miércoles, 11 de marzo de 2015

SOCIOS: CAPITULO 2





A la mañana siguiente, Paula se conectó a Internet y se dedicó a mirar la página web del viñedo. Quería estudiar la situación para ir a la reunión con algunas ideas y propuestas.


El edificio no había cambiado nada durante su ausencia; seguía tan grandioso e imponente como antes, de piedra pálida salpicada por altos balcones de contraventanas blancas.


Cuando bajó del coche, un aroma a rosas se volvió tan intenso que intentó localizarlas con la mirada; pero no estaban a la vista y supuso que se encontrarían detrás de la casa.


¿De quién habría sido la idea de la rosaleda? ¿De la esposa de Pedro, quizás?


No se lo podía preguntar a Hortensia sin dar la impresión de que Pedro le interesaba demasiado. Estaba allí por un simple asunto de negocios.


Miró la hora y vio que eran las doce y dos minutos. No había llegado tan pronto como pretendía, pero había llegado lo suficientemente pronto como para poder jactarse de ser puntual.


Se dirigió a la puerta y llamó. Al cabo de unos instantes, le abrió un joven de cabello rubio, que se quedó asombrado al verla. –Mon Dieu, c´est Paula Chaves! ¿Cuánto tiempo ha pasado…? Bonjour, chérie. ¿Qué tal estás?


El joven sonrió de oreja a oreja y le dio un beso en la mejilla.


–Bonjour, Gabriel. Han pasado diez años… y estoy muy bien, gracias. –Paula le devolvió la sonrisa–. Me alegro mucho de verte.


–Y yo de verte a ti. ¿Has venido a pasar las vacaciones?
Ella sacudió la cabeza.


–No exactamente. Soy la nueva socia de tu hermano.


Gabriel arqueó una ceja.


–Mmm.


–¿Mmm? ¿Qué quieres decir con eso?


–Nada, pero ya conoces a Pedro.


–Sí, ya lo conozco.


–Por la hora que es, supongo que estará en su despacho.


–Lo sé. Me está esperando –dijo Paula–. Pero olvidé preguntar dónde demonios está su despacho.


–Y él olvidó decírtelo, por supuesto…


–Eso me temo.


–Típico de él –dijo Gabriel–. No te preocupes. Te acompañaré.


–¿Vas a estar en la reunión?


–¿De qué vais a hablar? ¿De los viñedos?


Ella asintió.


–Entonces, no. Los viñedos son asunto de Pedro, no mío. Yo me limito a venir los fines de semana, beberme sus vinos e insultarle un poco –declaró con una sonrisa pícara–. Por cierto, lamenté mucho lo de Arnaldo. Era un buen hombre, Pau.


A Paula se le hizo un nudo en la garganta. Desde su regreso a Francia, Gabriel era la primera persona que la recibía con afecto y la llamaba por su antiguo diminutivo, Pau. Era el único que no parecía despreciarla por haber cometido el delito de no asistir al entierro de su tío abuelo.


–Sí, yo también lo siento.


Gabriel la llevó por el lateral de la casa, hasta un patio que daba a una zona de oficinas.


–Gracias por acompañarme –dijo ella.


Él volvió a sonreír.


–De nada… Si te vas a quedar unos días, podrías volver otra vez y cenar con nosotros.


–Será un placer, Gabriel.


–Entonces, hasta luego.


Tras despedirse de Gabriel, Paula entró en el edificio. Como la puerta del despacho de Pedro estaba abierta, ella vio que él estaba dentro y que estaba tomando unas notas en una libreta. Parecía sumido en sus pensamientos. Aquella mañana se había afeitado, pero tenía el pelo revuelto. Se había remangado la camisa y sus fuertes brazos revelaban el vello oscuro que los cubría.


Paula lo encontró exquisitamente atractivo. Se tuvo que clavar las uñas en las palmas para no hacer algo absurdo como abalanzarse sobre él, ponerle las manos en las mejillas y darle un beso apasionado.


Respiró hondo y se recordó que ya no era su amante, el hombre con el que había soñado vivir.


Pedro miró a Paula, que llevaba otro de sus trajes de ejecutiva agresiva. Desde su punto de vista, no podía estar más fuera de lugar. En esa época del año, todo el mundo se dedicaba a trabajar en las viñas; y los viñedos no eran el lugar más adecuado para llevar trajes y zapatos de tacón alto. Los trajes se podían desgarrar con las ramas y los tacones se hundían irremediablemente en el terreno.


–Gracias por venir… Pero siéntate, por favor.


Ella se sentó y le dio una cajita cerrada con un lazo dorado.


–Es para ti.


Él miró el objeto con interés.


–Me pareció que sería más apropiado que un ramo de flores o una botella de vino –continuó Paula.


–Merci.


Pedro quitó el lazo, apartó el envoltorio y se encontró ante una de sus debilidades: una caja de bombones de chocolate negro.


