martes, 13 de febrero de 2018

BAILARINA: CAPITULO FINAL





Eran casi las ocho cuando oyó el ruido de la llave. Se levantó y Paula entró en el salón.


—Siento llegar tarde —le dijo dejando el bolso en la mesita—. Te llamé y me dijeron que te habías marchado.


—Me fui muy temprano —dijo Pedro manteniendo la calma—. Estaba impaciente, me parecía que había llegado la hora de que hablásemos de una vez por todas.


—Sí —dijo Paula y se dio la vuelta bruscamente para dirigirse a la cocina—. Voy a hacer café.


Pedro la siguió, se apoyó en el quicio de la puerta y observó a Paula que buscaba nerviosamente la cafetera.


—¿Tienes hambre? Puedo hacer sandwiches.


—No, no tengo hambre.


Paula puso el café en la cafetera, no se atrevía a mirar a Pedro a los ojos, luego echó el agua.


—Perdona que haya llegado tarde. Ha habido mucho trabajo. El fiscal del distrito quería examinar los archivos de Turner y de Saunders. Turner fue el cómplice de Saunders.


—Doscientos mil, ¿no?


—Sí.


—La mitad de lo que una bailarina llamada Deedee Divine me quitó a mí.


Paula cerró el agua y se volvió. Puso la cafetera en la encimera y lo miró.


—Lo sabes.


—¿Creías que podías esconderte bajo una peluca?


—Pero no... Actuabas como si no me hubieras reconocido. Robbie no me reconoció.


—Robbie no está enamorado de ti.


—No me hables de amor —dijo Paula. Tenía la respiración agitada y le costaba hablar—. Lo sabías desde la primera noche. Todo este tiempo y no me has dicho nada. ¿Por qué?


—Porque esperaba que tú me dijeras algo.


—¿Que yo te dijera algo? Torturándome mientras yo...


—¿Torturándome? —dijo él observándola—. ¿Sabes por el infierno que he tenido que pasar, pensando que estabas mezclada con Saunders y preguntándome si...?


Paula se apartó de la encimera.


—¿Cómo podías pensar que iba a aprovecharme de mi puesto? ¿Engañar a la agencia, defraudar al estado al que he prometido servir?


—¿Por qué no? Me engañaste y me quitaste cuatrocientos mil dólares, ¿no?


—Pero eso no es... no fue... —dijo Paula y levantó la cabeza, los ojos le brillaban de un modo terrible—. De acuerdo. Pero estaba desesperada. Necesitaba ese dinero y cuando te presentaste poniéndomelo en bandeja, ¿qué iba a hacer? Rechazarlo cuando mi madre... —se interrumpió y el fuego desapareció de sus ojos—. No debí hacerlo —dijo con tal desconsuelo que él se suavizó.


Se acercó a ella y la estrechó entre sus brazos.


—Cariño, tenías que habármelo dicho.


Ella lo apartó.


—¿Decírtelo? Ni siquiera te conocía. Hasta que te vi allí, mirándome por encima del hombro, listo para darme una fortuna con tal de rescatar a uno de los preciosos Goodrich de las garras de una bailarina.


—Si me hubieras explicado la situación...


—¿Explicado? Pero si me considerabas una mentirosa y una ambiciosa.


Pedro no pudo evitar una sonrisa.


—Debo decir que interpretaste tu papel a la perfección.


—¿Qué habrías pensado si te digo que era una buena chica pero que necesitaba dinero para la cuenta del hospital de mi madre y que por favor me prestases medio millón.


Pedro rompió a reír.


—Sí, supongo que habría sido un poco escéptico. Me sentí como un imbécil cuando Robbie me dijo que no había planes de matrimonio. Pero me alegro de que consiguieras el dinero. ¿Cómo está tu madre?


—Estupendamente. El trasplante le salvó la vida. Cada día está mejor y, Pedro, le voy a devolver ese dinero a tu tío.


—No importa, ya se lo he devuelto yo.


—¿Sí? ¿Qué le dijiste?


—Que la bailarina admitió que había mentido y la obligué a devolverme el dinero.


—¿Entonces te lo debo a ti?


—Sí —dijo Pedro y la estrechó entre sus brazos—. Me debes amor para toda la vida.


Paula se apretó contra él.


