no lo consideraba su casa.


—No, yo nací en Filadelfia, donde aún viven mis padres. ¿Has estado allí alguna vez?


—No, yo no viajo mucho. Pero estuve en Vancouver hace unos años.


Siguieron caminando; el viento movía el pelo de Paula alrededor de su cara.


—¿No te gusta viajar?


—Juana iba al colegio y durante las vacaciones teníamos clientes en el hostal, así que… Nunca he podido hacerlo.


—Hasta hace un par de semanas… —murmuró Pedro—. Y entonces me tuviste que soportar a mí. Lo siento mucho.


—No, por favor… Al contrario —Paula intentó apartarse el pelo de la cara—. Supongo que tú has estado en todas partes.


—He estado por ahí, sí… En Oriente Medio, en Europa con los marines, por todo el norte de Estados Unidos, pero…


—¿Pero qué?


Pedro sacudió la cabeza. Dudaba que ella pudiera entender los sitios en los que había estado o las cosas que había visto.


—Pero no hay nada como la casa de uno… Y además de la casa de mis padres, estar contigo es lo más parecido.


Paula tragó saliva. No quería darle a esas palabras más importancia de la que tenían, pero…


—¿Y tu casa en Florida?


¿Su casa en Florida? Era un sitio medio vacío, funcional, un lugar para comer y dormir.


—No es un hogar de verdad.


Sabía por el brillo de sus ojos que a Paula le habría gustado seguir preguntando, pero en lugar de hacerlo puso una mano en su brazo, sin darse cuenta de cómo ese gesto tan sencillo lo emocionaba.


—Entonces me alegro de que estés aquí.


Pedro estaba sorprendido. Cualquier otra mujer le habría preguntado si tenía novia o si estaba casado, pero Paula no lo había hecho. Seguramente había aprendido a aceptar las cosas como eran, sin cuestionarlas. Y casi quería que le preguntase para decirle que no, que nadie podía reclamar su corazón.


Ella se volvió para seguir caminando y Pedro tomó su mano.


—Gracias por estar ahí, por escucharme. Me ha ayudado mucho, más de lo que te imaginas.


—Algo está pasando entre nosotros. Los dos lo sabemos.


—Yo… No estoy preparada para eso.


—Lo sé, Paula, pero no salgas corriendo. Los dos hemos estado dándole vueltas a esto hasta que… Ya no sabemos cómo actuar. Así que voy a decirlo directamente: Me siento atraído por ti. Más de lo que puedes imaginar.


Ella abrió y cerró la boca un par de veces, antes de encontrar palabras.


—Y yo he empezado a confiar en ti, Pedro. Y eso me da miedo. No quiero empezar nada. Hay demasiadas razones para no hacerlo.


Pedro apretó los labios. Sabía que Paula confiaba en él cada día más. Y no debería hacerlo. Se sentiría engañada cuando supiera que le había escondido ciertas cosas.


Pero no podía contarle la verdad. No podía decírselo y salir por la puerta cada día, sabiendo lo preocupada que iba a dejarla. Eso era lo último que necesitaba. Sabía que no debería sentir nada por ella, pero al final, la atracción fue demasiado poderosa.


—Lo siento, Paula. Tengo que hacerlo… —murmuró, inclinándose para besarla.


Y a pesar de sus protestas, a pesar de todas sus razones para no hacerlo, Paula abrió los labios. El viento soplaba a su alrededor levantando polvo de nieve, y Pedro la apretó más, hasta que sus cuerpos estuvieron literalmente pegados el uno al otro.


Allí estaba, haciendo lo que se había prometido a sí mismo no hacer. Supuestamente, además, habían salido a pasear para que eso no ocurriera. Respirando profundamente, la soltó y dio un paso atrás.


Pedro… —protestó ella.


—Eres demasiado vulnerable, cariño. Los dos lo sabemos.


—Creo que soy lo bastante mayor como para saber lo que quiero.


Paula levantó la barbilla, orgullosa.


Lo deseaba. Su respuesta había dejado claro, que lo deseaba tanto como la deseaba él.


Paula sostenía su mirada, intentando parecer más fuerte, más decidida de lo que era.


—Pero no creo que lo vieras de la misma forma mañana… —suspiró Pedro—. Y no quiero aprovecharme de ti. No quiero hacerte daño, Paula. Además, estamos en medio de la carretera.


Ella miró a derecha e izquierda, como sorprendida.


—Es verdad, no me había dado cuenta.


Se dieron la vuelta con el viento a sus espaldas, casi empujándolos hacia la casa. Pero cuando llegaron al porche 


Paula se detuvo de repente.


—¿Qué hacemos ahora? —preguntó con voz trémula.


Pedro sabía muy bien lo que quería hacer. Y sabía también que era imposible.


