domingo, 10 de enero de 2016

DESTINO: CAPITULO 3




Fue una noche larga. Pedro no encontró ninguna excusa para librarse de la ruidosa y poco convencional cena familiar a la que se vio abocado, así que sacó fuerzas de flaqueza y lo sobrellevó tan bien como le fue posible. Pero, al final de la velada, estaba tan cansado como si hubiera estado levantando pesas.


Los chicos se pegaron codazos, se quejaron por la comida, se lanzaron objetos por encima de la mesa y hasta se pelearon porque no se ponían de acuerdo sobre a quién le tocaba limpiar. Para él, fue una tortura; para Paula, una cena como tantas otras, que presidió con una serenidad sorprendente.


Pedro estaba maravillado con ella. Era una especie de árbitro que siempre sabía lo que debía hacer. Bromeaba con los chicos, suavizaba las situaciones más tensas y les toleraba algunos excesos, pero sin permitir nunca que se pasaran de la raya.


Justo entonces, David se enfadó y amenazó con lanzar una patata a Tamara. Al parecer, le había confiado un secreto que la chica pretendía desvelar.


–Basta ya –protestó Paula.


–Eres tonto, David –dijo Tamara, sin darse por aludida–. Tu secreto no le interesa a nadie. ¿Quién querría saber que…?


–¡Tamara! –gruñó el chico, a punto de perder la paciencia.


Tamara se limitó a sonreír con malicia.


–¡Mamá, dile que no lo cuente! –imploró David.


–A mí no me metáis en vuestros asuntos –dijo Paula–. Solucionadlo ahora mismo o marchaos de aquí.


David suspiró y miró a Tamara.


–¿Qué quieres a cambio de tu silencio?


–Yo no quiero nada –respondió Tamara con indignación–. ¿Se puede saber qué te pasa? Solo estaba bromeando, imbécil.


Paula la miró con cara de pocos amigos.


–Está bien… Siento haberte insultado –continuó la chica–. Y siento haberte amenazado con contar tu secreto.


–Bueno, asunto resuelto –declaró Paula con alegría–. ¿Quién quiere helado de fresa?


–¡Yo!


–¡Y yo!


Todos respondieron del mismo modo, y Pedro se sintió en la necesidad de echar una mano a su anfitriona, aunque la apelación a las fresas despertó en él un apetito muy diferente.


–Deja que te ayude –dijo.


–No, gracias.


–¿Por qué no? Dijiste que todo el mundo tiene que ayudar… 


Ella sonrió.


–Es verdad, lo dije. Pero hay una norma que todavía no conoces.


–¿Cuál?


–Que nadie ayuda durante su primera noche en la casa.


–Sí, eso es cierto, pero ten cuidado a partir de mañana… – intervino Joaquin–. Mamá dirige la casa como si fuera un sargento de infantería.


–¿Ah, sí? ¿Un sargento? ¿Yo? –dijo Paula–. ¿Es que te quieres quedar sin postre?


–No te atreverás…


–Por supuesto que me atreveré.


Paula le quitó el helado que le acababa de servir y se lo pasó a David con un movimiento increíblemente rápido. Pero Joaquin reaccionó con la misma celeridad y le quitó a su vez el suyo.


–¡Devuélveme mi helado! –protestó Paula entre risas.


–De eso, nada.


–Devuélvemelo…


–Oh, vamos, mamá… No es bueno para ti –comentó mientras lo devoraba–. Los helados industriales tienen demasiadas calorías, por no mencionar el colesterol… 


Pedro rompió a reír.


–No es helado industrial –declaró Paula–. A decir verdad, ni siquiera es helado… es yogur congelado.


–Qué asco… –dijo David.


–Pues te dará mucho asco, pero te lo estás comiendo… 


David rio.


–Si lo llego a saber, ni siquiera lo habría probado.


–Lo sé. Por eso os he mentido –dijo Paula, triunfante–. Espero que no volváis a protestar cuando os ofrezca yogur.


Al ver que Pedro y Joaquin seguían riendo, Paula añadió:
–Os lo estáis pasando en grande, ¿eh? Veremos si os divertís tanto mañana, porque os toca preparar la comida.


–¿Podemos preparar hamburguesas? –preguntó Pedro.


–De ninguna manera –respondió Paula


–Pues te aseguro que no voy a preparar verduras…


Los chicos aplaudieron a Pedro, que se giró hacia Joaquin y preguntó:
–¿Te apetece que mañana salgamos de pesca?


