viernes, 1 de diciembre de 2017

COMPROMISO EN PRIMERA PLANA: CAPITULO 23





Pedro volvió a su cama veinte minutos después y respiró el aroma que había quedado en el aire. Ese aroma adictivo estaba en todas partes: en las sábanas, en las almohadas, en el pelo de Paula…


Intentó que le bajara la erección mientras la apretaba contra su costado, pero era imposible. Sobre todo cuando Paula arqueó la espalda y movió sus nalgas hacia él.


—Hola —susurró.


—Hola —murmuró Pedro, besando suavemente su nuca.


—¿Todo bien?


—Sí, todo bien.


—¿Quieres contármelo?


—No, esta noche no.


—Bueno, pero…


—Estoy bien, te lo prometo.


De nuevo, Paula se apretó contra su túrgido miembro y Pedro pasó las manos por su estómago, deslizándolas hacia arriba para acariciar sus pechos. Notó que su respiración cambiaba de ritmo cuando rozó sus pezones y el escalofrío que la recorrió de arriba abajo se le traspasó a él.


Estaba dispuesta y preparada.


Hicieron el amor hasta altas horas de la madrugada, dándole la bienvenida a los primeros rayos del sol con susurros y gritos de pasión.



COMPROMISO EN PRIMERA PLANA: CAPITULO 22




—Espero que haya una muy buena razón para pedirme que venga a estas horas.


En la triste oficina, con la mesa llena de papeles, el detective McGray se quitó el palillo de la boca para mirar a Pedro y a su nuevo abogado.


—No estoy aquí para hacerle perder el tiempo, señor Alfonso. Ni para alejarle de esa bonita esposa suya.


Pedro apretó los dientes.


—¿Entonces qué quiere?


—Mostrarle esto.


El detective sacó una hoja de papel y tanto Pedro como su abogado, Jerry Devlin, se inclinaron hacia delante.


—La nota amenazadora que usted recibió —empezó a decir McGray—, ¿era parecida a ésta?


Un millón.
Una cuenta en las islas Caimán.
Una semana para enviar el dinero.


Todo lo demás estaba tapado con cinta negra, presumiblemente cosa de la policía, de modo que Pedro no podía ver con qué amenazaban al destinatario.


—Sí, más o menos lo mismo.


—Muy bien, gracias. Eso es todo.


—¿Eso es todo?


—Teníamos que saber si la nota era igual a la que usted había recibido.


—¿Por qué no me la enseñó la primera vez que estuve aquí? Entonces ya me habló de ella.


—En ese momento no nos pareció apropiado.


—¿Y un fin de semana a medianoche sí le parece apropiado?


Devlin puso una mano sobre su hombro.


—Señor Alfonso, por favor…


—Sí, tranquilo, señor Alfonso. Un testigo agitado en una comisaría de policía… —el detective McGray se levantó al ver un compañero haciéndole señas tras el cristal de la puerta—. Perdóneme un momento.


—Sí, claro, ¿por qué no? Háganos esperar un poco más —replicó Pedro, irónico—. ¡Esto es ridículo! —exclamó cuando se quedaron solos.


—Sí, es verdad, pero parece que estamos a punto de terminar —suspiró Devlin—. Lo mejor será tomárselo con calma. No queremos que digan que el presidente de AMS no coopera con la policía.


—Muy bien, de acuerdo. Haré lo que pueda.


—Voy a hablar con ese detective para ver si podemos aligerar el asunto, ¿te parece? 


—Buena idea.


Unos minutos después, un hombre de aspecto robusto y pelo negro asomó la cabeza en la oficina.


—¿Pedro? ¿Cómo estás?


El capitán de policía, que era amigo de la familia Alfonso, le ofreció su mano.


—Hola, Mauro. Un poco cansado, la verdad.


—Si, lo siento. Me temo que teníamos que llamarte.


—Si tú lo dices…


—El caso no avanza y estamos recibiendo muchas presiones —el capitán se inclinó para hablarle en voz baja—. Entre tú y yo… creemos que la muerte de Marie Endicott podría no haber sido un suicidio.


—¿Por qué? —preguntó Pedro, sorprendido.


—Eso no puedo decírtelo, pero te agradezco que hayas venido. Ah, y saluda a tus padres de mi parte —sonrió el capitán.


—Sí, claro.


—Y enhorabuena por tu boda. Debe de ser una chica muy especial.


