martes, 20 de abril de 2021

NO DEBO ENAMORARME: CAPÍTULO 23

 


Paula se quedó mirando cómo se hundía el teléfono de Pedro.


–A mí me dan ganas de hacer lo mismo prácticamente todos los días –le dijo–. Aunque yo suelo imaginar que lo tiro por alguna ventana del hotel.


Él respiró hondo y se pasó la mano por el pelo. Los últimos rayos de sol se reflejaban en su piel mojada, en la perfección de los músculos de los brazos y de las piernas. El bañador le tapaba lo esencial, pero estaba tan mojado que resultaba muy revelador.


Dios, ¿qué tenía, doce años? No era la primera vez que veía un hombre casi desnudo, ni tampoco habría sido la primera que lo viera completamente desnudo. Claro que ninguno de los que había visto era tan… apetecible.


«Recuerda que estás hablando del hijo de tu posible prometido». La idea hizo que se sintiera culpable, bueno quizá no tanto.


–Ha sido muy infantil por mi parte –reconoció él como si estuviese decepcionado consigo mismo.


–¿Te sientes mejor? –le preguntó ella.


Se quedó pensándolo unos segundos y luego esbozó una ligera sonrisa.


–La verdad es que sí. De todas maneras tenía que cambiarlo por uno nuevo.


–Entonces has hecho bien.



–¿Qué haces aquí?


Se puso a secarse con la toalla que tenía en la mano, pasándosela por los brazos, por el pecho, por el vientre…


Dios, lo que habría dado por ser esa toalla en esos momentos.


«Es tu hijo político, Paula».


–Mia se durmió bastante temprano y yo estaba un poco inquieta –le explicó–. Pensé que me haría bien dar un paseo.


–¿Después de todo lo que hemos andado hoy? Deberías estar agotada.


–Estoy acostumbrada a estar de pie todo el día, así que lo de hoy no ha sido nada. Además, estoy intentando acostumbrarme al nuevo horario y, si me acuesto tan temprano, no lo conseguiré nunca. Pero sí que estoy agotada. No he dormido bien desde que llegamos.


–¿Por qué? –dejó la toalla sobre el respaldo de una silla.


Lo vio sentarse y recostarse sin un ápice de vergüenza. Claro que no tenía nada de lo que avergonzarse y no había nada más atractivo que un hombre tan cómodo consigo mismo, especialmente si tenía tan buen aspecto.


–No dejo de despertarme para ver si oigo a Mia, luego me doy cuenta de que está en otra habitación y, claro, tengo que levantarme a ver si está bien. Después de todo eso, me cuesta volver conciliar el sueño. Pensé que a lo mejor conseguía relajarme dando un paseo.


–¿Por qué no te tomas una copa conmigo? –le propuso Pedro–. Eso también te ayudará a relajarte.


Nunca había bebido mucho y, desde que tenía una niña a su cargo, prácticamente no había probado el alcohol. Pero ahora tenía una niñera que atendería a Mia si se despertaba, así que quizá le hiciera bien soltarse un poco el pelo por una vez.


Y quizá así Pedro se pusiese algo de ropa.


–De acuerdo –dijo y, como por arte de magia, apareció el mayordomo.


–Tenemos prácticamente de todo y George puede prepararte lo que desees.


Trató de recordar qué le gustaba beber y se decantó por un vodka con tónica y un toque de lima.


–Muy bien –asintió el mayordomo ante su petición y luego se dirigió a Pedro–. ¿Alteza?


–Lo mismo para mí. ¿Y podrías decirle a Cleo que necesito un teléfono nuevo con otro número?


George volvió a asentir y desapareció caminando como si cada paso supusiese un verdadero esfuerzo.


–Si me perdonas un momento –le pidió Pedro al tiempo que se levantaba de la silla–. Voy a cambiarme antes de quedarme frío.


Quería que se vistiera, pero no podía negar que ahora le daba lástima.




NO DEBO ENAMORARME: CAPÍTULO 22

 


Pedro se impulsó para hacer el último largo y comenzó a mover los brazos en el agua. Le pesaban más de la cuenta gracias a los treinta minutos extra que llevaba nadando mientras reflexionaba sobre la conversación que había tenido con Paula. Si lo que decía era cierto y su padre y ella no habían tenido relaciones íntimas, ¿qué otra cosa lo había fascinado tanto? Quizá su juventud y la posibilidad de poder empezar de cero de nuevo.


Su madre le había confesado una vez que su padre y ella habrían querido formar una gran familia, pero debido a ciertas complicaciones en el parto de Pedro, no habían podido tener más hijos. Quizá para él Paula era otra oportunidad de tener la familia que siempre había querido y no había podido tener. Porque sin duda una madre tan competente como Paula querría tener más hijos.


O quizá había visto lo mismo que había visto él ese día. Una mujer inteligente, divertida y un poco rara. Y, por supuesto, hermosa.


«¿Tanto que tenías que comprarle un regalo?».