—Sinceramente, no tengo ni idea…






IRRESISTIBLE: CAPITULO 15




—Paula, espera…


—Déjame en paz, por favor. Estoy bien.


Pero no estaba bien. Se sentía avergonzada, vulnerable, como una tonta. Estaba convirtiéndose en una costumbre que Pedro la viese llorar, que tuviera que consolarla, y eso que tenía que terminar de una vez por todas. Él era por su oficio, un protector. Pero no era su protector.


No se había dado cuenta de que estaba tras ella hasta que la tomó del brazo.


—He visto tu expresión, Paula. He tenido que sujetarte porque te caías al suelo. Sé que no estás bien, así que puedes contarme qué te pasa.


Ella intentó respirar, pero no era capaz de llevar aire a sus pulmones. Estaba tan cansada… Cansada de tener miedo, de fingir que no lo tenía.


—Por favor, no seas tan amable conmigo. No puedo soportarlo.


—¿Por qué?


Esa pregunta era lo que necesitaba, algo para olvidarse del calor de su mano.


—¿Quieres razones? Vamos a empezar por el hecho de que sólo vas a estar aquí unas semanas. Sólo estás de paso, Pedro. Y además, eres un comisario de policía. Por no hablar de… —Paula se detuvo un momento, cortada—. ¡Por no hablar de que tienes casi diez años menos que yo! Y eso es lo último que necesito.


—¿Te he dado a entender yo que quisiera algo más que una buena amistad?


—¡Constantemente! Empezando por la noche que me besaste un dedo.


—¡Ah, sí! Cuando te pusiste tan nerviosa que se te cayó la taza —sonrió Pedro—. Y deberías saber que tu edad no me importa en absoluto. Sólo es un número.


Él dio un paso adelante e instintivamente Paula dio un paso atrás.


—No coquetees conmigo, Pedro. Los dos somos muy mayorcitos para eso.


—Sólo quería ayudarte y tú haces que me sienta culpable. A lo mejor te gustaría explicarme por qué…


¿Cómo podía explicarle que estar con él la hacía sentir más vulnerable que nunca? Su profesión la asustaba y la atracción que sentía por él, también. Todos esos miedos se mezclaban con las heridas del pasado, y el resultado era una mujer que no era capaz de actuar con sentido común.


—No puedo hacer esto. No puedo ponerme a llorar delante de un cliente. Y eso es lo que eres, aunque a veces se me olvida. Por favor… Déjame, Pedro.


Pero él no le hizo caso.


—Creo que los dos sabemos que no soy un simple cliente. Ya no.


Pedro tiró de ella para envolverla en sus brazos.


Su olor, el calor de su cuerpo… Paula no podía seguir luchando contra él y contra todas las emociones que había tenido que esconder desde la detención de Juana el verano anterior, y apoyando la cabeza en su pecho, dejó que las lágrimas rodaran por su rostro.


Sabía que no debía hacerlo, pero lo necesitaba tanto… ¿Por qué ahora, después de tanto tiempo, por fin se sentía conectada con alguien? Había tantas razones por las que Pedro Alfonso era el hombre equivocado para ella, que incluso podría enumerarlas: Era un nombre que vivía para su trabajo y a quien no importaba el peligro. Tenía nueve años menos que ella… Y ni siquiera vivían en el mismo país. Y en poco tiempo se habría ido.


Paula, con la cara enterrada en el torso masculino, se dio cuenta de que lo echaría de menos cuando se fuera.


Pero tenía aquel momento, se dijo. Poco a poco dejó de llorar y se percató entonces de que Pedro estaba pasando la mano por su espalda, como si fuera una niña.


—Confía en mí… —murmuró—. Tienes que hablar con alguien y yo estoy aquí.


Paula hizo un esfuerzo para levantar la cabeza. «Es tan hermoso…», pensó, atónita. No sólo su cuerpo, no sólo el color de sus ojos, la línea de sus labios o el hoyito en la barbilla. Era hermoso por dentro. Fuerte y obstinado, pero también un hombre de principios, cariñoso y compasivo. Y le gustaría compartir su carga con él. Necesitaba hacerlo. 


Había intentado fingir que el pasado ya no existía, pero no podía seguir haciéndolo.


—¿Qué quieres saber?


—Lo que tú quieras contarme. Por ejemplo, cómo terminaste aquí. Quiero… —Pedro tragó saliva y ella contuvo el aliento, esperando—. Quiero saberlo todo sobre ti.


Paula asintió con la cabeza. Estaba tan cansada de los miedos, de las reservas…


—Entonces te lo contaré. Pero será mejor que encendamos la chimenea. Hace un poco de frío.


—Una chimenea, marchando —sonrió Pedro.


—¿Te apetece tomar una copa?


—Sí, gracias. Eso nos animará un poco.


