viernes, 6 de agosto de 2021

UNA GRAN NEGOCIACIÓN: CAPÍTULO 43

 


Pedro cambió a Dante de brazo mientras dejaba que el agua cayera sobre ambos. El niño lo estaba pasando tan bien que aquella ducha conjunta tendría que convertirse en un ritual de los domingos por la mañana.


Besó la cabeza de Dante. Su hijo. Le vería crecer y descubriría los rasgos que había heredado. ¿Tendría sus ojos o los de Sonia? Algún día le llamaría «papá», pero él se ocuparía de que el recuerdo de Miguel y Sonia permaneciera vivo.


—Pero la altura la vas a heredar de mí —susurró. Y al pensar que Paula lo acusaría de arrogancia, sonrió para sí.


Paula… delicada como madre y fuego en la cama. La noche anterior le había permitido imaginar cómo podía ser el futuro y estaba decidido a empezar a consolidarlo desde ese mismo día.


De pronto se dio cuenta de que también Paula era mucho más que una mera tutora del niño y que, aunque no la uniera a Dante un vínculo biológico, lo amaba como si fuera su propio hijo. Lo lógico sería que ambos lo adoptaran, proporcionándole así un padre y una madre.


Sacudió al niño arriba y abajo hasta arrancarle una carcajada. Tenía muchas cosas que discutir con Paula. Lo harían mientras, tal y como planeaba, construían castillos de arena en la playa y descansaban al sol.


Aquel día era el primero del resto de su vida. Una frase que podía ser un cliché, pero que en aquel momento describía exactamente lo que sentía.


Cuando Pedro fue a buscar a Victoria con un Dante protestón en brazos, ella ya se había levantado. Había confiado en encontrarla todavía entre las sábanas, leyendo el periódico, pero la habitación estaba vacía, y la cama hecha.


En cuanto vistiera a Dante iría a por ella.




UNA GRAN NEGOCIACIÓN: CAPÍTULO 42

 


Paula despertó con el sonido de vajilla. Al abrir los ojos se encontró en el dormitorio de Pedro y vio a éste sirviendo dos tazas de té, en calzoncillos, con Dante en brazos. Lentamente, Paula deslizó la mirada por el torso sobre el que la noche anterior había descansado la cabeza y sonrió para sí ante la intimidad doméstica de la escena.


Se desperezó y recordó retazos de la maravillosa noche.


—¿Ya estás despierta? —dijo Pedro, sonriendo con dulzura—.¿Quieres azúcar con el té?


Paula reflexionó sobre la rareza de la situación. Pedro, que era su marido aunque apenas se conocieran, acababa de mostrarle todas las maneras de hacerla enloquecer de placer. Por su parte, ella estaba empezando a enamorarse de su guapo marido, aunque se hubiera jurado no perder la cabeza por un hombre.


—Una cucharadita, por favor.


Pedro removió el té antes de colocarse a Dante en lo alto de la cadera y llevar la taza a la cabecera de la cama. Cuando la dejó en la mesilla, Dante se revolvió e intentó tomarla. Paula, para distraerlo, le tendió los brazos y él se lanzó hacia ella, riendo. Enseguida, le sujetó con fuerza un mechón de cabello y tiró de él. Paula protestó y Pedro le ayudó a liberarlo, al tiempo que recuperaba al niño y dejaba sobre la cama varios periódicos.


—¿Por qué no le relajas y lees el periódico mientras tomas el té? — sugirió.


Paula rió.


—¿Relajarme con Dante?


—Voy a ducharme con él.


—¡Le va a encantar! —Paula sonrió de oreja a oreja—. Gracias. Ya ni me acuerdo de la última vez que pude leer la prensa en la cama.


Sus miradas se cruzaron y ambos supieron que pensaban en el mismo día: aquél en el que recibieron la noticia de la muerte de sus amigos.


Para despejar la sombra de dolor, Pedro se inclinó y le besó la frente.


—Disfruta, Pau. Dante y yo desayunaremos después de ducharnos — se volvió hacia el niño y le hizo cosquillas—. ¿A que sí, grandullón?


Paula se acomodó sobre las almohadas y sonrió con melancolía al escuchar el nombre afectuoso que Pedro había usado.


—Gracias, Pedro. Va a ser como estar en el cielo.


—Recuerdo haber oído a Sonia llamarte Pau —dijo él, tras vacilar.


—Sí. Paulita nunca me ha gustado.


—¿Y Pau?


Paula sintió una punzada de dolor.


—Sólo me llamaban así Sonia y sus padres. Siempre ha sido un nombre muy especial.