—Te quiero tanto. Es un alivio habértelo dicho todo.


—Sí que lo es. Ahora, ¿podemos hacer planes? Para la boda, quiero decir.


—Sí, sólo que... —dijo Paula y lo miró con cautela—. Mi madre no sabe cómo conseguí el dinero. Si conoce a Juan Goodrich le dará las gracias y los dos lo sabrán todo.


— ¡Pues harán un buen chiste a mis expensas!


—¿Un chiste? ¡Cuatrocientos mil dólares! De todas formas mi madre no... Nunca me perdonaría por haberos engañado y...


—Chist —dijo Pedro—. El tío Juan no tiene ni idea de en qué se gasta el dinero que destina a caridad. Puedo arreglarlo con Diego. Diego es el único que sabe lo que ocurrió entre Pedro Alfonso y Deedee Divine. Y no sabe nada de Paula Chaves. El secreto es sólo nuestro. Prometo guardarlo.


—Gracias —dijo Paula—. Oh, Pedro, ¿no es extraño que a veces cosas terribles puedan convertirse en algo maravilloso?


—¿Sí?


—Cuando mi madre se puso enferma pensé que había llegado el fin del mundo, pero ahora está bien. Si no me hubiera puesto a bailar en Spike's para pagar el hospital, no habría conocido a Robbie y entonces tú no habrías venido, rudo y pomposo y... Oh, ya sabes qué quiero decir.


Pedro sonrió.


—Creo que sí. ¿Me estás diciendo que te alegras de casarte con un hombre pomposo y...?


—Y amable, inteligente, atractivo, apasionado, comprensivo y maravilloso. Te quiero. Me da miedo pensar que a no ser por lo que ha ocurrido podría no haberte encontrado.


—A mí también, cariño.


Pensó en la última línea del poema de su padre: «una mujer cuya dulzura y belleza encajen en mi mano como un guante. 
¿Crees, te pregunto, que podré encontrarla en esta ciudad?»


Y él la había encontrado.



BAILARINA: CAPITULO 43




Pedro salió del despacho muy pronto y se dirigió directamente al piso de Paula. La puerta estaba abierta y Angie estaba en el salón, sentada en el suelo con las piernas cruzadas, con la espalda recta y las manos sobre las rodillas. ¿Estaba meditando?


No. Tenía los ojos abiertos y sonreía de oreja a oreja, y hablaba sola.


—Gracias, gracias. Sé que trabajaremos juntos.


Siguió su mirada tratando de ver con quién hablaba.


No había nadie.


—¿Qué diablos estás haciendo?


—¡Oh, Pedro! —exclamó Angie, y salió del trance en el que estuviera—. Lo has estropeado.


—¿El qué?


—Mi visualización.


—¿Sí?


—Estaba saliendo tan bien. Todo el mundo me felicitaba y me decía el gran trabajo que estaba haciendo y yo me limitaba a ser modesta y agradecida, ya sabes, como Paula. Y el señor Anderson entraba en el despacho de Paula, en mi despacho quiero decir, y decía: «Estoy encantado de que asuma el puesto de Paula. Sé que será usted...»


—¡Espera! ¿Quieres decir que vas a ocupar el puesto de Paula?


—Cuando se vaya.


—No se va a ninguna parte —dijo Pedro, que ya procuraría que fuera así.


—Por supuesto que sí, no tengo por qué visualizar eso. Ya lo ha comunicado.


—Pues se va a quedar, te lo digo yo.


Angie lo miró con disgusto.


Pedro Alfonso, sabes muy bien que ha aceptado ese empleo en Dallas y que se va dentro de dos semanas. Y yo voy a ocupar su puesto. Aunque como has interrumpido mi visualización, pues...


—Ya te he dicho que no se va a ninguna parte —dijo Pedro, repentinamente furioso. No estaba seguro de lo que haría Paula y la estaba tomando con Angie—. Así que deja de soñar, además esas tonterías no funcionan.


—Claro que funcionan. ¿No me visualicé yo una y otra vez en este piso hasta que Marge se mudo y me cedió el apartamento, con muebles y todo? ¡Tal cual! —dijo Angie chascando los dedos, y se levantó y empezó a dar vueltas por la habitación—. Y aquí estoy. Y entonces visualicé a la perfecta comparñera y tengo a Paula. Y Paula. ¿Sabías lo que hizo Paula? Visualizó que le caían del cielo cuatrocientos mil dólares, como yo le dije. ¿Y sabes qué? En dos días los tuvo. ¡Cuatrocientos mil dólares! ¿Qué te parece eso, señor Sabelotodo?


