sábado, 13 de febrero de 2016

AMANTE. CAPITULO 17





Un par de días después, tras asistir a varias reuniones más, Pedro llamó por teléfono a Mike y le pidió que preparara el avión para volver a Christchurch aquella misma noche.


Sabía lo que Paula quería: un hombre que estuviera con ella todo el tiempo; un hombre que le diera la atención que nunca le habían dado sus padres. Pedro pensó que Paula no merecía que su familia la tratara de esa forma. Era una mujer maravillosa y, aunque no lo hubiera mencionado nunca, estaba seguro de que querría casarse y tener hijos.


Sin embargo, Pedro no buscaba ni lo uno ni lo otro. Así que, teniendo en cuenta que sus ideales no coincidían, sería mejor que se separaran cuanto antes. Además, sería lo más justo para ella. Si él desaparecía, podría buscar un hombre más adecuado a sus intereses. Pero no era capaz de poner fin a su relación. Añoraba su compañía.


Llegaron a Christchurch alrededor de las doce de la noche y, poco después, Paula se quedó dormida.


Él se inclinó y le dio un beso en los labios y en la frente. Un beso casto y cariñoso, lleno de ternura.


Ella susurró algo que él no entendió; pero supo que estaba contenta porque en sus labios se dibujó una sonrisa. A continuación, se apretó contra su cuerpo.


Pero tardó un buen rato en dormirse; porque, al pensar en el susurro que no había entendido, tuvo la seguridad de que Paula había pronunciado dos palabras que no quería oír. 


Dos palabras que había oído en boca de otras mujeres, aunque nunca las había creído. Al fin y al cabo, era consciente de que solo lo querían por su dinero y su fama. 


Pero Paula no era como ellas. Paula no se parecía a ninguna de las personas que habían pasado por su vida.


Y eso lo complicaba todo. No estaba preparado para que le dijera que lo amaba.



****


Paula se despertó y vio que Pedro estaba a su lado, profundamente dormido. Se incorporó un poco, lo admiró durante unos segundos y, entonces, recordó lo que le había dicho entre sueños la noche anterior.


Se levantó de la cama con cuidado, se metió en la ducha y cerró los ojos con fuerza en un intento por refrenar las lágrimas. Había cometido un grave error. Especialmente, porque también recordaba lo que había dicho Pedro tras su declaración de amor: nada en absoluto.


Cuando salió de la ducha, se vistió y preparó el desayuno. Pedro seguía dormido y, en el silencio posterior, Paula trazó un plan. Fingiría que no había dicho nada. Y si él lo había escuchado, diría que lo había soñado.


Solo entonces se acercó a la cama y le puso una mano en la pierna.


Pedro… ¿No tenías que ir a Wellington?


Pedro no se inmutó.


Ella descorrió las cortinas y lo volvió a sacudir con suavidad.


–Ah, hola, Paula…. –dijo él, abriendo los ojos–. Lo siento. Es que anoche tardé mucho en dormirme…


Paula alcanzó su bolso y se miró en el espejo. Cuando volvió a mirar a Pedro, vio que se había sentado en la cama y que se había tapado de cintura para abajo con la sábana, algo que no hacía nunca.


–Tengo que irme –dijo ella sin demasiada convicción.


Pedro no dijo nada. De hecho, ni siquiera la miró a los ojos.


–Bueno, ya sabes dónde está la salida –continuó Paula–. Será mejor que me vaya, o llegaré tarde al trabajo.


Pedro se quedó mirando el techo cuando Paula salió del dormitorio. No quería creer que lo que había oído la noche anterior fuera cierto. Quizás había sido un sueño. A fin de cuentas, estaba muy cansado. Y seguía muy cansado. De hecho, se sentía como si le hubieran pegado una paliza.


Se volvió a tumbar, cerró los ojos e intentó conciliar el sueño otra vez, pero no lo consiguió. Estaba demasiado tenso, y se conocía lo suficiente como para saber que esa tensión no se debía a que estuviera preocupado por lo que Paula le había dicho. ¿Qué le pasaba entonces?