—Sí, lo es —asintió él.


El capitán se cruzó en la puerta con McGray y su abogado.


—Gracias por venir. Si le necesito a usted o a la señora Alfonso, se lo haré saber.


Pedro tuvo que contener su furia. ¿Qué era aquello, una amenaza? ¿Estaba diciéndole que tendría que estar pendiente de sus órdenes?


—Deje a mi mujer en paz.


Devlin intervino rápidamente.


—Lo que el señor Alfonso intenta decir…


—No, Jerry. Lo que intento decir es que deje en paz a mi mujer, es muy sencillo. Ella no tiene nada que ver con esto.


—Seguro que no tiene nada que ver, pero nunca se sabe.


—Yo sí lo sé —insistió Pedro, con un tono frío como el acero—. No quiero que le hagan perder el tiempo.


McGray se encogió de hombros.


—Si no tengo que llamarla no lo haré, pero si ocurre algo o recibe una nueva nota, espero que me lo cuente.


Una vez fuera de la comisaría, Pedro se despidió de Devlin, subió al coche y cerró de un portazo. Había dejado a su mujer en la cama, desnuda y calentita, para no resolver absolutamente nada.


Pero mientras Michael lo llevaba de vuelta a casa se dio cuenta de que, por primera vez en su vida, tenía alguien esperándolo. Y saber eso hacía que sintiera algo completamente nuevo para él, algo muy parecido a la felicidad.




COMPROMISO EN PRIMERA PLANA: CAPITULO 21





Pedro estaba en la cama, leyendo currículums para el puesto de jefe de ventas de AMS, cuando se abrió la puerta del apartamento. Eran más de las once y llevaba horas en casa después de que Paula lo relevase en el apartamento de Raquel. Se había ofrecido a quedarse, pero ella había insistido en que se fuera.


La oyó cerrar la puerta de su habitación y, unos minutos después, la creyó en la cama. ¿Por qué no? Había tenido un día largo y difícil.


Pedro volvió a sus currículums, intentando controlar la decepción… pero entonces se abrió la puerta y Paula apareció con una camisola de seda de color crema que le había comprado en La Perla.


Mientras se acercaba a la cama no podía dejar de mirarla, sorprendido. Tenía la cara un poco enrojecida, como si se la hubiera lavado con jabón un minuto antes, el pelo suelto cayendo sobre los hombros en suaves ondas y los generosos pechos apenas escondidos bajo la camisola.


Pedro


—¡No, por favor!


Sorprendida por la intensidad con la que había hablado, Paula se quedó inmóvil.


—¿Qué pasa?


—No te acerques a mí vestida de esa forma.


—¿Por qué?


—Tú sabes por qué.


Paula, esbozando una sonrisa pícara, se levantó un poco la camisola para mostrarle las bragitas a juego.


—Lo digo en serio —le advirtió él, con su erección claramente visible bajo la sábana que lo tapaba de cintura para abajo—. Te doy cinco segundos para que te vayas. Si no… tú verás.


Los ojos verdes se iluminaron. Y no se movió.


—Uno —empezó a contar Pedro. Ella seguía en el mismo sitio—. Dos…


Paula dio un paso adelante.


—Tres… cuatro…


No contó hasta cinco. ¿Para qué? Se había levantado de la cama y la tomó entre sus brazos en una décima de segundo.


Atrapó su boca mientras la empujaba suavemente hacia la cama y, cuando Paula estaba encima de él, mirándolo a los ojos, algo pasó entre ellos. Algo que golpeó a Pedro en el plexo solar: aquella mujer era suya.


Pero entonces Paula se apretó contra su erección y su mente lo abandonó. Lo único que quería era besarla, chuparla, entrar en ella y no salir hasta que los dos estuvieran sin aliento. La tumbó de espaldas sobre la cama y la devoró a besos.


Paula dejó escapar un suave gemido y levantó las caderas, buscándolo, diciéndole que estaba preparada, que llevaba semanas preparada.


Pero Pedro estaba decidido a ir despacio. Iba a hacer suyo cada centímetro y cada poro de su cuerpo, pensaba mientras la mordía en el cuello.


Paula sintió un escalofrío interno, como si estuviera a punto de llegar al orgasmo. Y temía no poder contenerse.


Pedro, completamente desnudo, la acariciaba y mordisqueaba su cuello mientras ella pasaba las manos por sus hombros. No, no iba a poder contenerse.