Pedro no podía pensar, ni hablar, sólo podía mirarla con la boca abierta.


—Ajá, eso sí te interesa, ¿no? Cuatrocientos mil dólares llovidos del cielo.


Pedro pudo hablar.


—Angie, ¿baila Paula? Profesionalmente, quiero decir. ¿Por las noches?


La sorpresa de Angie era sincera.


—No, no trabaja por las noches. Tiene mucho trabajo en la agencia, ya lo sabes.


No, Angie se equivocaba. Paula bailaba profesionalmente, o lo había hecho hasta hacía poco tiempo. Con el nombre de Deedee Divine. Frunció los labios.


—¡Tuvo que hacer algo, el dinero no llueve del cielo!


—Pues a Paula le pasó. Un viejo loco... No, no era un viejo loco, era un alma buena y benevolente uno de esos filántropos. ¿Cómo se llamaba? James, no Juan Goodrich. Le dio el dinero, y ella ni siquiera lo conocía.


—¿Oh? ¿Y dónde conoció a ese benevolente tonto?


—En el hospital, creo. Oyó su problema y le prestó lo que necesitaba. Y ella se lo está devolviendo.


Sí, Diego le había dicho que recibía cheques de cien dólares a su nombre regularmente. Frunció el ceño. ¿Hospital?


—¿Y qué le pasaba?


—A ella nada, a su madre.


Finalmente, Pedro supo toda la historia, según el punto de vista de Angie. ¿Cuánta gente en el mundo tenía tanto dinero para pagar un trasplante de médula? Pero ella le había dicho a Paula que lo visualizara, y, como un milagro, allí estaba. No, estaba segura de que Paula nunca había bailado profesionalmente. Su madre era bailarina, pero creía que había vuelto a Nueva York. El ataque le había dado al ir a ver a Paula a California. ¿No era extraño las sorpresas terribles que daba la vida a veces? Paula estaba destrozada.


—¿Dónde está Paula ahora?


Estaba deseando ponerle las manos encima, por dejarle pensar lo que había estado pensando durante los últimos meses.


—Está trabajando. Hay mucho que hacer con ese asunto de Saunders. Puedes esperarla aquí, yo me voy con mi grupo Vida y Amor.


—Vete, yo la espero.




BAILARINA: CAPITULO 42




AL llegar a su despacho a la mañana siguiente había nuevas noticias. Habían detenido a Eric Saunders en Chicago. Lo llevaron a California ese mismo día y había confesado que tenía un cómplice en la agencia, James Turner, que había abandonado la agencia en cuanto el préstamo de Saunders fue concedido.


—No podía creerlo —le dijo Paula cuando Pedro la telefoneó—. Era un hombre encantador. Y se marchó porque su madre estaba enferma en... en Canadá, creo.


—Una excusa.


—Sí, supongo que sí. Pero parecía muy preocupado por ella, por su madre, quiero decir. Y parecía honesto y sincero. No puedo creer que hiciera algo así.


Pedro hizo una mueca. Él lo había creído de ella.


—No importa —dijo—. Es un gran comienzo para el artículo que voy a escribir.


En realidad ya lo tenía escrito mentalmente. Eric Saunders era una desgracia, pero un solo caso fraudulento no podía oscurecer el excelente trabajo que estaba haciendo la agencia. La pequeña empresa jugaba un papel muy importante en la economía. Citaría casos sorprendentes de pequeñas empresas muy florecientes, alabaría el trabajo de la agencia, en particular el de la responsable de la concesión de préstamos, Paula Chaves, que examinaba a la gente tan cuidadosamente como sus negocios y había asumido riesgos que sólo reportaban beneficios para el estado.


No era mucho para compensar lo que había pensado de ella.


—Paula —dijo—, te quiero.


Pedro, oh, Pedro... —dijo Paula con un suave murmullo de amor, pero también de angustia—. Yo también te quiero Pedro.


Pedro sintió alivio y felicidad. ¿Pero cuál era el problema?


