domingo, 21 de agosto de 2016

MI MEJOR HISTORIA: CAPITULO FINAL




Estuvo dando vueltas alrededor de la casa durante una hora, hasta que su móvil volvió a sonar. Cuando vio en la pantalla que era Elena, dejó que saltara el buzón de voz. No tenía ninguna gana de hablar de trabajo.


Dos minutos después, el móvil sonó de nuevo y esta vez era el investigador.


—He encontrado a la señorita Chaves.


Su alivió fue indescriptible.


—¿Dónde?


—Fue contratada ayer en la Residencia de Mayores de Sunny Vale. Está cerca del motel.


—¿Ha averiguado dónde vive?


—Allí mismo. Tienen unas cuantas casas para los trabajadores del turno de noche —Pedro cerró los ojos y soltó una gran bocanada de aire. Ella estaba bien y cerca—. ¿Quiere que me ponga en contacto con la señorita Chaves?


—No —se aclaró la garganta—. No. Déme la dirección e iré yo mismo.


El detective hizo lo que le pedían y Pedro le dio las gracias antes de subir las escaleras de la casa de dos en dos. Tenía que ducharse y cambiarse la ropa que no se había quitado desde hacía dos días.


Estaba listo para salir en menos de media hora. Se dirigió a su coche y por el camino se cruzó con Travers.


—Señor Alfonso, ¿le parece bien si me instalo el sábado?


Pedro estaba ansioso por marcharse, no tenía tiempo para conversar.


—La casa no está lista aún.


—Ya —repuso, testarudo—, pero puedo ahorrarle trabajo pintándola yo mismo. Los chicos que están trabajando allí dicen que ellos no se encargan de pintar.


Pedro no le importaba. Lo único que quería era encontrar a Paula.


—Está bien. El sábado entonces —se metió en el coche y se encaminó al pueblo dejando una nube de polvo tras de sí.


Como no conocía muy bien la zona, se pasó la salida de la residencia de mayores y tuvo que volver atrás. Por fin llegó frente a un feo edificio amarillento y se dirigió hacia la entrada. En la recepción, que olía a una mezcla de comida y desinfectante, lo atendió una mujer con una sonrisa que parecía falsa.


—¿Puedo ayudarlo en algo?


—Sí. Estoy buscando a Paula Chaves.


—No tenemos a ninguna residente con ese nombre.


—No es una residente, sino una trabajadora. Acaban de contratarla.


La mujer lo miró con ojos desconfiados y respondió.


—No puedo darle información sobre ella. Los datos de los trabajadores son confidenciales.


Pedro estuvo a punto de gritarle a la mujer por la frustración que sintió, pero sabía que no serviría de nada. Decidió poner su mejor sonrisa y dijo:
—Mi nombre es Pedro Alfonso. La señorita Chaves ha trabajado para mí hasta hace unos días y vengo a traerle el cheque de su finiquito.


La mujer echó un vistazo a una carpeta de documentos.


—Ella lo nombró como referencia —su expresión se dulcificó—. Puede dejarme a mí el cheque y yo se lo haré llegar.


Pedro estuvo a punto de saltar sobre el mostrador y zarandear a la mujer, pero intentó contenerse.


—Tengo que hablar con ella en persona, porque aún tenemos algunos asuntos pendientes.


Ella dudó y repuso con firmeza.


—La señorita Chaves acaba de empezar su turno.


—Sólo será cosa de un minuto.


—Intentaré localizarla.


Pedro suspiró mientras la mujer marcaba un número de teléfono. Tras una breve conversación, pidió a su interlocutor que avisara a Paula para que fuera a la recepción. Después colgó y le indicó a Pedro que ella llegaría pronto, que se marchaba a cubrir su puesto. Él se quedó paseando arriba y abajo por el suelo embaldosado sin quitarle ojo a la puerta por la que se había marchado la recepcionista. Al mirar al mostrador vio en el calendario que era catorce de febrero, 


San Valentín. Siempre había pensado que aquélla era una festividad muy tonta, pero entonces deseó haber traído consigo un ramo de rosas y una caja de bombones en forma de corazón.


