sábado, 20 de abril de 2019

UN ASUNTO ESCANDALOSO: CAPITULO FINAL




Al ser viernes y festivo, las calles vibraban de actividad. Poco después de descargar contra Pedro y su padre, Paula se detuvo delante de su tienda, observándola, compadeciéndose de sí misma y odiándose por ello. ¿Cómo había podido Pedro hacerle algo así, dejarla llegar al momento más importante de su vida sin ninguna preparación?


Y su madre… Tendría que darle muchas respuestas. Sacó el teléfono del bolso y marcó su número.


—John me llamó un par de semanas después de la muerte de Horacio y me dijo que quería ponerse en contacto contigo. Yo le dije que no, que eras feliz, le rogué que no lo hiciese.


Al parecer, Sonya no sabía nada acerca del chantaje de Horacio.


—¿Lo querías? —preguntó Paula con voz temblorosa—. A mi padre.


—Pensaba que lo quería —contestó su madre con un suspiro—. Tienes que entender que sólo tenía diecinueve años. Mi vida cambió de repente después de la muerte de Úrsula, tuve que ocuparme de sus dos hijos porque Horacio estaba destrozado. Y John era bueno, atractivo, importante.


Su madre le rogó que fuese a casa al día siguiente, pero ella le dijo que tardaría un par de días.


Luego, fue caminando por las dunas de la playa hacia Four Mile. No tenía prisa. Los acontecimientos del día fueron pasando por su mente, le hicieron compañía.


Pensó que todos los hombres que habían pasado por su vida la habían traicionado: su padre, su tío Horacio, Nico y, por último, Pedro


Como siempre, las olas la fueron tranquilizando.


Por fin apartó a Pedro de su mente y pensó en su padre. «Mi padre. Mi padre, el gobernador general». Que se estaba muriendo. Un padre cuya constante ausencia había hecho que siempre pensase que no era lo suficientemente buena.


Recordó el rostro de su padre y se preguntó cómo no le había dado la oportunidad de explicarse. ¿Y si lo había disgustado tanto que se ponía peor? De repente, apretó el paso. No podía darle la espalda, sobre todo, sin conocerlo. Sobre todo, porque era la persona a la que más había echado de menos durante toda su vida.


Estaba a medio camino entre la ciudad y Four Mile, tardaría veinte minutos, si corría. ¿Y si llegaba demasiado tarde? Echó a correr. Estaba tan concentrada en sus plegarias que no se dio cuenta de que se le acercaba una motocicleta.


—¡Paula! ¡Sube!


¿Qué hacia Pedro, con su esmoquin, subido en aquella mugrienta motocicleta?


—¡Para! ¡Maldita seas!


Y ella se detuvo, jadeando. Pedro se quitó el casco y se lo dio con brusquedad. Tenía los labios apretados.


—Sube, se lo han llevado al hospital de Cairns Base.


Ella gimió, se puso el casco y subió detrás de él.


Rodeó su cintura con los brazos y cerró los ojos mientras aceleraban. Rezó todo lo que sabía.


Menos de una hora después, llegaban al hospital.


—Entra. Ahora voy yo.


Helada de frío y muerta de miedo, corrió en busca de su padre.


Por suerte, sir John sólo había sufrido un pequeño ataque respiratorio. Estaba despierto, pero se quedaría en observación toda la noche.


Paula se pasó la siguiente hora sentada a su lado, agarrándole la mano. Él la miró. No podía hablar porque llevaba una máscara de oxígeno, pero le apretó la mano e incluso le sonrió una vez. Su esposa estaba sentada enfrente y le dijo que debía tomarse un par de días libres para pasarlos con su hija.


Eran más de las tres de la madrugada cuando Paula salió de la habitación. Estaba totalmente agotada, rota y triste, y no tenía ni idea de dónde iba a pasar la noche. No esperaba que Pedro estuviese sentado en la sala de espera.


A pesar de todo, se alegró al verlo, con el esmoquin arrugado.


—¿Cómo está? —le preguntó. Parecía muy preocupado.


—Está descansando. Podrá volver al hotel mañana.


—¿Al hotel? ¿No va a volver a casa?


—Han decidido quedarse un par de días en Port —comentó Paula mientras se sentaba.