—Paula, me pasaré a buscarte esta noche, después del trabajo.


Paula dejó la mano apoyada en el teléfono cuando colgó.


«Te quiere, te lo ha dicho, te ha pedido que te cases con él, tendrías que poder decirle cualquier cosa:»


—Mira, tengo que decirte una cosa. Yo no soy quien tú crees que soy. Bueno, sí, lo soy, pero... Mira, nos conocimos siendo yo una bailarina en un antro llamado Spike's Bar. Y tú creías, eso es, yo hice que creyeras que...


«¡Dios mío! Una mentira es una mentira y cuatrocientos mil dólares es mucho dinero. Y no se lo debo a él, se lo debo a aquel hombre autoritario que estaba en casa de tu madre aquella noche y que no paró de hacerme preguntas. Como si pensara que Pedro no debía haberme llevado a la fiesta sin consultarlo antes con él. Y yo fui muy educada, pero si supiera...»


«Olvídalo, es a Pedro a quien amas».


«Pero él quiere a Paula Chaves, no a Deedee Divine».


«Dile que tu madre estaba enferma y que necesitabas...»


—Señorita Chaves —dijo un empleado que entró en su despacho después de llamar a la puerta—, ha venido un hombre de la oficina del fiscal del distrito, quiere ver el archivo de Saunders. ¿Le hago pasar?


—Por supuesto, y tráeme el archivo de Eric Saunders —dijo. ¿Cómo podía Turner haber puesto a la agencia en tales aprietos?


Pero lo recordaba bien...


—Sé que te hace falta personal, y odio tener que marcharme sin darte un plazo para encontrar a alguien, pero mi madre... Está enferma y...


La misma explicación que ella le daría a Pedro aquella noche. Al menos, no era mentira, por ese lado no debía sentirse avergonzada ni culpable, pero lo estaba.


—Buenas tardes —le dijo al hombre de la oficina del fiscal—. Siéntese.



BAILARINA: CAPITULO 41





No era cierto que no tuvieran un destino. Conduciría hasta Watsonville, la localidad donde se encontraba el taller de cerámica de Saunders. Donde seguía viviendo la mujer que Saunders había abandonado.


—Una mujer cuya vida se vio destruida en dos meses —había dicho Brian—. Es duro hablar con ella, casi se me saltan las lágrimas.


Si Paula, a quien no le gustaba ver sufrir a la gente, la veía... 


Si sus ojos se abrían al daño que había causado aquella estafa...


No le gustaban los trucos, así que no esperaba disfrutar con aquel viaje.


Pero no contaba con la determinación de Paula para extraer hasta la última pulgada de alegría de los momentos que pasara con Pedro. Momentos que recordaría durante el resto de su vida.


Su rostro no tenía la menor traza del sufrimiento de la noche anterior. Su sonrisa era cálida y su mirada radiante. Llevaba unos pantalones de algodón de color verde pálido y una chaqueta a juego. Tenía un aspecto joven, fresco e inocente. 


Le dieron ganas de estrecharla entre sus brazos. Tragó saliva al ver que llevaba una cesta.


—¿Qué es eso?


Paula sonrió y le tendió la cesta de picnic.


—No querrás morirte de hambre mientras nos internamos en la selva, ¿verdad?


Ciertamente, era la selva. Pensó en las numerosas carreteras que tenían que tomar para llegar hasta Watsonville, y se sintió culpable.


—Vamos a tomar la carretera número uno —le dijo Paula—. Me gustan mucho los acantilados que se ven desde ella.


Parecía tan feliz y expectante que tuvo que mirar a otro lado. 


Les llevaría más tiempo, pero por la carretera número uno también se podía llegar a Watsonville.


Era la misma ruta que había tomado en su excursión en yate a Monterrey, sólo que esta vez lo hacían por tierra. A lo largo de la costa, por curvas muy peligrosas, la carretera serpenteaba por los altos acantilados, siguiendo el océano. 


Había poco tráfico. Era una de las vistas más espectaculares del mundo.


Al llegar al primer mirador, tomaron una taza de café, que llevaban en un termo. Paula había llevado la cámara e hizo muchas fotos. Tenía un entusiasmo contagioso.


—Oh, mira Pedro, ¿no es bonito? ¿Crees que saldrá bien una foto de aquellas focas? Quédate ahí. Quieto.


