jueves, 6 de junio de 2019

MELTING DE ICE: CAPITULO FINAL






Paula no pudo más y, mientras visitaba el cementerio con su madre, arrodillada ante la tumba de su padre, sobre la hierba húmeda, se abrazó de la cintura y comenzó a llorar, dando rienda suelta a todo su dolor.


Su madre le pasó un par de pañuelos de papel y esperó respetuosa. Paula se limpió la cara y limpió, a continuación, la lápida.


—«Aquí yace Franco Chaves—leyó en voz alta—. Amado marido de Maria y padre de Paula».


Y continuó.


—«Aquí yace Beatriz Summers, amada hija de Javier y Paula Summers y nieta de Maria y del fallecido Franco Chaves».


Paula se había llevado las cenizas de su hija desde Londres con la idea de tenerla siempre a su lado, pero, cuando su padre había muerto, las había dejado con él para que se hicieran mutua compañía.


Paula se sentía terriblemente sola a pesar de que su madre la acompañaba en todo momento. 


El día anterior había recibido una maravillosa oferta de la televisión, pero había decidido que no quería volver a presentar.


En el terreno personal, no tenía las cosas tan claras. Suponía que lo que debería hacer sería encontrar un buen hombre y dedicarse a tener hijos, que era lo que más deseaba en el mundo. 


Por supuesto, no quería una relación basada en el deseo porque ya había tenido dos y ninguna había salido bien.


Aquel domingo Paula estaba ayudando a su madre a servir la comida en la Asociación de Sordos.


Mientras atendía una mesa, se abrió la puerta y todo el mundo se quedó mirando una figura enorme envuelta en un abrigo.


Pedro.


Estaba espantoso y Paula no pudo evitar preguntarse si no le habría ocurrido alguna desgracia.


—¿Podemos hablar? —le preguntó Pedro acercándose a ella.


Paula no contestó.


—En privado —insistió Pedro.


—No te preocupes, son sordos, no te oyen —le recordó Paula—. ¿Cómo sabías dónde estaba?


—Me lo ha dicho el chico de la gasolinera.


Paula miró por la ventana y vio que Pedro había ido en su coche privado, conduciendo él.


—¿Sabes que lo has estropeado todo? —le dijo Pedro de repente.


Paula lo miró a los ojos.


—Hasta que tú apareciste en mi vida, era un hombre feliz.


—Eso no es cierto.


Pedro suspiró.


—Está bien, tienes razón. Llevaba una vida cómoda y tranquila. El problema es que tú eres una mujer que está demasiado viva.


Paula sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas.


—No te puedes ni imaginar cuánto he echado esto de menos.


—¿Has echado de menos hacerme llorar?


—¡Claro que no! No me refería a eso…


Paula tragó saliva.


—He traído el buzón.


Paula lo miró sorprendida.


—¿En el coche? Pero si debe de pesar una tonelada.


—Efectivamente, así que será mejor que te pienses muy bien dónde quieres que lo ponga.


Paula sacudió la cabeza.


—No tengo dónde…


—En mi casa… queda bien… —dijo Pedro tragando saliva también.


Paula tomó aire y se dijo que no debía hacerse ilusiones.


—Será mejor que hables claro porque tengo muchas cosas que hacer —le dijo pensando en la cantidad de mesas que estaban esperando a que las atendiera.


Al girarse, comprendió por qué nadie estaba impaciente. Todos los miraban expectantes.


—¡Te quiero a ti! —exclamó Pedro—. Tú. Yo. Hijos. Vivir juntos.


Paula se quedó mirándolo con la boca abierta. Lo había dicho tan claro que, obviamente, todo el mundo se había enterado.


—Eso fue lo que dijiste que querías, ¿no?


Paula no se lo podía creer. Poco a poco, levantó la cabeza y lo miró a los ojos.


—¿El amor también entra en el trato?


—Por supuesto —contestó Pedro.


Paula se mordió el labio inferior para asegurarse de que no estaba soñando.


—¿Eres feliz amándome, Pedro?


Pedro tragó saliva.


—Cuando tuve frío, tú me calentaste —contestó—. Cuando me sentí vacío, tú me llenaste —añadió—. Cuando no era capaz de oír, tú me abriste los oídos.


Paula lo agarró de la mano, pensando que aquélla era la declaración de amor más romántica que le habían hecho en su vida. 


