jueves, 24 de noviembre de 2016

UNA NOCHE...NUEVE MESES DESPUES: CAPITULO FINAL




Diez minutos después, Paula estaba bajo la pérgola de flores, con el vestido de novia más bonito que había visto en toda su vida, mirando al único hombre al que había amado en toda su vida.


Y Viviana le estaba poniendo ojitos a Dimitri.


—Tengo la impresión de que ni tu dama de honor ni el padrino están muy atentos —murmuró Pedro, apretando a Paula contra su pecho ante la mirada de desaprobación del hombre que los casaba—. Puede que tengamos que hacer esto sin su ayuda.


Paula miró su ramo de novia.


—No me puedo creer que vayamos a casarnos. Pensé que lo nuestro no terminaría así.


—¿Es el cuento de hadas que querías? Tal vez debería traer traído una carroza tirada por un par de caballos blancos.


Ella soltó una carcajada.


—No podrías traer una carroza a la playa —le dijo, poniéndose de puntillas para besarlo—. Pero has conseguido traer lo más importante.


—Estamos hechos el uno para el otro —dijo Pedro—. Para siempre.


Paula sonrió, enamorada.


—Eso suena a cuento de hadas. Mi cuento de hadas.






UNA NOCHE...NUEVE MESES DESPUES: CAPITULO 19




Paula marcó el número de Viviana por enésima vez y dejó un nuevo mensaje.


Necesitaba desesperadamente hablar con alguien, pero su amiga no contestaba al teléfono.


Suspirando, buscó un pañuelo de papel para sonarse la nariz. Pero tenía que dejar de llorar.


Aquello era ridículo. ¿Cuánta agua podía perder una persona en veinticuatro horas sin ponerse enferma?


Había ido llorando desde Venecia hasta Corfú. Y cuando no estaba dándole pañuelos, Pedro se dedicaba a trabajar, levantando ocasionalmente la cabeza del ordenador.


No había intentado retomar la conversación de la noche anterior. Seguramente creía que había perdido la cabeza, pensó Paula.


Le había dicho que quería volver a Inglaterra de inmediato y él respondió que se encargaría de organizar el vuelo, pero en cuanto llegaron a la villa desapareció en su despacho.


De modo que estaba de vuelta en la suite, intentando no mirar la cama que dominaba la preciosa habitación.


Después de darse una ducha se puso un pantalón corto y una sencilla camiseta y fue al vestidor para sacar su maleta.


¿De qué le servirían todos esos vestidos en Little Molting?, se preguntó. No podía dar clases con un delicado vestido de lino.


Y tampoco podría ponerse los preciosos zapatos de tacón a menos que Pedro estuviera a su lado, sujetándola.


Intentando no pensar en eso, volvió al dormitorio y vio una nota sobre la cama. Pensando que serían los detalles del vuelo, la leyó: Nos vemos en la playa en diez minutos. Lleva el anillo.


Por supuesto, el anillo.


Apretando los dientes para contener las lágrimas, Paula arrugó la nota y la tiró a la papelera. Ah, claro, no quería que desapareciese con su carísimo anillo por segunda vez.


Paula miró el diamante que había estado con ella durante esos cuatro años. La idea de separarse de él resultaba horriblemente triste


Pero se lo llevaría en persona.


Y luego volvería a su antigua vida e intentaría seguir adelante sin Pedro.


Paula bajó por el camino que llevaba a la playa, intentando no pensar en lo maravilloso que hubiera sido criar a su hijo allí, entre los olivos y las buganvillas.


Sentía como si alguien le hubiera hecho un agujero en las entrañas. Como si hubiera perdido algo que ya no podría recuperar nunca.


Deteniéndose un momento, cerró los ojos. Sólo tendría que soportar aquellos últimos cinco minutos y todo habría terminado. Se marcharía de Corfú y no volverían a verse.


Decidida a portarse con dignidad, llegó a la playa… y se quedó inmóvil.