Al sentir el aroma de Paula en las sábanas, tuvo una revelación. Ya lo sabía. No estaba así porque su declaración lo incomodara, sino porque quería oírla otra vez.


Pedro sintió pánico. Era la primera vez que deseaba el amor de una mujer. Y cuando pensó que no se podrían ver hasta que volviera de Wellington, se llevó un disgusto. Desde luego, la podía llamar por teléfono o enviarle un mensaje; pero necesitaba estar con ella, hablar con ella cara a cara.


Se levantó a toda prisa y tomó una decisión. Volvería de Wellington tan pronto como le fuera posible; la iría a buscar, la llevaría a algún sitio donde pudieran estar a solas y, entonces, solventarían aquella situación.



****


Paula no prestó atención al partido. Los Knights ganaron, pero eso era inevitable. Pedro estaba en el palco de honor, en compañía de Dion, Andres y los chicos del programa educativo


Mientras hablaba con otros invitados, Paula pensó que se había metido en un buen lío. Como en otras ocasiones, se había enamorado de un hombre que no quería lo mismo que ella.


Desgraciadamente, estaba segura de que Pedro no la quería. 


Su comportamiento de aquella mañana le había parecido de lo más explícito.


Desde luego, sabía que Pedro era mejor que el hombre casado con quien había estado saliendo la vez anterior. No engañaba a nadie. No hacía trampas en las relaciones. Pero también tenía sus defectos. A Paula le entristecía que fuera tan amable con los chicos de Andres y que, en cambio, fuera incapaz de preocuparse por su propio hermanastro. Por lo visto, no sabía perdonar.


Terminado el partido, los Knights bajaron al vestuario, se ducharon, se vistieron y se pusieron a charlar con los invitados y patrocinadores antes de dirigirse al club donde pensaban festejar su nueva victoria. Algunos de los jugadores estaban hablando con Andres y los chicos, pero Paula no estaba de humor para acercarse a ellos. 


Necesitaba un poco de aire fresco, así que dio media vuelta y salió al estadio, que para entonces ya estaba vacío.


Llevaba un par de minutos en la barandilla cuando oyó la voz de Pedro.


–¿Paula?


Paula lo miró a los ojos.


–Si tu hermanastro tuviera problemas como los de esos chicos, ¿lo ayudarías? – preguntó sin preámbulos.


Él frunció el ceño y se apoyó en la barandilla.


–¿Es que crees que tiene problemas?


–No lo sé, pero existe la posibilidad de que los tenga y de que su madre te haya escrito por eso.


Pedro suspiró.


–Paula… seguro que me ha escrito para pedirme dinero. Es increíble lo que la gente es capaz de pedir cuando sabe que eres rico.


–¿Y si estás equivocado? ¿No se te ha ocurrido pensar que tu hermanastro y ella se podrían encontrar en la misma situación que sufristeis tu madre y tú?


–Dudo que se puedan encontrar en la misma situación –declaró de forma brusca.


–Oh, Pedro. Ese chico ha perdido a su padre…


–Yo también lo perdí. Hace mucho tiempo.


Paula asintió.


–Sí, en efecto. Y puede que él necesite ayuda.


Pedro volvió a suspirar.


–Esto no tiene ni pies ni cabeza, Paula. Tú no puedes entender que…


–No, eres tú quien no entiende –lo interrumpió–. Quien nunca podrá entender.


–De qué estás hablando?


Ella respiró hondo y dijo:
–Tuve una aventura con un hombre casado. Fui su amante durante un año entero. E hice lo posible por romper su matrimonio.


Él se la quedó mirando con asombro.


–¿Qué has dicho?


–Lo que has oído. Estuve en el papel de Rebecca. Interferí en el matrimonio de otras personas y lo intenté romper –contestó–. Yo fui la seductora que tanto detestas en esa mujer. Fui de la clase de mujeres que odias.


Pedro se quedó en silencio. Pero sus ojos brillaron con tanta ira que a Paula se le partió el corazón.


