sábado, 12 de agosto de 2017

UNA CANCION: CAPITULO 31




¡Maldita sea! La echaba de menos. No podía vivir sin ella.


Por eso había decidido ir a verla al LipSmackin’ Ribs.


Entró por la puerta de servicio, amparado en el disfraz de su incipiente barba, unas gafas de sol y su sombrero Stetson calado hasta las cejas. Había llevado a Paula la noche anterior a su apartamento porque Erika necesitaba volver a su casa y ella tenía que trabajar al día siguiente. Tenía un turno en el restaurante desde media mañana hasta las siete de la tarde.


Pedro sabía que no debía estar allí. Los turistas estaban empezando ya a llegar para el Frontier Days y el restaurante se veía bastante más concurrido que un lunes normal.


Pero eso no pareció preocuparle. Solo podía pensar en la noche que había pasado con ella. ¡Había sido increíble! Sin embargo, cuando la había llevado a casa, había notado en ella una cierta inquietud, como si se sintiera molesta por algo.


Por eso había ido allí. Para averiguarlo. Quería repetir lo de la última noche.


Podrían cenar en el apartamento con Joaquin y luego estar juntos cuando el niño se hubiese dormido. Podrían pasar toda la noche haciendo el amor hasta que Joaquin se despertase.


Comenzaba a preocuparle aquella especie de adicción que sentía por ella. Aquel loco torrente de adrenalina que sentía fluir por las venas cada vez que pensaba en ella.


«Aquel loco torrente». Podría ser un buen título para una canción, se dijo él.


Pero no había lugar en su mente para canciones. Echó una mirada por el restaurante. No tardó en ver a Paula en una mesa. Estaba de espaldas, pero él reconoció en seguida su coleta, su cintura y sus maravillosas piernas que había sentido ya más de una vez alrededor de la cintura. 


Sintió una gran excitación al recordar todas esas imágenes.


El restaurante estaba casi lleno y había varios clientes pululando por entre las mesas en busca de alguna libre. Le llamó entonces la atención un hombre corpulento, casi tan alto como él, que llevaba una chaqueta de ante con flecos, y que parecía estar discutiendo con Paula. Ella parecía bastante molesta y él la agarraba del brazo y la miraba de forma bastante lasciva.


¿Qué demonios estaba pasando?


Pedro, sin dudarlo un instante, se acercó a la mesa donde estaba aquel tipo.


—Vamos, Paula —dijo el hombre—. Te he estado dando unas buenas propinas todas estas semanas. Estoy seguro de que puedes darme algo más sabroso que estas costillas. Cuando salgas de trabajar puedes venir a mi casa o, si lo prefieres, puedo ir yo a la tuya.


—Yo no salgo con los clientes —respondió ella muy cordialmente, tratando de zafarse de él.


—Has estado, todo el rato, moviendo el trasero de forma provocativa y ahora me vienes…


Pedro se puso rojo de ira. Ningún hombre tenía derecho a tocar a una mujer sin su permiso. Pero supuso que ese hombre no tenía moral ni principios.


—Déjela en paz —dijo Pedro con una voz tan fría como el hielo, y luego añadió, poniendo la mano en el hombro de aquel tipo que seguía mirando a Paula sin soltarla, como si no le hubiera oído—: Le he dicho que la deje en paz.


Pedro… —susurró ella levemente al verle.


Muchos clientes dejaron de comer y se pusieron a mirarles. 


Pero las cosas habían ido ya demasiado lejos como para volverse atrás.


El hombre soltó el brazo de Paula, se puso de pie y se enfrentó a Pedro.


—¿Quién lo dice? —preguntó él en tono bravucón.


Pedro Alfonso —dijo él, sin vacilar, echándose atrás el sombrero y quitándose las gafas de sol, dispuesto a hacer cualquier cosa que fuera necesaria para proteger a Paula.


El atrabiliario cliente dio un paso atrás y le miró boquiabierto con cara de sorpresa. Todo el restaurante le estaba mirando ahora. Algunos, incluso, se levantaron de la mesa para verle mejor. Una pareja se puso a sacarle fotos con el móvil. En ese momento, Pedro supo que todo se había ido al traste.


Woody Paulson, el director del LipSmackin’ Ribs apareció en seguida.