Fue toda una sorpresa. Jamás habría imaginado que se acordara de sus gustos, ni esperaba que se presentara con un regalo.


–Muchas gracias, Paula –repitió–. ¿Te apetece un café?


–Sí, por favor.


Ella lo siguió hasta la pequeña cocina americana.


–¿Te ayudo? –preguntó.


Pedro pensó que solo lo podía ayudar de una forma: vendiéndole su parte de la propiedad y marchándose de allí antes de que la tumbara sobre la mesa y le hiciera el amor. 


Pero, naturalmente, no se lo dijo.


–No, no hace falta.


–¿No me vas a preguntar si lo quiero con leche y azúcar?


Él sonrió.


–Siempre te gustó solo.


Sirvió dos tazas de café y las puso en una bandeja. A continuación, alcanzó un bol con tomates, un pedazo de queso, una barra de pan, dos cuchillos y dos platos. Cuando ya los había llevado a la mesa, dijo:
–Sírvete tú misma.


–Gracias.


Como Paula no se movió, él arqueó una ceja y cortó un pedazo de pan y un poco de queso.


–Discúlpame por no esperar a que te sirvas tú –dijo–. Tengo hambre… He estado en los viñedos desde las seis.


–Bueno, ¿de qué quieres que hablemos? –preguntó ella.


–Podríamos empezar por lo más importante. ¿Cuándo me vas a vender tu parte de los viñedos? –replicó.


–No insistas, Pedro; no tengo intención de vender –dijo–. ¿Por qué no me concedes una oportunidad?


Pedro le pareció increíble que le preguntara eso. ¿Por qué le iba a conceder una oportunidad? Paula lo había abandonado cuando más la necesitaba, y no se iba a arriesgar a que le hiciera otra vez lo mismo.


Además, empezaba a desconfiar de sí mismo en lo tocante a ella. No había pegado ojo en toda la noche porque no podía creer que Paula le gustara tanto como a los veintiún años. 


Era una debilidad que no se podía permitir.


–Tú no perteneces a este sitio –replicó–. Mírate: ropa de diseño, un coche de lujo…


–Llevo un traje normal. Y el coche ni siquiera es mío; es alquilado –puntualizó ella–. Me estás juzgando mal, Pedro. Estás siendo injusto.


Pedro arqueó una ceja. En su opinión, era bastante irónico que una persona que lo había dejado en la estacada lo acusara de ser injusto. Tuvo que hacer un esfuerzo para refrenar su irritación. Y fue un esfuerzo parcialmente fracasado.


–¿Qué esperabas, Paula?


–Todo el mundo comete errores.


–Sí, claro que sí –dijo él con sarcasmo.


Ella suspiró.


–Ni siquiera me vas a escuchar, ¿verdad?


–¿Para qué? Ayer nos dijimos todo lo que teníamos que decir.


–Te aseguro que esto no es un capricho –insistió Paula–. Estoy decidida a hacer un buen trabajo.


Justo entonces, Pedro se dio cuenta de que tenía ojeras y comprendió que tampoco ella había dormido bien. Por lo visto, él no había sido el único que había estado pensando en los viejos tiempos. Y debía admitir que, al menos, Paula había tenido el coraje necesario para volver a un lugar donde sabía que todo el mundo la despreciaba.


–Está bien –dijo a regañadientes–. Escucharé lo que tengas que decir.


–¿Sin interrupciones?


–No te lo puedo prometer, pero te escucharé.


–De acuerdo.


Ella alcanzó el café y echó un trago. No había probado la comida.


–Arnaldo y yo terminamos mal cuando me fui a Londres la primera vez. Terminamos tan mal que me juré que no volvería a Francia. Pero más tarde, cuando salí de la
universidad, empecé a ver las cosas de otra manera e hice las paces con él. Desgraciadamente, ya me había asentado en Londres y… –Paula se mordió el labio–. Bueno, olvídalo. No sé por qué intento explicártelo. No lo entenderías.


–¿Quién está juzgando a quién ahora?


Ella sonrió con timidez.


–Como quieras –dijo–. Tú creciste aquí, ¿verdad? ¿Cuánto tiempo lleva tu familia en estas tierras? ¿Un par de siglos?


–Algo así.


–Y siempre supiste que pertenecías a este lugar…


Él asintió.


–Sí, siempre.


–Para mí fue diferente. De niña, viajé con mis padres por todo el mundo. Cuando su orquesta no estaba de gira, mi madre daba conciertos como solista y mi padre la acompañaba. Nunca estábamos mucho tiempo en el mismo sitio, y las niñeras no duraban demasiado… Al principio, se alegraban de tener la oportunidad de viajar; pero luego se daban cuenta de que mis padres trabajaban todo el tiempo y de que esperaban que ellas hicieran lo mismo.