Por fin se abrió la puerta y tras ella apareció Paula, con una expresión indescriptible. Tras ella pudo ver un comedor lleno de mayores cenando.


Estaba muy pálida y parecía haber perdido peso.


—Hola, Pedro. ¿Qué estás haciendo aquí?


—¿Qué qué estoy haciendo aquí? ¿Qué estás haciendo aquí? —intentó mantener un tono de voz razonable.


Ella le hizo una seña para que bajase la voz y miró tras de sí.


—Deja de hablar tan alto o los residentes se alterarán —dijo ella, cerrando la puerta.


—¿Dónde está Emma?


—En el comedor, con unas abuelitas que no ven mucho a sus bisnietos —respondió, cruzándose de brazos.


¿Había dejado a la niña con unos extraños?


—¿Estás segura… de que pueden ocuparse de ella como es debido?


Ella se puso tensa ante la pregunta.


—¿Acaso crees que dejaría a mi hija con alguien que no fuera conveniente?


—No, claro —reculó él ante las chispas que despedían sus ojos.


Ella lo miró fijamente un momento y después dijo:
—La señora Sterns me ha dicho que tienes un cheque para mí, pero ya recogí mi finiquito.


Él se pasó la mano por el pelo intentando calmarse.


—He mentido. Esa mujer no tenía ninguna intención de decirme si estabas aquí. ¿Por qué te marchaste de la granja? —preguntó.


Ella sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas.


—Estaba claro que no ibas a necesitar a alguien que cuidara la casa cuando te mudaras a Nueva York.


¿De qué demonios estaba hablando?


—No voy a mudarme a Nueva York —dijo, dando un paso hacia ella. Paula reculó—. ¿Quién te ha dicho eso?


Una lágrima surcó su mejilla. ¿Qué le hacía pensar que se quería mudar a Nueva York? Todo lo que amaba estaba en la Granja Blacksmith.


—Elena. Cuando vino a recoger tu traje el lunes. Dijo que estabas buscando piso.


¿Su traje? ¿Un piso? Aquello no tenía ningún sentido.


—¿Elena fue a la granja? —aquello era nuevo para él. Paula asintió y se le escapó otra lágrima. Se la enjugó con el dorso de la mano—. ¿Y te dijo que yo me iba a mudar a Nueva York? —ella volvió a asentir—. Tiene que ser un malentendido.


—¡No! —dijo ella con dureza—. Dejó muy claro que os ibais a vivir juntos.


Pedro se quedó boquiabierto. Elena era muy manipuladora, pero aquello era demasiado.


—Ella te mintió.


—¿En serio? ¿Te acuestas con ella?


Pedro hizo una mueca y deseó haberle hablado abiertamente de su relación con Elena.


—Tuvimos una relación, pero se acabó hace mucho, mucho antes de conocerte.


Paula entrecerró los ojos y torció la cabeza.


—¿Estás seguro?


—Claro que sí —nunca le había mentido.


—Pues parece que Elena no lo tiene tan claro —exclamó ella con un gesto de frustración.


Él se quedó mirándola. ¡Estaba celosa! No lo había abandonado por no quererlo. Se sintió tan aliviado que cerró los ojos, y cuando los abrió vio que ella estaba girándose para marcharse, por lo que tuvo que agarrarla por un brazo para retenerla.


—Paula, no tengo nada con Elena. Hace mucho de aquello. Y tampoco estábamos enamorados, fue sólo… —buscó la palabra apropiada—. Conveniente.


No le gustó cómo sonó, y por su reacción, a ella tampoco. 


Paula intentó zafarse de su mano, pero él la sujetó, desesperado por hacerse escuchar.


—Quiero que vuelvas. Te necesito.


Ella sacudió la cabeza, sin dejar de mirar al suelo.


Aquello no iba nada bien. ¿Cómo podía ser tan bueno buscando palabras para ponerlas sobre papel y no podía encontrarlas para decírselas a ella? Desesperado, le agarró el otro brazo para hacer que lo mirara de frente.


