viernes, 14 de julio de 2017

¿CUAL ES MI HIJA?: CAPITULO 15





Pedro se inclinó para cortar otro racimo de uvas. Era un día
soleado de principios de marzo. El cielo estaba de un azul brillante. Se había pasado la mayor parte del día en las viñas.


Algo hizo que Pedro levantara la cabeza, y entonces se dio cuenta de que Paula caminaba hacia él entre las filas de los viñedos con Buff correteando entre sus piernas. Pedro recordó la expresión del rostro de Paula cuando acostó a Mariana la noche anterior.


La niña se había acurrucado en su regazo, le acarició la mejilla y le pidió:
—¿Me lees un cuento, Pau?


Los ojos de Paula se habían llenado de lágrimas. De alegría por conocer a su nueva hija y de angustia por haber conocido la noticia de que Abril no era suya. Los últimos días habían sido muy duros para ella.


Aquella mañana se había puesto pantalones vaqueros y la
chaqueta verde que había llevado de Florida. La brisa le apartaba el cabello de la cara, y aunque el terreno era irregular y tuviera que vigilar cada paso que daba, a Pedro le maravillaba la gracia con la que caminaba.


—¿Ocurre algo? —preguntó incorporándose con las tijeras en las manos.


—Ha llamado Sherry —contestó Paula arreglándoselas para
componer una tenue sonrisa—. He intentado localizarte en el móvil pero lo tienes apagado.


—Lo he dejado cargando en la bodega. ¿Qué quería Sherry? ¿Ha cambiado de idea respecto a la boda?


—No —contestó ella acariciando la cabeza del perro—. Pero al parecer la amiga que les recomendó el viñedo es una periodista que quiere hacer un reportaje del lugar y de la celebración. No sabía que te parecería a ti.


Cuanto más pensaba Pedro en la boda más se preguntaba hasta qué punto valía la pena. Willow Creek se vería invadido por cocineros, floristas e invitados.


—Tal vez Sherry y Tom deberían casarse en secreto —sugirió con ironía.


—¿Eso fue lo que tú hiciste? —le preguntó Paula, que había
tenido una intuición.


—Fran y yo nos fugamos a Las Vegas —recordó Pedro, cuyos recuerdos matrimoniales, para su disgusto, estaban cada vez más borrosos—. Ninguno de los dos queríamos grandes fastos, así que tomamos un avión hacia Nevada. ¿Y tú? ¿Cómo fue tu boda?


Pedro quería animar a Paula a que hablara de su matrimonio, aunque no sabía muy bien la razón. Pero le parecía importante que ella le confiara todo lo que le había ocurrido.


Pensó que ella no iba a responder a su pregunta, pero finalmente le dijo:
—Nos casamos en el juzgado en presencia de unos cuantos
amigos. Luego nos fuimos todos a cenar. Sigues echando de menos a tu mujer, ¿verdad? —preguntó Paula desviando la conversación de nuevo hacia él.


Lo cierto era que la nostalgia había ido disminuyendo, sobre todo durante el último año. Pero eso se debía a todas las cosas que habían ocurrido, pensó Pedro: La muerte de su padre, el traslado con Mariana a Willow Creek y la enfermedad de la niña. Sin embargo, el amor de Fran y sus recuerdos seguían deslizándose como las aguas de un río en medio de todo aquello.


—Sí, la echo de menos. ¿Y tú? ¿Echas de menos a tu marido?


—Me acuerdo de él —se limitó a contestar Paula—. Será mejor que entre en casa para ayudar a tu madre con la comida.


—Te acompaño. ¿Crees que ella te va a dejar? —preguntó Pedro con una sonrisa tratando de suavizar la situación.


—Creo que permitirá que pele las patatas —bromeó Paula
avanzando hacia la casa—. ¿No es esa la camioneta de Stan?


Sin decirse nada ambos apretaron un poco el paso, temiendo secretamente que hubiera ocurrido algo.


Cuando entraron en la cocina encontraron a Eleanora sentada al lado de la mesa con una manta cubriéndole los hombros.


—¿Qué ocurre? —preguntó Pedro mirando alternativamente a su madre y a su tío.


Paula se quitó la chaqueta y la dejó en el respaldo de la silla. Se dio cuenta de que Eleanora tenía muy mal color.


—Tiene casi cuarenta de fiebre y le duele la garganta. Cuando se sintió mal me llamó —dijo Stan—. Las niñas están jugando en su cuarto.


—¿Por qué no nos has llamado a nosotros? —preguntó Paula—. Estábamos más cerca.


—No quería molestaros —respondió Eleanora encogiéndose de hombros y parpadeando como si aquel movimiento le hubiera dolido—. Si hubiera habido algún problema con las niñas sí lo habría hecho.