–El hombre con el que salía no era ningún inocente. Yo no lo engañé; no le tendí ninguna trampa. De hecho, fue él quien me empezó a perseguir. Me aseguró que se había separado de su esposa, e incluso me enseñó la carta del divorcio… Pero era una falsificación.


Paula se detuvo un momento y siguió hablando.


–Él insistió e insistió y yo me sentí estúpidamente halagada por sus atenciones. Cuando consiguió lo que buscaba, se empezó a portar con más frialdad; pero yo estaba tan obsesionada con él que ni siquiera me di cuenta. Anhelaba su amor. Creía que me había enamorado y creía en todas sus promesas… Pero ya no soy la mujer que fui. No voy a cometer el error que cometí entonces. No puedo estar con un hombre que no me puede dar lo que necesito.


Pedro se quedó pálido.


–Pero yo no te estoy engañando, Paula…


–Es cierto, no me estás engañando con otra mujer; pero eso no cambia el hecho de que no estás dispuesto a mantener una relación seria con nadie. Solo quieres una relación sexual, una aventura pasajera.


–Tú dijiste que querías lo mismo –le recordó él.


–Lo sé, pero ya no es suficiente.


–Paula…


–Estoy segura de que algún día te enamorarás de una mujer y querrás de ella lo que no quieres de mí. Pero es obvio que yo no soy esa mujer, y que no lo seré nunca.


Paula se detuvo para tomar aire y porque tenía la esperanza de que Pedro la interrumpiera y dijera que estaba equivocada, que ella era esa mujer. Sin embargo, no habló. 


La miraba en silencio, boquiabierto.


–Lo siento, Pedro. Te deseo con toda mi alma, pero me niego a terminar en la misma situación que entonces. Merezco algo mejor.


–Paula, fuiste tú quien te empeñaste en que nuestra relación fuera puramente física –dijo él, intentando razonar con ella.


–¡Dije eso porque te deseo! –exclamó–. Pero, en el fondo, quería más. Y sé que tú no me lo puedes dar. Admítelo de una vez por todas.


Pedro guardó silencio de nuevo, y a ella le molestó profundamente. Necesitaba que dijera algo, que aclarara las cosas en un sentido u otro. Pero se mantenía al margen y la obligaba a tomar la iniciativa, a ser ella quien diera el golpe de gracia.


–Además, ahora ya sabes que no puedes confiar en mí. Tú desprecias a las mujeres que mantienen relaciones con hombres casados –dijo con amargura–. Dudarías de mi lealtad. Pensarías que te iba a traicionar en cualquier momento.


Él palideció un poco más.


–Odias la infidelidad, Pedro. Y estás delante de la reina de la infidelidad –continuó–. Un hombre tan virtuoso como tú sería incapaz de estar con una mujer como yo. A fin de cuentas, no soy más que una seductora. Y las seductoras tenemos la culpa de todo, ¿verdad? Pero déjame que te diga una cosa: tú tampoco eres perfecto.


Paula respiró hondo y siguió con su declaración.


–Crees que te has portado bien porque no me has engañado; pero en el fondo sabías que buscamos cosas distintas y, a pesar de ello, te has estado acostando conmigo. Además, tus discursos sobre la independencia no son más que una excusa para justificar tu egoísmo y tu incapacidad para amar. Eres tan obtuso que ni siquiera te preocupas por tu propio hermanastro. Pero ya no quiero saber nada de ti. Tú y yo hemos terminado.


Él se quedó inmóvil como una estatua.


Con lágrimas en los ojos, ella dio media vuelta y se alejó a toda prisa, como si la persiguiera el mismísimo diablo.


Por fin lo había hecho. Había roto la relación. Y la había roto de la mejor manera posible, con la verdad.





AMANTE. CAPITULO 16





Paula se fijó en que se dirigían otra vez al aeropuerto y se quedó completamente perpleja cuando llegaron y se detuvieron delante de un helicóptero.


–¿Quieres que volemos otra vez?


–Sí, pero no te preocupes –respondió con una sonrisa–. Te prometo que el piloto del helicóptero también es un profesional.