Frente a ella había un semicírculo de sillas y, delante de las sillas, alguien con mucha imaginación había creado un arco con flores, un arco iris de colores sobre una pérgola que formaba una especie de puerta frente al mar.


Parecía el decorado de una película romántica. Pero no tenía ningún sentido.


—¿Paula?


Le pareció escuchar la voz de. Viviana, pero no podía ser…


Y sin embargo, allí estaba, corriendo hacia ella, con un vestido largo que se enredaba entre sus largas piernas.


Riendo y llorando al mismo tiempo, Paula la abrazó.


—He estado llamándote… ¿qué llevas puesto? —exclamó, dando un paso atrás para mirar a su amiga—. Estás fantástica, pero no entiendo nada…


—¡Soy tu dama de honor! —gritó Viviana—. Pedro me dijo que tenía que ser una sorpresa, así que apagué el móvil porque ya sabes que soy incapaz de guardar un secreto y sabía que si hablaba contigo acabaría por contártelo. ¿Estás contenta?


Estaba más bien desconcertada.


—Pero… yo no necesito una dama de honor. No voy a casarme.


—Pues claro que sí. Pedro me ha traído hasta aquí para eso. He venido en su jet privado… y no voy a decirte cuántos mojitos he tomado, pero tengo un dolor de cabeza espantoso. Venga, vamos.


—Te has adelantado, Viviana —dijo Pedro entonces—. Yo debería haber hablado con ella…


Paula no sabe nada de esto.


—¿Qué? —Viviana lo miró, perpleja—. ¿Paula no sabe qué vais a casaros? Cuando me dijiste que era una sorpresa, pensé que la sorpresa era que yo fuese la dama de honor, no la boda.


—Las cosas no salen siempre como uno quiere y eso es especialmente cierto en mi relación con tu amiga —inusualmente inseguro, Pedro tomó la mano de Paula—. Anoche, en Venecia, iba a pedirte que te casaras conmigo, por eso te llevé allí.


Viviana se llevó una mano al corazón.


—Ay, Dios mío.


—Viviana… —dijo Pedro, sin dejar de mirar a Paula—. Si vuelves a abrir la boca sin permiso, jamás volverás a viajar en mi avión privado.


Viviana hizo el gesto de abrocharse una cremallera en la boca, pero Paula estaba mirándolo a él.


—¿Ibas a pedirme que me casara contigo? Pero cuando Constantine te preguntó si ibas a ser padre, tú dijiste que no… no lo siento, esta vez no puedes engañarme.


—Estaba nervioso porque iba a pedirte que te casaras conmigo y temía que dijeras que no. Después de lo que pasó la última vez, ¿por qué ibas a confiar en mí? Por eso te llevé a una de las ciudades más románticas del mundo.


—Pero Constantine…


—Me preguntó si era padre y yo le dije que no porque para mí ser padre es mucho más que crear un hijo. Eso es lo que hizo el tuyo, pero nunca fue un padre de verdad, ¿no? —le preguntó Pedro con voz ronca—. Ser padre es querer a tu hijo más que a ti mismo, poner su felicidad por delante de la
tuya, protegerlo de todo y hacerle ver que, pase lo que pase, estarás a su lado. Podría decirte que yo tengo intención de hacer todo eso, pero sería más elocuente demostrarlo. Y para eso necesito tiempo.


Paula no podía respirar.


—¿Tiempo?


—Digamos que cincuenta años más o menos —dijo Pedro—. Y muchos hijos. Tal vez después de cuatro hijos y cincuenta años, si alguien me pregunta si soy padre podré decirle que lo soy.


Ella tragó saliva.


—Pensé que la idea de ser padre te asustaba.


—No he dicho que no esté asustado, lo estoy. Pero sigo aquí, apretando tu mano. Y hablando de manos… —Pedro le puso el anillo en la mano izquierda.