Tras un breve silencio cargado de emoción, Pedro comentó:

—Me gusta. Te pega más que Paula.


—Si piensas eso, te dejo usarlo —dijo ella.


—¿Has oído? —dijo Pedro a Dante, sonriendo—. Podemos llamarla Pau —el niño rió y Pedro, volviéndose hacia Paula, añadió—: Está de acuerdo.


Paula se quedó pensando en el sorprendente giro que habían dado las circunstancias. Y aunque no podía medir las consecuencias de la noche anterior, no se arrepentía de nada, porque había descubierto a un Pedro generoso y apasionado.


Desde el cuarto de baño le llegaba el rumor de la grave voz de su amante y los grititos de placer de Dante. Quizá fuera posible llegar a crear una familia. Al menos eran sinceros, no habían hecho promesas que no pudieran cumplir.


Por un instante recordó que no le había dicho a Pedro que había sido la donante de los óvulos que sirvieron para concebir a Dante, pero se dijo que. si lo había guardado en secreto, era porque así se lo había prometido a Sonia. Aun así, llegaría un momento en que tendría que decírselo. Y lo haría.


Con un suspiro de bienestar, abrió el periódico. Los titulares eran demasiado deprimentes. Ni siquiera le interesaron las páginas de Economía, que solía devorar. Pasó a las de Sociedad y una fotografía reclamó su atención. Pedro… Al lado de otra fotografía en la que una pareja celebraba su boda.


¿Sabía Pedro que Dana y Jeremias se habían casado? 


Paula leyó precipitadamente. La noticia contaba cómo la relación entre Dana y Jeremias habían supuesto la ruptura entre los socios.


Pero fue la última frase lo que perturbó a Paula. Insinuaba que la discreta boda de Pedro el mismo día era una venganza de éste, que no había querido hacer declaraciones.


Dejando el periódico a un lado, Paula volvió la cabeza hacia la ventana con la mirada perdida. ¿Sería posible que Pedro la hubiera convertido en su arma de venganza?, que el rencor estuviera en la base de lo sucedido por la noche.


No podía ser. Era ella quien había sugerido mudarse a su casa… Pero él quien había hablado de boda. Y quizá la razón fuera que todavía amaba a Dana.


Se giró boca abajo y ocultó el rostro entre las almohadas con un gemido de dolor. Necesitaría tiempo para calmarse antes de enfrentarse a Pedro. Lo haría en cuanto se sintiera menos dolida, menos vulnerable.




UNA GRAN NEGOCIACIÓN: CAPÍTULO 44

 


Un cuarto de hora más tarde, bajó y la encontró en la cocina, preparándose una tostada.


—Pensaba llevarte el desayuno a la cama —dijo desde la puerta.


—Lo siento, pero no puedo quedarme —dijo ella encogiéndose de hombros—. Tengo que trabajar.


—¿Hoy? —preguntó él, que sólo entonces vio que estaba vestida formalmente.


—Ha llamado Virginia. Tengo que ir al despacho.


Pedro fue a protestar, pero la amargura lo dejó sin palabras. Era evidente que la noche anterior no había significado nada para ella. 


Paula y él tenían distintas metas en la vida. Para ella, su profesión siempre sería lo primero. Había sido un estúpido interpretando sus caricias y su dulzura como una prueba de que compartían algo especial, de que quizá con ella las cosas serían diferentes.


Pero aunque Dana y ella fueran distintas, compartían la obsesión por alcanzar el éxito en su carrera profesional a costa de todo.


Pedro había sido víctima de ese tipo de comportamiento y había logrado sobrevivir, pero no estaba dispuesto a arriesgarse a sufrirlo por segunda vez, y menos cuando era Dante quien estaba en juego. No consentiría que Paula no cumpliera con su responsabilidad hacia él.


Hacia su hijo.


Pero esa conversación tendría que esperar. Hasta entonces le había ocultado que era el padre de Dante para no aumentar su temor a que le quitara la custodia. Pero en cuanto recuperara la calma, le diría lo que pensaba de su actitud hacia Dante y de las medidas que pensaba adoptar.


Había llegado la hora de que supiera quién llevaba las riendas.


—Como quieras —dijo. Y dio media vuelta.


—¿Qué vas a hacer? —preguntó ella con evidente inquietud.


—Lo que había planeado: ir a la playa. Pasar un día familiar —dijo él, airado.


Al ver que el rostro de Paula se ensombrecía, sintió una agridulce sensación de triunfo. Cada cual debía asumir las decisiones que tomaba