—Paula, quiero que vengas a la granja. Os echo de menos a ti y a Emma. Te necesito.


Ella tragó saliva y habló en voz baja y triste.


—Pedro, creo que no puedo volver a trabajar allí.


—¿Por qué no?


—Porque no —dijo, sin mirarlo a la cara.


Pedro soltó el brazo y le tomó la barbilla para obligarla a levantar la cara. Tenía el rostro bañado en lágrimas.


—Eso no es una respuesta. Además, no quiero que trabajes allí.


Ella parpadeó para contener las lágrimas.


—¿Y qué quieres entonces?


Él sonrió ante el tono de impaciencia de su respuesta y después se armó de coraje para pronunciar las palabras que no le había dicho a nadie.


—Te quiero. Deseo que estés allí, conmigo.


Ella lo miró, asombrada, y después una expresión de desolación le inundó el rostro.


—Pero, Pedro, yo no pertenezco a tu mundo.


Él la atrajo hacia sus brazos.


—Oh, Paula, tú eres mi mundo.


¿Pero durante cuánto tiempo?, se preguntó ella, dejándose acunar en el calor de su pecho. ¿Cuánto tiempo tardaría en darse cuenta de que no lo merecía? Además, tenía que tener en cuenta a Emma, y en el ejemplo que le daría si me marchase a vivir con él.


—Paula —la impaciencia de su voz la sacó de sus pensamientos. Ella dio un paso atrás y rompió el dulce abrazo, sabiendo que sería el último. Él volvía a estar enfadado con ella—. Cásate conmigo.


Sacó un anillo del bolsillo, le tomó la mano izquierda y le puso el anillo en el anular. Asombrada, ella ni siquiera se miró la mano. Tenía los ojos pegados a su cara.


—¿Qué?


—¿Qué tiene de complicado? Te he pedido que te cases conmigo —dijo, cuadrando los hombros, como si estuviera en guardia para una pelea.


—No —de hecho, no entendía nada. Después dijo—: Sí —sacudió la cabeza, confundida, sin saber por qué querría él casarse con ella.


Él se balanceó sobre los píes y hundió las manos en los bolsillos.


—¿Cuál de las dos? ¿Sí o no?


Ella vio que no estaba enfadado, sino asustado, pero intentaba parecer valiente. El corazón le dio un vuelco y sintió una oleada de calor que identificó como esperanza, que le inundó el pecho.


—¿Por qué? —preguntó—. ¿Por qué quieres que me case contigo?


Él se sacó las manos de los bolsillos en un gesto de impaciencia.


—Ya te lo he dicho. Te quiero. Nunca había dicho eso antes. A nadie.


Paula lo miró fijamente. Tal vez fuera cierto que la quería.


—¿Desde cuándo? —tenía que saberlo, aunque a él no le pareciera importante. Por lo que ella sabía, nunca antes la había querido nadie.


—¿Exactamente? No lo sé —cerró los ojos y exhaló—. En el establo.


—¿En qué ocasión? —habían estado muchas veces en el establo.


Pedro sacudió la cabeza y pareció resignarse.


—La primera vez. Habías ido a escondidas a dar de comer a Max, antes de que yo supiera de su existencia.


Él se había enamorado de ella antes que ella de él. De repente, un futuro a su lado pareció posible.


—Oh, Pedro —suspiró, sintiéndose a la vez deseosa y esperanzada, como si las cosas fueran por su camino natural.


—Paula, me estás matando —dijo él, ansioso, y volvió a abrazarla—. Di que sí y sácame de esta angustia. Di que sí.


Ella levantó la vista y observó su bello rostro. Por primera vez en su vida, se sintió segura acerca de su futuro.


—Sí —susurró.


Él le secó las lágrimas con la mano.


—Dilo más fuerte para que se entere todo el mundo.


—¡Sí! —se lanzó a su cuello y lo obligó a bajar la cabeza para besarlo.


Fue él quien rompió el beso.


—Vamos a buscar a Emma y marchémonos a casa.