—Se te está enfriando el café —le avisó él—. Ven, bebe algo y luego quédate ahí para que te haga yo una.


—Sí, hazme una, también quiero salir en alguna.


«Pero ésta será para mí», pensó Pedro, viendo cómo se recortaba su silueta contra el cielo, con el cabello agitado por el viento, el rostro enrojecido y los ojos radiantes de felicidad. ¿Por qué no iba a guardar aquella imagen de ella?


Al volver al coche, volvió a preguntarse hasta dónde llegaba su compromiso con Saunders, ¿cuánto le costaría desenredar la madeja, separarla de él? ¿Querría ella que lo hiciera?


Hizo un nuevo intento.


—Paula, te gusta tu trabajo. ¿Tienes que irte? Puede que haya un manera...


Pedro, me lo prometiste.


—Está bien —dijo él y cambió de tema. 


Hablaron del tiempo, de un artículo que estaba escribiendo, de un préstamo. Pero estaba más decidido que nunca a ir a ver a la ex mujer de Saunders.


Se detuvieron a comer a mediodía. Se sentaron en unas rocas, con el océano a sus pies, a muchos metros de distancia. Envueltos en el resplandor dorado de la luz, se asomaron al acantilado, prendidos por la belleza del lugar.


—Es como estar en la cima del mundo, ¿verdad? —susurró Paula—. Te sientes tan viva y tan tranquila como si fueras parte de todo esto, y tus pequeños problemas dejan de tener importancia. Pero es una tontería, ¿no?


—No, no es ninguna tontería. Paula, ¿quieres casarte conmigo?


—¿Qué?


Aquellas palabras despertaron en ella una corriente eléctrica llena de felicidad y de aprensión. Se estremeció. No podía creer que no la estuviera tocando, tanta era la pasión que había entre ellos. No podía creer lo que había oído.


—¿Qué has dicho?


—Te he pedido que te cases conmigo.


Pedro tampoco podía creerlo, pero fuera quien fuese y hubiera hecho lo que hubiera hecho, lo único que quería era estar con ella.


—Yo... hay algo... —dijo Paula.


Estaba a punto de contarle todo. Había tanto amor, tanta ternura, tanta compasión en aquellos ojos. Tal adoración que le dieron escalofríos. Ni el sol, ni las montañas, ni nadie podían perdonar una mentira y un engaño que costaba cuatrocientos mil dólares.


—Tiempo —dijo—, necesito tiempo.


Tiempo para reunir el valor suficiente.


—Esperaré.


Otro coche aparcó en el área de descanso, rompiendo el encanto del momento. Era un Volkswagen con una pareja menor de veinte años. La chica estaba embarazada, el chico era pelirrojo y lleno de pecas. Una joven y feliz pareja tan asombrada por las vistas como ellos. También tenían una cámara. Muy pronto, las dos parejas se estaban haciendo fotos entre sí. Por primera vez, Paula y Pedro posaban juntos para una foto.


Los cuatro compartieron los bocadillos y el vino que Paula llevó.


—Sólo un vaso para cada uno —dijo—. Necesitamos plenas facultades para rodear estas montañas.


Comiendo un postre que consistía en pastel de frutas y galletas, prosiguieron el viaje en silencio. Cada uno perdido en sus pensamientos. Pedro, decidido a forzar la situación y preguntándose como manejaría la caja de los truenos que estaba a punto de abrir. Paula, deseando, pero temiendo confiar en él.


—Watsonville —dijo Pedro cuando llegaron—. ¿No es aquí donde Eric Saunders tenía el taller de cerámica?


—Sí, aquí es —dijo Paula incorporándose y sorprendida de que él lo supiera—. Me gustaría echarle un vistazo.


Como si nunca lo hubiera visto, pensó Pedro.


Encontraron el lugar sin muchos problemas. Paula se asomó a una ventana sucia mientras Pedro llamaba a la puerta. 


Brian le había dicho que la mujer vivía en el piso de arriba. 


Por fin apareció. Era bajita, y llevaba unos vaqueros y un jersey manchado de pintura. Tenía el pelo rubio y lacio, sin brillo, y los ojos azules tristes y sin vida.


—¿Es usted la señora Saund... ?