Joaquin dudó un momento antes de contestar.


–Sí… Supongo que sí.


–En ese casco, comeremos pescado –sentenció Paula–. Pero será mejor que estéis de vuelta a las cinco y media, y con peces suficientes para todos. De lo contrario, descongelaré el pollo que tengo en el frigorífico.


–Mujer de poca fe… –dijo Pedro–. ¿Es que no confías en nosotros?


–No. Aunque me encantaría equivocarme.


Paula le lanzó una mirada tan intensa como cargada de desafío. Si hubiera sido otra mujer, Pedro habría pensado que estaba coqueteando; pero Paula se comportaba como si no fuera consciente del efecto que causaba en él.


Cuando ella se levantó de la mesa y empezó a recoger los platos vacíos, él se le acercó y, sin poder refrenarse, le pasó un brazo alrededor de la cintura.


–Estás jugando con fuego, Paula.


Pedro lo dijo en un susurro, para que los chicos no se enteraran. Pero lo oyeron y rompieron a reír.


Paula se puso tan pálida que él la soltó al instante, sintiéndose culpable. ¿Qué diablos estaba haciendo? 


Aquella mujer lo había invitado a quedarse en su casa, y él le pagaba el favor por el procedimiento de intentar seducirla.


Su carácter le había jugado otra mala pasada. Cada vez que alguien le planteaba un desafío, lo aceptaba e intentaba ganar. Y Paula Chaves era todo un desafío. Pero se prometió que, esta vez, mantendría las distancias.


Desgraciadamente, el sentido común de Pedro se esfumó en cuanto volvió a mirar sus ojos azules.


Paula le gustaba demasiado.





DESTINO: CAPITULO 2





Paula estaba espantada. Siempre había sido una mujer tranquila, perfectamente capaz de controlarse. No perdía la calma, no consideraba la posibilidad de matar a un invitado y, por supuesto, no amenazaba a nadie con cuchillos.


¿Qué le estaba pasando? ¿Cómo era posible que Pedro Alfonso tuviera ese efecto en ella?


Justo entonces, alguien le tiró de la falda. Paula bajó la cabeza y vio que Tomas la estaba mirando con inquietud. El pobre chico lo había pasado muy mal. Había pasado sus primeros años de vida en Afganistán y, aunque ya llevaba dos años con ella, se ponía particularmente nervioso en las situaciones de tensión.


–¿Quién es ese hombre? ¿Es el fontanero?


–No, no es el maldito fontanero –respondió Paula, incapaz de refrenarse.


–¡Has dicho una palabra fea! –intervino Melisa, encantada.


–Oh, lo siento… –se disculpó–. Es verdad. Es una palabra fea y no debería haberla pronunciado. Venga, id a vuestras habitaciones y poneos ropa seca.


–Pero yo quiero nadar… –protestó la niña.


–Pues no podrás nadar en una semana como no estéis en vuestras habitaciones antes de que cuente tres –dijo Paula, tranquilamente.


Melisa salió corriendo y Tomas la siguió más despacio, cojeando. Todavía no estaba totalmente recuperado de la herida que había sufrido en Afganistán, al recibir un impacto de metralla en una pierna.


–¡Paula! –gritó Tamara desde el servicio–. ¡Me estoy empezando a cansar!


–Oh, no…


Paula entró en el cuarto de baño y la encontró con el dedo puesto en el grifo roto. Pedro reapareció al cabo de unos momentos.


–¿No crees que deberías cortar el agua? –dijo ella, de mala manera.


–Ya la he cortado –le informó.


–Ah… En ese caso, ya puedes quitar el dedo del grifo, Tamara.


Tamara sacudió la cabeza.


–No, no puedo.


–¿Por qué?


–Porque ahora no lo puedo sacar.


Pedro se sentó en el borde de la bañera, alcanzó el jabón y frotó el dedo de Tamara, para sacárselo del grifo. Cuando lo consiguió, le secó el dedo con una toalla, lo inspeccionó para asegurarse de que no se había hecho ningún corte y dijo:
–Muchas gracias, Tamara. Si no hubiera sido por ti, habría agua por toda la casa. Has hecho un gran trabajo.


Tamara sonrió de oreja a oreja, y Paula se emocionó. Era la primera vez que la veía tan contenta. Siempre había sido una chica retraída, con dificultades para relacionarse con los demás. Pero Pedro se la había ganado con un poco de dulzura y unas palabras de aliento.


