domingo, 14 de agosto de 2016

MI MEJOR HISTORIA: CAPITULO 11





Paula lo oyó salir al porche y se dio cuenta de que había pasado a su lado mientras ella dormía en el sofá.


Qué estúpida, se dijo a si misma. ¿Qué pensaría de ella, durmiendo en pleno día? Fue corriendo a la cocina a preparar una salsa de tomate para la cena de aquella noche.


En cuando Pedro cruzó la puerta, ella pudo sentir su presencia observándola. Paula puso una sonrisa forzada. Él tenía la cara congestionada por el frío y barba de dos días.


Paula contuvo un suspiro. Estaba tan guapo como si estuviera recién afeitado.


—¿Un paseo agradable? —preguntó ella alegremente.


Él se quedó mirándola, con la mandíbula tensa.


—Muy revitalizante —dijo él, con un tono muy cortante. Ella se puso tensa al oírlo—. He pasado por el establo para ver si el caballo tenía agua y comida.


Estaba enfadado por lo de Max, Paula se secó las manos en el delantal y después se giró hacia la cocina para darle vueltas a la salsa. Tendría que buscar algún lugar para el pobre animal.


—Oh —dijo ella, intentando mantener una voz neutra—. No tenía que preocuparse por eso. Iba a hacerlo yo esta tarde.


Él había dejado bien claro que no quería animales allí y ella se regañó a sí misma por no haber buscado antes un sitio para Max.


Él ignoró su comentario.


—Después de pasar por el establo he estado en la casita de piedra para ver si todo estaba bien allí.


Ella se quedó muy quieta, con la cuchara suspendida sobre la cacerola de la salsa. ¿Había estado en su casa? Él era realmente el propietario, pero era su hogar. Lentamente, se giró para mirarlo.


—No puede seguir viviendo allí —dijo él por fin.


Se le cayó la cuchara a la cazuela y apenas se dio cuenta de que las salpicaduras le quemaron las manos. Tuvo que hacer dos intentos antes de conseguir hablar.


—¿Por qué no? —estaba hablando de su hogar y el pánico casi no la dejaba respirar—. ¿Qué ha ocurrido?


Él pareció disgustarse ante su pregunta.


—No ha pasado nada, ése es el problema —se sacó las manos de los bolsillos y señaló en dirección a la casa—. No se ha hecho ninguna mejora en… ¿Cuánto tiempo? ¿Ochenta años? —ella no sabía qué decir. ¿Acaso estaba enfadado porque ella no había mejorado nada allí?—. No puede vivir allí hasta que contrate a alguien para que haga una reforma.


¿Reforma? ¿Qué quería decir? ¿Dónde iba a vivir ella mientras tanto?


Ella tomó aliento mientras se frotaba las manos en el delantal. Él estaba enfadado y no quería que tomase ninguna decisión precipitada.


—No pasa nada —dijo ella a toda prisa—. No tiene que hacer nada de eso. Emma y yo somos muy felices allí, créame.


—Paula, no hay nada que esté bien de esa casa. La instalación eléctrica es una trampa y no hay calefacción. No tiene agua caliente y la nevera y la cocina son piezas de museo. ¿Quiere que continúe?


Sintiéndose muy desgraciada, Paula sacudió la cabeza. Tenía razón, pero todo funcionaba. Tenía mucho cuidado con el propano y con la electricidad, así que abrió la boca para decírselo, pero él no la dejó.


—Ése no es lugar para un bebé.


No, eso era cierto, pero era mejor que vivir en los hogares para sin techo o algunos de los hogares de acogida en los que ella había vivido. Estaba limpio. Pero él nunca había estado en un hogar de acogida, o se daría cuenta de lo maravillosa que era la casita de piedra y lo segura que se sentía ella allí.


—Pero yo estoy acostumbrada y…


—Paula, vivir en la casa de piedra en las condiciones actuales no es una opción. Punto —la interrumpió con cara de pocos amigos.


—Oh —estaba claro que no serviría de nada discutir, así que se tragó las ganas de llorar. Tal vez si le daba tiempo para enfriarse, podría convencerlo de que ella podía seguir viviendo allí. Podía hacer las reparaciones que quisiera, pero ella podría seguir viviendo allí mientras.


Se quedaron mirándose el uno al otro hasta que por fin él carraspeó ligeramente y señaló la habitación detrás de la cocina donde ella había dormido esos días.


—Puede quedarse allí. Si no se siente a gusto, puedo buscarle un apartamento en el pueblo.