Cuando volvió de la cocina con dos copas y una botella de whisky, la chimenea estaba encendida y él sentado en el sofá, mirando el fuego.


—Espero que te guste el whisky… Es lo único que tengo.


—¿Por qué no empiezas por el principio? —sugirió Pedro, mientras Paula se sentaba a su lado—. Sé que perdiste a tus padres y a tu marido, pero tiene que haber algo más para que estés tan dolida.


—Sí, bueno…


—¿Y por qué abriste un hostal en medio de ninguna parte?


Paula sirvió las copas y subió las piernas al sofá, apoyándose en el respaldo.


—Mi infancia fue normal hasta que mis padres murieron… Cuando yo tenía dieciséis años. Entonces tuve que empezar a cuidar de mí misma. En ese momento había dejado de ser «la hija de alguien». Desde entonces era Paula, la huérfana que había tenido que abrirse camino en la vida.


—¿Cómo murieron?


—En un accidente de coche.


—Lo siento mucho. Supongo que fue horrible para ti.


—Sí, lo fue.


—¿Tenías algún sitio al que ir, alguien que cuidase de ti?


Paula sonrió con tristeza.


—No, pero conseguí un trabajo, intenté entender lo que había pasado, y seguí adelante.


—¿Y luego?


—Luego conocí a Miguel. Era un primo segundo, el hijo de una prima que lo había tenido siendo muy joven, y que no sabía nada de la vida, con lo cual el niño acabó en una casa de acogida —Paula apartó la mirada un momento—. Entonces yo tenía veintiún años y él once. Era la única familia que me quedaba, y… No sé, necesitaba agarrarme a eso.


—Tú lo necesitabas tanto como él a ti.


Ella asintió con la cabeza. Así había sido. Miguel le había dado un propósito en la vida, aunque dudaba que él lo supiera.


—Yo tenía un trabajo fijo y un apartamento en Sundre, así que pedí la custodia de Miguel y me la concedieron. No sé quién se quedó más sorprendido, él o yo.


—Y os convertisteis en una familia.


—Así es. Miguel era un buen niño, aunque estaba muy asustado. No confiaba en la gente y era lógico. Yo hice lo que pude por él, pero era muy joven y aún estaba dolida por haber perdido a mis padres de golpe. Y entonces conocí a Tomas, mi marido. Miguel era un adolescente cuando nos casamos y supongo que sintió que estaba molestando, aunque nunca dijo nada. Nunca hablaba mucho de esas cosas —Paula sonrió—. En fin, pensé que nunca encontraría a nadie a quien pudiera confiarle su corazón, pero así fue.


—¿Cómo te pasó a ti con Tomas?


Paula se dio cuenta entonces de que había estado contándole cosas que no había pensado contarle. Quizá fuera el calor de la chimenea, el whisky, el ambiente íntimo… 


O que Pedro le pareciese una persona de confianza.


Fuera lo que fuera, algo había cambiado. Quizá sin darse cuenta, poco a poco estaba dejando de luchar contra sus sentimientos, y le sorprendía ver que había bajado la guardia por completo.


Pero ahora Pedro había mencionado a Tomas y eso era diferente. No sabía si podría seguir. Desde luego, no era tan fácil como hablar de Miguel. Tomas había hecho por ella lo que Grace, la esposa de su primo, había hecho por Miguel: Le había dado un sitio donde poner su corazón. O eso había pensado.


Perderlo fue lo más horrible que le había pasado nunca, y había tenido que hacer uso de todas sus fuerzas para seguir adelante. Incluso ahora le faltaban piezas a su vida.


Entonces recordó el beso de Pedro en la cocina, lo que había sentido…


No podía volver a pasar. No podía sentir eso de nuevo porque la última vez había acabado aplastada bajo todos esos sentimientos. Era una situación extraña confiar en Pedro, y sin embargo, tener que alejarlo de ella. Y hablar de su difunto marido haría que cualquier hombre quisiera echar el freno.


—Sí, le confié mi corazón a Tomas.


—Y entonces murió, dejándote sola con Juana —Paula asintió, con un nudo en la garganta


—Ven aquí…


Pedro le quitó la copa de la mano antes de estrecharla entre sus brazos. Ella sabía que debería mantener las distancias, pero le gustaba tanto…


—¡Oh, Pedro…! —suspiró, mirando las llamas.


¿Por qué tenía que ser tan perfecto? ¿Por qué después de tantos años, Pedro Alfonso tenía que hacerla sentir cosas que no había sentido en tanto tiempo? Incluyendo la necesidad de hablar del pasado.


—¿Puedes hablarme de él?


Paula tragó saliva.


—No lo sé… —susurró.


—Me gustaría que lo hicieras… Si tú quieres.