—Ya veo —se alegró por ella.


—¿Qué hacías montado en esa motocicleta por la playa?


—Al principio pensé que estarías en la tienda, pero luego me acordé de la playa…


Se había acordado de su lugar especial.


—¿Y la moto?


—Me encontré con cuatro chicos en la playa y les di mi Rolex y algo de dinero —hizo una mueca—. Espero que no me haya seguido la policía.


—Eres mi héroe —rió ella.


«Mi héroe, el mentiroso», pensó, y dejó de sonreír.


Él también se puso serio.


—Pensé que nunca te lo perdonarías si…


—Por eso empecé a correr —murmuró Paula—. Gracias.


Ambos guardaron silencio, Paula se frotó los brazos y volvió a alegrarse de haberse puesto chaqueta y botines.


—Paula—dijo él en voz baja—. Siento mucho haberte hecho daño.


Ella apartó la mirada. No obstante, ya no estaba enfadada, sólo estaba triste.


—Sé por qué lo hiciste —empezó—. No pudiste cumplir el deseo de tu esposa antes de morir. Y aquí tenías una segunda oportunidad.


—Supongo que tienes razón. Imaginé que tendría tiempo de recuperarte, mientras que a él, ya casi no le queda nada.


¿Tiempo de recuperarla?


—No voy a perderte —añadió con determinación, tomándole las manos—, no después de que hayas cambiado mi vida.


Ella se soltó las manos y las puso en su regazo. 


Se sintió emocionada y agotada, incapaz de pensar con claridad. Había sido un día muy largo, pero tenía que centrarse. ¿Le acababa de decir Pedro que quería tener una relación con ella?


—Has dicho que me querías —murmuró él.


—También he dicho que te odiaba.


—Te quiero, Paula. No quería enamorarme, intenté no hacerlo, pero ocurrió.


A ella le dio un vuelco el corazón.


—¿Me… quieres?


—Paula—dijo él suspirando—, eres inteligente, divertida, muy activa. Eres frustrante y tienes un talento increíble. Me paso el día pensando en ti y, cuando no estoy contigo, te echo de menos, echo de menos tu sonrisa y tu olor. Hacía muchos años que nadie me hacía sentir así —suspiró—. De hecho, creo que eres la única persona que me ha hecho sentir así.


—Ah —fue lo único que logró decir ella.


Estaba tan sorprendida, tan emocionada y enamorada, que esperaba no morirse de repente. La luz de su mirada la hizo sentirse aturdida y le dio miedo creer sus palabras. Le daba miedo confiar en el amor.


Pedro se echó hacia delante y le acarició el rostro. Entonces,Paula se dio cuenta de que estaba llorando.


—¿Me perdonas, cariño? Te prometo que pasaré el resto de mi vida intentando compensarte.


Y ella se sintió feliz. Él era todo lo que siempre había querido. Un hombre sexy y respetado en todas partes. Leal y cariñoso con aquellos a los que quería. La animaba y la motivaba en su trabajo. Y lo quería, probablemente, desde el momento en que lo había visto, pero, sobre todo, desde el viaje a Sidney.


—Me enamoré de ti en Sidney —le confesó.


—Yo quería que vinieses a mi casa, que conocieses a mi familia y ver qué salía de aquello, pero creo que no supe que te amaba hasta la otra noche, cuando traicioné a Rafael. Y luego, cuando vi el collar…


Se acercó más y la tomó entre sus brazos.


—Estás agotada.


—¿Cómo vamos a hacerlo? —le preguntó ella—. Tú vives allí. Viajas mucho…


Él le dio un beso en el pelo y la abrazó con más fuerza.


—Tengo un plan. Podemos pasar la mitad del año aquí, cuando haga más fresco, y la otra mitad en Sidney. Esteban podrá llevar la tienda y, cuando estemos en Port, te dedicarás a diseñar —se echó hacia atrás y la miró a los ojos—. Promocionaremos tu trabajo en Sidney, Paula. Ya es hora de que dejes de huir, de que le demuestres a todo el mundo lo que vales.


—Está bien —accedió ella, con cautela—. ¿Y tú negocio?


Pedro se encogió de hombros.