Pedro agarró a Paula de la mano y se acercó a él.


—La señorita se va de aquí —dijo Pedro, pasándole el brazo por la cintura y saliendo con ella por la puerta de servicio en dirección al todoterreno.


Montaron en el vehículo y salieron de allí a toda velocidad. 


Algunas personas habían salido del restaurante a verles. Pedro miró por el espejo retrovisor para ver si alguien le seguía.


—¡Para! —exclamó ella.


—No puedo. Tendremos todas las cámaras de Montana sobre nosotros en unos minutos.


—¡Para! —repitió ella, ahora con más energía.


Pedro detuvo el coche. Aún se podía ver, desde donde estaban, la marquesina del restaurante.


—¿Sabes lo que acabas de hacer? —preguntó ella, casi temblando.


—Sí. Descubrir mi identidad para salvar tu honor.


Pedro se giró para mirarla y vio que estaba casi más enfadada que el día que Joaquin se cayó en la montaña y se hizo aquella herida en la barbilla.


—No debías haberlo hecho. Me las habría arreglado yo sola. No tenías por qué haber ido siquiera al restaurante. No tienes ningún derecho a tomar decisiones por mí.


—Después de lo de la última noche, pensé que representaba algo en tu vida.


—¿Algo en mi vida? Ni siquiera me dijiste lo que esa noche representó para ti. Supongo que fue solo sexo, ¿verdad?


—Este no es el lugar adecuado para hablar de eso. En pocos minutos, tendremos a algún periodista pisándonos los talones.


—¿Lo dices porque no quieres que te vean en público o para no darme explicaciones?


—Tú no comprendes hasta dónde pueden llegar los reporteros.


—No me has dado la oportunidad de comprender muchas cosas de ti. Soy bastante fuerte, Pedro. La vida me ha obligado a serlo. Pero esa no es la cuestión. Tú puedes permitirte el lujo de hacer un alto en tu vida e irte a descansar unos meses a una casa en la montaña, pero yo tengo que enfrentarme a la vida real. Tengo que volver al LipSmackin’ Ribs y recuperar mi trabajo, para poder vivir y sacar a mi hijo adelante.


Paula se desabrochó el cinturón de seguridad y abrió bruscamente la puerta del vehículo.


Había dos coches saliendo del aparcamiento en ese instante. En uno de ellos, había un hombre en el asiento del acompañante que llevaba una cámara apuntándolos.


—Corre, Pedro. Huye, vuelve a la montaña. Yo tengo que volver a mi trabajo — dijo Paula, saliendo del todoterreno y cerrando la puerta de golpe.



Él quiso detenerla, salir tras ella… Pero, ¿qué podría decirle? Su vida era un desastre. Después de todo, ¿qué podría decir la gente? Él había acudido a defender a una camarera de un cliente que la acosaba. No era nada del otro jueves.


Observó a Paula mientras corría hacia el restaurante. Pensó que ella tenía razón: no necesitaba a nadie que la defendiera. Por otra parte, ¿qué podría ella decir a los periodistas si la bombardeaban a preguntas? Simplemente lo que había ocurrido.


Lo primero que tenía que hacer era despistar a la camioneta y a la furgoneta que le estaban siguiendo. Y lo segundo, atrincherarse en su refugio de la montaña.


Aunque lo más importante de todo era asegurarse de que Paula y Joaquin estuvieran a salvo de la prensa. Todo dependía de lo que ella les dijese. Tal vez, debería llamarla para decírselo.


«Vuelve a la montaña. Yo tengo que volver a mi trabajo», le había dicho ella. Lo más probable era que ni siquiera le contestara si la llamaba







UNA CANCION: CAPITULO 30




Paula vio cómo Pedro atizaba el fuego de la chimenea del cuarto de estar.


Otro fuego muy distinto había ardido entre ellos durante toda la noche. Después de cenar, habían estado bailando al compás de una música lenta en el restaurante de DJ.


Pedro la había besado con la misma pasión que si pensase que aquel fuera el último día de sus vidas, y ella se había agarrado a él como queriendo no desperdiciar ningún minuto de la noche, por si tal vez no hubiera otra.