–¿Y adónde me llevas?


–A la playa.


Al cabo de veinticinco minutos, el helicóptero los dejó en un pasaje de la costa norte de Auckland, absolutamente paradisíaco. Y dos minutos más tarde, se habían quitado el calzado y estaban chapoteando en las olas.


–Gracias por haberme acompañado. Y siento haber estado tan aburrido… Fui sincero al decir que no quería venir a Auckland. Prefiero dirigir mis negocios desde Christchurch, pero ayer surgió un problema y las cosas se complicaron… Por eso llegué tan tarde a tu casa –dijo él–. Por lo menos, ya estamos juntos otra vez. Ardía en deseos de quedarme a solas contigo.


–Entonces, ¿podemos hacer esto más veces? –preguntó con inseguridad.


Él rio.


–Hay una parte de mí que no querría hacer otra cosa –le confesó–. Te quería traer a esta playa, aunque esta mañana, cuando estaba en la reunión, se me ocurrió que me podías ser de ayuda en la comida de negocios. Y me has ayudado mucho, la verdad. Me consta que se han divertido contigo.


Ella se sintió halagada, pero preguntó:
–¿Por qué estabas tan preocupado por esa reunión? Se nota que los tienes comiendo de tu mano.


Pedro volvió a reír.


–No, qué va. Solo les interesa mi dinero.


Ella sacudió la cabeza.


–No, no se trata solo de dinero. Los he estado observando, y sé que los has impresionado con tus ideas.


–Me alegra que lo creas así.


–Entonces, ¿dónde está el problema?


Pedro suspiró.


–A decir verdad, la reunión no era lo que me preocupaba. Mi ansiedad se debía a la ciudad, a Auckland. Ten en cuenta que crecí aquí.


Ella se quedó sorprendida. Siempre había pensado que era de Christchurch.


–¿En serio?


–Sí. Y, aunque parezca patético, me mantenía lejos de Auckland porque la tenía asociada a un montón de recuerdos desagradables. Empezando por mi padre.


–Pero yo pensaba que tu padre…


–¿Estaba muerto? –la interrumpió–. Sí, ahora sí. Falleció hace un año.


–Lo siento mucho.


Pedro se encogió de hombros y dijo con amargura:
–Mi padre era un canalla.


Paula se dio cuenta de que Pedro necesitaba hablar, así que guardó silencio.


–Nos dejó a mi madre y a mí cuando yo tenía catorce años. Aunque eso no fue tan malo como los meses anteriores a su divorcio.


–¿Por qué?


–Porque estaba con otra mujer. Una jovencita manipuladora que estaba más cerca de mi edad que de la suya. Se quedó embarazada.


–¿Y tuvo el hijo?


–Esa es la cuestión. Al cabo de poco tiempo, mi padre volvió con mi madre y le prometió que su aventura había terminado y que se iba a quedar con ella. Y cumplió su palabra. De hecho, se comportaba mejor que nunca. Era más cariñoso, más atento, más trabajador. Pero, seis meses más tarde, nos dijo que su amante estaba esperando un niño y que se marchaba con ella. Fue peor que la primera vez.


–Oh, Pedro


–Aquello destrozó a mi madre. Se quedó completamente hundida –dijo, sacudiendo la cabeza–. Pero me tenía a mí, así que sacó fuerzas de flaqueza y siguió adelante.


–¿Crees que esa mujer se quedó embarazada a propósito?


–Por supuesto que sí –afirmó–. Y para mi madre, fue la gota que colmó el vaso. Quería tener más hijos, pero no podía.


–¿Y qué pasó después?


–Que tuvieron el niño y se casaron. Más tarde, se mudaron a Auckland y, por si fuera poco, se quedaron a vivir en la casa que hasta entonces había sido de mi madre.


A Paula se le encogió el corazón.


–Entonces, tienes un hermanastro…


–En efecto.


–¿Y cuántos años tiene?


–No estoy seguro. Supongo que estará en la pubertad.


