martes, 24 de diciembre de 2019

OSCURA SEDUCCIÓN: CAPITULO 43




A la mañana siguiente le sorprendió encontrar a Pedro en la mesa del desayuno. El estaba bebiendo café solo y leyendo un periódico en japonés; ni siquiera se molestó en levantar la vista cuando ella se sentó frente a él.


–Hoy nos marchamos a Tokio –anunció él de pronto.


Paula se dijo que debería sentirse aliviada y emocionada. Pero sólo le invadía la tristeza. 


Aquellos cuatro días podrían haber sido una romántica luna de miel, una oportunidad de crear unos bonitos recuerdos como familia. En lugar de eso, cuando pensara en aquellos días en Kauai sólo recordaría dolor.


–Mañana es Nochebuena –comentó ella con un nudo en la garganta–. ¿No podríamos al menos quedarnos aquí hasta que...?


–Salimos dentro de una hora –la interrumpió él con frialdad.


Y, lanzando el periódico sobre la mesa, él se marchó y la dejó sola, salando su café con sus lágrimas.




OSCURA SEDUCCIÓN: CAPITULO 42




Durante los cuatro siguientes días se estableció una especie de rutina: ocupado con su trabajo supervisando la remodelación de un complejo hotelero de lujo en Hanalei Beach, Pedro ignoraba a Paula durante el día. A
última hora de la tarde él regresaba a casa para cenar lo que había preparado el chef de la mansión, hablaba cortésmente con el personal y amablemente con la señora O'Keefe, se le iluminaba el rostro mientras jugaba con Rosario y le leía un cuento antes de acostarla. Pero hacía como si Paula no existiera.


Al menos, no hasta la noche.


Ella sólo existía para darle placer en la oscuridad. Y cada noche era igual: nada de ternura, ni una palabra. Sólo una feroz y apasionada penetración por un amante que no la amaba.


Pedro regresó a casa una tarde más temprano de lo habitual y, como siempre, ignoró a Paula. Ella le observó jugar con Rosario en la playa privada ayudándola a construir un castillo de arena. Y cuando empezó a hacer demasiado calor, él tomó a la pequeña en brazos y se sumergió con ella en el océano. Por un instante la niña se puso nerviosa y miró a Paula, a punto de empezar a llorar llamándola.


–No te preocupes, pequeña –le dijo su padre suavemente–. Conmigo estás a salvo.


Rosario lo miró y su expresión cambió. No llamó a su madre. Se agarró a Pedro y comenzó a reír al sentir los pies bañados por las olas.


Nadie podía resistirse a Pedro Alfonso durante mucho tiempo.


Paula, observándolos desde la playa, sintió que el corazón se le partía un poco más.


El la estaba castigando. Cruel y deliberadamente. Atormentándola con lo que nunca tendría y lo que ella empezaba a darse cuenta de que deseaba desesperadamente: su atención, su afecto, su amor. Paula intentó convencerse de que no le importaba.


Al día siguiente salieron en catamarán para ver el acantilado de Na Pali, conocido como «la costa prohibida». Mientras la tripulación desplegaba un desayuno con piña, papaya, mango y cruasanes de chocolate, Paula contemplaba el océano con Rosario a su lado ataviada con un chaleco salvavidas a su medida.


Delfines acompañaban a su embarcación y a lo lejos se veían tortugas marinas. Paula sentía el sol sobre su piel. Aquello era el paraíso. Y al mismo tiempo, el infierno. «Esta noche no permitiré que él me posea», se prometió a sí misma. Pero cuando Pedro fue a buscarla después de que ella se hubiera dormido y la despertó besándola en la boca mientras deslizaba sus manos bajo el camisón de ella, Paula se estremeció y se le entregó.


Y no porque él la forzara. Sino porque ella no pudo resistirse.


Algunas noches él ni siquiera se molestaba en besarla, pero aquélla sí lo hizo.


Paula oyó el sonido del ventilador del techo mientras él la desvestía en la oscuridad. Ni siquiera podía ver el rostro de él. Sólo podía sentir sus manos, callosas y seductoras, sobre su piel. Y sintió cómo su cuerpo reaccionaba a pesar de que el corazón se le partía un poco más.


–Por favor, no sigas –imploró ella con voz ronca, bañada por las lágrimas–. No me hagas esto, por favor.


Por toda respuesta, él le besó el cuerpo desnudo, deteniéndose en sus senos.


