viernes, 29 de junio de 2018

LA TENTACION: CAPITULO 15




Ya había amanecido y Pedro se había marchado cuando finalmente Paula abandonó todo intento de dormir. La noche anterior, después de haberse puesto la camiseta del departamento de policía y de haberse acostado en el sofá, había oído a Pedro en la ducha y después otra vez en su estudio.


Paula se levantó, se duchó y se puso ropa limpia, pero aun así se sentía entumecida, como si no hubiera dormido absolutamente nada. 


Estaba tensa.


Se dirigió a la cocina, donde encontró una nota de Pedro junto a una llave. Paula leyó su caligrafia angular:



¿Podrías regar las plantas de Alejandra? Aquí está la llave lo que, con vistas a la ley, posiblemente quieras usar esta vez.



Miró la nota y se dio cuenta de que no hacía ninguna referencia a la noche anterior. No era que hubiera esperado una carta de amor, pero ya que le había escrito algo, podía haberlo mencionado.


Paula dobló la nota en dos y la tiró a la basura. 


Después se guardó en el bolsillo la llave, que usaría después. Después de haber hecho buen uso del PDA de Roxana.


Estaba hambrienta, así que sacó algunas fresas de la nevera, las lavó y se las comió con gusto, dejando sólo los tallos verdes. Después fue al estudio de Pedro por un poco de papel y recogió su maletín. Tras pensárselo un instante, también agarró una toalla y su nueva ropa de playa. Si iba a ir a regar las plantas de Alejandra, tal vez pudiera también acercarse al lago Michigan.


Después de una rápida parada en la cafetería Village Grounds, llegó a la pequeña biblioteca. 


Al llegar vio un coche patrulla en el aparcamiento, junto al edificio de la escuela que había al lado, donde un grupo de niños jugaba al baloncesto. Pedro estaba en el borde del campo, bromeando con algunos jugadores.


Paula supo el momento exacto en el que él la vio. Su corazón empezó a latir rápidamente, pero consiguió aparcar su coche y entrar en el edificio.


Una vez dentro se presentó a la bibliotecaria y le ofreció su carné de conducir en lugar del carné de biblioteca. La sala de ordenadores estaba vacía, y Paula se sintió agradecida por ello. 


Entró en la página de Chaves-Pierce y sacó el PDA de Roxana de uno de los bolsillos del maletín.


Segundos después estaba metida de lleno en el correo de su compañera. Comenzó con los mensajes antiguos que Roxana no se había molestado en borrar del servidor. Al principio nada le pareció inusual, y empezó a preguntarse si todos los nervios y las sospechas serían infundados. Tal vez Roxana estuviera realmente de vacaciones...


Entonces leyó un correo que la sorprendió. El mensaje era sencillo, y se refería a una fecha límite. Pero estaba casi segura de que nunca habían hecho negocios con el cliente que se mencionaba. Chaves-Pierce era una empresa pequeña y elegante. Una firma que se especializaba en escondites tropicales que costaban millones de dólares no hacía negocios de gran volumen, y Paula reconocía la mayoría de los nombres de sus clientes.


Sacó el cuaderno que se había llevado de casa de Pedro y empezó a hacer una lista de nombres, fechas y cantidades. Había otros siete mensajes que se referían a tratos y clientes que ella no recordaba. Era posible que se olvidara de uno o dos, pero no de ocho. Pero lo que realmente le puso la piel de gallina fue un mensaje que confirmaba una «cita para entregar los documentos del préstamo», fijada el día anterior a la visita que habían hecho a Casa Pura Vida.


Paula no sólo no reconoció el nombre del remitente, sino que además Roxana y ella nunca tocaban los documentos de préstamos hipotecarios.


Aquello fue suficiente para convencer a Paula de que Roxana había implicado el negocio en el lío en el que estuviera metida. Paula apartó las notas que había tomado, se frotó el cuello para aliviar la tensión y volvió a concentrarse en la pantalla del ordenador. Tenía que volver a comprobar esos clientes misteriosos antes de pasarle sus nombres al detective privado.


Tampoco quería comenzar rumores pidiéndole a Susana que buscara a los clientes misteriosos. 


Paula sabía que las antenas de la oficina estarían funcionando a tope, ya que las dos propietarias nunca habían estado fuera a la vez. 