Paula respiró hondo y siguió hablando.


–Cuando no estaban en un escenario, estaban practicando y no se les podía molestar. Mi madre practicaba tanto que a veces le sangraban los dedos. Y cada vez que yo me empezaba a acostumbrar a un lugar, nos íbamos otra vez.


Pedro comprendió lo que le pretendía decir.


–Y cuando te estableciste en Londres, no quisiste volver a Francia. Habías encontrado tu hogar. Habías echado raíces.


Ella asintió.


–Exactamente. Y podía hacer lo que quisiera con mi vida. No tenía a nadie que me presionara y me arrastrara a intereses que no eran los míos, por buenas que fueran sus intenciones –dijo Paula–. Gracias por comprenderlo.


Pedro suspiró.


–Bueno, aún no lo entiendo del todo… –le confesó–. Siempre pensé que, para ti, la familia era lo primero.


–Y lo era. Pero yo tenía otros motivos para no volver a Francia.


–¿Yo?


–Sí, tú.


Pedro se alegró de que mencionara el asunto. Al menos, ya no tendrían que fingir que no pasaba nada.


–Pero has vuelto ahora…


–Porque pensaba que no estarías aquí.


Él frunció el ceño.


–¿Cómo es posible? He sido el socio de Arnaldo desde la muerte de mi padre. Lo sabías.


Ella sacudió la cabeza.


–No sabía nada. Arnaldo y yo no hablábamos nunca de ti.


Pedro entrecerró los ojos. ¿Estaba insinuando que Arnaldo y ella habían discutido por él y que, tras hacer las paces, habían decidido no hablar de ello?


–¿Qué estás haciendo aquí, Paula? ¿Por qué has vuelto precisamente ahora?


–Porque se lo debo a Arnaldo. Y no me vuelvas a recordar que no asistí a su entierro –le advirtió–. No fue culpa mía. Además, ya me siento bastante culpable.


–No tenía intención de recordártelo –dijo Pedro con tranquilidad–. No tengo derecho a juzgarte por lo que pasó… Pero, además de ser mi socio, Arnaldo era amigo mío. Y creo que merecía algo mejor.


Ella se ruborizó un poco.


–Yo también lo creo.


–¿Qué pudo pasar que fuera tan urgente? Dijiste que estabas de viaje de negocios… ¿No pudiste retrasar tus compromisos?


–Lo intenté, pero el cliente se negó a cambiar la fecha de nuestra reunión.


–¿Y no te podían sustituir?


Ella soltó un suspiro.


–Según mi jefe, no –dijo–. Hice lo posible por acelerar las cosas, pero terminé tarde y perdí el avión.


Pedro la miró con desconfianza.


–No me digas que no había otro vuelo…


– Estuve una hora en el aeropuerto, intentando encontrar una combinación que me llevara a Francia a tiempo de asistir al entierro de Arnaldo, pero no la había.


–¿Y tus padres? Tampoco se presentaron –le recordó.


Ella se encogió de hombros.


–Estaban en Tokio y no podían asistir porque habrían tenido que suspender un concierto. Ya sabes cómo son…


–Sí, ya lo sé.


Paula lo miró con intensidad.


–Si vas a decir que soy como ellos, ahórratelo. Es verdad; puse los negocios por delante de la familia. No debería haber sido así.


–Bueno, al menos admites que cometiste un error.


Ella no dijo nada.


–¿Y qué vamos a hacer ahora? –continuó él.


–¿Confiabas en el buen juicio de Arnaldo?


Pedro inclinó la cabeza.


–Sí.


–Pues es evidente que Arnaldo confiaba en mí. De lo contrario, no me habría dejado su parte de los viñedos.


–Comprendo. Me estás pidiendo que yo también confíe en ti.


–En efecto.


Él se pasó una mano por el pelo.


–Paula… ¿Qué sabes tú de viñedos?


–¿Ahora mismo? Muy poco, por no decir nada –admitió–. Pero aprendo deprisa. Estudiaré y trabajaré lo necesario para poder ser útil.


–¿Y hasta entonces?


–Intentaré ser útil en otras facetas del negocio.


–¿Como por ejemplo…?


–Ya te lo dije ayer. El marketing. Fui jefa del departamento creativo de la agencia donde trabajaba. Soy capaz de organizar una campaña publicitaria con cualquier presupuesto. Pero necesitaré más información… ya sabes, para saber cómo van las cosas y dónde se puede marcar la diferencia.


–¿Qué tipo de información?


–Para empezar, los planes a cinco años vista. Tengo que saber qué producimos, cuánto producimos, a quién vendemos y cómo distribuimos los vinos.


–Ya veo…


–También tengo saber quién compite con nosotros y qué producen… Ah, y qué clase de campañas de publicidad has hecho en el pasado. Sé que tenemos una página web, pero necesito compararla con las páginas de la competencia –explicó–. Cuando estudie la situación, te daré un análisis general y mis recomendaciones al respecto.