Su alivio quedó atemperado por el hecho de que él no parecía convencido con ninguna de las dos opciones, pero aquello era más de lo que Paula podía esperar. La
sorprendía que le hubiera ofrecido quedarse en la casa por lo poco que había parecido gustarle en encontrarla allí cuando llegó. ¿Habría querido decir que él le pagaría el apartamento en el pueblo? ¿Cómo iría hasta la granja? No tenía medio de transporte y el autobús sólo pasaba unas cuantas veces al día. Se sabía el horario de memoria y era consciente de la imposibilidad de trabajar allí desde por la mañana hasta después de la cena y usar el autobús.


—¿Paula? —dijo él, impacientándose.


Ella sabía que él no la quería en la casa, pero le había dado la opción e iba a elegir la única viable para ella, aunque sabía que conllevaba algún riesgo.


—Me gustaría quedarme aquí.


Una expresión que pareció de alivio le cruzó el rostro. 


Después asintió brevemente y se dirigió a las escaleras.


«No seas tonta», se dijo a si misma, consciente de que había interpretado mal su reacción. No es nada personal.


Simplemente quería que ella estuviera en la casa, para ocuparse de él.


No era nada personal.


Aunque a una parte de ella le hubiera gustado que hubiera sido por motivos personales. Era una soñadora. Pedro era un hombre sofisticado y de éxito. ¿Cómo iba a fijarse en una chica como ella?




MI MEJOR HISTORIA: CAPITULO 10





Tres días después, el suministro eléctrico había vuelto a la normalidad en la zona. Pedro decidió que necesitaba que Paula y Emma volvieran a la casita de piedra. Ella le suponía una distracción demasiado grande. Estaba consiguiendo escribir muchísimo, mucho más de lo que había esperado, pero era permanentemente consciente de que ella estaba allí.


No quería investigar mucho la situación, pero el caso es que iba a peor y tenía que detenerlo.


No tenía tiempo en su vida para ella ni para su bebé, y cuanto antes dejaran de vivir bajo el mismo techo, mejor.


Bajó al primer piso y la encontró tumbada en el sillón, profundamente dormida, abrazada a la niña. Era normal que necesitara una siesta, trabajaba sin parar todo el día mientras la niña dormía y a veces la había oído por la noche. 


Parecía que tenía la mala suerte de tener una hija noctámbula.


Inquieto por sus pensamientos hacia ella, se quedó mirándolas unos minutos, hasta que cayó en la cuenta. Ésa era la razón exacta de que necesitara que ellas vivieran en otro sitio.


Eran una distracción, y él no permitía distracciones en su vida.


En silencio, fue hasta el trastero y se puso una gruesa chaqueta, unas botas de nieve y agarró una pala antes de salir al exterior.


Le había pedido a Elena que le enviara sus esquíes de fondo. Le encantaba esquiar por el campo y aquél era un sitio genial para hacerlo. Se preguntó si Paula sabría esquiar y después se sorprendió de haber pensado eso: una de las cosas que le gustaba del esquí de fondo era la soledad.


Se detuvo frente al establo y buscó por allí hasta que encontró el contenedor de pienso de Max. Se acercó al caballo con cuidado, sin saber si la bienvenida que le estaba dando sería sincera. Aquél no era su trabajo, pero tampoco quería que Paula saliera al exterior con tanta nieve.


Se quedó mirando al enorme animal. Él nunca había tenido una mascota y ahora en su casa vivían un perro ciego, un gato arañado y un caballo cojo. Se preguntó por qué ella acogería a todos aquellos animales desgraciados.


Pedro salió del establo y continuó hasta la casita de piedra. 


Hasta entonces no se había dado cuenta de lo pequeña que era, pues lo único que veía de ella desde su oficina era el tejado.


Excavó en la nieve para hacer un camino hasta la puerta y poder abrirla. Cuando entró y empezó a quitarse la chaqueta, se dio cuenta de que hacía tanto frío fuera como dentro. Miró a su alrededor y vio descorazonado que la casa se componía únicamente de dos cuartos. De hecho, era uno divido en dos. La mitad de la casa donde estaba parecía una combinación de cocina y salón dominada por una enorme chimenea de piedra. Frente a la chimenea había un viejo sofá y en uno de sus extremos descansaba un montón de mantas. La única iluminación venía de una bombilla en el techo. La instalación eléctrica, parcheada en distintos puntos, corría por el techo hasta un enchufe colocado en la piedra, que alimentaba una pequeña estufa. Era el único aparato eléctrico de la sala.


