domingo, 20 de noviembre de 2016

UNA NOCHE...NUEVE MESES DESPUES: CAPITULO 8




!Thee mou, haga algo! —Pedro fulminó al médico con la mirada. El hombre, de más de setenta años, parecía tener sólo dos velocidades: lenta y parada—. ¡Se ha dado un golpe en la cabeza!


—¿Quedó inconsciente después de darse el golpe?


Impaciente, Pedro recordó el horrible momento en el que la cabeza de Paula chocó contra el suelo de mármol.


—No, creo que no… porque me dijo un par de cosas cuando estaba en el suelo.


—¿Qué te dijo?


—Eso no importa. El caso es que la tomé en brazos para traerla al dormitorio y está inconsciente desde entonces.


El médico tocó un chichón en la frente de Paula.


—¿Por qué se cayó?


—Resbaló en el suelo de mármol cuando salía corriendo.


—¿Y por qué salía corriendo?


—Estaba disgustada —Pedro apretó los dientes, preguntándose por qué tenía que darle explicaciones a un médico tan anciano que seguramente había conocido a Hipócrates en persona.


¿Por qué estaba disgustada?


Porque habíamos discutido.


Nada sorprendido por tal confesión, el médico sacó un frasco de pastillas del maletín.


—Veo que no ha cambiado nada. Me llamaron para que atendiese a Paula el día de su boda… la boda que no tuvo lugar.


Ah, de modo que, aunque lento, tenía buena memoria, pensó Pedro.


—¿Paula necesitó un médico ese día?


Estaba muy angustiada y los periodistas no la dejaban en paz.


Sintiendo como si le hubieran dado un puñetazo, Pedro frunció el ceño.


—No debería haberles hecho caso.


Dejarla a merced de la prensa fue como dejarla a merced de los tiburones.


—Sí, bueno, puede que no lidiase con el asunto como debería…


—No lidiaste con el asunto en absoluto. Pero eso no me sorprende, lo que me sorprende es que le pidieras que se casara contigo —el médico cerró el maletín—. Recuerdo que venías aquí a ver a tu abuela cuando eras niño. Recuerdo un verano en particular, cuando tenías seis años. No hablaste
durante un mes. Habías sufrido un trauma terrible…


—Gracias por venir —lo interrumpió Pedro. El hombre lo miró, pensativo.


—A veces, cuando una situación afecta profundamente a alguien, examinar los hechos y lidiar con los miedos de forma racional ayuda mucho.


—¿Está sugiriendo que soy irracional?


Creo que eres la desgraciada víctima del desastroso matrimonio de tus padres.


Pedro se dirigió a la puerta de la habitación.


—Gracias por el consejo —le dijo, intentando controlar su rabia—. Pero lo que necesito saber es cuánto tiempo estará Paula inconsciente.


—No está inconsciente —contestó el médico, tomando el maletín para dirigirse a la puerta—. Está tumbada con los ojos cerrados. Sospecho que no quiere hablar contigo. Y, francamente, no me extraña.




UNA NOCHE...NUEVE MESES DESPUES: CAPITULO 7





Un error, un error, un error.


Paula iba rígida en el asiento de la limusina, mirando hacia delante mientras atravesaban la isla de Corfú, bajando por una carretera estrecha rodeada de olivos. Frente a ella, el maravilloso mar azul turquesa y la arena de color dorado, pero Paula estaba demasiado estresada como para disfrutar
del paisaje.


Cuatro años antes se había enamorado de aquel sitio. De sus olores, de sus sonidos, de los brillantes colores de Grecia. Y luego se había enamorado de Pedro.


Si hubiera llegado allí en circunstancias diferentes habría sido emocionante, maravilloso. En lugar de eso, apenas podía respirar. Lo único que sentía era miedo y ansiedad ante la idea de ver a Pedro otra vez.


No se habían visto desde aquel día en la cocina. Ni siquiera sabía por qué había ido a Corfú.


¿Por qué le había pedido que llevara el anillo en persona? 


¿Qué tenía en mente?