–Oportunidades, amenazas, puntos débiles, puntos fuertes… –dijo él, mirándola a los ojos–. ¿Crees que no conozco mi propio negocio?


Ella se sintió derrotada y él se dio cuenta. Pero también se dio cuenta de algo más importante: que, bajo su apariencia segura y profesional, se encontraba una mujer vulnerable, terriblemente frágil.


Si la presionaba en ese momento, se rompería y le vendería su parte de los viñedos.


Sin embargo, sabía que más tarde se odiaría a sí mismo. De repente, sentía la necesidad de protegerla. ¿Cómo era posible? Aquella mujer le había partido el corazón. No debía protegerla. Debía protegerse de ella.


–¿Me estás diciendo que tienes intención de dirigir tu parte de los viñedos desde Londres? –preguntó con ironía.


–No. Desde aquí.


Pedro se quedó perplejo. ¿Paula se iba a quedar en Ardeche? ¿Lo iba a condenar a verla todos los días?


–Hace unos minutos, me has dicho que tus raíces estaban en Londres.


Ella suspiró.


–Y lo están.


–¿Entonces?


–No he dicho que mi decisión sea racional, Pedro. Es lo que es. Me quiero poner en los zapatos de Arnaldo, por así decirlo… y, obviamente, no puedo hacer ese trabajo si me quedo en Londres –respondió–. Además, Ardeche fue mi hogar durante muchos veranos, cuando era una niña.Puede serlo otra vez.


Pedro pensó que llegaba diez años tarde. En otra época, habría deseado que se quedara y se convirtiera en su esposa. Ahora, solo quería que lo dejara en paz y volviera a Londres.


–¿Y qué vas a hacer con tu trabajo actual?


–Estoy en paro.


–¿Desde cuándo? –se interesó.


–Dimití ayer, después de hablar con mi abogado.


Pedro recibió la noticia con emociones contrapuestas. Por una parte, le alegró saber que el compromiso de Paula era firme; al menos, ahora sabía que no tenía intención de vender su parte de la propiedad a otra persona. Por otra, aumentó su preocupación.


–¿Qué pasará si las cosas salen mal? ¿Por qué crees que van a salir bien?


–Porque pondré todo mi empeño en ello.


Él asintió; no podía negar que era una mujer resuelta y valiente, dos virtudes más que necesarias en su negocio.


 Pero seguía sin creer que mantuviera su compromiso.


–Trabajar en unos viñedos no se parece nada a trabajar en una oficina –alegó–. Tendrás que trabajar en las propias viñas… y no puedes trabajar con ese aspecto.


–El trabajo duro no me asusta. Enséñame lo que tengo que hacer y lo haré. Además, no necesito trajes y zapatos caros. No tengo ni los conocimientos ni la experiencia de Arnaldo
–continuó ella–. No estoy en modo alguno a su altura, pero aprendo deprisa y, cuando no sé algo, pregunto. No soy de las que cometen errores por falta de atención.


–Quizás deberías saber que Arnaldo no trabajaba en el negocio –dijo en voz baja–. Era socio a distancia.


–Entonces, ¿no me vas a conceder esa oportunidad?


Él se pasó una mano por el pelo.


–Me has interpretado mal, Paula. Arnaldo tenía ochenta años y, obviamente, no podía trabajar tanto como yo. Él lo sabía, así que dejó los viñedos en mis manos.


–¿Qué me intentas decir? ¿Que me puedo quedar, pero solo si me mantengo a distancia? –preguntó–. Olvídalo, Pedro.


–No te estoy ofreciendo un trato. Me limito a decirte cómo son las cosas –replicó–. A veces, acudía a Arnaldo para pedirle consejo sobre algunos asuntos; pero contigo no podría porque, como bien has dicho, no tienes ni sus conocimientos ni su experiencia.


–También he dicho que tengo otras habilidades que, por cierto, son muy útiles. Si me das la información que te he pedido, te presentaré unas cuantas propuestas. No sé nada de viñas, pero sé de otras cosas que te pueden venir bien.


Pedro respiró hondo.


–La información que me pides es material clasificado, Paula.


–Descuida. Soy tu socia y no voy a permitir que caiga en malas manos. Lo que afecta a nuestro negocio, me afecta a mí.


Pedro comprendió que no iba a renunciar y se preguntó si podía confiar en ella, si se podía arriesgar otra vez.


Paula tenía razón en una cosa; Arnaldo no le habría dejado la mitad del negocio en herencia si no la hubiera creído digna de confianza. Y Pedro siempre había respetado el buen juicio de su difunto socio. Además, Pedro no olvidaba que Marcos había hablado en su favor cuando hablaron por teléfono y que Gabriel, su propio hermano, se había tomado la molestia de abandonar su precioso laboratorio durante unos minutos para acompañarla al despacho.