Sin embargo, ella tenía algunas cosas que decirle. Desde que habían entrado en el asador de DJ, se había sentido culpable por guardar el secreto de Woody. Y, después de conocer a Allaire, se había sentido aún peor.


Pero, antes que nada, tenía que hablarle a Pedro sobre su música y su inspiración.


Él se había quitado la chaqueta y el sombrero Stetson. Con la camisa blanca, sus hombros parecían aún más anchos. Tenía un aspecto realmente sexy con las botas, los vaqueros negros y la corbata de lazo negra con el broche de herradura.


Tras avivar el fuego una vez más, Pedro dejó el atizador junto a la chimenea y se sentó con ella. Pero en el otro extremo del sofá. Si iban a hablar, mejor estar un poco separados para que no le entrase la tentación de…


—Bueno, vamos a ver qué era eso tan importante que tenías que decirme.


—Jeff Nolan vino a verme la semana pasada —anunció ella sin más preámbulos.


—¿Lo dices en serio? —exclamó él con el ceño fruncido.


—Sí. Y parecía muy preocupado por ti.


—Conozco muy bien sus preocupaciones. Estuvo también aquí. Pero, ¿cómo pudo localizarte?


—Creo que vio mi número de teléfono en tu frigorífico y debió conseguir mi dirección.


—Siento que ese hombre haya ido a molestarte a tu casa.


—No fue una molestia, Pedro. Al principio.


—¿Qué pasó? ¿Te insultó? No me extraña, sé lo brusco que puede llegar a ser algunas veces.


—No, no me insultó. Solo quería que te convenciera de que volvieras a tocar de nuevo.


Se hizo un silencio largo y tenso. Tanto que se oyó el viento azotando un costado de la casa y luego el fuego, crepitando en la chimenea, devorando la leña.


—Está bien. Le llamaré mañana y lo aclararé todo con él —dijo Pedroquitándose la corbata texana y desabrochándose los botones de arriba de la camisa—. Bueno, una vez resuelto todo, creo que podemos pasar ya a la parte más interesante de la noche.


—Antes tenemos que hablar un poco más de eso —dijo ella, poniéndole una mano en el pecho—. Necesitas una válvula de escape a tus emociones. Tú mismo me dijiste que la música country es algo que se lleva en el alma y el corazón y que se vierte luego en un papel para convertirlo en una canción. Así lo has venido haciendo durante años. Ahora, de repente, estás bloqueado. Si tomases la guitarra y tocases algo, tal vez…


—¿Crees acaso que no lo he intentado? —exclamó él muy airado—. Después de la visita de Jeff, tomé la guitarra. Conseguí sacar un par de acordes, pero no había nada detrás de ellos.


—Te equivocas, Pedro, creo que podrías sacar muchas cosas.


—Y, ¿qué quieres que haga? ¿Cambiar la guitarra por un violín? ¿Escribir en un periódico? ¿Quemar todas las revistas sensacionalistas? ¿O, tal vez, dedicarme al golf?


—Yo no soy tu enemigo, Pedro. Como tampoco lo es tu manager. El señor Nolan pensó que yo podría convencerte para que volvieras a cantar. Sé que no te gusta que se metan en tu vida, pero creo que serías más feliz si pudieras reencontrarte de nuevo con tu música.


La expresión de Pedro pareció suavizarse. Se acercó más a ella y la rodeó con sus brazos.


—Tú eres la que me haces feliz. Me has dicho que necesito una válvula de escape para dar salida a los sentimientos que llevo dentro. Pues bien, ya he encontrado una.


Paula comprendió que Pedro había estado reprimiendo 
sus deseos toda la tarde, pero que ahora parecía dispuesto a satisfacerlos. Tal vez la única manera de ayudarle fuera desnudarse física y emocionalmente ante él. Y volverse más
vulnerable. Tal vez así, él se volviera también más vulnerable y pudiera abrirle el corazón.


Pedro le pasó las manos por detrás del cuello y comenzó a bajarle suavemente la cremallera del vestido.


—No sé si ya lo he hablado todo —dijo ella, conteniendo la respiración.


—Esto del diálogo es algo que está muy sobrevalorado —replicó él, mientras la besaba en la comisura de los labios, luego en el cuello y luego un poco más abajo.