Contra la pared había una encimera que hacía las veces de cocina. Había algunas estanterías con algunas ollas y sartenes, platos y comida enlatada. La pequeña cocina de propano parecía haber sido instalada en los años veinte, al igual que el fregadero de porcelana.


Una única tubería de agua entraba en la casa del exterior a través de la pared, al igual que en el caso de la electricidad. 


El pequeño frigorífico de propano completaba el mobiliario de la cocina.


La casa estaba dividida en dos con unos paneles de madera y la parte trasera dejaba ver una habitación muy pequeña con una cama de hierro y un pequeño vestidor, sin puertas. 


La iluminación era similar a la de la sala principal.


En una esquina estaba el diminuto cuarto de baño que parecía tener ochenta años.


Todo en la casa parecía viejo y desgastado, pero ordenado y limpio.


Pedro salió de la habitación preguntándose cómo podía Paula vivir allí en el siglo XX y después se dio cuenta de que aquella casa no era de Paula, sino suya. Probablemente ni siquiera los muebles fueran de Paula. Aquello lo convertía en un propietario ruin en el peor sentido de la palabra. Su ira se vio alimentada por un irracional sentimiento de culpa. Tenía que haber visitado aquella parte cuando compró la propiedad, pero no se le había pasado por la cabeza. Estaba demasiado ocupado asegurándose de que sus propias necesidades estaban cubiertas.


Salió al exterior cerrando la puerta de un portazo tras de sí.


 ¿Qué iba a hacer?


De ningún modo podía enviarla a vivir allí de nuevo hasta que no hiciese una reforma profunda de la casa. Se preguntó si sería posible acondicionarla lo suficiente como para que fuera habitable.


Demonios, tal vez si quitase la instalación eléctrica y los resultados de las antiguas reformas, pudiera hacer que lo declarasen un lugar de importancia histórica, se dijo con ironía. ¿Cuántas casas como aquélla quedaban en América?


Se abrió paso entre la nieve en dirección a la calidez y confort de la casa de madera mientras pensaba en el problema de dónde viviría Paula.


La granja estaba tan alejada que si viviera en el pueblo, tendría un largo camino todos los días. Además estaba el problema de que ella no tenía coche.


Irritado por aquella nueva contrariedad, intentó poner sus pensamientos en orden. No quería que ella viviera en la ciudad, sino allí, donde no tuviera que preocuparse por ella.


Pedro se detuvo bruscamente. ¿Por qué había pensado eso? Ella era su ama de llaves. Le gustaba cómo se ocupaba de las cosas y quería que ella estuviera disponible, eso era todo. No había necesidad de complicar la situación.


Aún molesto, alcanzó el porche y la puerta de entrada.


Unos cuantos días antes ni siquiera se hubiera planteado la posibilidad de dejar que se quedara en la casa con él, pero para entonces ya sabía que era capaz de escribir con ella allí.


Tal vez se acabara acostumbrando.


Después se le ocurrió que tal vez fuera ella la que no quisiera permanecer en la casa grande y por algún motivo, también aquello lo disgustó.


Estaba pasando demasiado tiempo pensando en Paula.


Se sacudió la nieve de las botas y se las quitó. Decidió que si ella quería el trabajo, tendría que quedarse allí.



MI MEJOR HISTORIA: CAPITULO 9




Un ruido extraño sacó a Pedro de su trabajo. Molesto por la interrupción, miró a la pantalla del ordenador y se quedó sorprendido al ver que ya había llegado a la tercera parte del borrador.


Llevaba meses sin tener una racha creativa como aquélla. 


Había pensado que no sería capaz de escribir hasta que el ama de llaves se trasladase de nuevo a su casa, pero no había sido así.


Se levantó y se estiró, después miró al reloj de la pantalla y vio que era pasada la hora de comer. Normal que le rugiera el estómago; llevaba trabajando desde por la mañana temprano sin haber tomado nada más que un café.


Abrió la puerta de su oficina y descubrió de dónde venía el ruido que lo había sacado de su trabajo. Paula estaba lijando el suelo del rellano a mano, y sus rizos rubios se bamboleaban siguiendo el ritmo de su brazo pasando la lija. Pedro vio lo enrojecidas y estropeadas que tenía las manos.


—¿Qué demonios está haciendo?