–¿Es que no lo has visto nunca? –preguntó con sorpresa.


–Lo vi un par de veces cuando él era un niño. Y también el año pasado, en el entierro de mi padre –respondió–. Pero no nos dirigimos la palabra.


–¿No lo quieres conocer?


–¿Para qué?


–Bueno, es tu hermanastro.


–Él no es nada para mí. No hemos tenido el menor contacto. Y, desde luego, no quiero saber nada de su madre, Rebecca Alfonso.


Rebecca Alfonso. De repente, la historia se volvió más real y más triste para Paula, como si la mención de un simple nombre le diera más sentido.


–Ah, es la persona que te escribió la carta del otro día, la que dejaste con los periódicos. Vi el apellido en el sobre y me pareció curioso que tuviera el mismo apellido
que tú.


–Sí, me temo que adoptó el apellido de mi padre cuando se casó con él.


–¿Por qué te escribió?


–Supongo que por lo de siempre. Para pedirme dinero.


–Pero no puedes estar seguro… A fin de cuentas, no abriste la carta.


–No, ¿para qué?


–¿No sientes ni un poco de curiosidad?


Pedro sacudió la cabeza.


–No.


Por la cara de Pedro, Paula supo que no conseguiría nada si le decía que leyera la carta. Estaba demasiado herido como para interesarse por ello. Pero, por otra parte, existía la posibilidad de que Rebecca Alfonso no hubiera escrito para pedirle dinero, sino por algún problema grave. De hecho, le pareció extraño que se pusiera en contacto con él sin una buena razón.


–Puede que te estés equivocando, Pedro –se atrevió a decir–. Puede que no sea tan mala como piensas.


–¿La estás defendiendo? –preguntó con asombro.


–No la estoy defendiendo; pero, en cuestión de relaciones amorosas, la culpa no suele ser de una sola persona, tiende a estar bastante repartida –contestó.


–Sí, eso es verdad. Pero recuerda que se quedó embarazada a propósito, para atrapar a mi padre –declaró, enfadado–. Sin embargo, no espero que lo entiendas. Tus padres siguen juntos. No sabes lo que se siente al crecer en circunstancias como esas.


Paula sintió pánico de repente. Durante unos momentos, había coqueteado con la posibilidad de que su relación con Pedro se convirtiera en algo más que una simple aventura. Pero hablaba tan mal de la amante de su padre que se preguntó qué pasaría cuando supiera que ella también había salido con un hombre casado, que también había contribuido a la ruptura de un matrimonio, que era como Rebecca Alfonso.


Desgraciadamente, tendría que decírselo en algún momento. 


Y, por su actitud, supuso que ese momento sería el último de su relación.




AMANTE. CAPITULO 15




Pedro estaba tan agotado como estresado, pero no podía dormir. Había llegado tarde a su cita con Paula. ¿Y qué? No era la mayor tragedia del mundo. Y le parecía increíble que le hubiera prohibido que le llevara flores.


Empezaba a estar cansado de su exceso de dramatismo. 


Incluso se alegró de tener que volar a la mañana siguiente, porque pensó que le vendría bien. Necesitaba un poco de espacio. Se habían estado viendo con demasiada frecuencia. De hecho, se veían tanto que intentó convencerse de que se empezaba a aburrir.


Pero no era verdad.


Se acercó a la ventana y miró la calle. ¿Dónde habría ido? ¿Con quién habría salido? Sospechaba que no tenía muchos amigos, lo cual era bastante extraño. La gente le gustaba tanto que era feliz cuando el estadio estaba a rebosar. Pero vivía sola. Y parecía decidida a no tener ninguna relación seria con nadie.


Pedro se maldijo para sus adentros. En realidad, le desagradaba la idea de tener que viajar al día siguiente. 


Hacía lo posible por no volver a Auckland y, en parte por eso, se había concentrado en sus operaciones de Christchurch y Wellington. Pero, una vez más, se dijo que era lo mejor. Necesitaba poner tierra de por medio.


Pero entonces, tuvo una idea.