Una expresión extraña se dibujó en el rostro de Pedro y Paula se preguntó en qué estaría pensando.


—Tú eres igual de importante que las niñas —aseguró él con voz firme.


A Eleanora se le llenaron los ojos de lágrimas y Paula sospechó que había algo más que ella no consiguió captar.


Tras unos minutos de incómodo silencio, Stan se decidió a
hablar.


—Necesita estar en la cama. Siempre está pendiente de todo el mundo. Ahora necesita que la cuiden a ella.


—Tonterías —dijo Eleanora agarrando suavemente a Stan del brazo—. Mañana ya me encontraré mejor.


—Lo dudo —respondió Stan—. Pero te conozco mejor que nadie y sé que eres una cabezota. Ya que han llegado los refuerzos yo me marcho.


—Gracias —dijo Eleanora deteniéndolo cuando cruzaba hacia la puerta.


—No hay de qué —murmuró él saliendo a toda prisa en dirección al vestíbulo.


—Es un buen hombre —dijo Eleanora pensativa cuando hubo salido.


—En una cosa tiene razón —aseguró Pedro—. Tienes que meterte en la cama. Deja que te ayude a subir.


—Yo te llevaré una taza de té y un vaso de zumo —añadió
Paula—. La vitamina C te ayudará.


—Zumo de manzana, no de naranja —refunfuñó Eleanora—. La manzana no me dañará la garganta.


Paula sonrió con disimulo. Eleanora se saldría con la suya de una manera o de otra.


Pedro ayudó a su madre a subir al dormitorio sujetándola por el codo.


—Si quieres ir a ver cómo están las niñas, yo me quedaré a
ayudar a tu madre.


—Enseguida vuelvo —dijo él dedicándole a Eleanora una mirada de preocupación.


—No te preocupes, Pedro. Seguro que enseguida me recupero — aseguró su madre.


—Te traeré uno de los monitores a tu habitación. Y si necesitas cualquier cosa no tienes más que pedirla.


Cuando su hijo salió del dormitorio, Eleanora murmuró entre
dientes:
—Siempre se cree que tiene la razón. Pienso tenerlo apagado.


Pedro sólo quiere asegurarse de que estás bien —aseguró Paula.


Eleanora ladeó ligeramente la cabeza y la joven vio en sus ojos un dolor que no supo comprender.


—Ya tiene bastante con la bodega, con Mariana... y con Abril.


Paula no reaccionó ante aquella frase. Se limitó a apartar las
sábanas. Eleanora se arropó más en la manta y la otra mujer vio cómo se estremecía de frío.


—¿Quieres que te traiga el camisón?


—Está en el cajón de arriba de la cómoda —dijo Eleanora
apretando bien la manta.


—¿Quieres que me marche mientras te desvistes? —preguntó Paula tras sacar un camisón de franela azul.


—No hace falta —aseguró la mujer mirándola de reojo—. Cuando era socia del club de tenis me acostumbré a cambiarme en público.


—¿Juegas al tenis?


—Durante mucho tiempo sí, pero tuve que dejarlo hace unos
años. Tengo artritis en un hombro. Lo echo de menos.


—Lo comprendo. ¿Haces algo de ejercicio en su lugar?


—Sigo montando a Giselle —aseguró Eleanora refiriéndose a su yegua—. Tú montas bastante bien. Pedro se sube al caballo casi todas las mañanas. Podrías acompañarlo.


En cuestión de minutos, Eleanora se había quitado la manta, la ropa y se había puesto el camisón. Entonces se metió en la cama y se tapó bien.


—Pedro me contó que habías crecido en Vermont. Dicen que es muy bonito.


—Lo es. Pero este lugar también.


—¿Viven tus padres?


—Mi madre murió. Tras su fallecimiento tuve que vender mi casa de Vermont.


—¿Y tu padre?


—No sé donde está. Yo tenía una dirección suya y le escribí para que viniera a mi graduación. No vino, y todas las cartas que le escribí después me fueron devueltas.


—¿Tus padres estaban divorciados?


—Se separaron cuando yo tenía ocho años —respondió Paula asintiendo con la cabeza.


—El divorcio es algo que un niño nunca llega a superar —aseguró Eleanora—. Por eso yo nunca me lo planteé.


—A veces no queda más remedio —contestó la joven recordando lo que había ocurrido entre Eric y ella.


—¿Tenías problemas con tu marido? —preguntó Eleanora
mirándola fijamente desde el interior de la cama.


No tenía sentido decir una mentira.


—Sí —respondió Paula cambiando al instante de tema—.
¿Necesitas algo? ¿Quieres que te traiga alguna cosa?


Eleanora negó con la cabeza.


—Deja encendida la luz del pasillo. Estaré bien.


Pedro traerá el monitor enseguida —dijo la joven acercándose a la puerta.