Intentó no llorar, pero no pudo evitarlo y le dio igual porque Pedro también tenía un sospechoso brillo en los ojos.


—Tú me mostraste lo que era el amor y ahora sé que lo quiero en mi vida —continuó Pedro tomándole el rostro entre las manos—. Te quiero, Paula—confesó inclinándose sobre ella y apoyando su frente en la de Paula.


Así estuvieron un rato. El silencio era completo.


—¿Se puede saber qué tengo que hacer para que me beses? —dijo Paula.


Pedro la agarró de la cintura. Nada más hacerlo, todo el mundo estalló en gritos, aplausos y risas y a Paula le pareció que su madre era la que más aplaudía, la que más gritaba y la que más se reía, pero no podía apartar los ojos de su amado.


—A menos que no quieras que te vean besando a una presentadora famosa, claro…


Pedro la apretó contra su cuerpo. El griterío que los envolvía subió todavía más de volumen. Pedro sacudió la cabeza y sonrió.


—Vamos a darles algo de lo que hablar —dijo besándola con aire triunfal





MELTING DE ICE: CAPITULO 25




Al día siguiente, Pedro vio un camión de mudanzas en casa de Paula, sacó los prismáticos para ver si la veía y comprobó que no había ido en persona a recoger sus cosas.


¡Qué horriblemente silencioso estaba todo! Tras poner un CD en la cadena de música a todo volumen, se sirvió una copa.


Al cabo de un par de días, se encontró recorriendo la casa vacía de Paula, maldiciéndola por haberse ido. Hacía apenas un mes que la conocía y no podía ni dormir ni concentrarse en el trabajo porque no la tenía a su lado.


No podía soportar dormir solo y lo peor era despertarse sin ella a su lado. No se afeitaba. 


Tenía un aspecto terrible. Intentaba prepararse algo de comer y siempre terminaba tomándose un sándwich de cualquier cosa.


Tras otra noche sin dormir, llamó a su secretaria y le dijo que contratara una máquina demoledora. No tenía todavía permiso legal para hacerlo, pero le daba igual.


Pedro se quedó mirando desde la ventana cómo la máquina tiraba la casa de Paula y sintió cómo su corazón se le hacía pedazos, como las paredes y el tejado de la casa.




MELTING DE ICE: CAPITULO 24




Pedro estuvo corriendo por la playa hasta que su rodilla lo obligó a sentarse sobre la arena mojada.


Hacía dos días que no sabía nada de Paula.


¿Tan mal se sentiría? Pedro se dijo por enésima vez que lo había hecho por su bien.


Dos días después, recibió una carta de los abogados de Paula en la que se le anunciaba que su cliente había aceptado la oferta que le había hecho para comprar su casa, pero quería diez mil dólares más.


Pedro llamó a los abogados y les preguntó dónde estaba Paula pues la había visto salir en un taxi una mañana y no había vuelto. Los abogados no quisieron decírselo, así que Pedro les dijo que, si no le decían a su cliente que lo llamara, no habría trato.


Y Paula llamó.


—Recuerdo que en una ocasión me dijiste que era una persona amable pero que debía de tener algo de sadomasoquista. Supongo que tienes razón porque estoy hablando contigo —le dijo sin ni siquiera darle los buenos días.


—¿Dónde estás?


—En casa de mi madre.


—La isla es lo suficientemente grande para los dos. No se por qué te ha entrado esta prisa de repente por vender tu casa.


—¿No lo sabes?


Por supuesto que lo sabía.


—No, no lo sé.


—¿Quieres que te lo diga?


No, no quería.


—Si tú quieres…


Paula tomó aire.


—No puedo seguir viviendo cerca de ti porque te quiero y sé que mi amor no es correspondido.


—¿Y por qué tiene que ser o todo o nada? —explotó Pedro—. ¿Por qué me presionas tanto?


Estaba furioso porque Paula se había ido, por haberle hecho daño, por haberla perdido y por tantas cosas.


—Yo nunca te he pedido que me lo dieras todo inmediatamente sino que me demostraras que estabas considerando darme algo algún día.


—¿A qué te refieres?


—Tú. Yo. Hijos. Vivir juntos.


Pedro no contestó.


—Bueno, mándame el contrato de compraventa a casa de mi madre —concluyó Paula dándole la dirección y colgando el teléfono.


—Yo también te quiero, Paula —dijo Pedro de repente—. No quiero perderte