–¿Estás bien, cariño? –le preguntó.


–Sí –dijo Tamara, sin dejar de sonreír–. No tengo ni un rasguño.


–Excelente… Y ahora, ¿me podrías hacer un favor?


–Claro…


–Primero, asegúrate de que Melisa y Tomas están bien y, después, intenta que Pablo y David limpien la cocina. Casi es hora de cenar. Estaré con vosotros dentro de un momento.


La joven asintió, miró a Pedro y preguntó con inseguridad:
–¿Te vas a quedar?


–Por supuesto. Por lo menos, hasta después de la cena – contestó con humor.


Tamara se fue y Paula fregó el suelo. No se atrevía a mirar a Pedro, que seguía sentado en el borde de la bañera.


–Te has portado muy bien con Tamara –dijo al cabo de unos segundos–. Gracias.


Pedro alcanzó una guía de fontanero y la introdujo por el desagüe.


–De nada… Es una niña encantadora.


–¿Niña? Será mejor que no le llames eso cuando estés delante de ella –le advirtió–. Tiene dieciocho años.


Pedro movió la guía en el interior del desagüe y, al sacarla, descubrió que tenía enganchado un pequeño dinosaurio de plástico. Después, dejó el muñequito a un lado y siguió hurgando en la cañería.


–Parece que la conoces muy bien –dijo, distraído.


–Bueno, conozco bien a las adolescentes, pero no estoy tan segura de conocer a Tamara.


Él la miró con extrañeza.


–¿No es hija tuya?


–Ninguno de los chicos es hijo mío –contestó Paula, un poco a la defensiva–. Pensé que Lisa te lo había explicado.


–Lisa no entró en detalles. Dijo que tenías varios chicos a tu cargo, pero supuse que algunos serían tuyos.


–Pues no lo son.


Tras un momento de silencio, Pedro le lanzó una mirada y dijo:
–Háblame de Tamara.


–¿De Tamara? No hay mucho que contar. Digamos que tuvo problemas en casa.


Paula no estaba de humor para dar explicaciones sobre la situación familiar de la adolescente, que había sufrido malos tratos a manos de su padre. Pero Pedro resultó ser más perceptivo de lo que había imaginado.


–¿Insinúas que la pegaban?


–Eso me temo. Aunque a veces me olvido de lo mal que lo pasó. Tamara tiende a esconder sus emociones tras una imagen de chica dura.


–¿Se escapó de su hogar?


–Ojalá se hubiera escapado. Tendría menos cicatrices.


–Yo no estoy tan seguro de eso –Pedro la volvió a mirar–. Solo tienes que pasar por determinadas zonas de Miami para ver lo que les pasa a los chicos que se fugan y se ven obligados a ganarse la vida por su cuenta.


Ella suspiró.


–Sí, eso es cierto, pero el padre de Tamara era una verdadera bestia. Han pasado cinco años desde que se marchó de su casa y todavía desconfía de los hombres. De hecho, desconfía de todos los adultos… posiblemente, porque ningún adulto la ayudó.


–No me extraña que desconfíe.


–Ni a mí. Pero eso no me sirve de mucho cuando me trata como si yo fuera el enemigo. A veces pienso que no puedo hacer nada por ella.


–Oh, vamos… Está contigo, ¿no? Algo bueno estarás haciendo.


–Tal vez.


Paula se sintió halagada y sorprendida a la vez por el comentario de Pedro. Había estado tan preocupada con Tamara que quizá no se había dado cuenta de que se había empezado a ganar su confianza. Y le pareció curioso que aquel desconocido de mirada penetrante lo hubiera notado antes que ella.


De repente, tuvo la sensación de que el cuarto de baño había encogido. Pero al cuarto de baño no le pasaba nada. 


Sencillamente, se empezó a sentir demasiado femenina por culpa de Pedro, que resultaba mucho más masculino y más abrumador en la intimidad de un espacio tan pequeño.


–No hace falta que te quedes –dijo, deseando que se fuera–. Yo me encargaré de limpiar el agua.


–Prefiero terminar con las cañerías.


–No te molestes. Mañana llamaré al fontanero.


–¿Para qué? Ya me tienes a mí… 


–Entonces, te pagaré.


–De ninguna manera.


Paula estaba tan tensa que perdió la calma.


–¡Maldita sea! No voy a permitir que vengas a mi casa y desafíes mi independencia.