Paula se debatía entre el optimismo y la más profunda desesperación.


Según Pedro, le había hecho un favor no casándose con ella. Le había dado vueltas y vueltas en su cabeza durante esas semanas…


¿Qué había querido decir con eso, que entonces era demasiado joven o algo así? Paula se mordió los labios mientras miraba por la ventanilla. Con diecinueve años, una persona era demasiado joven para casarse. Tal vez había pensado que era demasiado ingenua o que no sabía bien lo que quería.


Lo único que sabía con toda seguridad era que no tenía ni idea de lo que pasaba por la mente de Pedro y necesitaba saberlo. Necesitaba saber qué futuro había para ella y para su hijo.


Poniendo una mano sobre su abdomen, Paula se hizo a sí misma una promesa.


Pasara lo que pasara, no haría lo que su madre había hecho. No iba a aferrarse a una relación que no funcionaba.


Ella sabía lo que era tener unos padres que nunca deberían haberse casado.


Cuando el coche atravesó la impresionante verja de hierro forjado sintió que se le encogía el estómago. Ni siquiera la novedad de tener un jet privado para ella sola había logrado contener su aprensión. No sabía lo que esperaba Pedro de esa reunión, pero con toda seguridad no esperaría saber que iba a ser padre.


Tal vez se alegraría, pensó. Al fin y al cabo era griego y los griegos querían mucho a los niños.


Al contrario que los ingleses, que solían tratar la llegada de un niño con mucho menos entusiasmo, en los restaurantes griegos se mostraban encantados cuando llegaba una familia y sonreían con indulgencia cuando los niños correteaban de un lado a otro. En Grecia, la familia era algo
fundamental.


Y ése era su sueño, ¿no? Tener una familia. Eso era lo que siempre había querido.


A pesar de que intentaba controlarse, en su mente se formó una imagen navideña con muchas versiones diminutas de Pedro abriendo regalos bajo un árbol enorme. Sería ruidoso, caótico, casi como un día de trabajo en el colegio… una de las razones por las que le encantaba ser profesora. 


Le gustaba el ruido, el ambiente que se creaba en una clase llena de niños.


Tal vez Pedro sentiría lo mismo.


Paula arrugó el ceño. Pedro había hablado con sus alumnos como si estuviera en un consejo de administración, pero seguramente necesitaría un poco de práctica. Debía entender que a los niños no se les podía hablar como si fueran adultos.


Y tal vez, sólo tal vez, podría hacer que aquello saliera bien.


Al menos, tenía que intentarlo.


¿Cómo iba a mirar a su hijo a los ojos y decirle que ni siquiera lo había intentado?


La limusina se detuvo en un enorme patio con una fuente en el centro y Paula tragó saliva. La primera vez que vio la casa de Pedro en Corfú se había quedado atónita. Ella había crecido en una casa pequeña y el lujo de aquella mansión mediterránea le daba un poco de miedo.


Aún seguía siendo así.


Diciéndose a sí misma que debía intentar ser un poco ordenada y no tirarlo todo por cualquier parte en la inmaculada villa, Paula bajó del coche.


—El señor Alfonso está terminando una conferencia y se encontrará con usted en la terraza en cinco minutos —Jannis le hizo un gesto para que entrase en la villa y Paula miró alrededor, tan intimidada como la primera vez.


Los suelos eran de mármol pulido y lamentó haberse puesto los zapatos de Christian Louboutin.


«Muerte por tacón de aguja», pensó, deseando que Pedro hubiera instalado barandillas o algo parecido.


Tal vez los aristócratas griegos recibían clases de patinaje sobre tacones desde niños.


Al ver las preciosas antigüedades decidió mantener los brazos a los lados para no romper nada.


Todo estaba en su sitio, sin revistas, sin libros por todas partes, sin cartas sobre las mesas, cajas de pizza o tazas de té.


Sintiendo como si estuviera en un museo, Paula suspiró, aliviada, cuando Jannis la llevó a una terraza. Pero por muchas veces que viese aquel paisaje, siempre se quedaría sin aliento.