Ella sintió aquel cuerpo musculoso sobre el suyo, ansioso de él, como una adicción que ella no podía controlar.


Él le acarició las caderas, le hizo separar las piernas y la saboreó. Paula empezó a jadear.


Cuánto lo deseaba. Cuánto deseaba aquello.


 Tanto, que la estaba matando.


Pero no era suficiente. Ella deseaba más. Lo deseaba a él entero.


Estaba enamorada de él. Enamorada del hombre que trataba con tanto amor a su hija. Y que, una tarde, también a ella la había tratado bien.


–Por favor, Pedro, déjame marchar –susurró ella. Un rayo de luz iluminó la sonrisa cruel de él. 


–Eres mi esposa. Me perteneces. 


La penetró y ella ahogó un grito mientras todo su cuerpo se arqueaba ante el indeseado placer. Y ella supo que lo amaba. Que lo deseaba.


Amaba a un hombre que sólo deseaba castigarla.


Y, cuando él se marchó, dejándola que durmiera sola, ella supo que había entregado su cuerpo y su alma al diablo.




OSCURA SEDUCCIÓN: CAPITULO 41





Y por mucho que ella lo deseara, él seguramente tampoco se quedaría a su lado el tiempo suficiente para criar a Rosario. Aunque amara a su hija, la abandonaría. Porque así eran los hombres como Pedro, los que vivían sin comprometerse, ni con lugares ni con personas.


Paula se irguió e inspiró hondo. Sería bueno que no lo olvidara ella tampoco.


Había empezado a enamorarse profundamente de él. Se le había partido el corazón al ver el dolor en los ojos de él cuando le había relatado cómo había perdido a su familia. Su cuerpo había explotado de gozo cuando él le había hecho el amor en la suite del hotel.


Entonces, que él la ignorara era hasta un regalo: evitaría que ella lo amara.


¿Verdad?


Paula se adentró en la casa y vio influencias japonesas en el jardín interior y las puertas correderas de papel. El suelo era de madera pyinkado.


Siguió a Pedro a través de la casa en penumbra y se detuvo a la puerta de una habitación de bebé donde él tumbó con cuidado a su hija en una sencilla cuna.


–¿Necesitas ayuda? –susurró Paula, incapaz de soportar el silencio durante más tiempo.


–No –respondió él sin mirarla–. Tu habitación está al final del pasillo. Ahora te la enseño.


Tras horas de silencio, ¡por fin él le hacía caso! Paula sintió una llama de esperanza mientras le seguía por el pasillo.


Él abrió una puerta corredera, dando paso a un amplio dormitorio con una terraza con vistas a la playa privada. El océano refulgía bajo la luz del sol.


–Todo esto es muy hermoso –comentó ella.


–Sí.


Paula sintió que él posaba sus manos en sus hombros. «Pedro, ¿me perdonas?», quiso preguntarle. «¿Cambiarías tu alma errante y te quedarías con nosotras?».


Pero no se atrevió a hacerlo por temor a las respuestas. Cerró los ojos y sintió la brisa proveniente de la bahía de Hanalei. Él acercó su cuerpo al de ella.


–La cama nos espera –anunció él en voz baja.


El tono de su voz no dejaba lugar a dudas. 


¿Sería posible que él hubiera comprendido por qué ella le había ocultado la existencia de Rosario y le hubiera perdonado? ¿Sería posible que él la deseara como en Nueva York, con aquella ansia feroz que le había impulsado a pedirle que lo acompañara en sus viajes por el mundo?


Pedro la hizo girarse y ella vio la amarga verdad en sus ojos negros: no. Él todavía la odiaba. 


Pero eso no iba a impedirle poseer su cuerpo, aunque fuera con calculada frialdad.


Y, cuando él la besó violentamente, ella no pudo negarle lo que él le exigía. El ardor y la fuerza del abrazo de él le abrumaban los sentidos. 


Mientras él acariciaba su cuerpo y le quitaba el vestido, ella lo deseaba con tanta ansiedad que casi bordeaba el dolor.


El la tendió sobre la enorme cama. La miró. Se quitó los vaqueros y los boxers de seda. El sonido de las olas entraba por el balcón y la cálida brisa llevaba aroma de hibisco.


Entonces él la poseyó ferozmente, sin ninguna ternura. Y, mientras ella ahogaba un grito ante la gozosa fuerza de su placer, juraría que le oyó al él susurrar su nombre como si le saliera del alma.