Pedro rompió a reír.


–¿Desafiar tu independencia? ¿Por arreglar las cañerías?


Paula no lo pudo evitar. Su risa era tan contagiosa que el enfadó se le pasó al instante.


–Bueno, es posible que me haya excedido un poco – admitió–. Es que estoy acostumbrada a hacer las cosas por mi cuenta, sin ayuda de nadie.


–Lo comprendo. Pero, si voy a vivir aquí, tendré que hacer mi parte –alegó Pedro–. Los chicos tienen sus tareas y yo debo tener las mías.


–No es lo mismo. Tu estancia solo será temporal.


Paula lo dijo sin emoción alguna, pero Pedro notó un fondo de amargura en sus ojos y sintió curiosidad. ¿De dónde vendría? ¿Sería consecuencia de una experiencia personal? ¿O el resultado de haber visto demasiadas cosas terribles, demasiados niños abandonados, demasiados corazones rotos? Fuera como fuera, ella se dio cuenta de que lo había notado y se escondió tras su fachada de seguridad con tanta soltura que Pedro lo lamentó.


Durante un segundo, había sentido la tentación de acercarse a aquella mujer estoica y tomarla entre sus brazos. La tentación de prometerle una vida feliz, llena de amor y de afecto. La tentación de asegurarle que la vida no era tan terrible como parecía.


Sin embargo, se contuvo y siguió trabajando en el sumidero. 


Hasta que, al cabo de un par de minutos de silencio incómodo, ella se marchó.


Pedro se quedó a solas con el aroma a fresas que Paula había dejado en el cuarto de baño, un olor más excitante que ningún perfume. Se preguntó si sus labios también sabrían a fresas, y pensó que había cometido un error al no dejarse llevar por el deseo de besarla. Aunque solo fuera para aliviar su necesidad.


Estaba tan alterado que se desconcentró y se arañó los nudillos con el borde del desagüe.


–Maldita sea…


Miró la sangre de la herida y se levantó para sacar un antiséptico del armario. Pero casi agradeció el dolor, porque bloqueó parcialmente el inesperado e inexplicable sentimiento de pérdida que lo embriagaba.


Por lo visto, su estancia en la casa de Paula Chaves iba a ser más difícil de lo que había imaginado.




DESTINO: CAPITULO 1




A última hora de la tarde del domingo, Pedro detuvo su camioneta en el arcén y apagó el motor. Sin embargo, no se detuvo porque quisiera admirar la espectacular puesta de sol, sino porque se había quedado horrorizado con el edificio que se alzaba al este; quizá, la casa peor diseñada que había visto en su vida.


Como ingeniero y amante de la arquitectura que era, aquel engendro ofendía su sentido de la estética, de las proporciones y hasta del color.


La vivienda, que probablemente había sido una bonita casa campestre, se extendía por una estrecha lengua de tierra que se internaba en el Atlántico. Pero la habían ampliado sin orden ni concierto, ajustándola a los obstáculos naturales que habían encontrado en el camino.


Una de las alas giraba a la izquierda para evitar la abrupta curva de la playa y otra, se desviaba un poco para sortear un árbol. En cuanto a los tejados, ni siquiera se encontraban al mismo nivel. Y el color no podía ser más singular: una mezcla de tonos salmón, azul grisáceo y amarillo que, lejos de resultar relajantes, ofendían a la vista.


Pedro sacudió la cabeza y pensó que era digna de su dueña, Paula Chaves.


La había conocido durante la boda de su mejor amigo, y le había causado una impresión dudosa. Paula era una mujer alta y huesuda cuyo cabello negro parecía víctima de un cortacésped. Además, su concepto del maquillaje se reducía a un toque de carmín en unos labios generosos que no dejaban de moverse, porque hablaba sin parar. Y, por si eso fuera poco, tenía opiniones rotundas sobre todos los temas imaginables.


Opiniones que raramente coincidían con las suyas.


Entonces, ¿qué estaba haciendo allí? ¿Cómo era posible que Tobias y Lisa lo hubieran convencido? La idea de pasar varios meses en la casa de una mujer como Paula Chaves era sencillamente disparatada. Pero debía de estar tan loco como sus amigos, porque había aceptado su sugerencia.