Ella suspiró entre sus brazos, sintiéndose amada…


—A casa… Sí, vamos a casa.


Fin





MI MEJOR HISTORIA: CAPITULO 33




—¿Qué significa que no puede encontrarla? —gritó Pedro al investigador a través del teléfono mientras se paseaba arriba y abajo en el salón de la casa.


Se maldijo a si mismo por haber dejado que Elena lo acordara los compromisos en televisión y radio que lo habían retenido dos días más en Nueva York.


Al meterse la mano en el bolsillo encontró el anillo de diamante que había comprado para Paula.


La había llamado desde Nueva York, le había dejado mensajes pero ella no le había contestado. Dedujo que debía de estar en el establo con Max o haciendo recados en el pueblo, pero lo cierto era que debería haber vuelto al no poder localizarla. Como estaba muy ocupado, no le había pedido que le devolviese la llamada, sino sólo que se quedaría allí unos días más. Algo había ocurrido. No tenía ni idea de qué podía haber sido, pero algo había hecho que se marchara de la granja.


La voz paciente del investigador interrumpió el curso de sus pensamientos.


—No he dicho que no pueda hacerlo, sino que llevará tiempo —el detective que Pedro había contratado sabía mantener la calma mejor que él—. Ella no usa tarjetas de crédito. No tiene cuenta bancaria ni teléfono móvil y, por lo que sabemos, tampoco tiene trabajo. Por ahora.


Estaba claro que había estado trabajando, pero Pedro quería más. Quería a Paula. Lo único que había podido decirle al detective era que Paula había llamado a su administrador y le había pedido el finiquito. Ni Sarah ni su madre sabían nada de Paula.


—En cuanto encuentre un trabajo o solicite una ayuda económica, la encontraremos.


Pedro le dio las gracias y colgó. Leyó la nota por enésima vez e intentó descifrar adonde podía haber ido.


Lo único que había dicho era que lo dejaba. Un hombre llamado Travers ocuparía su puesto de trabajo y cuando encontrara casa, se pondría en contacto con él para solucionar lo de Max, el gato y el perro. A continuación estaba su firma, una felicitación y le deseaba que fuera feliz. 


¿Feliz? ¿Cómo iba a ser feliz sin ella en la granja?


Dependía de ella y lo que más deseaba era verla cada mañana. La amaba.


Pedro se dejó caer en una silla de la cocina. La amaba, y a Emma también. Era curioso que no se hubiera dado cuenta de ello mientras discutía el acuerdo prenupcial y la adopción con su abogado. Se sentía como un idiota. ¿Habría sido aquél el motivo de su marcha? Realmente no lo creía. No podía ser. Al final de la nota había un críptico «enhorabuena», y aquello tenía que ser la clave. En ese momento oyó el ruido de un coche aparcando en la entrada y se levantó de un salto para correr hacia la puerta.


—¿Es usted el señor Alfonso? —dijo el hombre que se bajó del coche.


—Sí. ¿Viene por Paula Chaves?


El hombre lo miró con cara de extrañeza.


—No. Vengo por el trabajo de cuidador. Me llamo Travers.


Pedro recordó la nota de Paula.


—Señor Travers, ¿se encontró con la señorita Chaves?


—Claro que sí —sonrió el hombre—. Una mujer muy bonita. Las llevé a ella y a su bebé al pueblo en coche.


Pedro le dio un vuelco el corazón.


—¿Cuándo?


—Antesdeayer. Temprano. Me dijo que el puesto era mío y que necesitaba una ayuda.


—¿Adónde la llevó? —exclamó Pedro, impaciente.


Travers lo miró desconfiado, y por un momento Pedro temió que no fuera a responder.


—La dejé en un motel en la autopista, justo antes del campo de minigolf.


Pedro tuvo que contener su emoción. Tomó aire y con voz más calmada, preguntó:


—¿Le dijo por qué se marchaba?


—No puedo decirle. Estuvo muy callada todo el rato —dijo el hombre, rascándose la calva—. Me hizo prometer que me pasaría a dar de comer a los animales.