—Para eso están los empleados. Viajaré menos, y tú me acompañarás cuando puedas.


Paula cerró los ojos, descansó en él. Estaba rendida y llena de júbilo al mismo tiempo.


Con Pedro a su lado, no volvería a darle miedo el éxito ni el fracaso. Se esforzaría por ser la mejor.


Sintió que su corazón saltaba de alegría a pesar de que se le estaban cerrando los ojos. Era lo más importante para él, era su joya más preciada. Su padre quería disfrutar de ella el tiempo que le quedaba. Y, con un poco de suerte, sus primos volverían a unirse en las generaciones futuras. Había encontrado el amor y una familia, y todo en muy poco tiempo.


Por fin había encontrado su lugar.




UN ASUNTO ESCANDALOSO: CAPITULO 33




Sir John Knowles era alto y delgado, tenía las mejillas hundidas y estaba muy pálido. Paula había leído en alguna parte que tenía poco más de sesenta años, pero, desde donde ella estaba, el hombre de Estado más querido por los australianos parecía mucho mayor. A su derecha había una mujer que parecía un pajarillo, muy elegantemente vestida.


—¿Es su esposa? —le preguntó a Pedro en un susurro.


—Clara —fue lo único que respondió él.


Paula puso los ojos en blanco y esperó que se relajase un poco cuando hubiesen terminado las formalidades. Pedro casi no había hablado en todo el día, salvo para repetirle que tenía un gran talento. Paula esperaba que su cliente, fuese quien fuese, pensase lo mismo.


Le encantaba que a Pedro le gustase su obra, pero había algo que no acababa de entender. 


No sabía por qué apartaba sus ojos de los de ella un segundo antes de la cuenta, parecía estar alerta, o incluso arrepentido de algo.


Luego recordaba cómo habían hecho el amor la noche anterior y se olvidaba de todo. Paula nunca había asociado la ternura con aquel hombre, pero la noche anterior había hecho que se sintiera especial, querida. La verdad era que había algunos problemas logísticos: él vivía en Sidney y viajaba con frecuencia. ¿Pero cómo iba a hacerle el amor con tanto mimo si pretendía dejarla?


Se frotó los brazos y se alegró de haber decidido no ponerse el veraniego vestido de organza. La túnica de flores, la chaqueta de corte militar y los botines eran poco convencionales para una recepción de ese tipo, pero se trataba de exponerse. El collar de perlas Keishi y zafiros era demasiado femenino para matarlo con un vestido lila. Tenía que resaltar, y triunfar.


Se tocó el collar sin darse cuenta mientras miraba la alfombra roja por la que estaban avanzando, y recordó cómo le habían brillado los ojos a Pedro al verla salir de su dormitorio un rato antes.


—Siempre intento adivinar qué vas a ponerte y nunca me decepcionas —le había dicho.


En ese momento, la estaba agarrando con fuerza del brazo y acababan de llegar, por fin, al principio de la fila. Él la agarró de la mano y miró hacia el frente. Y a Paula le dio la sensación de que el dignatario se erguía un poco al verlos.


Pedro —dijo sir John con naturalidad, tomando con ambas manos la suya.


—Permíteme que te presente… —dijo él, echándola hacia delante—… Paula Chaves.


Sir John tomó también con las dos manos la de Paula y la miró fijamente a la cara durante tanto tiempo que ella sintió que la sonrisa se le congelaba.


Pedro le dio la mano a la esposa de sir John y luego se metió la mano en el bolsillo y sacó de él una caja rectangular que le dio al gobernador general, ignorando a Paula, que se había quedado perpleja. Sir John soltó la mano de Paula y tomó la caja. Sin abrirla, se la pasó a su esposa.


Paula no podía creerlo. Así que el collar era para sir John, o, al menos, para su esposa. La mujer que, en esos momentos, le sonreía con timidez.


De pronto, sintió miedo. Era normal emocionarse cuando vendía una de sus piezas favoritas, pero en esos momentos sólo estaba preocupada. 


Pedro la había animado a hacer un collar pensando en llevarlo ella, y no podía imaginárselo alrededor del cuello de aquella mujer.


Sir John se giró hacia ella, como si se hubiese dado cuenta de su tensión y, sin dejar de sonreírle, le dijo:
—Gracias, querida.