Por desgracia, no tenía muchas opciones. Lo habían contratado para que supervisara la construcción de un centro comercial en Marathon, una localidad cercana. Pero enero era un mes difícil en los Cayos de Florida. Los hoteles, hostales y pisos de alquiler estaban abarrotados de turistas, y los pocos sitios que seguían disponibles solo admitían estancias cortas.


A pesar de ello, los visitó todos. Y descubrió que la mayoría eran habitaciones pequeñas con una ducha igualmente minúscula donde un hombre tan alto como él habría sufrido un ataque de claustrofobia.


Por supuesto, quedaba la alternativa de alojarse en Miami y viajar todos los días a Marathon. Pero Pedro conocía sus limitaciones. El tráfico era infernal en aquella época del año, y no soportaba la perspectiva de condenarse a un atasco diario entre un montón de turistas que conducían fatal porque prestaban más atención al paisaje que a la carretera.


Cuando ya empezaba a estar desesperado, Lisa le informó de que Paula estaba dispuesta a ofrecerle una habitación en su casa y a prepararle incluso las comidas sin más condición de que hiciera su parte de la compra.


Pedro se quedó tan sorprendido que la miró con desconfianza y preguntó:
–¿Por qué me ofrece una habitación? No se puede decir que yo le cayera precisamente bien cuando nos presentaron.


–Bueno, ya sabes cómo es –contestó su amiga con una de sus encantadoras sonrisas.


Sin embargo, Pedro no lo sabía. Ni sabía cómo era ni lo quería saber. Y, no obstante, había hecho el equipaje, lo había metido en el maletero y se había puesto en camino hacia la casa de Paula Chaves, después de comprar comida y bebida en el supermercado local.


Respiró hondo, arrancó y, un par de minutos después, aparcó junto al edificio. Estaba sacando las maletas y las bolsas de provisiones cuando sintió un golpe a la altura de la rodilla y las bolsas salieron volando. Pedro se lanzó a rescatar las cervezas como si la vida le fuera en ello, porque tenía la impresión de que iba a necesitar más de un trago para soportar a aquella mujer.


Al darse la vuelta, vio que una niña rubia, de alrededor de tres años, lo miraba con solemnidad. Tenía un pulgar metido en la boca y una manta raída en la mano libre.


Pedro estuvo a punto de gemir. Se había olvidado de los niños. O, más bien, había hecho lo posible por olvidar el asunto. Los niños le ponían nervioso. Hacían montones de preguntas, pedían cosas todo el tiempo y eran una fuente constante de disgustos para sus padres. Pero aquella niña le cayó bien. Parecía tan inocente como tranquila.


–Hola… –dijo con cautela.


La niña no dijo nada.


–¿Dónde está tu mamá?


De repente, los ojos azules de la pequeña se llenaron de lágrimas. Y, luego, para horror de Pedro, se sacó el pulgar de la boca y salió corriendo mientras daba gritos desaforados que habrían despertado a un muerto.


Ya estaba a punto de subirse otra vez a la camioneta y marcharse de allí cuando Paula Chaves apareció con un cuchillo de cocina, furiosa.


Pedro se le encogió el corazón. No estaba acostumbrado a enfrentarse con mujeres armadas. Pero, al mirarla con más detenimiento, su susto inicial se transformó en sorpresa. 


Cualquiera habría dicho que no era la misma mujer que le habían presentado. Su cara le pareció enormemente más interesante y su figura, incomparablemente más sexy. De hecho, le gustó mucho. Incluso con un cuchillo en la mano.


–Ah, eres tú…


Paula bajó el cuchillo y se puso a recoger la comida que se había desperdigado por el suelo. Pedro no se dio cuenta, pero estaba tan nerviosa como él. Y no solo por los gritos de la niña, sino porque lo encontraba más atractivo de lo que le habría gustado.


–Siento lo de Melisa –continuó–. Porque supongo que habrá sido ella…


–Si te refieres a una niña de unos tres años que tiene tendencia a meterse el pulgar en la boca, sí –dijo Pedro con humor–. No sé qué he hecho, pero se ha asustado. He preguntado por su madre y ha huido entre gritos.


–Ahora lo entiendo.


Él frunció el ceño.


–¿Qué es lo que entiendes?


–Que se haya puesto así… Ha entrado en la casa como si hubiera visto al mismísimo diablo –contestó.


–¿Y por eso has salido con un cuchillo?


Paula miró el cuchillo como si lo viera por primera vez.


–Oh, lo siento…


–No lo sientas. Todas las precauciones son pocas – comentó–. Aunque supongo que te parezco inofensivo, porque no me has atacado con él.