Por lo visto, Paula contaba con el apoyo de las únicas personas en las que él confiaba. Un motivo importante para concederle una oportunidad.


La volvió a mirar y pensó que tal vez se había dejado llevar por los fantasmas del pasado. También era posible que se estuviera engañando a sí mismo por la sencilla razón de que la deseaba. Con su vuelta, Paula había llenado un vacío que, hasta entonces, solo podía llenar con el trabajo.


–¿Y bien? –preguntó ella con suavidad.


Pedro asintió.


–Imprimiré los documentos que necesitas. Estúdialos a fondo y llámame si tienes alguna duda –declaró.


–Gracias. No te arrepentirás.


–Faltan dos meses para la vendimia. ¿Qué te parece si los aprovechamos como periodo de prueba? Si podemos trabajar juntos, excelente; si no podemos, me venderás tu parte de la propiedad y te irás. ¿De acuerdo?


Ella lo miró con desconfianza.


–Si no sale bien, ¿seré yo quien se tenga que marchar? ¿Yo quien sufra las pérdidas?


–Tus raíces no están aquí, Paula; pero las mías, sí.


Paula guardó silencio durante unos segundos. Luego, le ofreció una mano y dijo:
–Muy bien, dos meses. Cuando termine el plazo, volveremos a hablar. Pero consideraremos la posibilidad de disolver la asociación y de que yo me quede con los viñedos.


Pedro le estrechó la mano. Era tan obstinada como valiente.


Al sentir el contacto de su piel, se habría acercado a ella y habría asaltado su boca como en los viejos tiempos. Pero si querían que aquello saliera bien, tendrían que mantener las distancias.


–Trato hecho.




SOCIOS: CAPITULO 1




Paula Chaves había vuelto.


Pedro se despidió de su abogado y colgó el teléfono, alterado por la información que acababa de recibir.


Aquello era ridículo. Habían pasado varios años y ya no pensaba en ella. Lo había superado por completo. Entonces, ¿por qué reaccionaba de esa forma? Por ira; ira ante la perspectiva de que volviera e interfiriera en sus asuntos. 


Pedro había puesto todo su corazón y toda su alma en los viñedos, y no iba a permitir que Paula apareciera de repente y destrozara una década de trabajo.


No confiaba en ella. Incluso descontando el hecho de que le había partido el corazón, de que lo había abandonado cuando más la necesitaba, era la misma mujer que había dejado en la estacada a su propio tío abuelo, al hombre que le había ofrecido su casa todos los veranos, cuando era una niña.


Paula ni siquiera se había tomado la molestia de volver a Francia para asistir al entierro de Arnaldo. Se había quedado en Londres, como si no le importara nada. Y ahora se apresuraba a volver para reclamar su herencia: una mansión y quince hectáreas de viñedos de primera calidad.


Su actitud era repugnante.


Pero, en cierto sentido, le facilitaba las cosas. Si a Paula solo le importaba el dinero, le vendería su parte de la propiedad y se marcharía a pesar de lo que le había dicho a su abogado esa misma tarde. Paula tenía una idea tan romántica como falsa de lo que significaba dirigir un viñedo, y Pedro estaba seguro de que se aburriría enseguida y volvería a Londres.


Lo mismo que había hecho diez años antes. Con la salvedad de que, esta vez, no se llevaría su corazón con ella. Solo se llevaría su dinero.


Pedro abrió el cajón de la mesa, sacó las llaves del coche y salió del despacho, decidido a hablar con Paula. Quería solventar el asunto cuanto antes.



*****


Paula se llevó la taza de café a los labios, pero el amargo y oscuro líquido no la ayudó a despejarse.


Empezaba a pensar que había cometido un error al volver después de tanto tiempo. Debería haber aceptado la sugerencia de su abogado y haber vendido su parte de la propiedad al socio de Arnaldo. Se debería haber contentado con ir de visita al cementerio, dejar unas flores en la tumba de su tío abuelo y volver a Londres. Pero había regresado a la vieja mansión de piedra en la que había pasado tantos veranos, durante su infancia.


Ni siquiera sabía por qué estaba allí. Solo sabía que se había arrepentido de haber tomado esa decisión en cuanto llegó a Ardeche. Al ver la casa, al distinguir el aroma de las hierbas que crecían en los tiestos de la cocina, se sintió profundamente culpable.


Culpable por no haber vuelto antes. Culpable por no haber estado cuando la llamaron por teléfono para decirle que Arnaldo había sufrido un infarto. Culpable por no haberse enterado a tiempo del fallecimiento de su tío abuelo. 


Culpable por no haber podido estar, ni siquiera, en su entierro.


Además, todos los habitantes del pueblo la miraban mal. 