Ella dio un respingo al oír su voz. Levantó la cara con una expresión de pánico, que desapareció tan rápidamente como había aparecido y se puso de pie.


—¿Lo molesta? ¿Lo dejo para otro momento? —preguntó a toda velocidad.


Llevaba otra de esas camisas viejas de franela y él se preguntó cuántas tendría, antes de reprocharse que el fondo de armario de su ama de llaves no era de su incumbencia.


—Tengo hambre —dijo, pasándose la mano sobre la tripa.


Ella lo miró, aliviada ante su declaración.


—He hecho sopa. Y unos sándwiches. ¿Le parece bien?


—Perfecto —dijo, empezando a bajar los escalones y notando ya el olor a sopa. Después se paró—. ¿Puedo pisar por aquí?


—Oh, sí —dijo, asintiendo con la cabeza, mientras sus rizos se balanceaban arriba y abajo—. Voy a hacer medio escalón de cada vez, así que no hay problema.


Ella hablaba casi con nerviosismo, gesticulando mucho.


—¿Qué es exactamente lo que está haciendo?


—Están un poco arañados, así que los estaba puliendo.


Él se encogió de hombros. A él le parecía que estaban bien así, pero ella parecía tan nerviosa que prefirió no decir nada y la siguió escaleras abajo. En el último escalón ella se paró y recogió la canastilla de mimbre, que estaba tapada con un retal de tela.


—¿Está ahí la niña?


Su expresión se suavizó.


—Sí. Está durmiendo. Le he puesto la tela por encima para que no le cayera polvo del lijado.


—¿La saca alguna vez de la cesta? —le resultaba divertido cómo cargaba con la niña por todas partes como si fuera el cesto de la colada.


Su expresión se endureció, como si se hubiera sentido insultada.


—Claro que sí, pero ahora está dormida.


Tal vez pensara que estaba cuestionando su forma de hacer las cosas con su hija, pero en realidad era curiosidad, porque no sabía nada de bebés. Buscó algo que decir.


—¿Ya gatea?


Paula dejó la canastilla sobre la encimera de la cocina y apartó la tela que la cubría.


—Sólo tiene tres meses y los bebés no suelen gatear hasta que no tienen siete u ocho —el tono de su voz cambiaba cuando hablaba de su hija.


—Entiendo. ¿Qué va a hacer entonces cuando pueda trepar fuera de la cesta?


Otra vez la misma expresión de alarma le cruzó el rostro.


—Compraré un parque para que juegue dentro, y así podré tener más tiempo para trabajar —dijo ella.


Era la mujer más puntillosa que Pedro había conocido nunca. 


Daba igual lo que le dijera, siempre se lo tomaba mal.


Mientras ella le servía la sopa, él encendió la televisión, puso un canal donde emitían noticias y observó sus movimientos por la cocina. No había puesto en duda su eficiencia en ningún momento, es más, tal vez trabajase demasiado.


Su mente volvió al libro que estaba escribiendo en cuanto ella le puso la comida sobre la mesa. Necesitaba otro personaje en el libro, alguien con un pasado, que revelase los secretos del protagonista.


Mientras comía, observaba a Paula por el rabillo del ojo. 


Estaba estudiando las posibilidades del nuevo personaje y se le ocurrió que podía parecerse un poco a ella. Cuando acabó de comer y volvió a su oficina, su cabeza explotaba de ideas para ese nuevo personaje.


Pedro trabajó toda la tarde hasta que tuvo la impresión de que el cerebro iba a empezar a echarle humo. Levantó la vista de la pantalla y vio a través de la ventana una pequeña figura con un gorro de lana roja y un abrigo enorme que emergía al exterior desde el porche. Tenía que ser Paula, pero se hacía difícil reconocerla bajo tanta ropa, mientras se abría paso en la nieve, que le llegaba a la cintura. ¿Qué estaría haciendo?


Bajó al salón y vio la cesta donde dormía la niña sobre el sofá, con una especie de radio con antena al lado, y el perro ciego tumbado a su lado. Cuando se inclinó sobre la cesta para mirar el bebé, el perro empezó a gruñirle al espacio que había entre él y la cesta.


Pedro dejó a la niña con su protector canino y fue a la 
cocina. Aún no había estado en aquella parte de la casa, pero debía de haber alguna puerta al exterior porque ella había salido por esa parte. Cruzó el cuarto de la lavadora y llegó a un trastero. Allí vio su abrigo y un par de chaquetas viejas colgadas de un perchero. Se puso una que parecía de su talla y unos guantes de cuero que encontró en los bolsillos. Tomó una bufanda de lana y un gorro que colgaban de otra percha y se las puso también. Después se quitó los zapatos y se enfundó unas viejas botas de goma que le venían un poco pequeñas.