Y Paula pensó que era un diseño demasiado juvenil para aquella mujer.


—¿Nos haríais el honor —añadió sir John—, de venir a tomar una copa a nuestra suite dentro de un rato?


—Por supuesto, sir John —contestó Pedro en nombre de ambos.


Paula se contuvo hasta que se hubieron alejado.


—¡No puedo creerlo! ¿Él es tu cliente? —preguntó con nerviosismo.


Pedro asintió y la dirigió hacia donde estaba un camarero con una bandeja llena de bebidas.


—Oh, Pedro —añadió en un murmullo—. Me animaste a crear algo contemporáneo. Algo que me gustase a mí —sacudió la cabeza, preocupada—. Es demasiado juvenil para ella.


Él le tendió una copa de vino.


—Paula, el collar es perfecto.


—Pero… —si le hubiese dado una fotografía de la mujer…—. Seguro que habría preferido que tuviese muchos brillantes, u otras piedras, o perlas… Maldita sea, tenía que haberle puesto perlas.


Pedro le dio un trago a su copa y luego le levantó la barbilla con un dedo.


—Sir John entiende de joyas y la verá del mismo modo que yo. Eres excepcional, Paula Chaves, en todos los aspectos.


Sus nervios se calmaron un poco. Confiaba en él. Pedro era demasiado íntegro para dejarla fracasar de ese modo. Además, su propia reputación estaba en juego.


Todavía tuvo que pasar una tensa hora y media hasta que el alcalde se acercó a ellos y les pidió que lo siguieran. Por el camino, Paula cruzó los dedos.


El alcalde los condujo a una lujosa suite y se marchó. Sir John y su esposa estaban sentados en uno de los dos sofás que había en la habitación. Tras de ellos, unas puertas de cristal daban a un amplio balcón, desde el que se veía el agua azul de una piscina iluminada.


En una mesita de café que había entre ambos sofás estaba la caja de terciopelo, abierta.
Sir John se levantó y se acercó a darles la bienvenida, sonriéndoles con verdadero cariño. 


A Paula le pareció un poco más joven que un rato antes, más ágil, al verlo abrazar a Pedro, que le devolvió el abrazo. Luego, la condujo hasta el sofá.


Ella estaba demasiado nerviosa para beber nada. La señora Knowles estaba sentada, mirando fijamente el collar mientras los dos hombres charlaban.


De pronto, se hizo un extraño silencio. Todo el mundo miró hacia la caja que contenía la joya. 


Pedro se sentó a su lado, con los hombros muy rectos. Paula nunca lo había visto tan tenso.


Ella miró a uno y a otro, y esperó a que alguien dijese algo. Un minuto después, empezó a rezar por que se abriese la tierra y se la tragase. Y al final, no pudo soportar más la tensión y preguntó:
—¿Hay algún problema con el collar?


Pedro la agarró de la mano, sin mirarla.


La señora Knowles se aclaró la garganta y murmuró algo así como:
—Pobre niña.


Sir John levantó la cabeza, fijó la vista en su esposa y luego en Pedro y dijo en voz baja:
—¿Os importaría salir?


La señora Knowles se levantó enseguida y miró a Pedro, que le dio un último apretón a la mano de Paula y se puso también en pie. Paula empezó también a levantarse.


Pero Pedro le puso una mano en el hombro, para que se sentase.


—Quédate aquí —murmuró.


Ella obedeció, aunque estaba muy confusa. Pedro y la señora Knowles salieron juntos de la habitación y cerraron la puerta tras ellos.


«¿Qué demonios está pasando?», se preguntó Paula.


De repente, tuvo un mal presentimiento. Si no le gustaba el collar, ¿por qué no se lo decía? Podía hacerle algún cambio, arreglarlo; al fin y al cabo, le estaba pagando muy bien. No le importaría consultar a su esposa sobre el diseño.


Paula miró con inquietud hacia la puerta y deseó estar al otro lado, con Pedro.


—Es un buen hombre —dijo sir John en voz baja, siguiendo su mirada.


Ella se acomodó en el sofá e intentó mantener la compostura.


—¿No está contenta su esposa con el collar?