—Bésame… —murmuró.


—Paula —susurró él, deslizando las manos por su espalda para agarrar su trasero, apretándola contra su erección.


Ella reaccionó rápidamente con la más íntima de las caricias, enredando las piernas en la cintura masculina. El sexo no había sido parte de su vida durante dos años, pero incluso antes siempre había sido más bien algo corriente. Nada que ver con aquello, nada como Pedro tocándola y haciéndola suspirar.


Y deseaba todo eso, lo deseaba todo de él. Sabía que Pedro estaba tan desesperado como ella, lo notaba en sus jadeos, en su forma de mirarla.


Era una afortunada, sí.


Pedro se apartó un poco y empezó a besar su cuello, deteniéndose en el fino tirantito de la camisola. Con dedos tiernos pero ansiosos, tiró de ellos hacia abajo y, al hacerlo, la camisola cayó hasta su cintura.


Los ojos de Pedro ardían mientras admiraba sus pechos, los dos pesados globos que parecían suplicar su atención, sus besos. Paula dejó caer la cabeza sobre la almohada, llenando sus pulmones de su aroma mientras él buscaba uno de sus pezones con los labios.


Sus pechos siempre habían sido muy sensibles; a veces, cuando llevaba un jersey sin sujetador, el roce le hacía sentir un cosquilleo entre las piernas. Pero eso no era nada comparado con lo que estaba pasándole en aquel momento. 


Mientras Pedro chupaba un pezón, usaba el pulgar y el dedo medio para acariciar y pellizcar el otro y eso la volvía loca.


Pero cuando sintió una gota de líquido seminal cayendo en el interior de su muslo, perdió la cabeza. Se frotó fuertemente contra él, gritando como un animal herido mientras levantaba las caderas como si Pedro estuviera dentro de ella.


—Paula… —susurró, metiendo una mano entre sus piernas—. Cariño, eres tan dulce… Dime lo que quieres.


Cuando el orgasmo terminó por fin, su deseo por Pedro se había intensificado.


—A ti, dentro de mí…


Él estaba abriendo el cajón de la mesilla antes de que pudiera decir una palabra más. Se enfundó en el preservativo y, después de quitarle la camisola y las bragas, se colocó sobre ella, separando sus piernas con la rodilla, y Paula sintió que su vello le quemaba la piel.


Con su erección colocada a la entrada de su cueva, Paula levantó las caderas, recibiéndolo poco a poco, acostumbrándose a la masculina invasión.


No iban a tener el menor problema con el sexo.


Hacer aquello lo cambiaba todo y lo sabía. Pero el deseo era demasiado poderoso como para pensar en las consecuencias.


Pedro, colocado sobre ella y casi sin respiración, la miraba como un toro a punto de embestir.


Con una audacia que no creía poseer, Paula se llevó las manos a los pechos y se acarició los pezones mientras Pedro la miraba a la luz de la lámpara.


—Tú… —fue todo lo que pudo decir antes de entrar en ella con una profunda embestida.


Paula abrió las piernas para recibirlo mejor, deslizando las manos por su espalda para apretar sus firmes nalgas, empujándolo más hacia ella. Luego él empezó a moverse, cada embestida tocando ese punto que la dejaba con la garganta seca, haciendo que sus pechos vibrasen, haciéndola sentir desesperada por explotar otra vez.


Paula envolvió su cintura con las piernas y siguió su ritmo, empujando con él. Tan excitada como Pedro, metió una mano entre ellos y capturó rápidamente sus duros testículos.


Él dejó escapar un gemido de sorpresa pero, mientras Paula jugueteaba con ellos, sintió que se ponía todavía más duro, que todo su cuerpo temblaba. Seguía moviéndose rapidamente, sus embestidas convirtiéndose en asaltos rápidos, frenéticos asaltos que la obligaron a agarrarse al cabecero de la cama.


Pedro apretaba sus pechos mientras se movía, arqueándose como un semental, cada vez más rápido hasta que los dos perdieron el control.


Luego Paula gritó y el orgasmo la dejó sin aire. Incapaz de detenerse, Pedro la siguió con una desesperada acometida antes de caer sobre ella, temblando sobre su piel húmeda y ardiente.


Pasaros varios minutos antes de que cualquiera de los dos pudiese hablar. Estaban tumbados de lado, bajo las sábanas, Pedro apretándola contra su pecho, las femeninas nalgas contra su saciada entrepierna.