—Gracias por su ayuda.


—¿Le importa que eche un vistazo a la casa de piedra antes de atender a los animales?


—No, en absoluto —dijo Pedro, distraído, dirigiéndose a la casa para llamar al detective.


Le contó todo lo que Travers le había dicho y después le avisó que iba de camino al motel.


—Alfonso, espere. No sabemos si sigue allí ¿Por qué no deja que vaya yo a comprobarlo? —Pedro sabía que era lo más razonable, pero quería resolver las cosas él solo—. Lo llamaré en unos minutos. Siéntese y espere tranquilo —añadió antes de que hubiera acabado de decidirse.


¿Pero cómo iba a estar tranquilo?


—Llámeme al móvil.


Dos minutos después, sonó el teléfono.


—Ha pasado dos noches en el motel, pero se ha marchado en taxi esta mañana. Dejó sus cosas diciendo que volvería a buscarlas y ha vuelto esta tarde en otro taxi a por ellas. El bebé no estaba con ella y ha mencionado que había encontrado trabajo, así que no puede andar muy lejos. Ahora que tenemos por dónde empezar, creo que la encontraré pronto.


—De acuerdo. Llámeme si se entera de algo más —¿dónde habría dejado a Emma? ¿Con algún amigo? No recordaba haberla oído mencionar nada sobre amistades en la ciudad.


—No se preocupe. Estaremos en contacto —se despidió el detective.


Pedro salió al porche. Allí estaban el gato y el perro mirándolo fijamente, como preguntándole por Paula.


—¡No tengo ni idea! —gritó a los animales, y después se sintió como un idiota.


MI MEJOR HISTORIA: CAPITULO 32




Paula estaba dándole el pecho a Emma sentada en la cama, recordando todos los detalles de la noche anterior. Sarah aún dormía en su cama cuando Pedro llamó a la puerta.


—¿Queréis que pida el desayuno?


Ella vio que se sentía incómodo, así que se cubrió el pecho desnudo con una sábana. La divertía que un nombre de mundo se sintiera incomodado por algo tan natural.


—Podemos esperar. Sarah se despertará pronto.


—No voy a comer con vosotras. Tengo que atender unos asuntos que surgieron anoche.


Él parecía distraído y a ella la contrarió el no desayunar con él.


—Puedo pedir yo el desayuno cuando estemos listas. ¿A qué hora volverás? —estaba pensando en volver a salir de visita antes de marcharse a la granja.


—Me voy a quedar un día o dos más. Freddy os llevará a casa tan pronto como hayáis desayunado y recogido vuestras cosas —seguía sin mirarla y Paula empezó a sentirse incómoda.


Se acordó de Elena y eso la molestó.


—Podemos estar listas en un par de horas.


—Freddy os estará esperando —echó a andar hacia ella, sonriendo, pero en ese momento Sarah empezó a despertarse y eso lo hizo detenerse—. Nos veremos en la granja. Probablemente, el martes por la tarde.


Parecía que faltaba una eternidad hasta el martes. Quería levantarse y besarlo, pero tenía el camisón desabotonado hasta casi la cintura, Emma seguía aferrada a ella y Sarah los estaba mirando.


—Sí. Nos veremos allí —él se giró y salió de la habitación.


—¿El señor Alfonso no va a volver con nosotras?


—No. Tiene cosas que hacer aquí. Nosotras nos marcharemos tan pronto como hayamos hecho las maletas.


—Sigo sin creerme que esté en Nueva York, en el Plaza… Cuando se lo cuente a mis amigos… —Paula sonrió—. Cuéntame lo de la fiesta otra vez. ¿Qué tomasteis para cenar?


Paula luchó contra su desilusión y la sospecha de que Pedro ocultaba algo y le contó todo a Sarah de nuevo.



****

El lunes por la mañana Paula se sentía tan sola sin Pedro en la casa que colocó a Emma en su mochilita y fue a ver cómo iba la reforma de la casita de piedra.