Listo para enfrentarse a los elementos, abrió la puerta que daba al porche y el aire frío lo golpeó como una bofetada en la cara. Debían de estar a veinte bajo cero. ¿Por qué se había arriesgado a salir con esa temperatura? La única posibilidad que se le ocurría era que tuviese su coche en el establo y necesitase buscar algo allí.


Siguió el rastro que ella había dejado en la nieve no sin esfuerzo. ¿Cómo se las había apañado ella para pasar por allí?


No le importaba saber por qué había salido ella, se dijo a sí mismo. No estaba preocupado, sino que sentía curiosidad. 


Aparte, tenía sus propias razones para ir al establo. Así podría echar un vistazo y valorar qué tendría que hacer para transformarlo en un garaje decente. Tarde o temprano sacaría su coche de la nieve y estaría bien tener un lugar para protegerlo de los elementos.


Se detuvo a tomar aliento, sintiendo cómo el aire frío le quemaba los pulmones incluso a través de la bufanda. 


Pensándolo mejor, si pensaba vivir en la granja, estaría bien tener un todoterreno. El camino de entrada no estaba asfaltado y con mal tiempo, sería intransitable para su deportivo.


Por fin consiguió llegar hasta la enorme puerta deslizante del establo y entró dentro inmediatamente. Le costó unos segundos acostumbrarse a la tenue luz del interior. Allí había espacio suficiente para varios coches, pero estaba vacío. 


Aquello acababa con su teoría de que Paula había ido a buscar algo de su coche.


Aparte del gran espacio abierto, había un pasillo con cuadras para caballos a ambos lados. Allí olía a polvo, a paja y a animales. Entonces oyó a Paula hablando en voz baja, pero no pudo entender lo que decía.


¿Había alguien allí? ¿Había acudido a reunirse con alguien? 


Sólo la idea lo puso de mal humor, no porque ella viera a otra persona, se dijo a si mismo, sino porque aquélla era su propiedad. Tenía derecho a saber si había alguien escondido en el establo.


Echó a andar por el pasillo hasta que la vio y se detuvo de golpe.


Ella estaba saliendo de una de las cuadras, aún murmurando algo. La chaqueta que llevaba le colgaba hasta las rodillas.


Debió de sentir que él estaba allí, porque levantó la cabeza y se giró para mirarlo. Su cara presentaba una cómica muestra de culpa, sorpresa y vergüenza. Él la observó sin decir nada, esperando que fuera ella la primera en hablar.


Justo en ese momento, un enorme caballo la siguió fuera de la cuadra. El caballo movió la cabeza y le dio un golpe juguetón en la espalda, que la empujó hacia delante. Ella dejó escapar un grito de sorpresa y tropezó. Pedro tuvo que dar un paso adelante y agarrarla por debajo de los brazos para que no cayera al suelo. No podía pesar más de cincuenta kilos.


Él la soltó, incómodo por sentirse tan aliviado al ver que ella había acudido al establo a ver al caballo y no a un hombre.


Ella se apartó de él y se volvió hacia el caballo. Pedro hubiera jurado que el animal se estaba divirtiendo con aquello, porque enseñaba sus dientes amarillos como si se estuviera riendo.


—¡Max! —agarró el dogal con ambas manos y lo empujó para que volviera a la cuadra—. Eres un chico malo. ¡Vuelve a tu sitio!


Pedro no sabía nada de caballos y contuvo el aliento mientras se preguntaba si sería una buena idea acercarse tanto a un animal que le doblaba varias veces el peso. Ella, aparentemente despreocupada, lo empujaba como si no fuera más que un perro tranquilote. Además, parecía no darse cuenta de que sus cascos estaban muy cerca de aplastarle los pies mientas lo empujaba.


Cuando lo hubo empujado dentro de la cuadra, Max agarró limpiamente el gorro de lana con los dientes, se lo quitó y lo dejó caer en el suelo.


Pedro volvió a respirar cuando ella cerró la puerta, deteniéndose a recoger el gorro, y dejando al caballo encerrado dentro.


Después miró a Pedro con expresión culpable mientras sacudía el gorro contra su pierna, e hizo un gesto hacia la cuadra.