Paula se sentía más relajada y feliz que en mucho tiempo. 


¿Era el sexo, se preguntó, o estar entre los brazos de su marido? ¿O las dos cosas?


Se volvió para mirarlo porque quería ver sus ojos, ver si podía leer en ellos alguna reacción a lo que acababa de pasar.


Pero Pedro tenía los ojos cerrados, su rostro en paz.


Como cualquier mujer persistente, Paula hizo lo que pudo para despertarlo de una manera cariñosa. Besó primero sus párpados, después la punta de su nariz, luego su boca…


Él tardó un momento en responder.


—¿Qué ocurre? ¿Estás dispuesta a hacerlo otra vez? —bromeó, dándole una palmadita en el trasero.


Paula se puso colorada.


—Tonto…


—Te ha gustado eso, ¿eh? Muy bien, lo recordaré.


Ella tocó su cara, sonriendo.


—Me gustas.


En cuanto pronunció esa frase, supo que no era verdad. No sólo le gustaba, estaba enamorándose de él.


Él la miró, con el ceño arrugado.


—¿Qué pasa? ¿Estás bien?


—Sí, claro.


—¿Seguro? —Pedro la estrechó entre sus brazos—. Pareces triste. ¿Es por lo de hoy?



—No, pero ya que lo mencionas, quiero darte las gracias. Lo que has hecho por mi madre…


—Lo he hecho por ti.


—Gracias de todas formas.


—¿Por qué no me lo habías contado?


—No lo sé —suspiró ella.


—Tiene Alzheimer, Paula.


—¿Crees que no me he dado cuenta?


—No te estoy regañando, cariño. Me importas y te habría ayudado antes de haberlo sabido.


Ella alargó una mano para acariciar su cara. Había juzgado mal a aquel hombre. Podía ser un mujeriego, pero en el fondo era un verdadero amigo.


—¿Puedo preguntarte una cosa más?


—Sí, claro.


—¿Tu padre?


Paula se puso tensa.


—¿Qué quieres saber?


—¿Por qué tampoco me habías dicho que os abandonó?


De modo que su madre había tenido algún momento de lucidez mientras estaba con él…


—Por la misma razón por la que no te conté lo de mi madre. Me parecía demasiado personal.


—¿Demasiado personal?


—Nuestro matrimonio era un simple acuerdo, Pedro. Se supone que en ningún momento debía ser un matrimonio de verdad… en ningún sentido.


—Pero lo es —dijo él—. Y yo quiero que siga siendo así.


—No sé si yo pienso lo mismo…


—¿Por qué no?


—Un año, prometimos que duraría un año. No somos una pareja de verdad, no compartimos un pasado ni tenemos sueños para el futuro. Esto es asombroso, tú eres asombroso, pero apenas nos conocemos, da igual lo que sienta por ti…


—¿Y qué es lo que sientes?


Paula negó con la cabeza. No podía hacerlo. No podía decirle que estaba enamorándose de él. Al menos, hasta que Pedro lo hubiera dicho primero. Si lo decía alguna vez, claro.


—Da igual lo que sienta, la verdad es que no sé si puedo confiar en ti.


—Paula…


El móvil que había sobre la mesilla empezó a sonar y ambos lo miraron con cara de pocos amigos.


—¿No vas a contestar? —preguntó Paula.


Pedro alargó una mano para tomar el teléfono mientras ella se tapaba con la sábana.


—¿Sí? ¿Qué? Ah, muy bien… de acuerdo. Tengo que irme, Paula.


—Pero si es más de medianoche…


—Lo sé.


—¿Todo bien?


Pedro saltó de la cama y se vistió a toda prisa.


—No hay nada de qué preocuparse.


—Tú tampoco confías en mí, ¿verdad?


Él se acercó a la cama para darle un beso en los labios.


—¿Estarás aquí cuando vuelva?


Paula suspiró. Tenían mucho camino por recorrer su marido y ella. Los dos parecían querer justo aquello que el otro no estaba dispuesto a darle: confianza. Pero después de aquella noche, como había predicho antes entre sus brazos, nada sería lo mismo. Todo iba a cambiar.


Aunque tal vez confiar el uno en el otro sería parte de ese cambio.


Su pasado, su padre.


El presente de Pedro, dónde iba a esas horas de la noche.


—Sí, aquí estaré —le dijo.