El precioso jardín, con adelfas de color rosa y buganvillas, descendía por una pendiente verde hasta la playa.


Paula parpadeó para evitar el sol mientras un yate se deslizaba por la superficie cristalina del mar a unos metros de ella.


Se sentía extrañamente desconectada, incapaz de creer que unas horas antes estaba en su casa de Little Molting y ahora estaba en Corfú.


Había dejado sus sueños allí, pensó, con un nudo en la garganta, en esa playa dorada.


—¿Qué tal el viaje?


Paula tragó saliva al escuchar la voz de Pedro. Iba a verlo por primera vez desde su tórrido encuentro en la cocina pero, como siempre, el aire estaba cargado de electricidad y si uno de los dos hubiese tocado al otro habría vuelto a ocurrir. El brillo de sus ojos lo decía todo.


De repente, deseó que hubiera más gente en la casa. 


Necesitaba a alguien para diluir la concentrada tensión sexual que amenazaba con ahogarlos a los dos.


Y ella no quería ahogarse, quería pensar con la cabeza.


Paula se recordó a sí misma que aquélla no era como la primera vez. Al fin y al cabo, ya no tenía diecinueve años.


Además, su particular cuento de hadas no había tenido un final feliz.


Bien —respondió por fin—. Nunca había viajado en un jet privado —Paula hizo una mueca, pensando: «por favor, di algo más inteligente». Pero su lengua no respondía y su corazón latía como loco—. La verdad es que me sentía un poco rara, si quieres que te sea sincera.


Pedro levantó una ceja.


—¿Rara?


Un poco solitaria. La persona que me ha acompañado no es precisamente muy charlatana.


Él sonrió, con esa boca sensual que sabía cómo volver loca a una mujer.


—No se le paga para eso. Se le paga para que tengas todo lo que necesites.


Pues necesitaba charlar.


—Muy bien, le diré que sea un poco más… charlatana.


—No, no hagas eso. No quiero que tenga problemas. Sólo digo que el viaje no ha sido muy divertido. No tiene sentido viajar en un jet privado si no puedes reírte de ello con nadie.


Pedro la miró como si no entendiera.


—La cuestión es tener el espacio y la intimidad que necesitas. Para eso están los aviones privados.


Sí, claro. Está muy bien no tener que esperar cola en el aeropuerto y poder tumbarte en un sofá mientras estás en el aire…


—¿Te has tumbado en el sofá?


—Para no arrugarme el vestido. Es de lino y se arruga fácilmente. Los vestidos son preciosos, por cierto. ¿Cómo sabías que no tenía nada que ponerme?


No lo sabía, pero me lo he imaginado.


—Sí, bueno… mi armario está lleno de cosas que ya no me valen, pero me niego a tirarlas porque algún día volveré a tener la talla 34


—Espero que no —dijo él, mirando sus pechos.


Paula sintió un cosquilleo en los pezones y notó que se marcaban bajo la tela del vestido, desafiando su intención de controlarse. Nerviosa, abrió el bolso y sacó el anillo.


—Toma, tu anillo. Éste debe haber sido el servicio de mensajera más caro del mundo —Paula le ofreció el diamante y frunció el ceño cuando él no se movió—. Es tuyo.


—Te lo regalé a ti.


—No exactamente.


¿Cómo que no?


—Me lo regalaste, pero se supone que era un anillo de compromiso y no nos casamos. Además, lo has comprado por cuatro millones de dólares. Y si estás esperando que diga que prefiero el anillo al dinero, olvídate. Ya he utilizado una parte para arreglar el patio del colegio. No puedo devolverte el dinero si eso es lo que quieres. Otra persona, alguien mejor que yo, te habría devuelto el dinero y el anillo pero, por lo visto, yo no soy tan buena. El roce con la riqueza me ha convertido en un monstruo.


Pedro la estudió, en silencio, intentando disimular una sonrisa.


¿Te encuentras con cuatro millones de dólares en el banco y te los gastas en el patio del colegio? Me parece que no sabes nada sobre las motivaciones de una buscavidas, agapi mu. Tú nunca podrías serlo.