—Pedro…


—Te quiero, agapi mu, porque eres generosa, divertida y la mujer más sexy del mundo. Me encanta que tengas que sujetarte a mi brazo cuando llevas zapatos de tacón, me encanta que odies los trocitos de cosas que flotan en las bebidas… incluso me gusta que tires las cosas por cualquier parte —Pedro apartó el pelo de su cara—. Y me encanta que hubieras sido capaz de marcharte para proteger a nuestro hijo. Pero no tienes que hacerlo, Paula. Protegeremos juntos a nuestro hijo.


Temiendo creer lo que estaba pasando, Paula miró el anillo.


—¿Me quieres de verdad?


No tengas la menor duda. Si siempre vas a dudar de mí, esto no saldrá bien. Me gustaría pensar que nunca voy a decir algo equivocado, pero soy un hombre, de modo que tarde o temprano diré algo que te moleste… como anoche, en Venecia —Pedro abrió los brazos en un gesto de disculpa.


Anoche no me dijiste que me querías. Yo me moría por escucharlo… quería que me pusieras el anillo en la otra mano, pero no lo hiciste.


Él asintió con la cabeza apenado.


—Hace cuatro años te dejé plantada el día de nuestra boda. Sé que es difícil perdonar eso y temía que si te lo pedía demasiado pronto me dirías que no. Me daba pánico que me rechazases, por eso estaba esperando.


Su relación había ido haciéndose más profunda con el paso de los días, era cierto.


—Pensé que no me querías.


Quería que estuvieras segura de que te amaba.


Pedro…


—Aunque no sea capaz de decir las palabras adecuadas, quiero que sepas que eso es lo que siento, que eso es lo que hay en mi corazón —Pedro bajó la cabeza para besarla y, durante unos segundos, los dos se quedaron en silencio.


Viviana se aclaró la garganta entonces.


—Ya está bien. Para mí es evidente que te quiere, Pau. Por favor, tú no tienes un céntimo, eres la persona más desordenada del mundo y, aunque te pones muy guapa cuando quieres, con tacones pareces un pato mareado. Así que, básicamente, este hombre tiene que quererte mucho para casarse contigo.


—Gracias.


—De nada. ¿Podemos seguir adelante con la boda? Se me está quemando la nariz.


Medio riendo, medio llorando, Paula miró a Pedro.


—¿Quieres que nos casemos aquí? ¿Ahora? No puedo creer que hayas organizado todo esto en la playa.


—Quería darte tu cuento de hadas —dijo él, emocionado—. Y sí, vamos a hacerlo ahora mismo. No voy a cambiar de opinión, Paula. Sé lo que quiero y creo saber lo que tú quieres. Ninguno de los dos necesita una gran ceremonia o miles de invitados. Si me dices que sí, tengo dos personas
esperando en la villa: mi director jurídico, Dimitri, que además es mi mejor amigo y el hombre que va a casarnos.


Pero no puedo casarme en pantalón corto —protestó ella.


—¡Pues claro que no! —exclamó Viviana, señalando un montón de bolsas sobre una silla—. Afortunadamente, ha traído un vestido de novia.


Paula miró a Pedro, preguntándole con la mirada si era un vestido de Mariana.


No, no —se apresuró a decir él—. He hecho que trajeran diez vestidos diferentes. Puedes elegir el que quieras.


—¿Diez? —murmuró Paula.


—Quería que pudieses elegir —Pedro sonrió—. Y, además, creo que debe ser una sorpresa para el novio.


Emocionada, Paula levantó una mano para acariciar su rostro.


—Te quiero —murmuró, con los ojos llenos de lágrimas.


—¡No llores! Te pones horrible cuando lloras y se supone que tengo que maquillarte —protestó Viviana—. Y no se puede hacer nada con unos ojos hinchados y una nariz roja. Pedro, ve a dar un paseo mientras elegimos el vestido. No debes ver a la novia, trae mala suerte.


—Podría vestirme en la casa —sugirió Paula.


—No pienso arriesgarme —dijo él—. Te quiero y quiero casarme contigo ahora mismo. No me importa que lleves pantalón corto.


—¡Pedro Alfonso, mi amiga no va a casarse en pantalón corto! —Exclamó Viviana—. Una mujer mira las fotos de su boda durante toda la vida y nadie puede llorar al verse en pantalón corto —indignada, lo empujó—. Muy bien, ve a buscar al padrino y vuelve en diez minutos.


