viernes, 30 de octubre de 2020

CORAZON SOLITARIO: CAPÍTULO 15

 


—Estupendo —sonrió, respirando profundamente—. ¿Estás lista para la gran prueba?


Molly movió la cola.


Paula tomó un sorbo de té, cruzó los dedos y se levantó. Llevaba horas redecorando el interior de la cabaña y había llegado el momento. Tenía que volver a entrar para ver si seguía chupándole toda la energía.


Salió al porche y cerró la puerta. Luego, conteniendo el aliento, volvió a abrirla y… con un suspiro de alivio, casi un sollozo, cayó de rodillas y abrazó a la perrita.


—Éste es un sitio en el que puedo vivir durante un mes. ¿Qué dices?


La respuesta de Molly fue lamerle la cara. Riendo, Paula se levantó. Bueno, ¿qué podía hacer durante el resto del día?


Entonces vio el cuaderno sobre la mesa. La lista de lo que iba a hacer con el resto de su vida. Pero se le encogió el corazón.


—Magdalenas. ¿Qué clase de magdalenas le gustan a tu amo? ¿De nueces o de manzana y canela?




CORAZON SOLITARIO: CAPÍTULO 14

 


El sonido de la lluvia despertó a Paula el jueves por la mañana. Suspirando, sacó al porche la silla de camping que había comprado en Gloucester el día anterior y miró el paisaje gris.


—Parece que hoy no vamos a poder ir de paseo —murmuró, acariciando la cabecita de Molly. Ése había sido el plan para aquel día, ir de paseo. Pedro le había asegurado que los varanos no eran feroces carnívoros.


Se preguntó entonces si la lluvia afectaría al trabajo de Pedro o si estaría en casa. No lo había visto desde el martes. ¿Y si se había caído por un terraplén y roto una pierna? ¿Y si lo había mordido una serpiente?


No, imposible, llevaba años viviendo en Eagle's Reach y debía de conocer el terreno como la palma de su mano. No iba a empezar a romperse piernas o dejarse morder por serpientes precisamente porque ella hubiese aparecido por allí. Además, Molly lo sabría si le hubiera pasado algo. Paula miró a la perrita mordiéndose los labios. Lo sabría, ¿no?


En fin, Pedro no necesitaba a los demás como le pasaba a ella. El día anterior se había sentado en dos cafés diferentes en Gloucester, observando a la gente con envidia. En un par de días, cuando la soledad fuera demasiado para ella, volvería al pueblo.


Pero no aquel día. Aquel día empezaría a hacer un cojín de petit point. O podía terminar de leer los periódicos. Había comprado todos los periódicos que encontró y aún no había terminado de repasarlos. O podía leer una de las novelas que había comprado. Y había comprado seis.


Entró en la cabaña, decidida, pero la tristeza del interior la desanimó. Era horrible. Horrenda.


El día anterior había ido a buscar a Pedro, pero no lo había encontrado en casa. De modo que había vuelto allí y se había quedado mirando la pared hasta que se hizo de noche.


—¿Sabes una cosa, Molly? Si quiero conservar la cordura durante todo este mes, vamos a tener que hacer algo para que este sitio sea medianamente soportable.


Abrió la maleta buscando inspiración y, de repente… sarongs2. Había llevado sus sarongs. No sabía bien para qué, pero allí estaban.


Eso era lo que había imaginado que serían las cabañas de Eagle's Reach, casitas rodeadas por hermosos jardines alrededor de una piscina y bebidas exóticas servidas en cocos.


Había imaginado confort y alegría. Relajación. No un paisaje solitario.


Paula sacó los sarongs de la maleta y buscó en su nueva radio una emisora en la que ponían música pop las veinticuatro horas del día.


Algo alegre y superficial le sentaría muy bien en aquel momento.


Un sarong es una pieza larga de tejido, que a menudo se ciñe alrededor de la cintura y que se lleva como una falda tanto por hombres como mujeres en amplias partes del sureste asiático excluyendo a Vietnam, y en muchas islas del Pacífico



CORAZON SOLITARIO: CAPÍTULO 13

 


Pedro giró los hombros, intentando relajarlos. Había pasado la mayor parte del día arreglando una cerca rota y se moría de ganas de tomar un té.


Y el resto de la tarta de chocolate que Paula había hecho el día anterior.


No recordaba cuándo fue la última vez que comió algo tan rico. Se le hacía la boca agua sólo de pensarlo. Pero cuando alargó la mano para abrir la verja, se quedó helado.


—¿Pedro?


Paula.


Estaba en el porche de su casa, llamando a la puerta. Con un plato de algo que parecían sospechosamente galletas caseras.


A la luz del sol, su pelo brillaba con todos los tonos de una pieza barnizada de sándalo. No podía creer que el primer día le hubiera parecido poca cosa…


Pero no, aquello no podía pasar. Él no tomaba galletas con la vecina.


«Y tampoco das clases de ajedrez», le dijo una vocecita interior.


Sí, bueno, en cuanto encontrase la manera de escapar de las clases, lo haría.


—¿Pedro?


Paula se volvió entonces y, antes de que lo viera, Pedro se escondió entre los arbustos.


Los hombres adultos no se escondían detrás de los arbustos, pensó. ¿Qué había de malo en tomar una taza de té con ella? La del día anterior no lo había matado.


Pero sí, él sabía perfectamente lo que había de malo. Reconocía la soledad en sus ojos. Si tomaban otro té, se convertiría en una costumbre. Una cosa diaria. Paula empezaría a depender de él y… Pedro se miró las manos. No, no iba a dejar que eso pasara.


Había visto algo en ella el día anterior. Y sabía exactamente dónde llevaría ese algo porque, sin quererlo, había sentido una punzada de deseo. Y sería un idiota si se arriesgaba.


Si volvía a tomar el té con Paula Chaves, tarde o temprano acabarían en la cama.


Ese pensamiento lo hizo sentirse incómodo. Sobre todo, en la entrepierna.


Pero él sabía que las mujeres como Paula Chaves no tenían aventuras.


Y los hombres como él no ofrecían otra cosa.


De modo que se apartó de la verja y volvió por donde había llegado, con una mezcla de deseo y culpabilidad. Se decía a sí mismo que era lo mejor para los dos. Pero, por alguna razón, era incapaz de convencerse.


Entonces se enfadó, y el enfado dio alas a sus pies. Maldita fuera por invadir su espacio. Maldita fuera por invadir su refugio.