Aunque odiase admitirlo, el termino cariñoso hizo que su corazón se acelerase. O tal vez era su voz, profunda y suave como el chocolate. Todo aquello sería más fácil si no se sintiera tan atraída por él, pensó. Era muy difícil apartarse de algo que uno deseaba más que nada.


—No me he gastado todo el dinero. ¿Para qué iba a poner suelos de oro en el patio? Pero la ampliación va a quedar muy bonita, con columpios. Y tendrá un suelo especial para que no se hagan daño cuando se caigan… pero no digas nada, se supone que ha sido un donativo anónimo.


—¿No saben de dónde ha salido el dinero?


No, nadie lo sabe —Paula sonrió—. Sienta bien dar dinero para algo importante, ¿verdad? Imagino que tú sentirás lo mismo cada vez que hagas un donativo.


—Yo no hago donativos personales. La empresa Alfonso tiene su propia fundación.


—¿Tienes una fundación?


—Donamos una parte de los beneficios, como hacen muchas grandes empresas. Y hay un consejo que analiza las solicitudes y toma decisiones.


—Pero tú no conoces a las personas que hacen las solicitudes.


—A veces, pero no siempre.


—Entonces no te sientes feliz cuando ayudas a alguien.


Pedro la estudió, en silencio.


—Sentirme «feliz por ayudar a alguien» no está entre mis expectativas profesionales.


—Pues deberías porque ayudas a mucha gente.


Le resultaba raro pensar en esa nueva faceta de Pedro. O tal vez era el propio Pedro quien la desconcertaba. La experiencia le decía que tuviese cuidado, pero el instinto la empujaba a echarse en sus brazos. Seguramente porque estaban demasiado cerca el uno del otro.


¿Vas a aceptar el anillo o no? Me resulta raro tener en la mano algo que vale tanto. Menos mal que no lo he sabido durante estos cuatro años, me habría sentido incómoda teniéndolo en casa.


Póntelo, Paula.


Ella lo miró, perpleja. ¿Había dicho…? ¿Quería decir…? No, no podía ser. No podía estar pidiéndole que se casara con él.


¿Qué has dicho?


Quiero que te lo pongas 


Pedro le quitó el anillo de la mano y lo puso en el dedo anular de su mano derecha.


En la mano derecha, no en la izquierda como habría hecho si quisiera casarse con ella. Paula sintió una punzada de desilusión y luego, inmediatamente, se enfadó consigo misma. Aunque le hubiera pedido que se casara con él, le habría dicho que no. Después de lo que pasó la última vez no iba a echarse en sus brazos como una tonta.


Ahí está mejor dijo él.


Y Paula contuvo el impulso de decir que quedaría mejor en la mano izquierda.


El diamante brillaba bajo la luz del sol, mareándola como la había mareado cuatro años antes.


Pero, recordando que un anillo de diamantes no hacía un matrimonio, se lo quitó del dedo para no hacerse ilusiones.


Ya te he dicho que me he gastado parte del dinero. No quiero el anillo y no entiendo lo que está pasando. En realidad, no sé por qué estoy aquí.


Quería hablar contigo. Tenemos cosas que decirnos.


Paula pensó en el niño que llevaba dentro.


Sí, es verdad. Yo también tengo algo que decirte… de repente, se sintió insegura. Es algo importante, pero puede esperar. ¿Qué tenías que decirme tú?


Vuelve a ponerte el anillo, aunque sea un momento. ¿Te apetece una limonada?


Sí, por favor asintió Paula, volviendo a ponerse el anillo. 


Ya hablarían del asunto más tarde, cuando estuviese un poco más tranquila. 


He leído en los periódicos que has cortado con tu novia. Lo siento.


No, no lo sientes 


Pedro sonrió mientras servía la limonada en dos vasos.


Muy bien, estoy intentando sentirlo porque no quiero ser una mala persona. Y lo siento por ella, la verdad. Yo sé lo que es que te dejen plantada. Es como olvidar que hay un último escalón y encontrarte de bruces en el suelo de repente.