UNA NOCHE...NUEVE MESES DESPUES: CAPITULO 18





¿Qué vamos a Italia a pasar la tarde? —exclamó Paula. Ella nunca podría ser tan despreocupada sobre los viajes al extranjero—.¿Dónde vamos exactamente?


—A Venecia, a una exposición de arte —Pedro no la miraba a los ojos y ella tenía la sensación de que le ocultaba algo.


¿Y podemos dar un paseo en góndola?


—Eso es para turistas.


—Es que yo soy una turista —protestó Paula, saltando de la cama para seguirlo al vestidor—. Siempre he querido dar un paseo en una góndola.


Pedro sonrió mientras tomaba un traje y una camisa.


Muy bien, iremos a dar un paseo en góndola mañana, antes de volver a casa. Pero la de esta noche es una exposición muy elegante, tienes que arreglarte.


Paula se llevó una mano al estómago.


—Tendré que ponerme algo ancho porque empiezo a tener tripa, debe ser la comida griega.


—O el niño —dijo él, poniendo una mano sobre la suya. En silencio, inclinó la cabeza para besarla antes de sacar una caja del armario—. Te he comprado un vestido, espero que te guste.


—Y yo espero que disimule lo gorda que estoy —Paula sonrió, nerviosa. Pedro había mencionado al niño por primera vez—. Pero al menos yo tengo una excusa. Lo peor es cuando alguien te pregunta de cuántos meses estás y tú tienes que decir que no estás embarazada — emocionada por su inesperada reacción, siguió hablando sin parar mientras abría la caja—. Casi merece la pena estar embarazada para siempre, así tienes una excusa para llevar ropa ancha… ¡Pedro, es precioso!


Era un vestido largo, de seda color champán.


—¿Te gusta de verdad?


—Muchísimo. Es perfecto.


—Espero que no tropieces con la falda.


—Yo también. Con un poco de suerte, no habrá escaleras —murmuró ella, acariciando la tela—. ¿Dónde lo has comprado?


Lo han hecho especialmente para ti… en Atenas.


¿Era su imaginación o de repente parecía extrañamente tenso? Tal vez no se había mostrado suficientemente entusiasmada y pensaba que estaba siendo desagradecida.


Me encanta, en serio. Es precioso. Nunca había tenido un vestido hecho especialmente para mí — le dijo, poniéndose de puntillas para besarlo.


—Mira, también hay unos zapatos forrados con la misma tela.


Paula miró el tacón con cara de susto.


¿En esa galería de arte habrá cosas muy valiosas?


—No te preocupes, no vas a resbalar, agapi mu —relajado de nuevo, Pedro se dirigió a la ducha—. Tu estilista llegará en media hora. ¿Por qué no descansas un rato?


Mi estilista —Paula tuvo que sonreír—. No sé si alegrarme o no. Yo debería saber lo que me queda bien, pero es estupendo poder culpar a otra persona si sales hecha un desastre. ¿Volveremos a casa esta noche?


—No, tenemos una suite en el hotel Cipriani.


¿El hotel Cipriani? Lo he oído nombrar. Allí van muchos famosos… George Clooney, Tom Cruise, Pedro Alfonso…


Y Paula —dijo él.


—Y Paula. 


Espero que George Clooney no se sienta amenazado por mi presencia. Pobrecito, lo dejaría en la sombra.


Cuando la limusina se detuvo frente a una larga alfombra roja, Paula se encogió en el asiento.


No me habías dicho que habría cámaras y cientos de personas mirando.


—¿Qué importa eso?


Yo no puedo andar con estos tacones delante de tanta gente.


—Si te lo hubiera dicho habrías venido preocupada todo el camino —Pedro apretó su mano—. Esta vez, yo estoy contigo. Sólo tienes que sonreír y mostrarte digna.


—No es fácil mostrarse digna cuando estás tirada de bruces en el suelo y eso es lo que me pasará si tengo que recorrer la alfombra delante de toda esa gente.