Él la miró con amabilidad. Era muy alto, tanto como Pedro, pero su ropa y su piel daban la sensación de que había perdido peso muy deprisa.


—Clara piensa, igual que yo, que tienes mucho talento, pero… —se aclaró la garganta y se echó hacia delante— el collar no es para Clara —tomó la caja y se la tendió—. Es para ti.


—¿Perdón? —tenía que haber oído mal.


Al hombre le tembló la mano, así que Paula se echó hacia delante y sujetó la caja con las suyas.


Pedro encontró el diamante hace seis años —le dijo sir John—. Y siempre quise que fuese tuyo.


—Está empezando a asustarme, sir John.


Él respiró profundamente.


—Esto es una disculpa, y mi legado para ti, Paula. Soy tu padre.


Paula bajó la caja muy despacio hasta su regazo, y movió los labios sin decir nada. Su padre. Las dos palabras empezaron a darle vueltas en la cabeza. Jamás se le habría ocurrido algo semejante. ¿Por qué no se lo había contado Pedro? ¿Lo sabría?


Su padre. Estudió su rostro, buscando en él algún tipo de conexión, de rasgo familiar. Tenía la nariz prominente, picada por la edad y la enfermedad. Una barbilla todavía fuerte, pero las mejillas hundidas hablaban de dolor. La pajarita parecía estar demasiado apretada alrededor de su esquelético cuello. Y una camisa blanca cubría un pecho consumido.


Paula dejó de buscar. No había nada de ella en aquel hombre. Si se lo hubiese encontrado por la calle, nunca lo habría reconocido. Ni se habría molestado en mirarlo.


Poco a poco, la ira fue creciendo en ella. Sentía ira hacia él, y hacia Pedro también. Y hacia su madre. Seguro que ella sabía algo de aquello.


Sir John debió de darse cuenta de que ella no iba a ayudarlo. Tomó su copa y le dio un trago.


—Yo era el líder de la oposición. Tu madre, Sonya —dijo, como acariciando su nombre con la voz—, estaba ayudando en mi campaña electoral.


Paula tragó saliva, pero consiguió mantenerse callada.


—Acababa de casarme con Clara —prosiguió él—, a la que conocía de toda la vida. Me fijé en Sonya, eso tengo que admitirlo. Éramos amigos y no tenía por qué haber pasado nada, ya que ninguno de los dos éramos malas personas. Yo me tomaba muy en serio los votos del matrimonio y tu madre no era de las que van por ahí rompiendo parejas.


«No me digas cómo es mi madre», pensó ella. «Ni te atrevas a mencionar su nombre».


—Pero cuando tu tía Úrsula falleció, tu madre estuvo inconsolable. Yo intenté con todas mis fuerzas mantenerme alejado de ella. Los dos lo intentamos. Las consecuencias eran mucho más serias que mi matrimonio, que mi carrera. Yo habría arriesgado ambas cosas por Sonya, pero estaba el partido, que iba a conducir al país a la siguiente década…


Paula se dio cuenta de que aquél era el motivo por el que odiaba a los políticos, porque siempre intentaban justificarlo todo.


Sir John cerró los ojos.


—Sólo quise reconfortarla, pero una cosa llevó a otra. Se quedó embarazada.


A Paula la asaltaron miles de preguntas. Sabía que aquéllos habían sido tiempos diferentes, que la situación de su madre era inviable, que él debía de haber sido un hombre poderoso y carismático… Maldita sea, ella tampoco era ningún ángel, pero estaba demasiado enfadada para compadecerse de nadie en esos momentos.


—Yo la quería mucho —dijo el hombre lastimeramente—. Por favor, eso no lo dudes nunca.


—Seguro que sí —replicó ella en tono suave—. Por eso sigue en contacto con ella.


—No espero que me entiendas, pero sí puedo decirte que lo siento más de lo que jamás podrás imaginar.


Paula apretó los dientes y miró el collar. Lo sentía tanto que estaba intentando comprarla. Pues le habría bastado un café, un ramo de flores por su cumpleaños o en su graduación, una simple llamada de teléfono.


—He pensado en ti todos los días.