—¿Estás tratando de encontrar los lugares donde me he puesto perfume? — preguntó ella bromeando, pero con voz temblorosa.


—Me dirijo ahora a uno de ellos —respondió él con una voz apagada, llena de deseo.


Una vez bajada hasta abajo la cremallera, Pedro la ayudó a quitarse el vestido


—¿Qué te parece si hacemos el amor junto al fuego? Esta vez no necesito ir a la habitación. Llevo un preservativo en el bolsillo.


—¿Solo uno? —dijo ella, echándose a reír.


Pedro se echó un poco hacia atrás y la miró fijamente a los ojos.


—No vamos a necesitar más. Esta vez todo va a ir más despacio. Vas a pedirme a gritos que te lleve hasta el final.


Ella estaba ya temblando, solo de imaginárselo. Pedro la desnudó lentamente entre besos y caricias. Y ella le devolvió cada uno de sus besos y sus caricias. En el suelo, frente al fuego, descubrió la dicha y la felicidad entre sus brazos. Tal como le había prometido, al poco de haberse puesto el preservativo, ya le estaba pidiendo que la llevara a la cima del clímax.


Pero Pedro no parecía tener prisa. Cuando, finalmente, cedió al impulso de satisfacer los deseos de ambos, ella gritó su nombre. Embriagada de gozo y del amor que sentía por él, trató de no pensar en el mañana. Pedro no había hablado nada de compromisos ni de futuro.






UNA CANCION: CAPITULO 29





Al final, todo había resultado bastante fácil, pensó Pedro mientras aparcaba el todoterreno en la parte de atrás del restaurante Rib Shack de DJ. Echó una ojeada
alrededor para comprobar que no había nadie vigilándolos y entró con Paula del brazo por la puerta de servicio. Los domingos, a la hora de comer y luego por la tarde, el restaurante de DJ estaba abarrotado de clientes, pero por la noche bajaba bastante la afluencia. Los turistas aún no habían empezado a llegar. Así que Pedro le propuso a DJ cerrar el local para ellos dos solos y donar para obras benéficas el dinero que hubiera podido recaudar esa noche.


El día anterior, DJ había colgado, en la puerta del restaurante, el cartel de:
Cerrado el domingo a partir de las siete de la tarde, y lo había anunciado también a través de la emisora de radio local. Con las persianas bajadas y el local a media luz, podrían disfrutar de una velada íntima, sin necesidad de estar recluidos en la casa de la montaña. Una casa que, aunque a veces había considerado una cárcel, empezaba a verla ahora como un verdadero hogar, especialmente cuando Paula y Joaquin estaban allí con él.


El viernes se lo habían pasado muy bien los tres. Habían salido de excursión a la montaña y habían sacado algunas fotos de los alces que habían conseguido ver entre los pinos. Pedro les había llevado después al apartamento y Paula le había preguntado si quería quedarse allí a pasar la noche. Él le había dicho que no, a pesar de lo mucho que la deseaba. Recordaba lo que había sucedido en la mesa de la cocina la última vez y no quería que Joaquin les encontrase allí o en la cama juntos. Pedro tenía que poner antes en orden algunas cosas en su vida.


Esa noche, sin embargo, después de cenar, tenía pensado llevarla a la casa de la montaña.


Paula estaba un poco… nerviosa, al entrar en el restaurante de DJ.


—¿Qué te pasa? —preguntó él.


—No es nada. Es solo que se me hace un poco raro estar aquí. Me había hecho ya a la idea de estar en tu casa.


—Eso vendrá después —dijo él, guiñándole un ojo.


Paula miró con curiosidad el restaurante como si no lo hubiera visto nunca.


—¿No has venido nunca aquí a comer? —preguntó él.


—En realidad, no. Joaquin y yo apenas salimos —respondió ella—. Ese cuadro es muy bonito.


—Es de Allaire, la esposa de DJ. Es profesora de Arte en el instituto.


Justo en ese momento, una mujer rubia muy atractiva se acercó a ellos.


—¿Qué tal, Pedro? ¿Está todo bien?


—Hola, Allaire —replicó él—. No esperaba verte por aquí. Mira, te presento a Paula.