Pedro hizo una mueca mientras le ofrecía el vaso.


¿Tan horrible?


Es como si te robasen algo vital… ¿te importa que quite estas cositas? preguntó Paula entonces, señalando el vaso.


¿Qué cositas?


Los trozos de limón murmuró ella, apartándolos con una pajita. No me gusta ver cosas que flotan en las bebidas.


Pedro respiró profundamente.


Informaré a mi equipo de tus preferencias.


¿A su equipo? ¿Cuánta gente hacía falta para pelar un limón?


La verdad es que está riquísima. Bueno, todo esto está muy bien: el jet privado, la casa, los vestidos, pero no creas que te he perdonado. Sigo pensando que eres un…


—¿Un qué?


Prefiero no decirlo. En la tele ponen un pitido para tapar las palabrotas… pues eso.


—Puedes decirlo si quieres.


—No tengo costumbre. Debo ser precavida delante de los niños, así que intento no decir nunca palabrotas


—Si no recuerdo mal, hace poco me llamaste canalla.


Eso no es una palabrota. Además, tú reconociste que lo eras —Paula se llevó el vaso helado a la cara—. ¿Por qué me has hecho venir en persona? ¿Por qué no se llevó Jannis el anillo… o algún otro empleado? No pueden estar todos pelando limones.


—Yo no quería el anillo, te quería a ti.


Paula dejó el vaso sobre una mesa porque le temblaban las manos.


Hace cuatro años no me querías.


—Sí te quería.


—Pues tuviste una manera muy curiosa de demostrarlo.


Eras la primera mujer a la que le pedía que se casara conmigo.


—Pero no la última.


—No le pedí a Mariana que se casara conmigo.


Pero ibas a hacerlo.


—No quiero volver a hablar de ella. Mariana no tiene nada que ver con nuestra relación — replicó Pedro—. Dime por qué tienes ojeras.


«Ah, claro, cambia de tema», pensó ella. Evidentemente, no quería hablar de la rubia.


—Tengo ojeras por tu culpa. Luchar contra ti es agotador.


—Entonces no luches contra mí.


Paula se preguntó cómo era posible que su corazón se hubiera vuelto loco cuando su cerebro no dejaba de enviar señales de alarma. Sí, Pedro era guapísimo, todo en él parecía hecho para atraer al sexo opuesto, desde sus anchos hombros al pelo oscuro o la piel morena. Selección natural, pensó, buscando alguna excusa. Ayudaba un poco creer que estaba genéticamente programada para sentirse
atraída por el más fuerte, el más poderoso macho de la especie. Y Pedro Alfonso era todo eso.


Pero que estuviera hundiéndose no significaba que estuviera dispuesta a hacerlo sin luchar.


No iba a hacer el tonto por segunda vez. No, para nada. Ni siquiera sabiendo que iba a tener un hijo suyo.


—Si esperas que me rinda, vas a llevarte una desilusión. Yo no soy sumisa.


—No quiero una mujer sumisa, quiero una mujer sincera.


—Ah, vaya, viniendo de ti eso tiene mucha gracia. ¿Cuándo me has dicho tú la verdad sobre tus sentimientos?


Paula vio que apretaba los labios.


—No me resulta fácil hablar de mis sentimientos, no soy como tú. Tú siempre dices lo que sientes sin ningún problema.


—Yo soy así.


—Y yo soy de otra manera. Nunca he sentido la necesidad de confiarle mis sentimientos a nadie.


Paula volvió a tomar el vaso de limonada.


—Bueno, entonces lo mejor será que vuelva a casa.


—No, hay cosas que tengo que decirte. Cosas que debería haberte contado hace cuatro años.


Y, a juzgar por su tono, iban a ser cosas que ella no querría escuchar, pensó Paula, preguntándose si debía contarle que estaba embarazada antes de que él dijese algo que la obligase a darle un puñetazo. Ser una persona no violenta se estaba convirtiendo en un reto cuando estaba con aquel
hombre.


—¿Voy a odiarte por lo que vas a decir?


—Pensé que ya me odiabas.