Pedro se interrumpió al ver que sacudía la cabeza con énfasis.


—Jane Boyers —dijo—. ¿Qué quiere?


—Ésta es Paula Chaves, de la Agencia de Préstamos, y nos gustaría hablar con usted, si puede.


—Ya he hablado con todo el mundo, ya he dicho todo lo que sabía.


Aquella mujer había pasado por mucho, pensó Pedro. Tal vez estaba siendo demasiado cruel, utilizándola para mostrarle a Paula el estado en que la habían dejado. Fue Paula quien habló.


—No le haremos ninguna pregunta —dijo—. No estamos aquí para molestarla. Pero me gustaría ver el taller. ¿Podemos echar un vistazo, por favor?


La mujer se encogió de hombros.


—Si quiere ver lo que queda de él —dijo y abrió la puerta de una habitación destartalada. Había algunos objetos de cerámica en las estanterías y el suelo estaba lleno de trozos de arcilla, papel y madera.


Jayne Boyers se disculpó.


—Quería limpiar, pero no me quedaban energías.


Les enseñó el resto del taller, que consistía en un pequeño horno, un molino, unos cuantos cubos con arcilla y pinceles. Todo lo que se usaría en una pequeña tienda de trabajos manuales.


—Así es como estaba cuando conocí a Eric —dijo Jane—. Él alquiló más hornos y algún equipo y todo tenía un gran aspecto hasta que... Bueno, ya saben.


Parecía muy a gusto en compañía de Paula y, muy pronto, les contó toda la historia.


Una mujer solitaria de la que Saunders se había aprovechado. Ella le dio todo lo que tenía, incluso el dinero de su plan de pensiones, se llevó sus ahorros, vendió su casa.


—Para poner este negocio, ¿se da cuenta? —finalizó con lágrimas—. Y ya ven cómo ha terminado. Se llevó todo lo que tenía.


Igual que Brian, Pedro estaba tan impresionado que se le saltaban las lágrimas. Por fin había conseguido lo que quería. Paula no podía evitar reconocer la destrucción, el daño que había ocasionado la estafa.


Extrañamente, no parecía sentirse culpable. Compasiva, tal vez interesada, pero no culpable. Estaba junto a la mujer, examinando una figura de arcilla. Una niña tocando una flauta.


—¿Esto lo ha hecho usted?


La mujer asintió.


—¿Y ésta? —dijo Paula señalando un cisne.


Jane volvió a asentir.


Paula la miró con una sonrisa.


—Oh, se equivoca, señora Boyers, Eric Saunders no se llevó todo lo que tenía. ¿No sabe que tiene un talento excepcional?


Pedro miró con asombro a Paula que no dejaba de dar ánimos a la mujer, que empezaba a sonreír a medida que la escuchaba.


—Sí —dijo Paula—. Sigue teniendo lo que tenía cuando conoció a Eric Saunders. Lo que tiene que hacer es usarlo para usted misma.


Siguieron hablando. Paula sacó un bloc y empezó a apuntar cifras.


El edificio estaba en manos de los bancos, pero se podía alquilar. Jane podía seguir viviendo, pero podía convertir la parte de abajo en un pequeño taller y tienda de cerámica.


—Ésta es una comunidad muy turística y sus exquisitas figuras tendrían mucho éxito.


También le dijo que podía montar un taller de aprendices.


—Tiene casi todo el equipo, y la agencia puede concederle un pequeño préstamo.


Pedro la observaba fascinado. Aquella era Paula trabajando. 


Una mujer que demostraba interés, personalidad y perspectiva, así como que sabía desempeñar su trabajo a la perfección. Una mujer demasiado lista como para que la atraparan en un doble juego. Ciertamente, ninguna señal indicaba que fuera cómplice de Saunders.


Lo que se había conseguido con aquel viaje era que una mujer saliera de su depresión y volviera a iniciar su vida, pensaba Pedro al ver el rostro de Jane volver a la vida. Paula seguía inmersa en su bloc de notas, haciendo cálculos. El se sintió orgulloso.


De aquel viaje había resultado algo más. Él estaba más enamorado. Más confuso.


«¿Y ahora qué?»


«Tan seguro como que me llamo Pedro Alfonso, que esta mujer es Deedee Divine».


¿Y si no lo era?