Le pediría que lo acompañara a Auckland, lejos de la presión del trabajo.


Ahora solo faltaba que estuviera de acuerdo.



*****


Paula se sobresaltó cuando alguien llamó a la puerta a primera hora de la mañana. Y se llevó tal alegría al ver a Pedro que toda su tristeza de la noche anterior se disipó al instante.


Pedro… ¿Qué haces aquí?


–Quiero que vengas conmigo.


Ella frunció el ceño.


–¿Ir contigo? Lo siento, pero pensaba ir de compras.


–Puedes ir de compras en cualquier otro momento. Venga, no te hagas de rogar. Ven conmigo, por favor…


Paula se habría resistido, pero no pudo. Lo deseaba tanto como él a ella.


–Está bien, pero necesitaré unos minutos.


Pedro entró en la casa y miró su cabello revuelto.


–¿Qué tal anoche? ¿Te acostaste tarde?


Ella asintió. Se había leído la novela de un tirón, y al final se había acostado a las cuatro de la madrugada.


Quince minutos más tarde, salieron del edificio y subieron al coche. Paula ni siquiera se fijó en el trayecto, porque solo tenía ojos para él. Pero su curiosidad se despertó cuando vio que tomaban una de las incorporaciones del aeropuerto.


–¿Adónde vamos?


–A hacer un pequeño viaje.


Pedro dejó el coche en el aparcamiento de la terminal de vuelos privados. Luego bajaron del vehículo y la llevó hacia la pista.


Cuando Paula vio el reactor que estaba esperando, dijo:
–No pretenderás que suba a eso, ¿verdad?


–¿Por qué no? ¿Te dan miedo los aviones?


–No, los aviones no me dan miedo, pero ese aparato es demasiado pequeño. Francamente, prefiero los vuelos comerciales… No me voy a meter en una especie de ataúd con alas –contestó.


Él rio, pero no se detuvo.


–Por Dios, Paula, es un reactor. Cualquiera diría que nos vamos a lanzar en parapente sobre unas montañas…


–No me voy a subir –insistió–. Sobre todo, si tú eres el piloto.


–¿Es que no confías en mí?


–Por supuesto que no. Tú te dedicas a comprar y vender edificios. Si sabes pilotar, no serás más que un piloto aficionado con más arrogancia que sentido común.


–Entonces, ¿te niegas de verdad? Vaya, eres especialista en negativas.


Ella lo miró con cara de pocos amigos, pero él sonrió y la tensión desapareció de inmediato. Entonces, él se apartó y se giró hacia un hombre que se les había acercado sin que Paula se diera cuenta.


–Paula, te presento a Mike.


Paula parpadeó con desconcierto y estrechó la mano al desconocido.


–Mike es piloto profesional –explicó Pedro–. No sé de dónde te has sacado que yo tenía intención de pilotar, pero no te preocupes, el avión es cosa suya.


–Ah…


Mike sonrió y dijo:
–Estoy haciendo las últimas comprobaciones. Podemos despegar en cinco minutos, si os parece bien.


–Nos parece perfecto –dijo Pedro, que se giró hacia Paula–. ¿Necesitas ir al cuarto de baño? Hay uno en el hangar.


–No, gracias.


Paula miró al piloto, que ya se había alejado, y entrecerró los ojos.


–¿Qué ocurre? –preguntó Pedro.


–Que no lleva uniforme.


Pedro rompió a reír.


–No soy de los que exigen a sus empleados que se pongan uniforme –declaró–. Ya no estamos en el colegio.


–Pero es tu piloto personal…


–Y pilota mi avión privado, sí.


–Pues si tenías intención de impresionarme, no lo vas a conseguir. Te recuerdo que trabajo con un montón de niños ricos y mimados.


Él se encogió de hombros.


–Lo sé.


Paula sonrió.


–Bueno, aún no has contestado a mi pregunta. ¿Adónde vamos?


–A Auckland.


Ella arrugó la nariz.


Pedro, hay un montón de vuelos comerciales que hacen el trayecto de Auckland. ¿No estaríamos mejor en uno de ellos?