Cuando Paula estaba cerrando, la otra mujer le preguntó:
—¿Tienes pensado quedarte en Pensilvania?


Aunque estaba convencida de que todavía no había tomado
ninguna decisión, se escuchó a sí misma decir:
—No puedo imaginar dejar a ninguna de mis hijas.


Y dicho aquello se dio la vuelta y salió al pasillo para no escuchar más preguntas.


Si se mudaba a Pensilvania, ¿se convertirían los Alfonso en su familia?


¿Y estaba ella interesada en que lo fueran?


Para disgusto de Eleanora, al día siguiente no había mejorado.


Cuando Paula le llevó la comida lo hizo acompañada de Abril y de Mariana. Pero Pedro le había prohibido a esta última entrar en el cuarto de su abuela. No quería que pillara un virus ahora que se estaba recuperando. Así que las dos niñas se quedaron en la puerta saludando con la mano y riéndose.


Pedro regresó a la casa a media tarde para ver cómo estaba su madre y se encontró a Paula con las niñas en el salón. Acababa de peinar a Mariana con trenzas.


—Papi, papi, tengo trenzas —dijo la niña con emoción cuando su padre entró en la estancia.


—Ya lo veo —respondió Pedro con una sonrisa ante de dirigirse a Paula—. Hace un día estupendo. Pensé que a las niñas les gustaría acercarse al establo.


—Yo quiero montar a Prancer —aseguró Abril metiéndose en la conversación.


Habían pasado tres semanas desde la operación de Mariana.


Unos días atrás el médico le había levantado las restricciones. Había superado con nota el último electrocardiograma que le habían hecho.


Pero Paula no sabía si Pedro la dejaría montar todavía. Y si Abril lo hacía...


—No sé, cariño —le dijo su madre—. A lo mejor puedes acariciarlo y ya está.


—Yo no quiero montar —dijo Mariana mirando a su padre con el ceño fruncido.


Paula sabía que la niña le tenía miedo a los caballos, incluido su propio pony.


—Puedes sentarte en Prancer mientras Mariana te mira —dijo Pedro tomando en brazos a Abril y alzándola hasta que la hizo reír.


—Yo no quiero montar a Prancer —repitió Mariana con
obstinación mientras negaba con la cabeza.


—Puedes acercarte tanto como quieras —la tranquilizó su padre— Llevaré unas cuantas zanahorias y podremos dárselas.


Paula había captado la expresión de los ojos de Pedro cuando agarró a Abril en brazos. Le había dado la sensación de que quería reclamarla como suya, aunque las niñas eran demasiado pequeñas para entenderlo.


Cuando se encaminaron todos hacia el establo, se dio cuenta de que Pedro observaba a Mariana.


—No le va a pasar nada —le tranquilizó Paula.


—He estado preocupado por ella desde que nació. Es difícil dejar de hacerlo.


Brillaba el sol y el aire olía a pino y a calidez. Cuando entraron en el establo, Paula tuvo la sensación de que Pedro formaba parte de todo aquello. Aquel día se había puesto una camiseta blanca. Tenía los brazos musculosos y su cuerpo presentaba un aspecto fuerte y saludable. Pedro pertenecía a aquel lugar, y ella no entendía por qué había tardado tanto tiempo en regresar.


Abril quería darle las zanahorias a los caballos, mientras que Mariana no quería saber nada de ellos. Pedro las partió por la mitad y levantó a Abril para que alimentara a la yegua de Eleanora. Mariana permaneció a su lado, alejada de las cuadras que daban al corral.


—Ahora quiero montar a Prancer —dijo Abril cuando se cansó de darle zanahorias a todos los caballos.


—De acuerdo —accedió Pedro dejándola en el suelo—. Voy a buscar una silla.


Prancer era un pony marrón con manchas negras. Tenía muy buen carácter y se quedó quieto mientras Pedro lo ensillaba. Abril no le tenía ningún miedo. Mientras Pedro lo preparaba, ella le acarició el hocico.


—Pony bonito —le susurró la niña.


Mariana observaba la escena con gran curiosidad. Pedro montó a Abril en la silla y le dio una vuelta por el establo.


—¡Mira, mami, mira! —gritó la niña soltando una carcajada.


—Ya veo.


Paula no quería que Mariana se sintiera fuera de lugar, así que la tomó en brazos y la sujetó mientras Buff olisqueaba la paja. Cuando Abril se cansó, Pedro guió al animal de vuelta a su cuadra.


—Quiero acariciarlo —susurró Mariana en la oreja de Paula.


—¿De verdad? —preguntó ella con sorpresa antes de caer en la cuenta de que la facilidad que tenía Abril con los animales le habría causado efecto.


Mariana asintió con la cabeza.