—No hablo de Tomas con nadie, y hablar de él ahora… No es fácil para mí.


Pero, ¿por qué no contárselo y liberarse de una vez por todas? En un par de semanas, Pedro volvería a Florida y se olvidaría de ella y de su difunto marido.


¿Cuál sería el beneficio de una aventura?, se preguntó entonces. Porque sabía que existía la posibilidad de que Pedro y ella tuvieran una aventura. Él se marcharía y lo echaría de menos. Porque ella no tenía aventuras amorosas. Y tampoco tenía relaciones serias, claro.


Pero Pedro estaba vivo, era real. Y si no tenía cuidado, acabaría con el corazón roto. Sería una tontería, sí. Quizá contárselo los uniría un poco más, pero desde luego enfriaría la atracción que había entre ellos.


—Yo era camarera entonces, y Tomas era guardia de seguridad en la refinería que hay a la salida del pueblo. La primera vez que nos vimos le tomé el pelo, porque había pedido un pastel de nata a las seis de la mañana —Paula recordó a un Tomas joven y enérgico, rubio, con hoyitos en las mejillas… Y enseguida se dio cuenta de que se había quedado callada—. Perdona.


—No, nada. Sigue, por favor.


—Yo me había hecho cargo de Miguel y estaba trabajando en dos sitios a la vez para llegar a fin de mes. Tomas fue como un soplo de aire fresco. En nuestra primera cita organizó una merienda en el campo, porque como siempre le estaba atendiendo yo en la cafetería, esa vez quería que fuese al revés —Paula se puso colorada—. Y yo me enamoré sin darme cuenta. Estaba necesitada de amor, supongo. Y él era todo lo que yo imaginaba que podía necesitar en la vida. Nos casamos tres meses después y siete meses más tarde nació Juana.


—¿Y os vinisteis a vivir aquí?


Ella asintió con la cabeza. Recordaba muy bien el día que Tomas la llevó allí, en otoño, con Juana envuelta en una mantita. Se había enfadado tanto con él al descubrir que había comprado la casa sin consultárselo siquiera… ¡Qué bobada discutir por algo así, cuando la verdad era que la casa le encantaba!


—Sí, vinimos aquí. Tomas ganaba bastante dinero en la refinería y yo podía quedarme en casa con Juana. Incluso pensamos en tener más hijos.


Pedro levantó la mano derecha para acariciar su pelo.


—¿Querías tener más hijos?


—Sí, entonces sí… —Paula se detuvo, sin saber cómo seguir. No estaba acostumbrada a hablar de cosas tan personales en voz alta, pero lo estaba haciendo desde que Pedro había aparecido en su casa—. Tomas arregló algo que se había roto dentro de mí cuando perdí a mi familia.


—Pero murió.


—Sí. Y ese día me di cuenta de que daba igual lo que hiciera, la gente a la que quería iba a dejarme siempre. Sólo me quedaba Juana.


—Y por eso te preocupas tanto por tu hija. Estás esperando que le ocurra algo a ella.


Paula sintió que todo el miedo y la tensión desaparecían de su cuerpo. El hecho de que otra persona la entendiera era absolutamente liberador.


—Sí, eso es.


Pedro cerró los ojos mientras acariciaba su pelo. La pobre había sufrido tanto… Y él quería ayudarla, estar a su lado.


Paula le importaba muchísimo, y le asustaba saber que todo eso había ocurrido en sólo unos días.


Pero lo único que tenía absolutamente claro era que no podía hacerle más daño. Paula Chaves era demasiado importante como para jugar con ella. Nunca había conocido a una mujer tan fuerte y tan frágil a la vez. Una mujer que había recogido las piezas de su vida después de una tragedia, trabajando para ganarse la vida mientras criaba a dos niños.


Y no podía ser él quien volviera a hacerla sufrir.


Lo cual era terriblemente difícil, porque la deseaba cada vez más.


Paula confiaba en él, pero si supiera la verdadera razón por la que estaba en Mountain Haven, esa confianza desaparecería. No, cuando se fuese de allí, se iría con una sonrisa en los labios y cálidos recuerdos de lo que habían compartido.


Así tenía que ser.


De modo que no dijo nada. La apretó contra su corazón oyéndola respirar, sintiendo que la conexión que había entre ellos se hacía más profunda.


Nunca antes se había sentido tan cómodo con una mujer.


La deseaba, pero no podía tenerla después de todo lo que había ocurrido aquel día. No era el momento. Además, sabía que no se lo había contado todo. Se preguntó entonces cómo habría muerto Tomas…


Paula no le había contado eso ni los problemas de Juana con las drogas el año anterior. Y se preguntó si algún día confiaría en él por completo.


Pedro siguió abrazándola mientras se ponía el sol, preguntándose cómo iba a soportar los días que quedaban.