Había oído sus murmuraciones al cruzar la plaza; y había notado la frialdad de Hortensia Bouvier, el ama de llaves de su difunto tío abuelo. En lugar de recibirla con un abrazo cálido y una buena comida, como había hecho tantas veces en otros tiempos, Hortensia la había saludado de un modo brusco, sin molestarse en disimular su desaprobación.


Pero, al menos, no había visto a Pedro. Solo le habría faltado que apareciera de repente en la cocina y se sentara a la mesa, junto a ella, con su sonrisa devastadora y sus intensos ojos, de color verde grisáceo.


Paula echó un vistazo a la cocina, llena de objetos que le recordaban al pasado, y se dijo que había pocas posibilidades de que Pedro se presentara en la casa. Diez años antes, le había dicho que su relación estaba acabada y que se marchaba a París a empezar una vida nueva, una vida sin ella.


Ni siquiera sabía si seguía soltero. Quizás se había casado; hasta era posible que tuviera hijos. En cierta ocasión, Paula intentó cerrar la brecha que se había abierto entre Arnaldo y ella y los dos llegaron al acuerdo tácito de no hablar de Pedro. Ella no preguntaba porque el orgullo se lo impedía; él, por no crear una situación incómoda.


Agarró la taza de café y pensó que, después tantos años, ya debería haberlo superado. Pero, ¿cómo podía superar un amor que había sobrevivido desde la infancia? Se había enamorado de Pedro Alfonso cuando ella tenía ocho años y él, once. Fue amor a primera vista. Le pareció el chico más guapo del mundo.


Cuando llegó a la adolescencia, lo seguía a todas partes como si fuera una perrita. Siempre estaba perdida en sus ensoñaciones de amor; siempre, preguntándose qué sentiría si alguna vez se llegaran a besar. Incluso había llegado a practicar los besos, jugando con el dorso de la mano, para estar preparada cuando Pedro se diera cuenta de que era algo más que la vecina de al lado.


Todos los veranos perseguía al objeto de sus sueños con la esperanza de que se fijara en ella. Y todos los veranos, él se limitaba a responder con la misma amabilidad y el mismo distanciamiento que dedicaba a todos los demás.


Pero, al final, llegó el momento que tanto esperaba. Pedro dejó de tomarla por una niña irritante que lo seguía constantemente y empezó a verla como una mujer.


Desde entonces, se volvieron inseparables. Fue el mejor verano de la vida de Paula. Estaba convencida de que su amor era recíproco; de que no importaba que ella tuviera que volver a Londres para continuar con sus estudios y él, marcharse a París para empezar a trabajar. Estarían juntos durante las vacaciones, se verían en Londres los fines de semana y, cuando ella saliera de la universidad, vivirían juntos.


Pedro nunca le había dicho que tuviera intención de pedirle matrimonio, pero Paula sabía que estaba enamorado de ella y que lo quería tanto como ella a él.


Y entonces, todo se hundió.


Al recordarlo, Paula tragó saliva y se dijo que no debía pensar en esas cosas. Había dejado de ser una adolescente llena de ilusiones absurdas y se había convertido en una mujer adulta. Además, el socio de Arnaldo no era Pedro sino Juan Pablo Alfonso, su padre. Pedro no estaba allí. Por lo que ella sabía, seguía en París. Y tenía el convencimiento de que no se volverían a ver.


Justo entonces, Hortensia entró en la cocina y declaró con frialdad:
–El señor Alfonso ha llamado. Estaba en los viñedos y me ha dicho que le gustaría verte. Llegará en un par de minutos.


Paulaa frunció el ceño. Habían quedado para el día siguiente, pero supuso que era una visita de cortesía. Juan Pablo tenía fama de ser un hombre de modales impecables; seguramente, solo quería darle la bienvenida a Les Trois Closes.


Minutos después, la puerta se abrió. Pero el hombre que entró en la cocina no fue Juan Pablo, sino Pedro.


Paula se llevó tal sorpresa que estuvo a punto de derramar el café. ¿Qué estaba haciendo allí? ¿Por qué había entrado sin llamar? ¿Creía que podía entrar en el domicilio de Arnaldo, en la casa que ahora era suya, cuando le apeteciera?


–¡Pedro! Siéntate, por favor –dijo Hortensia, dedicándole todo el cariño que le negaba a ella.


Hortensia le dio un beso en la mejilla y, cuando Pedro se sentó, le sirvió una taza de café y se la puso en la mesa.


–Bueno, chéri, te dejaré a solas con la señorita Chaves.


Hortensia se marchó y Paula se quedó en silencio, demasiado sorprendida para pronunciar una sola palabra.


A sus treinta y un años,Pedro Alfonso era en un hombre hecho y derecho. Algo más alto de lo que ella recordaba, y de hombros más anchos. Su piel morena hacía que sus ojos, entre verdes y grises, parecieran aún más penetrantes.