—Y así es. Puedes decir lo que quieras, nada va a pillarme por sorpresa —ridículamente aprensiva, se encogió de hombros, como si nada de lo que dijera pudiese afectarla.


Pero evidentemente iba a ser algo importante. Tal vez la razón por la que la había dejado plantada el día de su boda.


—Dilo de una vez, Pedro. No me gusta el suspense. Odio esos concursos de televisión en lo que dicen: «y el ganador es…» y luego esperan siglos o te ponen anuncios antes de decir el nombre. Por favor, me dan ganas de decir: «venga ya, acabad con eso de una vez» —al darse cuenta de que él la miraba como si fuera una demente, Paula se encogió de hombros—. ¿Qué? ¿Qué pasa?


Pedro sacudió la cabeza.


—Nunca dices lo que espero que digas.


Ella dejó el vaso de limonada sobre la mesa.


—Sólo quiero que digas de una vez lo que tengas que decir. ¿Te avergonzaba? ¿Hablaba demasiado? ¿No te gustaba que fuese tan desordenada? ¿Comía demasiado?


—Me encanta tu cuerpo, tu costumbre de tirar las cosas donde te parece me resulta sorprendentemente enternecedora, siempre me ha fascinado tu habilidad para decir lo que piensas sin filtro alguno y jamás me has avergonzado.


A unos metros de ellos, una naranja cayó del árbol y rodó por el jardín, pero ella no se dio cuenta porque estaba demasiado ocupada intentando no hacerse ilusiones.


—¿Nunca te he avergonzado?


—Nunca, pero creo recordar que tú si te avergonzabas en muchas ocasiones.


Paula se puso colorada.


—Sólo cuando lo hacíamos de día. Pero, por favor, di lo que tengas que decir de una vez, el suspense me está matando —murmuró, llevándose una mano al estómago. Era como esperar el resultado de un examen. Pero lo único que tenía que hacer era asegurarle que había madurado, que sabía lo que quería. Pedro le pediría perdón, ella lo perdonaría…


¿Qué estaba haciendo? Sin querer, empezaba a inventar finales felices.


Pedro respiró profundamente.


—La mañana de nuestra boda leí una entrevista que habías dado y en la que dejabas claro lo que querías.


Aún disfrutando de la absurda fantasía de un futuro feliz, Paula intentó recordar qué había dicho en esa entrevista.


—No lo recuerdo. Los periodistas no me dejaban en paz… aparentemente, tú nunca habías mostrado interés por el matrimonio y eso me convertía en una persona interesante.


Y estaría encantado con el niño, pensó.


Vivirían felices para siempre. Le pediría que comprase una casa en Little Molting, así podría seguir dando clases hasta el mes de junio, y cuando naciese el niño volverían a Corfú y lo criarían allí, entre los olivos.


Paula sonrió, pero Pedro no le devolvió la sonrisa.


Al contrario, sus facciones se endurecieron hasta parecer las de una estatua griega.


En esa entrevista decías que querías formar una familia, que querías tener cuatro hijos.


Ah, sí, es verdad —Paula se preguntó si aquél sería un buen momento para darle la noticia—. Al menos cuatro, sí.


Murmurando algo en griego, Pedro se pasó una mano por el pelo.


—Cuando leí la entrevista me di cuenta de que nos habíamos comprometido sin conocernos. Y sólo entonces me di cuenta de que no queríamos las mismas cosas.


¿Ah, no? Pero tú eres griego y los griegos son muy familiares. Cuatro hijos no deben ser nada para ti. Podemos tener más, no me importa. ¡En casa tengo veintitantos alumnos! ¿Cuántos hijos tenías en mente?


—Paula…


A mí no me preocupa la cantidad, me encantan los niños.


—Paula… —Pedro puso una mano sobre su hombro para obligarla a escucharlo—. Yo no quiero formar una familia —después de decirlo hizo una pausa, como para darle tiempo a que entendiera esas palabras—. No quiero tener una familia en absoluto.


—Pero…


—Estoy intentando decirte que no quiero tener hijos.