Paula pensó que le parecía tan inofensivo como un hoyo lleno de víboras. ¿Cómo era posible que hubiera olvidado el efecto que le causaba? Especialmente, cuando el día de la boda se había dedicado a llevarle la contraria todo el tiempo.


–Creo que te debo una explicación sobre Melisa –dijo, cambiando de conversación–. Su madre la abandonó hace un año, sin decir una palabra. Por fortuna, una vecina la encontró al día siguiente y avisó a las autoridades… Cuando lo supe, no lo podía creer. ¿A quién se le ocurre dejar sola a una niña? Pobre Melisa… Todavía se despierta en mitad de la noche y se pone a llorar.


–Lo siento. No sabía nada. Pensaba que era hija tuya.


–Pues no lo es. Solo cuido de ella y de unos cuantos niños más, aunque algunos me tratan como si fuera su madre –le explicó–. Pero, ya que te vas a quedar una temporada, será mejor que te hable de ellos, para que los conozcas un poco y sepas tratarlos. Los mayores se acostumbran rápidamente a la gente. En cambio, los pequeños son más sensibles.


Pedro la miró con sorpresa.


–¿Cuántos chicos tienes en la casa?


–Cinco… Bueno, seis cuando Teo no se queda en la residencia de estudiantes –contestó–. Hoy están todos. Y, de vez en cuando, se presenta alguno de los que vivieron aquí… Pero solo a saludar.


Paula se dio cuenta de que Pedro, un hombre tan alto y fuerte que no debía de tener miedo a nada, dio un paso atrás como si quisiera huir. Y lo comprendió de sobra. Al fin y al cabo, ella quería huir desde que lo había visto en el exterior de la casa, con aquellos vaqueros desteñidos y aquella camiseta ajustada que enfatizaban su cuerpo.


–Bueno, dudo que los vea con frecuencia –dijo él con incomodidad–. Estaré trabajando casi todo el día.


–De todas formas, es mejor que los conozcas. Entra en la casa y te la enseñaré.


Paula lo llevó por la cocina porque era lo que estaba más cerca. Pero también era un desastre de platos, vasos y cubiertos sin limpiar, como todos los domingos.


–Disculpa el desorden. Los chicos no faltan nunca a la cena de los sábados, y siempre dejan la limpieza para el día siguiente –le explicó–. Pero no durará mucho. Dentro de veinte minutos, la cocina estará absolutamente inmaculada.


Pedro la miró con incertidumbre.


–¿Estás segura de que no seré una molestia? Sé que hablaste con Lisa y me ofreciste tu casa, pero creo que ya tienes bastantes problemas.


–¿Te lavarás tu ropa?


–Sí, claro.


–¿Y te harás tu cama?


–Sí, por supuesto.


–¿Sabes hacer café?


–Sí, pero…


–Entonces, no hay problema.


Paula no supo por qué había pronunciado esas palabras.


A decir verdad, había preferido que se buscara otro alojamiento. Cuando Lisa le pidió que le echara una mano, su primera reacción fue negativa. De ojos azules, hombros anchos, piel pecosa y cabello rubio, Pedro parecía la personificación de todo lo que Paula detestaba en los hombres. Era demasiado atractivo. Un peligro ambulante.


Además, tenían opiniones tan diametralmente opuestas que su primera conversación terminó en debate subido de tono. 


Paula ni siquiera recordaba de qué habían discutido. Solo sabía que había sido por algo intrascendente, relacionado con los entremeses.


Al pensarlo, se acordó de Lisa. Su amiga estaba presente cuando discutió con Pedro, y se había dedicado a mirarlos con interés. En su momento, no le dio importancia; pero luego, cuando le pidió que lo alojara en su domicilio, se dio cuenta de que tramaba algo. Y acertó.


–Piensa en Pedro como si fuera un proyecto –le había dicho Lisa–. Tendrás varias semanas para trabajártelo.


–Lisa, tengo seis niños en casa y una profesión agotadora – replicó ella–. No necesito un hombre. Necesito una niñera.


–Necesitas un hombre.


–Oh, no, a mí no me vengas con esas… Que tú estés felizmente enamorada no significa que los demás aspiremos a la misma suerte. Yo no necesito un hombre. Y mucho menos, un hombre al que le gusta la lucha libre. 


–A Pedro no le gusta la lucha libre.