—Yo te llevaré de la mano.


—¿No puedo quitarme los zapatos?


—No, a menos que quieras llamar la atención de verdad. Venga, sonríe —la animó Pedro cuando se abrió la puerta de la limusina—. Déjame el resto a mí.


Los fogonazos de las cámaras la cegaron por un momento, pero al ver a la gente que gritaba a ambos lados de la alfombra sintió una oleada de pánico. Y habría vuelto a meterse en la limusina si Pedro no la hubiera sujetado del brazo.


—Levanta la barbilla mientras caminas… así está mejor —sonriendo, la llevó hasta la puerta de la galería—. Ya puedes relajarte.


—Lo dirás de broma —Paula miró alrededor, nerviosa—. No podré relajarme hasta que nos hayamos ido sabiendo que no he roto nada.


—Aunque rompieras algo nadie se atrevería a protestar —dijo él—. Soy uno de los patrocinadores de la galería. Y no, antes de que lo preguntes, eso no me hace sentir particularmente feliz.


—Ni siguiera yo me siento particularmente feliz sólo por ver un cuadro —le confesó ella, estirando el cuello para mirar alrededor—. ¿Por qué das dinero a un museo en Venecia?


También apoyo museos en Atenas. Ven conmigo, quiero presentarte a una persona —Pedro la llevó entre la gente hacia un hombre que estaba admirando un cuadro—. Constantine.


Era un hombre de cierta edad, con el pelo blanco pero atractivo a pesar de los años.


¡Pedro!


Después de intercambiar unas palabras en griego, Pedro se lo presentó.


—Ah —Constantine sonrió—. De modo que los demás estamos rodeados de valiosas obras de arte, pero tú consigues aparecer con algo más valioso del brazo —bromeó, llevándose su mano a los labios—. Ni el oro del Renacimiento brilla tanto como una mujer enamorada. Me alegro de conocerte, Paula. Y ya era hora, Pedro.


Paula sintió que se ponía tenso. Tenía que hacer algo, decir algo…


—Me encanta ese cuadro —fue lo primero que se le ocurrió—. ¿Es un… Canaletto?


Constantine la miró con curiosidad y después señaló la placa bajo el cuadro, que decía Bellini.



Ella sonrió, avergonzada.


—Ah, Bellini, claro. ¿Hay una tienda de regalos donde pueda comprar algún recuerdo para los niños?


¿Niños? —Constantine miró a Pedro, que estaba inmóvil como una estatua—. Qué buena noticia. ¿Hay alguna razón para darte la enhorabuena?


—No —respondió él—. No hay razón para darme la enhorabuena.


—Me refería a mis alumnos —se apresuró a decir Paula—. Soy profesora de primaria.


¿Aún no eres padre, Pedro?


No, no soy padre.


Ella sintió como si la hubiera abofeteado.


Se sentía enferma. ¿De verdad había dicho eso? Seguía sin querer contárselo a nadie. Seguía negando la existencia del niño.


Ojalá pudiese beber el champán que circulaba por la galería, pero tuvo que conformarse con un zumo de naranja, que no servía para aliviar el dolor. Pedro había cambiado de tema, pero ella estaba tan disgustada que no quería ni mirarlo.


«No soy padre». Había dicho esas palabras. «No soy padre».


¿Qué estaba haciendo?, se preguntó entonces. Había querido convencerse a sí misma de que su relación era normal, pero no lo era.


Estaba engañándose al creer que, de repente, Pedro iba a querer tener hijos. Y por mucho que quisiera entender su punto de vista, no iba a dejar que su hijo tuviera una familia tan desastrosa como la que ella había tenido. De ninguna manera iba a dejar que su hijo esperase sentado en la puerta a un padre que no estaba interesado en serlo.


«No soy padre».


—¡Pedro! —una mujer delgadísima se unió al grupo, besando primero a Pedro y luego a Constantine. Y luego miró su vestido—. ¿Ella es…?