Así que sólo le quedaba una fuente de información: el ordenador.


Un año atrás Paula había mantenido una reunión con Roxana y el diseñador de software que habían contratado para que pusiera toda la información de la contabilidad de la empresa en una base de datos y así pudieran acceder a ella sus contables. Ya que todo aquello aburría a Paula mortalmente, sólo había prestado atención a una palabra de cada diez. Y ahora se recriminaba por ello.


El tiempo pasó y Paula siguió buscando. Justo cuando llegaba a los informes mensuales que buscaba, todas las madres de Sandy Bend parecieron ponerse de acuerdo en librarse un rato de sus hijos, porque de repente tropecientos mil niños entraron en la sala y se apiñaron en torno a los ordenadores.


Algunos se quedaron detrás de ella, enviándole ondas cerebrales para que se marchara. Paula salió de la página web, recogió su maletín y se fue. Necesitaba tiempo para asimilar lo que estaba ocurriendo, tiempo para combatir el estrés que amenazaba con atenazarle los nervios. Y tenía el lugar exacto para ello.


Quince minutos después estaba en la que había sido su casa durante la infancia, y tuvo que admitir que usar una llave para entrar era mucho más fácil que dejarse los codos y las rodillas en el intento, trepando a un árbol y arrastrándose por el tejado. Cerró la puerta principal y dejó el maletín y la ropa de playa en una mesita del salón.


Cuando hubo terminado de regar las plantas, se puso el bañador. Antes de irse, sacó del maletín la lista de los nombres que había elaborado, pensando en echarle otro vistazo. Sin embargo, antes incluso de haber empezado, un álbum de fotos de boda que había en una estantería le llamó la atención.


Bodas...


Sentía malas vibraciones siempre que aparecía el tema de las bodas, pero tomó el álbum y se sentó en el sofá. Pasó rápidamente las imágenes de Esteban y Alejandra en la playa, y después ojeó con más detenimiento las fotos de la celebración de la boda.


Paula había accedido a ser una de las damas de honor, a pesar de que con su horrible comportamiento durante todo el verano había hecho lo posible por arruinar el romance de Alejandra y Esteban. Lo que, por otra parte, había provocado que Pedro tuviera aquellas palabras con ella, que habían desembocado en un tórrido interludio.


El hecho de que Pedro estuviera involucrado en ello la humillaba aún más. Parecía que desde que él había estado en la escena del accidente de coche que le había destrozado la cadera y la pierna a Paula cuando tenía dieciséis años, también hubiera presenciado todos los malos acontecimientos de su vida.


La tarde del ensayo de la boda Paula había tenido intención de conducir desde su casa de Chicago a Sandy Bend, pero el pánico se había apoderado de ella. No podía enfrentarse a Pedro... no podía enfrentarse a Sandy Bend.


Había terminado en un bar de Rush Street, tomando cualquier mezcla de fruta y alcohol que le parecía interesante. Ya fuera por el alcohol o el azúcar, los detalles se volvieron borrosos. 


Hasta la pelea. Ya que no tenía ninguna escapatoria y que no parecía haber nadie interesado en rescatarla, Paula había usado lo único que tenía a mano, arrojando vasos al suelo y gritando a pleno pulmón, pidiendo ayuda.


¿Quién habría dicho que el dueño del bar se iba a tomar tan en serio los desperfectos, que ascenderían a unos doce dólares?


Paula había terminado en la cárcel. Cuando por fin se le permitió llamar a su padre y salir bajo fianza, era demasiado tarde para asistir a la boda de Alejandra y Esteban. Evidentemente, las consecuencias habían sido tremendas.


Semanas más tarde, su padre le había ofrecido una esperanza de redención familiar. Paula sentaría la cabeza con un hombre maduro, alguien que tuviera una buena influencia sobre ella y la ayudara a estabilizarse. El hombre que su padre proponía era Wiilson Evers, su mano derecha en el imperio Whitman.


Paula aceptó porque, durante años, había intentado complacer a su padre, en parte porque así seguía consiguiendo dinero pero, sobre todo, porque ansiaba contar con su aprobación.