—Es un caballo —dijo, y se volvió a poner el gorro.


Pedro hizo un esfuerzo por no sonreír.


—Eso ya me lo había imaginado. ¿De quién es? —se suponía que los animales de la granja ya estaban vendidos.


Ella levantó la barbilla en un gesto desafiante.


—Ahora es mío —después cambió la expresión de su preciosa carita mientras parecía librar una lucha interna.


Pedro pensó que aquella mujer no debía de ser buena jugadora de cartas; su rostro era tan expresivo que nunca sería capaz de marcarse un farol.


—Bueno, técnicamente, es suyo —cerró los puños—. No podía dejar que lo llevaran al matadero, así que decidí quedármelo.


Estaba balanceándose sobre las puntas de los pies, pero ni de ese modo le llegaba a los hombros. Y sin embargo, parecía dispuesta a plantar batalla.


Pedro miró al enorme caballo marrón y después a ella.


—¿El intermediario no podía venderlo?


—No. Es viejo y está cojo —parpadeó y se mordió el labio—. Yo se lo pagaré.


Parecía una señora en miniatura, con aquella enorme chaqueta y las botas. Ya tenía un bebé, un gato y un perro. 


No sabía cuánto le pagaba, aparte del alojamiento y la comida, pero suponía que no era mucho. Un animal tan grande como aquél debía de ser caro de mantener.


—¿Por qué? ¿Por qué lo quiere? Un viejo caballo cojo no debe de ser muy útil.


Ella se encogió de hombros y los ojos se le llenaron de lágrimas. Parpadeó rápidamente, apartó la cara y echó a andar hacia la puerta sin contestar a la pregunta.


Él sintió un pinchazo de pánico al sentir aquella emoción. 


¿Qué haría si se echaba a llorar? Se sentía incómodo ante los despliegues de emotividad, y por otro lado, ninguna de las mujeres a las que conocía hubieran derramado una lágrima por un animal inválido.


Para su alivio, ella pareció recomponerse mientras sacaba una cosa parecida a un walkie talkie de su bolsillo.


—Tengo que volver a la casa. Emma se despertará pronto.


Estaba claro que le había tocado la fibra sensible. Desde luego, no había sido su intención meter las narices en su vida, pero aquélla era su granja y no quería tener las complicaciones que implicaban los animales.


Intrigado por su defensa del animal, dejo de lado el tema del caballo y decidió seguirla.


Tendrían mucho tiempo para hablar de ello. Desde luego, no lo quería allí, pero si la alternativa era matar al animal, se preguntaba si sería capaz de tomar esa decisión.


—Voy a transformar el establo en un garaje —dijo él, sospechando que ella no tenía otro sitio donde tener al caballo.


Ella siguió caminando hacia la puerta con la cabeza gacha.


—¿Necesita todo el establo? ¿Cuántos coches tiene?


—Sólo uno, pero tal vez compre un todoterreno —él creyó oírla resoplar, pero no estaba seguro. Después recordó que había creído que ella tendría su coche en el establo también—. ¿Dónde tiene su coche?


Ella lo miró.


—No tengo coche. Quedó destrozado en el accidente —dijo, como si no tuviera importancia.


Él no recordaba que ella hubiera mencionado nada de un accidente, y después recordó que su marido había fallecido hacía poco tiempo.


—¿El accidente en que falleció su marido? —ella asintió. A él no se le escapó que ella había parecido más conmovida al hablar del caballo que de su marido, pero no podía decir nada más al respecto—. ¿Qué es lo que tiene en la mano?


—Un aparato de escucha para bebés.


Eso explicaba qué era la especie de radio con antena que había junto a la cesta de la niña. Antes de poder preguntarle cómo funcionaba, ella salió al exterior.


Él la siguió y cerró la puerta tras de sí para seguirla a través de la nieve. Desde luego, tenía mucha determinación.


Su lugar de retiro no era en absoluto como él lo había imaginado.


Bueno, tan pronto como volviera la luz, ella volvería a su casa con su bebé y toda su corte. Lo importante era que él volviese a conducir su vida por su camino. Había encontrado el hilo conductor que necesitaba para su libro y el nuevo personaje funcionaba bien. Además, con aquel ritmo de trabajo, terminaría en un tiempo récord.


Vivir en la granja era mucho mejor de lo que lo había imaginado y el problema del caballo podía esperar.


Lo que no tenía tan claro era si sería tan fácil manejar sus crecientes sentimientos hacia Paula.