–Bueno, quizá es el boxeo… 


–Eres una cobarde, ¿sabes?


–No digas tonterías. Es que no tengo tiempo ni ganas de rehabilitar a un tipo de treinta y siete años. Ya es tarde para él. 


–Eres psicóloga, Paula. Sabes que nunca es tarde para nadie.


–Nunca es tarde si quieren rehabilitarse. Pero dudo que Pedro Alfonso tenga el menor deseo de cambiar.


–Tómatelo como si fuera un experimento. Quién sabe, hasta es posible que puedas escribir un ensayo sobre él.


–Olvídalo, Lisa.


–No puedo. Ya le he dicho que se puede alojar en tu casa.


–¿Por qué has hecho eso?


–Porque supuse que no te opondrías. Nunca das la espalda a los desamparados.


Pedro tiene casa propia. Y, por lo que me has dicho de él, también tiene tantas pretendientas como una estrella de cine. No me necesita.


–Vamos, Paula…


–Está bien… Supongo que no pasará nada porque comparta habitación con Joaquin durante un par de semanas.


Extrañamente, su amiga no reaccionó con la alegría que Paula había imaginado. De hecho, la miró como si se sintiera culpable. Y Paula desconfió todavía más.


–¿Qué ocurre, Lisa? ¿Qué es lo que no me estás contando?


–Te lo digo si no te enfadas. Además, aún estás a tiempo de echarte atrás…


–¿Qué ocurre? Suéltalo de una vez.


–Que no se trata de un par de semanas, sino de un par de meses. O quizás, de tres o cuatro meses.


Paula protestó sin convencimiento alguno. Sabía que había perdido la partida, así que intentó acostumbrarse a la idea de tenerlo en casa. Pensándolo bien, la presencia de Pedro podía ser positiva para los chicos, aunque solo fuera porque les ofrecería un modelo masculino del que aprender.


Pero al verlo ahora, en la cocina, pensó que había cometido un error. Durante la boda, lo había encontrado tan molesto que había llegado a la conclusión de que se sentía incómoda por culpa de sus opiniones. Sin embargo, Pedro no había dicho nada durante los últimos minutos que pudiera explicar la desconcertante aceleración de su pulso. De hecho, parecía abrumado por las circunstancias.


Paula sacudió la cabeza y echó un vistazo a lo que Pedro había comprado. Había donuts, bolsas de patatas fritas, ganchitos y un montón de cosas así.


–Eso no puede estar en la casa. Tíralo a la basura –le ordenó.


Pedro la miró con espanto.


–¿Que lo tire a la basura? ¿Por qué? Lisa dijo que comprara comida y la he comprado…


–Has comprado comida basura, que es muy distinto. No puedo permitir que los chicos se atiborren de productos que son adictivos y malos para la salud.


–Pues no lo permitas. Me los comeré yo.


–No sabes lo que dices. No puedes traer esas cosas a la casa y esperar que no se las coman –afirmó.


–Entonces, las esconderé en mi habitación.


–¿Lo ves? Justo lo que yo te decía. Son adictivos. Eres adicto a la comida basura y ni siquiera te has dado cuenta.


–Yo no soy adicto a nada. Simplemente, me gustan.


–Oh, vamos…


Él frunció el ceño y la miró con tanta intensidad que ella retrocedió.


–Te pongas como te pongas, no lo voy a tirar a la basura.


–Muy bien, como quieras. Pero que no lo vean los chicos.


Pedro sonrió.


–Trato hecho.


Su actitud era tan arrogante y desenfadada a la vez que Paula sintió el deseo casi irrefrenable de abofetearlo. Y se maldijo para sus adentros. Ella no era de las que perdían los estribos. Ella era psicóloga, una profesional que creía en la importancia de la comunicación y en la necesidad de solventar los conflictos de forma civilizada.


¿Qué demonios le estaba pasando?


–¿Algo más? –preguntó Pedro.


Ella respiró hondo e intentó recordar que estaba con un amigo de Lisa y de Tobias. Además, su presencia sería temporal. Con un poco de suerte, se cansaría enseguida y se marcharía a otra parte.


–Ahora que lo dices, sí. La cena es a las siete, y todos ayudamos en lo que podemos.


–¿Eso es todo?


–Ni mucho menos. Aquí viven menores que no están acostumbrados a que les marquen los límites, así que necesitan normas –respondió–. Pero ya las aprenderás.