Wilson era un hombre brillante y tenía un agudo sentido del humor, pero era veinte años mayor que Paula. Se había divorciado algunos años atrás, no tenía hijos y no salía con mujeres a menos que lo obligaran las circunstancias sociales. Posiblemente era la única persona que Paula consideraba que, personalmente, estaba más perdida que ella.


Habían pasado algo de tiempo juntos, evitando cualquier cosa más íntima que un sencillo beso en los labios, y habían fijado la fecha de la boda. 


Entre las fiestas que le daban sus amigos, las pruebas del vestido y las sesiones de belleza, se las había arreglado para distraerse del hecho de que se iba a casar con un hombre al que respetaba pero al que nunca podría amar.


Sin embargo, Wilson la había rescatado. Ella estaba en la iglesia, preparada para la ceremonia, cuando él le había pedido que hablaran un minuto a solas. La había llevado junto a una ventana que daba a uno de los patios del complejo, le había levantado la barbilla y había sacudido la cabeza.


—¿Cuándo dormiste por última vez? —le había preguntado.


—No estoy segura —había estado soñando muchísimo. La mayoría de los sueños habían sido explícitamente sexuales y en todos había aparecido Pedro.


—Puedes irte, ya lo sabes.


El pánico, o tal vez la emoción, se había apoderado de ella. Negó con la cabeza vehementemente.


—No podría. Nunca.


—Puedes, y probablemente deberías hacerlo. No voy a ser un marido en toda regla, ya lo sabes. Si te vas, mi reputación sobrevivirá. Pero la tuya, querida... —chasqueó la lengua y la besó en la mejilla.


Lo que los demás pudieran pensar de repente le pareció secundario. Por primera vez en meses Paula se sintió libre, y era una sensación vertiginosa y embriagadora.


—Esto es una locura. Todo el mundo ha venido a la boda. ¿Cómo puedo hacerlo?


—Dando primero un paso, y luego otro.


Ella había asentido con la cabeza.


—Un paso y después otro.


Y así lo había hecho.


Había escrito cartas a casi todos los miembros de su familia, disculpándose por su comportamiento lamentable a lo largo de los años. Algunos le habían contestado, otros no. Y todo lo que ella podía hacer era demostrar que podía arreglárselas sola, que no era una mantenida. Y la persona a quien más tenía que demostrárselo era ella misma.


Paula cerró el álbum de fotos de boda de Alejandra y Esteban y lo volvió a dejar donde lo había encontrado. Atravesó las cristaleras del salón y salió al porche. Si un baño en las frías aguas del lago Michigan no le hacía olvidar el pasado, nada lo haría.




LA TENTACION: CAPITULO 14




Después de cenar, Pedro, que se había mostrado agradecido por la comida pero distante, se retiró a su despacho. Paula se encerró en el pequeño baño y se puso su camisón nuevo. Un rápido vistazo al espejo le confirmó que no había nada extraño en ella. No tenía trozos verdes de cilantro entre los dientes ni manchas de chocolate alrededor de la boca.


Entonces, ¿por qué ese comportamiento tan extraño? Sabía que había atracción entre ellos, y ambos eran adultos.


Mientras se limpiaba los dientes y se preparaba para acostarse, se dijo que debería estar contenta por haber conseguido otra noche de alojamiento gracias a una cena decente. Había visto el cielo abierto aquella tarde, cuando la señora Hawkins había apuntado automáticamente el precio de su comida, una manzana y un yogurt, en la cuenta de su padre. 


Aprovechando la oportunidad, había regresado y había llenado un carro con productos que habrían tentado a un gourmet. La estrategia había funcionado. Pedro ni siquiera le había preguntado por qué seguía aún en Sandy Bend. 


Y la culpabilidad que sentía por haber hecho uso de la cuenta de su padre la aliviaría devolviéndoselo todo cuando tuviera acceso a su talonario.


Desafortunadamente, no estaba segura de poder repetir lo de la comida para disponer de una noche más, y lo necesitaba. Claudio, el detective privado, finalmente le había dejado un mensaje en el móvil, y no era bueno. No había señales de actividad en la casa de Roxana, ninguno de sus amigos había sabido nada de ella y su coche aún estaba en el aparcamiento del trabajo.