—¿Quieres que yo te lleve en brazos? —le preguntó mientras ambas se acercaban al pony.


Mariana negó con la cabeza y Paula la dejó en el suelo.


Con Abril en la silla y Pedro sujetándole la cabeza, el animal no se movió. Mariana se acercó a menos de un metro. Todos esperaron.


—Acaríciale el cuello —la animó Pedro.


Mariana alzó los dedos con timidez y lo rozó ligeramente. Soltó una risita y retiró la mano al instante.


—Adelante, cariño —la exhortó Paula—. Tócale también la nariz.


Con un poco más de seguridad esta vez, la niña deslizó la mano por el morro del animal, riéndose una vez más al comprobar lo suave que era.


Cuando Prancer sacudió la cola para sacudirse una mosca y alzó la cabeza, Mariana decidió que ya había tenido bastante.


—Ahora voy a jugar con Buff —dijo dando un paso atrás.


Unos minutos más tarde, las niñas estaban jugando al escondite por el establo seguidas del perro mientras Pedro desensillaba al pony.


—¿Puedo ayudarte en algo? —se ofreció ella.


—Esto sólo me llevará unos minutos.


Pero Paula no podía quedarse parada. Así que se colocó al otro lado de Prancer y comenzó a quitarle las riendas.


De pronto su mano chocó con la de Pedro y ambos se quedaron mirándose a los ojos durante un largo momento. 


Ella no supo qué decir ni cómo actuar.


—Abril y tú sois buenas para Mariana —dijo Pedro—. No se había acercado al pony desde que se lo regalé. Creo que Abril le va a enseñar a ser más atrevida.


—No sé si eso es algo positivo —le advirtió Paula.


—Mariana me ha contado que esta mañana has hecho bollos — dijo él soltando una carcajada—. Bollos con cara.


—Con ojos de fresa y nariz de plátano. Tu madre también estaba impresionada —bromeó Paula


—Mi madre no está acostumbrada a que cuiden de ella.
Normalmente no deja que nadie lo haga.


—Ahora no se encuentra bien y ha bajado un poco la guardia.


Paula miró por encima de su propio hombro y vio a Abril
escondida entre dos cuadras mientras Buff y Mariana trataban de encontrarla.


—¿Por qué te fuiste y tardaste tanto en regresar? —le preguntó a Pedro.


Sabía que era una pregunta personal y que tal vez él no quisiera contestarla.


Sin embargo, tras prestarle atención durante unos segundos a las crines blancas de Prancer, Pedro respondió secamente:
—No regresé por mi padre. Yo le idolatraba. Cuando era niño lo seguía a todos lados. Pensaba que era la personificación de lo que debía ser un hombre. Pero entonces descubrí que no era así. Tuvimos diferencias que no pudimos superar. No podía trabajar con él si no lo respetaba, y por eso mi vida tomó un rumbo diferente.


—¿Pero cuál fue la razón de...?


—Me gusta tan poco hablar de mi padre como a ti de tu
matrimonio. ¿O has cambiado en eso?


Ambos estaban conteniéndose.Pedro quería que ella confiara en él, pero Paula no podía. Y hasta que lo hiciera estaba claro que no pensaba abrirse a ella. Tal vez fuera mejor así.


—Ya veo que no —murmuró él entre dientes con resentimiento—. La periodista estará aquí dentro de quince minutos —dijo tras consultar el reloj—. Me ha llamado esta mañana. He recibido dos llamadas más para celebrar bodas aquí. Sherry y Tom deben haberle contado la noticia a todo el mundo.


—¿Y qué les has dicho a los que han llamado? —preguntó Paula.


—Les dije que ya les diría algo. ¿Te interesa?


Con unas cuantas bodas y un artículo en la revista que
probablemente traería más celebraciones, Paula sabía que allí había negocio. Era buena en lo suyo y correría la voz. 


Había llegado el momento de bajarse de la valla y decidir qué hacer con su nueva vida.


Una vida con dos hijas.


—¿Estás seguro de que quieres que Willow Creek se convierta en un local para bodas?


—Si eso supone que te quedes en Pensilvania, por mi perfecto.


—No puedo dejar ni a Abril ni a Mariana, así que mudarme a vivir aquí me parece la mejor solución. Pero tendré que viajar a Florida unas cuantas veces para dejar las cosas atadas allí. He hablado del asunto con Carla y ella lo comprende.


Pedro la miró fijamente durante unos segundos y luego asintió con la cabeza.


—Has tomado la decisión correcta, Paula.


Ella no estaba tan segura, pero lo que tenía claro era que entre las opciones no entraba dejar a ninguna de las dos niñas. Si tenía que considerar Pensilvania su nuevo hogar, así sería.


¿Y si tenía que compartir la paternidad con Pedro?


Entonces estaría muy atenta a cada paso que diera.