Paula se fijó en que llevaba el pelo revuelto y ligeramente largo, con un estilo que le pareció más propio de un músico de rock que de un genio de las finanzas. Además, no se había afeitado. Por su aspecto, cualquiera habría dicho que se acababa de levantar de la cama.


Pero, fuera como fuera, su presencia bastó para que se sintiera como si la temperatura de la cocina hubiera aumentado diez grados de repente. Y también bastó para que recordara lo que se sentía al quedarse dormida entre sus brazos, después de hacer el amor.


Por lo visto, tenía un problema. ¿Cómo mantener el aplomo y pensar con claridad si lo primero que le venía a la cabeza era el sexo y lo segundo, lo mucho que lo deseaba?


Tenía que sacar fuerzas de flaqueza y refrenar su libido.


–Bonjour, mademoiselle Chaves –dijo Pedro con una sonrisa enigmática–. He pensado que debía acercarme a la casa y saludar a mi nueva socia.


Paula lo miró con desconcierto.


–¿Tú eres el socio de Arnaldo?


Pedro asintió.


–En efecto.


–Pero, ¿cómo es posible? Pensaba que seguías en París.


–Pues no.


–No entiendo nada. El señor Roberto me dijo que el socio de Arnaldo era monsieur Alfonso –alegó ella.


–Y lo es… –Pedro le dedicó una reverencia burlona–. Permíteme que me presente. Soy Pedro Alfonso, siempre a tu servicio.


–Ya sé quién eres –replicó ella, irritada con su comportamiento–. Pero eso no responde a mi pregunta. Pensaba que mi socio era tu padre.


–Me temo que llegas cinco años tarde.


Ella soltó un grito ahogado.


–¿Es que tu padre ha… ?


–Sí.


–Lo siento. No tenía ni idea. Arnaldo no me dijo nada –se apresuró a decir–. Si hubiera sabido que había fallecido…


–Oh, vamos, no me digas que habrías asistido a su entierro –la interrumpió–. Ni siquiera estuviste en el de Arnaldo.


Paula alzó la barbilla, orgullosa.


–Tuve mis motivos –se defendió.


El no dijo nada. Paulaa pensó que, quizás, estaba esperando una explicación. Pero se dijo que no le debía explicaciones.


–Supongo que mi presencia te resultará molesta. Seguramente piensas que, habiendo sido el socio de Arnaldo, tendría que haberte dejado toda la propiedad a ti.


–Ni mucho menos –declaró él–. Me parece normal que te dejara una parte. A fin de cuentas, eras su familiar más directo… Aunque nadie lo creería, teniendo en cuenta tu comportamiento de estos últimos años.


Paula frunció el ceño.


–Eso es un golpe bajo.


Pedro se encogió de hombros.


–No es más que la verdad, chérie. ¿Cuándo lo viste por última vez?


–Hablaba con él todas las semanas, por teléfono.


–Hablar por teléfono no es lo mismo.


Ella suspiró.


–Seguramente sabes que Arnaldo y yo discutimos cuando me fui a Londres –dijo ella, sin querer añadir que habían discutido por él–. Al final, nos reconciliamos… pero admito que no venir a verlo fue un error por mi parte.


Paulaa tampoco quiso decir que la razón principal por la que no había vuelto era su miedo a encontrarse con él. Si se lo hubiera dicho, Pedro habría sabido que sus antiguos sentimientos no habían muerto; que su deseo había permanecido latente.


Un deseo que, en ese momento, se había despertado.


–Si hubiera sabido que se encontraba tan mal de salud, habría vuelto –continuó–. Pero no sabía nada. No me lo dijo.


–Por supuesto que no. Arnaldo era un hombre orgulloso. Pero, si te hubieras tomado la molestia de pasar a visitarlo de vez en cuando, lo habrías sabido.


Ella guardó silencio.


–Ni siquiera viniste cuando supiste que estaba enfermo –siguió él.


–No vine porque el mensaje me llegó después, cuando ya era demasiado tarde.


–Pero tampoco estuviste en su entierro.


–Tenía intención de asistir, pero estaba en Nueva York, de viaje de negocios.


–Qué inconveniente –ironizó él.


Paula respiró hondo.


–Bueno, ya ha quedado demostrado que soy una mala persona –dijo con frialdad–. Y como nadie puede cambiar el pasado, será mejor que lo olvidemos.


Él se encogió de hombros.


Ella pensó que era el hombre más irritante del mundo.


–¿Qué haces aquí, Pedro? ¿Qué quieres?


La quería a ella.


Pedro se dio cuenta en ese momento, y se quedó atónito. 


¿Cómo era posible? Paula lo había abandonado y, además, ya no era la dulce, tímida e insegura petite rose anglaise que había sido a los dieciocho años. Ahora era una mujer impecablemente arreglada y dura como el diamante bajo el traje que se había puesto. Y en sus labios no había nada dulce. Estaban tensos. Ya no le recordaban a las primeras rosas del verano.