Paula puso su cepillo de dientes en el recipiente que había en la encimera del lavabo y sonrió ante ese pequeño acto de dominio. Mientras volvía al salón, no pudo evitar pensar en la leyenda de Sherezade, que iba ganando un día más de vida con cada cuento que le contaba al sultán cada noche. Tal vez ella no se jugara tanto, pero estaba empezando a sentirse como la protagonista de Las mil y una noches.


Nunca había negado su atracción sexual hacia Pedro, pero ahora que había madurado, había empezado a sospechar que había algo más que hormonas en juego. Tal vez algo tan frágil como el corazón, lo que había estado protegiendo durante años.


Apartando de su mente ese pensamiento por absurdo y peligroso, encendió la lámpara de mesa que había junto al sofá y se puso el maletín en el regazo. Empezó a rebuscar en él, ansiando tener orden en algún aspecto de su vida.


Ojeó los papeles que había metido en el bolsillo del medio hacía días y que había ignorado desde entonces, y encontró las notas que había hecho sobre Casa Pura Vida, un listado que no tenía intención de continuar en aquel momento. 


Habían salido demasiadas cosas malas de una casa que al principio le había parecido maravillosa. Bajo sus notas encontró el listado de otras ventas que había preparado para aquel día. Echó a un lado los papeles y metió la mano en el bolsillo frontal, buscando un sujetapapeles. 


En vez de eso encontró su PDA* y su estuche de acero inoxidable.


Paula frunció el ceño. El estuche tenía un arañazo nuevo, en diagonal.


—¿Cómo ha ocurrido esto? —murmuró.


Levantó la tapa del PDA y apretó el botón de encendido para asegurarse de que el daño había sido sólo superficial. La pantalla de presentación no mostraba la foto de un tipo musculoso y sin camiseta que ella había cargado para alegrarse un poco la vista.


—Qué extraño —dijo.


Y le pareció aún más extraño cuando entró en la agenda y comprobó que los datos no eran suyos. Al hacer un recorrido por la entradas de la A a la Z se dio cuenta de que, de alguna manera, había terminado llevándose el PDA de Roxana. Recordó lo enfadada que había estado al llegar a la oficina y al dejar allí todas las cosas de su compañera, y no le extrañó que se hubiera llevado el aparato equivocado por error.


Y ahora ese error podía ser una bendición.


Paula caminó en círculos por la habitación, dándole vueltas al PDA en las manos. Lo más ético sería dejar el PDA y no husmear más en él pero, dada su situación, decidió dejar la ética para más adelante.


Quince minutos después ya era una experta en los asuntos de Roxana. Sabía quién era su peluquero, su cirujano plástico y su ginecólogo. 


Había leído las puntuaciones que les había dado a sus últimos novios y sabía lo que le había comprado a su padre por el Día del Padre. Pero, lo más importante, estaba bastante segura de haber encontrado la contraseña de Roxana para entrar en la página de Chaves-Pierce. Tenía que ir a un ordenador y ver lo que encontraba. Y tenía que hacerlo ya.


Caminó descalza hacia el pasillo que llevaba al dormitorio de Pedro y a su despacho. Dio algunos pasos más y dejó escapar un gruñido de decepción. Pedro estaba sentado frente al ordenador.


—¿Quieres algo? —dijo él sin desviar la vista de la pantalla.


—No, nada. Sólo estaba paseando un poco.


—Ah, vale —contestó Pedro distraídamente.


Pero Paula estaba tan ansiosa por comprobar su descubrimiento que le picaban los dedos. 


Necesitaba un teclado. Se acercó a Pedro, intentando ver si lo que estaba haciendo le llevaría sólo unos minutos o iba para largo.


—Si estás aburrida, lee un libro —volvió a decir él sin mirarla—. Hay uno en el último cajón de la mesa.


—Gracias.


—Si estás esperando el ordenador, olvídalo. Tengo que terminar algunas cosas. Además, no me seduce la idea de que curiosees en mis archivos.


—Gracias por el voto de confianza.


Pedro chasqueó la lengua.


—Sólo estoy siendo realista.


Y ella también. Al día siguiente iría a la biblioteca y buscaría un ordenador que poder usar. Hasta entonces, sólo podía hacer tiempo.