—Espero que no os importe, pero tenemos un nuevo plato que queremos incorporar a nuestro menú y nos gustaría que lo probarais, a ver qué os parece. Es pastel de pollo al horno.


—Estoy segura de que será maravilloso —dijo Paula.


—DJ cree que deberías tomar algo ligero de postre, pero yo os he preparado mi receta especial de pastel de queso con chocolate —dijo Allaire—. Podéis llevaros a casa lo que sobre. Si queréis un poco de música, justo a la entrada de la cocina hay un panel en la pared. Pulsad el botón verde. Creo que esta noche no es música country.


Por el brillo que vio en los ojos de Allaire, Pedro sospechó que sería música romántica para bailar lento. Le pareció una idea maravillosa.


—Gracias por todas las molestias que os habéis tomado.


—Tonterías. No ha sido nada.


Allaire les llevó a una mesa que tenía un mantel de lino blanco, una cubertería de plata y unos vasos y copas de cristal tallado. Había una botella de vino en una cubitera con hielo y un centro de mesa con unas flores muy bellas.


—Tenía ganas de remodelar el restaurante, aunque solo fuese por una noche. Que disfrutéis —dijo Allaire con una sonrisa, saliendo por la puerta de la cocina y cerrando tras de sí.


—DJ y Allaire parecen muy amables, ¿verdad? —dijo Paula.


—Lo son. Hubo muchos chismorreos sobre ellos en la ciudad, pero esa es otra historia que tal vez ellos mismos nos cuenten algún día.


Pedro se quedó sorprendido de sus propias palabras. Por su forma de hablar, parecía como si diera por hecho que iban a estar juntos muchos años después de esa noche. Miró a Paula y comprendió por su expresión que ella también había captado el matiz de sus palabras.


Paula llevaba puesto un abrigo de entretiempo de color teja. Cuando hizo ademán de desabrochárselo, él se acercó a ella por detrás y la ayudó a quitárselo.


Pedro se embriagó entonces del perfume que se había puesto y recordó la conversación que habían tenido unos días antes sobre el asunto. Vio entonces que llevaba eso que la mayoría de las mujeres acostumbra a llamar un sencillo vestido negro. Pero que no tenía nada de sencillo. Lucía una cremallera a todo lo largo de la espalda y un escote por delante en V, discreto, pero muy sugerente. Las mangas largas contribuían a resaltarlo aún más. Pedro, con el abrigo aún del brazo, tragó saliva, tratando de controlarse. 


El vestido no estaba entallado, pero se amoldaba a la perfección a sus caderas y le llegaba tres o cuatro centímetros por encima de las rodillas.


Llevaba unos zapatos negros de tacón alto con unas correas muy sexy. Pedro contuvo la respiración al mirarla. Incluso su pelo parecía diferente esa noche. Se lo había recogido en un moño muy elegante a la altura de la nuca y le caía luego suelto como una cascada por el cuello. El brillo de su pelo rubio competía con el fulgor que desprendían sus pendientes dorados. Sus ojos parecían aún más grandes de lo que ya eran con el flequillo que se había dejado. Llevaba un maquillaje casi imperceptible en las mejillas y un lápiz de labios de color violeta a juego con el esmalte de las uñas.


Era una mujer muy completa, pensó él.


—¿Qué estás mirando? —exclamó ella.


—Creo que serías una maquilladora excelente para algunas modelos que conozco. Me gusta mucho tu aspecto. Ven aquí. He estado deseando hacer esto desde que te recogí hace una hora en el coche —dijo él, dejando el abrigo en una silla y estrechándola en sus brazos.


Ella se echó luego un poco hacia atrás para mirarle mejor.


—No creas que no me he dado cuenta de lo bien afeitado que vas. Pareces otro hombre.


—Más reconocible, ¿verdad? —dijo él, bromeando.


—Con esa camisa blanca y esa corbata de bolo texana estás impresionante. Ahora sé por qué las chicas se desmayan al verte.


—¿Estás empezando tú a desmayarte? —dijo él, con una sonrisa especial en sus ojos verdes.


—Todavía no —respondió ella con voz temblorosa.


—Eres dura de pelar y sé que no caerás rendida a mis pies fácilmente. No sabes el efecto que eso produce en mi ego —dijo Pedro sin poder contener la risa.