Aquello era una locura. Se suponía que había ido a la casa para hablar con ella y convencerle de que le vendiera su parte de la propiedad, no para admirar su boca y recordar sus besos, sus caricias, el contacto de su piel cuando hacían el amor y el destello de sus ojos azules cuando estaba leyendo un libro y se daba cuenta de que él la miraba.


Tenía que hacer algo. No debía dejarse llevar por el deseo.


–¿Y bien? Estoy esperando una respuesta –dijo ella.


–No quería nada especial. Estaba dando un paseo por los viñedos y he llamado a Hortensia para saber si estabas aquí, sin más intención que saludarte y darte la bienvenida a Francia. Pero, ya que te pones así, hay un asunto que me preocupa.


–¿De qué se trata?


Pedro no había sido completamente sincero con Paula. Era cierto que solo pretendía saludarla, pero también que quería aprovechar la ocasión para observar sus reacciones y valorar su actitud sobre las tierras que había heredado.


–Hace años que no vienes a Francia –contestó–. Supongo que los viñedos no te interesan demasiado, así que estoy dispuesto a comprar tu parte de la propiedad. Habla con algún especialista y pídele una valoración. Aceptaré el precio que considere oportuno. Incluso estoy dispuesto a pagar sus honorarios.


–No.


Pedro arqueó una ceja. No esperaba una negativa tan tajante. Pero existía la posibilidad de que solo fuera una estrategia para aumentar el precio, así que preguntó:
–¿Cuánto dinero quieres?


–No te voy a vender mi parte.


Él frunció el ceño.


–¿Es que se la vas a vender a otra persona?


Pedro se empezó a preocupar de verdad.Paula no sabía nada de viñedos; era capaz de vendérselos a una persona que los descuidara demasiado o que utilizara pesticidas industriales y les hiciera perder el certificado de productos ecológicos.


–No se lo voy a vender a nadie. Arnaldo me dejó la casa y la mitad de los viñedos por una buena razón… Quería que me quedara aquí.


Él hizo un gesto de desdén.


–Creo que te estás dejando llevar por tu sentimiento de culpabilidad, Paula. Sabes que me deberías vender tu parte. Es lo más lógico.


Ella sacudió la cabeza.


–Me voy a quedar.


Pedro la miró con incredulidad.


–Pero si no sabes nada de viñas…


–Aprenderé. Y, entre tanto, dedicaré mis esfuerzos al marketing. A fin de cuentas, es lo que sé hacer.


Pedro se cruzó de brazos.


–No me importa lo que sepas hacer. No voy a permitir que juegues con mis viñedos. Te aburrirías enseguida y te marcharías al cabo de una semana.


–No me iré. Además, te recuerdo que también son míos –dijo ella con firmeza–. Arnaldo me dejó la mitad y me siento obligada a hacer lo que pueda con ellos.


Pedro clavó la mirada en los ojos de Paula y supo que estaba diciendo la verdad. Se iba a quedar porque se sentía en deuda con Arnaldo.


Sería mejor que le diera un poco de cuerda y que retomara el asunto al día siguiente


Con un poco de suerte, Paula lo consultaría con la almohada y entraría en razón.


–Muy bien, como quieras. –Pedro se levantó de la silla–. Supongo que Marcos te habrá dicho que mañana tenemos una reunión…


Ella parpadeó.


–¿Marcos? ¿Es que estás en contacto con el abogado de Arnaldo?


–También es mi abogado –dijo él, sin querer añadir que Marcos era amigo suyo–. Pero no te preocupes por eso. Te aseguro que no me ha dicho nada de ti. Es el hombre más profesional que conozco.


–Pues sí, ya sabía lo de la reunión. Es a la ocho en punto, ¿no?


Pedro asintió.


–Sí, aunque podríamos retrasarla un poco. Has hecho un viaje muy largo y sospecho que estarás cansada.


Ella entrecerró los ojos.


–¿Es que no me crees capaz de levantarme temprano?


–Yo no he dicho eso… Prefiero que retrasemos la reunión hasta las doce. En verano, no se puede estar en los viñedos a mediodía; por el calor –le explicó–. Trabajo en los campos a primera hora y, después, me encargo de los asuntos administrativos. ¿Qué te parece si quedamos al mediodía en mi despacho del château? Te invito a comer.


–De acuerdo. Como tú quieras.


Pedro dudó un momento. Había estado a punto de inclinarse sobre ella y darle un beso en la mejilla por ver si la desequilibraba un poco, pero se lo pensó mejor. Paula le gustaba demasiado. Si le daba un beso de despedida, era posible que le saliera el tiro por la culata. Así que se limitó a decir:
–A demain, mademoiselle Chaves.


Ella inclinó levemente la cabeza.


–A demain, monsieur Alfonso. Nos veremos al mediodía