Organizó y dobló sus nuevas prendas. Después les hizo algo de sitio, moviendo algunos trofeos polvorientos que Pedro tenía junto al equipo de música. Una figurita representando un jugador de fútbol cayó contra otra, y ella soltó una pequeña exclamación.


—¿Qué estás haciendo por ahí? —preguntó Pedro desde su estudio.


—Limpio un poco.


—¿Quieres decir que, además de una cocinera, has secuestrado a una asistenta?


—Muy gracioso —dijo Paula, aunque se alegraba de reconocer en su voz al antiguo Pedro que ella conocía.


Paula volvió a ordenar las estatuillas y, a las diez y media, ya había organizado sus cosas, había leído cincuenta páginas del libro que había mencionado Pedro y se había preparado el sofá para dormir. Justo cuando se disponía a acostarse, una música de guitarra eléctrica se escuchó por toda la casa. Y Paula supuso que Pedro estaría tan ansioso de diversión como ella. ¿Por qué, si no, iba a hacer aquello?


Se levantó del sofá y se dirigió al estudio. Pedro aún estaba sentado frente al ordenador.


—¿Ocurre algo? —preguntó al verla. Pero Paula detectó un brillo de diversión en sus ojos.


—Esperaba dormir algo esta noche.


—Lo siento. Estudio mejor con música cuando estoy algo cansado. Me ayuda a concentrarme.


Paula vio que en aquel momento Pedro se estaba concentrando en su escote. ¿Sería posible que el tejido del camisón que había comprado fuera más fino de lo que le había parecido en un principio? Luchó contra el impulso de mirar hacia abajo y comprobarlo.


—¿Estás estudiando? —preguntó mientras se acercaba.


—Estoy terminando el último año de Derecho.


—Es impresionante. No lo sabía.


Pedro sonrió ligeramente.


—¿Acaso deberías saberlo?


—Probablemente, no.


—¿Y no estudiarías mejor con música clásica?


—Ni de lejos.


Paula vio unos auriculares en una de las estanterías, sobre el ordenador. El hecho de meter su cuerpo entre Pedro y el pequeño espacio que había hasta los auriculares para agarrarlos la llevó a formular la siguiente pregunta.


—¿Y qué te parece si encuentro la manera de que los dos estemos a gusto con la música?


—¿Qué me ofreces?


—Esto.


Tomándose su tiempo para saborear el momento y disfrutar de la fragancia masculina de Pedro, Paula se inclinó hacia él y tomó los auriculares. Pedro la siguió con la mirada sin perder detalle, y ella no quiso pensar en lo que le harían sus caricias.


Él movió la silla hacia delante, de manera que sus rodillas se quedaron a sólo unos centímetros de donde Paula estaba. Ella sintió que el corazón le latía aceleradamente, y casi pudo jurar que también oyó el de Pedro.


Él alargó una mano y tocó la seda del camisón.


—Es bonito —le dijo—. Te queda bien el dorado.


Soltó la tela y recorrió con el índice la banda que había justo debajo del pecho. Sus ojos azules se oscurecieron. Paula sabía que Pedro quería más, y ella también.


Grandes riesgos... grandes recompensas.


Entonces él dejó caer la mano.


—Creo que ya he tentado la suerte lo suficiente. Tal vez quieras dar un paso atrás, princesa.


Dar un paso atrás era lo último que quería. Dejó los auriculares en su sitio y puso una mano en cada reposabrazos de la silla.


Él abrió las piernas y ella se metió en ese hueco, poniéndole las manos en los hombros. Él la agarró por las caderas, atrayéndola más hacia sí.


—¿Quieres saber por qué no puedo concentrarme? —preguntó Pedro.


—Creo que no.


Pero era mentira. Quería saberlo, especialmente si tenía que ver con que sus cuerpos se unieran.


Pedro le pasó suavemente los pulgares por las caderas.


—Siempre me has vuelto loco. ¿Lo sabías? Pensé que a lo largo de estos años lo habría superado, que podría estar cerca de ti sin...


En los negocios, aprovechar la oportunidad lo era todo, y Paula era buena en los negocios. Le atrapó la boca con la suya, acallando un gemido de sorpresa.


Sí, él también la volvía loca, y la hacía sentir viva. Y quería preocuparse sólo de ese momento, no del mañana. Sólo del ahora.