—¿He conseguido hacértelo más pequeño? —preguntó ella con velada ironía.


—Ven aquí —dijo él de nuevo, estrechándola en sus brazos.


La besó de forma muy sensual, como si quisiera darle un adelanto de lo que sería la última parte de la noche. Cuando, finalmente, se apartaron, él se quitó el sombrero y lo colgó en un perchero de la pared.


Le asaltó entonces una leve sospecha. ¿Por qué había estado tan nerviosa al entrar en el restaurante e incluso había estado mirando por todas partes con gesto receloso?


—Allaire dijo que la comida estaba ya preparada, así que será mejor que comamos primero. Pastel de pollo al horno. Suena bien, ¿verdad? —exclamó él.


—Sí, suena maravilloso. A mi madre le salía muy bien. 
Echaba los trozos de pollo y ponía zanahorias, patatas, apio, cebolla y todas las verduras que tenía a mano. Lo metía todo en un molde, lo cubría con una capa de hojaldre, y al horno. No lo hacía muy a menudo porque le llevaba mucho tiempo, pero a mí me encantaba cada vez que lo hacía.


Pedro miró los platos que Allaire había preparado para acompañar el pastel de pollo.


—Por lo que veo, tenemos torta de maíz, pepinillos dulces y amargos, y salsa de arándanos. Y, para terminar, pastel de queso con chocolate. Esto, más que una cena, es un festín. ¿Estás preparada para devorar todo esto? —dijo él con una sonrisa, y añadió luego mostrándole la botella de vino blanco por el lado de la etiqueta—. ¿Qué te parece?


—¿Puedo catarlo antes?


—¡Vaya! Veo que eres una experta en vinos —dijo él, sirviéndole una copa.


—No, no lo soy. Solo sé distinguir entre los que me gustan y los que no — replicó ella, y luego añadió, tomando la copa por el tallo, moviéndola en círculos, oliendo el aroma del vino y tomando luego un par de sorbos—: Es muy agradable.
Creo que va a ir muy bien con el pollo.


—Opino exactamente igual —dijo él, después de probarlo también—. Es una buena noticia saber que estamos de acuerdo en algo.


—Creo que estamos de acuerdo en muchas más cosas.


Pedro sirvió un poco más de vino en la copa de ella, pero no se echó en la suya.


—Está muy bueno, pero tengo que conducir. Quiero que sepas una cosa, Paula. Esta es nuestra noche, pero si quieres irte a casa después de cenar, haremos lo que tú quieras.


Ella dejó el tenedor sobre la mesa, sin apenas haber probado nada.


—¿Y tú, qué deseas hacer?


—Creo haberte demostrado lo mucho que te deseo. No soy capaz de controlarme cuando te tengo cerca. Solo me gustaría saber si tú sientes lo mismo que yo.


—Creo que te has controlado admirablemente hasta ahora —respondió ella con una sonrisa.


—Llegué a pensar incluso que podrías ir a una de esas revistas sensacionalistas a contarles que me conduje contigo como un cavernícola —dijo él, medio en broma.


—¿Aún no confías en mí? —exclamó ella con aire ofendido.


—Olvida lo que te he dicho.


—Sin confianza, no puede haber una relación.


—Yo confío en ti —replicó él, inclinándose sobre la mesa y tomándole la mano.


Los dos se miraron fijamente. Había entre ellos una serie de sentimientos contenidos. Algunos contradictorios.


—Siento lo mismo que tú, Pedro. Quiero ir contigo a tu casa después de cenar.


Él se aclaró la garganta y tomó el tenedor, pero sin importarle lo que estaba comiendo. Solo pensaba en regresar a casa cuanto antes y tenerla desnuda en la cama. Pero entonces, Paula dijo esas palabras que suelen llenar de temor el corazón de un hombre.


—Hay algo de lo que quiero hablarte. Pero eso puede esperar hasta más tarde.


Hablar y hacer el amor no eran cosas que casasen demasiado. Hablar mucho podría romper la magia del momento. Sin embargo, mirando a Paula a los ojos, Pedro sintió casi tanta curiosidad sobre lo que querría decirle como sobre los lugares en los que se habría puesto aquel perfume tan embriagador.