–Está bien…


Paula no esperaba que Pedro se mostrara tan razonable. Y, por algún motivo, eso aumentó su irritación.


–Bueno, te acompañaré a tu dormitorio.


Antes de que pudieran recoger su equipaje, oyeron gritos procedentes del otro extremo de la casa. Ella salió corriendo y él la siguió.


–¿Aquí grita todo el mundo? –preguntó Pedro por el camino.


–Solo en caso de desastre.


–¿Y los desastres son frecuentes?


Pedro la miró con una mezcla de pánico y curiosidad que a Paula le pareció divertida.


–No me digas que los gritos te ponen nervioso…


–No es que me pongan nervioso. Es que gritan tan fuerte que tengo miedo de que sea malo para sus pulmones.


–Sus pulmones gozan de buena salud. Salvo en el caso de Pablo, claro. Ya se ha acatarrado varias veces en lo que va de invierno.


Ann se detuvo en seco y añadió:
–Me preguntó por qué.


–¿De qué estás hablando?


–De Pablo. Me pregunto por qué se acatarra con tanta frecuencia.


–Pues no lo sé, pero… ¿no crees que deberías dejar esa preocupación para otro momento? Ese grito ha sonado de lo más inquietante.


–Sí, tienes razón –Paula se puso en marcha–. Aunque supongo que será por la bañera. A veces, las cañerías se atascan y el grifo pierde agua. Imagina lo que ocurre cuando coinciden las dos cosas.


Momentos después, Paula pisó un charco y resbaló. Pedro reaccionó rápidamente y la agarró de la cintura, impidiendo que perdiera el equilibrio. A ella le gustó tanto el contacto de sus manos que lamentó que la soltara.


–Quédate aquí –ordenó él–. Yo me encargaré de todo.


Ella sacudió la cabeza.


–No, ya me encargo yo…


Paula volvió a resbalar, y él dijo:
–Quédate donde estás o te romperás el cuello.


Pedro se abrió camino por el agua que ya empapaba las alfombras del pasillo. Paula lo miró con enfado, pero se contuvo.


Podía seguir discutiendo o podía ser práctica y ayudar.


Tras optar por lo segundo, recogió las alfombras, las llevó al exterior y regresó con un cubo y una fregona. Ya estaba recogiendo el agua cuando Pedro salió del cuarto de baño con Melisa y Tomas bajo los brazos, como si fueran un par de sacos de arroz.


Al verla, dejó a los chicos con Paula y dijo:
–Voy a la camioneta, a buscar unas herramientas.


–¿Dónde está Tamara?


–Está en el cuarto de baño. Ha puesto un dedo en el grifo para que deje de salir agua –respondió con humor–. Puede que grite como una condenada, pero esa chica sabe mantener la calma en situaciones difíciles.


–Será por la costumbre. La bañera se desborda dos veces por semana.


Melisa y Tomas se pusieron a hablar al mismo tiempo, deseosos de contar anécdotas sobre las inundaciones de la casa. Pedro los escuchó con atención, sacudió la cabeza y preguntó a Paula:
–¿Por qué no has llamado a un fontanero?


Paula no había llamado a un fontanero porque no tenía dinero suficiente. Pero no quería que Pedro lo supiera, así que mintió.


–Pensé que lo podría arreglar yo sola.


–Pues no se puede decir que lo hayas arreglado muy bien – ironizó–. Si se sigue saliendo, se estropeará el entarimado del pasillo.


Ella apretó los dientes.


–Te recuerdo que solo eres un invitado. No necesito que vengas a mi casa y me digas lo que tengo que hacer.


–Ni yo necesito que tú me digas lo que tengo que comer.


Pedro lo dijo con un tono tan encantador que la desarmó por completo.


–Está bien. Come lo que te dé la gana.


–Faltaría más.


–Pero arregla esa bañera, por favor.


–Eso está hecho.


Pedro sonrió y se dirigió hacia la cocina.


–¿Adónde vas? ¿No has dicho que ibas a la camioneta? – preguntó ella.


–Sí, pero he pensado que me apetece una cerveza. ¿Quieres una? Podemos echar un trago mientras arreglamos la bañera.


–Vete al…


Él la interrumpió.


–Por Dios, Paula. Cuida tu lenguaje –dijo con sorna–.
Estamos delante de los niños.


Mientras Pedro se alejaba, Paula se preguntó si pegarle un tiro por la espalda sería demasiado traumático para los pequeños