—Tatiana, te presento a Paula Chaves —la interrumpió Pedro.


Paula se preguntó por qué su vestido despertaba tanta admiración. Qué superficial era aquella gente. Sí, era bonito, pero ningún vestido, por bonito que fuese, podría compensar una relación desastrosa.


«No soy padre».


—¿Por qué mira mi vestido con esa cara?


Tatiana rió, un sonido tan agradable corno el de una copa de cristal rompiéndose.


—Lo ha hecho Mariana, ¿verdad? Qué suerte. Ella sólo diseña para unos cuantos elegidos. Completamente imposible que te haga nada… a menos que ocupes un lugar especial en su corazón, claro.


Mariana.


¿Mariana?


Paula miró a la mujer de nuevo. Y luego miró el vestido dorado, recordando lo tenso que estaba Pedro cuando se lo regaló.


Y era lógico, claro. Debía haber temido que ella lo supiera.


¿Qué clase de hombre regalaba a su prometida un vestido hecho por una ex novia?


El mismo hombre que seguía negando la existencia de su hijo. El mismo hombre insensible que no le había dicho que se pusiera el anillo en la otra mano.


Con los ojos empañados, Paula miró el cuadro de Bellini, preguntándose si los hombres del Renacimiento habrían sido más considerados que sus contemporáneos.


Decidida, dejó el zumo de naranja sobre una mesita y se dirigió a la puerta de la galería. Pero mientras corría por la alfombra roja, sus ojos se llenaron de lágrimas.


Había esperado que algo terminase hecho pedazos esa noche. Pero no había esperado que fuera su corazón.


La suite del hotel era como una cápsula de cristal suspendida sobre la laguna, pero si Pedro había esperado que ella mostrase entusiasmo iba a llevarse una desilusión.


Pedro había salido tras ella de la galería y, sin decir nada, la había ayudado a subir a la limusina. Cuando llegaron al hotel, Paula entró en la suite, se quitó los zapatos y los dejó donde habían caído, sin mirar. Y ahora estaba intentando bajar la cremallera del vestido, decidida a no pedirle ayuda.


Estaba furiosa, más enfadada que nunca.


Pedro intentó ayudarla, pero ella le dio un manotazo.


—No me toques —le advirtió, con voz temblorosa—. No, mejor ayúdame a quitarme este estúpido vestido de una vez. No quiero llevar algo que ha hecho tu ex novia.


El respiró profundamente.


—Se me ocurrió que podría disgustarte que fuese de Mariana, por eso no te lo dije.


—Habría sido mejor que no me regalases un vestido hecho por ella, ¿no te parece?


—Sabía que ir a esa exposición te pondría nerviosa y pensé que te sentirías más cómoda llevando algo que te gustase de verdad —intentó explicar Pedro mientras bajaba la cremallera—. Sus vestidos están muy cotizados y pensé que te daría confianza…


—¿Confianza? —lo interrumpió ella, volviéndose para fulminarlo con la mirada—. ¿Crees que me da confianza que alguien me diga en público que llevo un vestido hecho por tu ex novia?


Yo no sabía que Tatiana iba a reconocerlo.


Ah, bueno, entonces no pasa nada —Paula sacudió la cabeza mientras se quitaba el vestido y lo dejaba caer al suelo—. Soy idiota, de verdad, soy idiota.


Apartando la mirada de la generosa curva de sus pechos, Pedro intentó concentrarse en la conversación.


—No eres idiota…


—Aléjate de mí. Sólo tú podrías convertir la ciudad más romántica del mundo en un infierno — Paula se acercó a la ventana, sin pensar que estaba en ropa interior—. El fondo de esa laguna debe estar lleno de cadáveres de mujeres… mujeres que se han lanzado al agua después de pasar una
noche con hombres como tú.


Levantando los ojos al cielo, Pedro se acercó.


Mariana hace vestidos únicos, es una de las diseñadoras más famosas de Grecia. Tiene una lista de espera de cuatro años porque es la mejor y yo quería regalarte el mejor vestido.


—No puedo creer que seas tan insensible.