–Me temo que tendrás que conformarte con mi reactor. 


Habría reservado billetes en un vuelo comercial, pero no tenían.


Paula arqueó una ceja con incredulidad.


–Además, ¿qué sería de Mike si no volara con él? –continuó Pedro–. Se quedaría sin trabajo.


–Si me das explicaciones porque te sientes culpable, olvídalo. No las necesito.


–Yo no me siento culpable –dijo él con humor–. Duermo a pierna suelta.


–¿Ah, sí?


–Bueno, anoche no dormí muy bien.


Paula se preguntó por qué. ¿Sería posible que la hubiera echado de menos?


–Es que no me apetecía volar a Auckland –continuó.


–¿Y tanto te disgustaba que no pudiste dormir?


Pedro no respondió a la pregunta. Se limitó a sonreír y a llevarla al interior del aparato. En la zona de los pasajeros solo había cuatro sillones y una mesita.


Cuando ya se habían sentado, él dejó su bolsa en el suelo y sacó el ordenador portátil que contenía.


–Discúlpame un momento. Tengo que preparar un par de cosas.


–¿Es un viaje de trabajo?


–Sí, debo asistir a una reunión importante –contestó–. Y me queda mucho por hacer…


La distracción de Pedro aumentó cuando llegaron a Auckland y subieron a un taxi. Estuvo hablando por teléfono durante casi todo el trayecto.


Por fin, el coche se detuvo delante de un hotel.


–Me voy directamente a la reunión –le informó Pedro–. En principio, no debería tardar más de una hora. Pero has dicho que querías ir de compras, ¿no? Nos encontraremos aquí y nos iremos a comer.


Paula se fue de compras y volvió al hotel una hora más tarde. Al entrar en el vestíbulo, descubrió que Pedro estaba con varios hombres. Tras las presentaciones oportunas, Paula se dio cuenta de que los hombres tenían intención de comer con él y dijo:
–Si quieres, nos podemos ver más tarde.


Pedro sacudió la cabeza.


–No, quédate y come con nosotros.


Ella adoptó la mejor y más profesional de sus sonrisas y se puso a charlar con los compañeros de Pedro. En cuanto supieron que trabajaba para los Silver Knights, la acribillaron a preguntas, pero no le sorprendió. Sabía que a los hombres de negocios les encantaban las historias del equipo de rugby.


Media hora después, dejaron las anécdotas deportivas. Pedro empezó a hablar de los planes que tenía para un edificio nuevo que pensaba construir. Paula supuso que ya lo habrían tratado en la reunión de la mañana, pero los hombres lo escucharon con sumo interés, como si no supieran nada en absoluto. Era tan carismático y tenía tanta energía que todo el mundo lo escuchaba con atención.


Tras la comida, Pedro dijo que tenían que discutir algunos asuntos de negocios y le pidió a Paula que lo esperara en la suite que había reservado, con la promesa de que subiría enseguida. Paula siguió a uno de los botones hasta la suite, echó un vistazo al lugar e intentó leer una de las revistas que estaban en la mesa del salón. Pero estaba demasiado enfadada. Le parecía increíble que la hubiera llevado a Auckland para dejarla sola.


Minutos más tarde, Pedro entró a toda prisa y se quitó la corbata.


–Lo siento. Espero que no te hayas aburrido mucho durante la comida.


La disculpa de Pedro no sirvió para que el humor de Paula mejorara, pero después pensó que iban a hacer el amor y se animó al instante. Sin embargo, se llevó una sorpresa. Pedro solo se había quitado la corbata. No parecía tener intención de quitarse la ropa y, además, había dejado la puerta abierta.


–Venga, sígueme –dijo–. Necesito un poco de aire fresco.


Paula se quedó asombrada. Había visto la enorme cama del dormitorio y le parecía terrible que la desaprovecharan; pero, a pesar de ello, lo siguió hasta el vestíbulo y subió con él a uno de los taxis que estaban en el vado del hotel.


–¿Adónde vamos?


–A un lugar más divertido que este.