—Qué casualidad que la conmemoración del día de las Fuerzas Armadas se haya hecho aquí este año. Después de veintisiete años, has tenido la oportunidad de matar dos pájaros de un tiro.


Sir John tardó en responder.


—Lo siento muchísimo, cariño. Yo siempre quise formar parte de tu vida, pero no fue posible. Horacio me chantajeó para que me mantuviese alejado de ti.


Eso no era posible. A Paula se le encogió el corazón.


—¿Por qué… iba a hacer algo así?


—Los mineros llevaban dos años en huelga. Y el gobierno no estaba haciendo nada para solucionarlo. La industria del diamante estaba pasando por muy mal momento. Mi partido prometió aplastar a los huelguistas. Horacio, que era el líder de la industria, no podía permitir que fracasásemos. Y una aventura fuera del matrimonio, una chica casi adolescente en aquella época habría sido letal para el partido.


¿Cómo pudo Horacio hacer algo así? Paula deseó gritar de rabia y de ira. ¿Qué derecho tenía? Se puso los brazos alrededor del cuerpo, abrazándose, sin soltar la caja.


—Me estoy muriendo, Paula. Tengo cáncer de pulmón.


Las palabras flotaron en el aire y ella empezó a balancearse. Sir John le suplicaba con la mirada.


Y la cabeza de Paula no daba para más. Iba a morirse. No estaba allí porque quisiera conocerla, sino para aliviar su culpabilidad antes de irse.


Paula no podía respirar. El collar de perlas se le clavaba en la garganta. Se levantó bruscamente, todavía con la caja en la mano.


—¡Cómo te atreves! —y sin pensarlo, lanzó la caja contra la pared que tenía enfrente—. Eres un viejo egoísta y… —el respeto hizo que omitiese una palabra todavía más ofensiva. Al fin y al cabo, tenía delante al gobernador general de Australia.


Él permaneció sentado y bajó la cabeza. Sus mejillas parecían más hundidas que nunca, había palidecido todavía más, pero a ella le daba igual. Se dio la vuelta, abrió la puerta y chocó contra el pecho de Pedro.


¿Cómo se había atrevido él también?


Paula se tambaleó y levantó las manos hacia delante, como si fuesen un escudo.


Él dijo su nombre, la agarró con cuidado por las muñecas, y ella tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no darle una bofetada.


Clara Knowles pasó por su lado y entró en la habitación. Parecía muy preocupada.


—¿Cómo has podido? —gimió Paula—. ¿Cómo has podido hacerme algo así?


—Paula, lo siento mucho.


—Deja que me vaya.


Pedro la llevó hacia una silla.


—Tenía que hacerlo. Se está muriendo.


Ella se resistió a sentarse.


—¿Desde cuándo lo sabes?


—Desde el día que nos fuimos de Sidney.


Paula se mordió el labio y recordó una llamada de teléfono, cuando había tenido que irse sola al aeropuerto.


—Eres un cerdo —le dijo.


—Horacio Blackstone lo chantajeó para que se mantuviese alejado de ti.


—No te atrevas a mencionar su nombre, Horacio era el doble de hombre de lo que tú serás nunca.


—Paula, se está muriendo. Es mi amigo y me rogó que lo ayudase.


—La otra noche te dije que mi padre no significaba nada para mí, Pedro. Hablamos de ello, tuviste la oportunidad perfecta para decírmelo.


—¿Habrías venido si lo hubieses sabido?


Ella negó con la cabeza e intentó zafarse de él. 


Rompió a llorar. Se sintió avergonzada, de llorar, de haber disgustado a un hombre mayor y enfermo. De haber creído en Pedro Alfonso.


—Pensaba que te quería, pero no es posible querer a un hombre que es capaz de hacer algo así —sollozó—. Te odio.


—¿Pedro? —Clara Knowles apareció en la puerta.


Paula giró la cabeza. No quería ver a aquella mujer a pesar de haber notado en su voz que estaba preocupada. Pedro apartó la mirada afligida de ella para dirigirla a la otra mujer. Y ella aprovechó para soltarse y alejarse de él.


Una vez más, era el segundo plato. No había sido lo suficientemente buena para ser hija, ni para ser una Blackstone, ni para ser la prometida de nadie.


Tampoco era lo suficientemente buena para él.