—Estoy contigo, no con ella.


No, no estás conmigo, Pedro. En realidad, no estamos juntos —Paula se volvió, el rímel mezclándose con las lágrimas.


Y luego, sin pensar, se pasó una mano por la cara, extendiendo la mancha. Pedro, que nunca antes se había conmovido al ver llorar a nadie, sintió que se le encogía el corazón.


—¿Me has dicho «te quiero» alguna vez? No, claro que no. Por la sencilla razón de que no me quieres. Te gusta acostarte conmigo, pero ahora voy a tener un hijo tuyo… ¡y es un desastre! Toda esta situación es un completo desastre y no tendría que ser así —Paula empezó a sollozar, pero
cuando Pedro puso una mano en su hombro la apartó de un manotazo—. Has vuelto a hacerlo. Cuando Constantine preguntó si debía felicitarte, le dijiste que no. Le dijiste que no ibas a ser padre.


El se quedó mirándola con los brazos a los lados, sabiendo que si la tocaba se pondría a gritar.


Paula…


¡No! Déjate de excusas, ya estoy harta. Y estoy harta de tener miedo.


—¿Miedo de qué?


—Me da miedo decir algo que pueda recordarte que estoy embarazada… y no dejo de preguntarme cuándo vas a desaparecer —Paula sacudió la cabeza—. No quiero que nuestro hijo crezca preguntándose si vas a estar ahí o no, sintiendo como si hubiera hecho algo malo. ¡Yo sé lo que es esperar a un padre que no aparece nunca!


Sorprendido por tal afirmación, Pedro se quedó en silencio, esperando que siguiera hablando, como hacía siempre, que le contase todo lo que llevaba dentro. Pero Paula se dio la vuelta para mirar la laguna.


—Quiero irme a casa, a Little Molting.


—¿Te quedabas en la puerta, esperando a tu padre? ¿Eso es lo que te pasó? ¿Tu padre te dejó?


—No quiero hablar de ello.


—Theé mou, ¿hablas de todo lo demás y no quieres hablar de eso precisamente? ¿Por qué no me lo habías contado?


Paula tardó un momento en contestar:
—Porque hablar no ayuda nada.


—No creo que éste sea el mejor momento para cerrarte en banda. Háblame de tu padre, es importante para mí.


Ella se dio la vuelta, secándose las lágrimas de un manotazo.


—Mi madre se pasó la vida intentando convertirlo en algo que no era.


—¿Y qué era eso?


—Un marido, un padre. Pero él no quería tener hijos. Mi madre pensó que acabaría acostumbrándose, pero no fue así. De vez en cuando le molestaba la conciencia y llamaba por teléfono para decir que iba a verme —su voz se rompió en ese momento—. Yo le decía a mis amigas que mi padre iba a llevarme al cine y me sentaba en la puerta a esperar… pero no aparecía. Eso te hace sentir fatal, te lo aseguro. Mi infancia no fue precisamente un cuento de hadas.


Y ella siempre había querido un cuento de hadas, pensó Pedro, pasándose una mano por el pelo.


—¿Por qué no me habías contado eso antes?


—Ya te lo he dicho: hablar de ello no me ayuda y no tenía nada que ver con nosotros.


—Tiene mucho que ver con nosotros, Paula. Explica por qué te cuesta tanto confiar en mí. Explica por qué me miras con cara de susto muchas veces, por qué esperas que te falle.


—La razón por la que te miro con cara de susto es que sé que no era esto lo que tú querías y sé que este tipo de situación nunca tiene un final feliz. Podríamos seguir juntos durante un tiempo, pero tarde o temprano acabarías por marcharte y no es eso lo que quiero. Ya no creo en los cuentos de hadas —dijo ella, con voz temblorosa—. Pero sí creo que merezco algo mejor. Y mi hijo también.


Sin mirarlo, Paula se dirigió al dormitorio y cerró la puerta.


Y, mirando esa puerta cerrada, Pedro supo que era un gesto simbólico.


Lo había dejado fuera de su vida.