Paula suspiró de placer. ¡Ah, cómo recordaba su boca...! Pedro tenía el labio inferior grueso, perfecto para atraparlo entre sus dientes y acariciarlo con la boca.


Pedro la agarró por la cintura y la atrajo hacia él.


Ella apoyó una rodilla en el borde de la silla, inclinándose hacia Pedro y abriéndose a él. Sus lenguas se entrelazaron y el beso se prolongó. 


Paula sentía que su piel ganaba temperatura y supo que estaba húmeda, deseando más.


No había sentido ese tipo de calor en... tres años. Desde la última vez que él la había besado.


Pedro murmuró su nombre y deslizó una mano hasta su pecho. Sorprendida por la nueva sensación, Paula interrumpió el beso y se incorporó para mirarlo.


Sus miradas se encontraron y él deslizó los dedos por debajo de la seda del camisón, haciéndola temblar de excitación.


—Déjame acariciarte.


Ella dio su consentimiento bajándose el otro tirante del camisón. Pedro le cubrió un pecho con una mano caliente. Deslizó el pulgar sobre el pezón, y ella cerró los ojos e inclinó la cabeza hacia atrás mientras él jugueteaba suavemente con su pecho. Pero pronto apartó la mano.


—Necesito verte —a Paula no le dio tiempo a asentir ni a negarse. Pedro simplemente apartó la tela del camisón, dejándole los pechos al descubierto—. Eres preciosa.


Ella hundió las manos en su cabello y guió la boca de Pedro hacia sus pechos. Él dejó escapar un gemido de placer antes de deslizar la lengua por el pezón y de atraparlo con sus labios.


A Paula empezaron a fallarle las rodillas. Él debió de darse cuenta de que le faltaba equilibrio, porque le puso las manos en el trasero, sujetándola. Sus dedos se movieron con el mismo ritmo sensual con el que lo hacía su lengua.


Ella gimió y empujó las caderas hacia las manos de Pedro con un reflejo involuntario. El separó la boca de su pecho y dijo:
—Abre las piernas un poco más.


Ella le puso de nuevo las manos en los hombros y dudó, no porque no quisiera cooperar, sino porque estaba demasiado perdida en un tumulto de sensaciones como para obedecerlo inmediatamente.


—Vamos, princesa —la apremió.


Paula abrió un poco las piernas. A través del tejido de seda Pedro trazó un camino con un dedo entre sus nalgas y ella comenzó a respirar más rápidamente y a temblar.


—Más cerca —murmuró él, y Paula obedeció.


Le apretó los hombros con las manos mientras él la explora con suavidad. Increíblemente, después de tres caricias con sus dedos, ella estaba al borde del orgasmo.


Paula quería llamar su atención, decirle que fuera más despacio... o tal vez más deprisa. 


Pero lo único que pudo decir fue:
—¿Pedro?


—Shh... —contestó él, sin dejar de acariciarla.


Paula sintió que su cuerpo se tensaba y finalmente se dejó ir. Gritó su nombre y, mientras ella temblaba, Pedro apoyó la cabeza contra su estómago. Estaba diciendo algo, pero Paula no sabía qué. Las palabras no podían competir con la oleada de placer que aún hacía que su corazón latiera a toda velocidad.


Cuando la pasión empezó a desvanecerse, apareció la vergüenza. Ya era la segunda vez que Pedro conseguía llevarla a las cotas más altas del placer sólo con sus caricias, y a Paula no le gustaba qué decía aquello de ella, cómo podía perder el control con él.


Paula se incorporó, ajustándose el camisón.


—Yo... —se detuvo, dándose cuenta de que no sabía qué decir.


Pedro estaba reclinado en la silla, y su fuerte erección era evidente a través de los vaqueros. 


La miró intensamente.


—Ya te dije que tal vez tendrías que haber dado un paso atrás.


Esa vez, Paula escuchó.




*PDA, del inglés personal digital assistant, asistente digital personal, computadora de bolsillo, organizador personal o agenda electrónica de bolsillo, es una computadora de mano originalmente diseñada como agenda personal electrónica (para tener uso de calendario, lista de contactos, bloc de notas, recordatorios, dibujar, etc.) con un sistema de reconocimiento de escritura.