Los obreros habían reparado el tejado, aislado las paredes y estaban poniendo muebles en la cocina, así que apenas reconocía el sitio. No quiso molestar a los obreros y no se quedó mucho tiempo. Después fue al establo a ver a Max, pero oyó un coche acercándose y al creer que era Pedro, su corazón se volvió loco de contento.


Al acercarse vio que no era el coche de Pedro, sino el de Elena, y que era ésta la que se estaba bajando del vehículo. 


¿Acaso no sabía que Pedro estaba aún en Nueva York?


—Hola, Paula… Qué gracioso —dijo, señalando a Emma—. Así puedes pasearla contigo —dijo en su habitual tono condescendiente.


A Paula le bastó con que dijera su nombre correctamente.


La mujer le dio la espalda y echó a andar hacia la puerta delantera.


Pedro me envía a por su traje negro. Lo necesita para acudir a un espectáculo esta noche —se detuvo en el umbral y le sonrió—. Esto será más fácil cuando nos traslademos al apartamento de Nueva York. Nos ahorraremos estos viajes a la naturaleza tan penosos.


Paula se quedó helada y le costó respirar. ¿Pedro se trasladaba a Nueva York? ¿Con Elena? Esperó a reponerse un poco y después la siguió al piso superior. Tenía que haber oído mal. A Pedro le encantaba la granja y la apreciaba. Le hubiera dicho si se pensaba marchar. ¿O no?


Una vocecita le decía que aunque la apreciara, ella no era el tipo de mujer que necesitaba. Nunca se enamoraría de ella, porque ella no provocaba amor en los demás. Tenía que haber aprendido la lección de sus padres, que en otro caso no la hubieran abandonado. El dolor la estaba ahogando.


Se quedó frente a la habitación de Pedro, intentando recomponerse. No perdería el control delante de aquella mujer.


Mientras Elena seleccionaba la ropa de su armario, Paula pudo ver el diamante en su dedo.


—¿Me necesita para algo más? —dijo, preguntándose por qué no sentía más dolor.


—No —dijo, como sorprendida de verla allí—. Está todo controlado.


Paula estaba segura de ello: Elena lo tenía todo bajo control y ella no tenía nada.


No podía quedarse allí. Tenía miedo de echarse a llorar delante de Elena, así que se fue al establo y se acurrucó tras una bala de paja junto a la cuadra de Max, abrazada a Emma.


Max asomó la cabeza por encima de la puerta de su cuadra y la saludó con un relincho. Cuando oyó el coche de Elena alejarse, soltó sus emociones y lloró sobre la cabeza llena de rizos de su hija hasta que no le quedaron lágrimas. Menos mal que no se había comportado como una idiota y le había dicho a Pedro que estaba enamorada de él.


En ese momento oyó el ruido de otro coche que se acercaba. Si era Elena de nuevo, no podría enfrentarse a ella y se quedaría allí escondida, pero por la ventana vio que no era ella. Se trataba de un hombre mayor en un todoterreno y decidió salir a su encuentro.


—¿Puedo ayudarlo en algo?


—¿Es usted la señora Alfonso?


—No. Soy Paula Chaves.


—Me llamo Jack Travers —se presentó él—. Vengo por el trabajo de guarda de la finca.


—¿Cómo?


—Sí, respondí al anuncio del agente de la propiedad del señor Alfonso. ¿Está él aquí?


—No. Aún está en Nueva York. Llegará mañana.


—¿Ésa es la casa del guarda? —preguntó el señor Travers señalando la casita de piedra, su hogar. Paula asintió—. ¿Le importa si echo un vistazo? Volveré el martes a hablar con el señor Alfonso.


—Muy bien —se dio la vuelta bruscamente y se fue hacia la casa. No quería volver a perder el control.


Si tenía más preguntas, tendría que hacérselas a Pedro, porque ella no iba a quedarse allí mientras Pedro dormía con otra mujer.


Cuando Pedro llegó a la granja, a ella la preocupaba perder su hogar. Ahora sabía que podía perder algo más valioso que eso. Su corazón.