Lo cierto era que no tenía la menor idea de por qué le había comprado los pendientes.Quizá fuera porque entre ellos había surgido una especie de… conexión. Pero eso no era lo importante, lo que le había dicho era cierto. Si su padre la hubiera visto mirar así los pendientes, se los habría comprado de inmediato. Pedro lo había hecho para hacer feliz a su padre, nada más.


Pero la cara que había puesto al abrir la bolsa y ver lo que había dentro…


Se había mostrado tan impresionada y tan agradecida que por un momento había creído que iba a echarse a llorar. Y todo por un regalo tan insignificante. Si lo que le interesase fuese el dinero, ¿no habría despreciado cualquier cosa que no fuera de oro y diamantes? Y si estuviese utilizando a su padre, ¿por qué iba a reconocer que no estaba enamorada de él? ¿Por qué iba a haber hablado de ello siquiera?


Quizá, inconscientemente, le había hecho aquel regalo a modo de prueba. Una prueba que había superado brillantemente.


Se salió por fin de la piscina y se secó mientras lamentaba perder tanto tiempo pensando.


Miró al horizonte con un suspiro. El sol estaba a punto de ocultarse y había teñido el cielo de rojo y naranja. La brisa de la inminente noche le enfrió aún más la piel mojada. Lo cierto era que por mucho que no quisiese que le gustase Paula, tenía la sensación de que no iba a poder impedirlo. Nunca había conocido a nadie como ella.


Agradeció que el timbre del teléfono lo apartara de aquellos pensamientos y fue a responder pensando que sería su padre, pero al ver quién era maldijo entre dientes. No tenía ningún interés en lo que pudiera decirle su ex, que no parecía dispuesta a darse por aludida después de tres semanas de rehuir sus incesantes llamadas y mensajes.


¿Qué había visto en ella al principio? ¿Cómo era posible que alguien que lo había fascinado de tal modo ahora le causara tanto rechazo?


La bella y sexy Carmen lo había perseguido de tal modo que había terminado por claudicar. Tenía todo lo que él habría buscado en una esposa, o eso había creído, y al formar parte de una acaudalada familia, no le había preocupado que estuviese interesada en su dinero. Después de solo seis meses de relación, él mismo había empezado a pensar en compromiso y en boda, pero entonces había descubierto el terrible error que había cometido con ella. La primera semana después de la ruptura había sido difícil, pero poco a poco había ido dándose cuenta de que lo que sentía por ella era más un encaprichamiento basado en la atracción física que verdadero amor. La única explicación racional que encontraba a su fugaz enamoramiento era el golpe que había supuesto la muerte de su madre.


Y le parecía despreciable que ella se hubiese aprovechado de semejante coyuntura. Despreciable e imperdonable. Aún se estremecía al pensar en lo que habría pasado si le hubiese pedido matrimonio o si hubiesen llegado a casarse. Estaba muy decepcionado consigo mismo por haber permitido que las cosas llegasen tan lejos y por haberse dejado cegar por su atractivo sexual. Y lo cierto era que luego el sexo no había sido tan increíble porque, por mucho que le diera ella físicamente, emocionalmente el estar con ella lo dejaba… vacío. Quizá lo que le había hecho seguir con ella había sido la necesidad inconsciente de encontrar una conexión más profunda, pero viéndolo con perspectiva, no podía creer que hubiese sido tan estúpido.


Oyó el aviso que indicaba que le había llegado un mensaje de texto, de ella, claro.


–Ya está bien –protestó con furia y tiró el teléfono a la piscina. Pero al levantar la mirada del agua, se dio cuenta de que no estaba solo.



NO DEBO ENAMORARME: CAPÍTULO 21

 


Paula pensaba que volverían directamente al palacio, pero Pedro pidió al conductor que se detuviera frente a una de las tiendas en las que habían estado antes y se bajó del coche. Apenas tardó unos minutos en volver, con una bolsita que se metió en el bolsillo del pantalón antes de subirse a la limusina.


Mia se durmió en el trayecto hasta el palacio y, al llegar allí, Pedro la sacó de su sillita y del coche antes de que Paula tuviera oportunidad de hacerlo.


–Ya la llevo yo –le dijo ella.


–No te preocupes –respondió Pedro.


No solo la llevó hasta su habitación, también la acostó en la cunita y la arropó bien, como habría hecho un padre, si Mia lo tuviese. La escena hizo que Paula pensara en todas las experiencias que se había perdido ya su hija en su corta vida. Ella sabía lo que era perder a una madre y verse privada de dicha relación y por eso esperaba con todo su corazón que Gabriel pudiera llenar ese vacío y que los meses que Mia había pasado sin un padre no le dejarán ningún tipo de trauma.


–Se ha portado de maravilla –comentó Pedro, mirando a la niña con una sonrisa en los labios.


–Normalmente es muy tranquila. Ayer la viste en su peor momento.


Paula avisó a Karina para que estuviese pendiente por si Mia se despertaba mientras ella se echaba un rato y no pudo evitar pensar que, después de todo, no estaba nada mal eso de tener niñera. Pedro la acompañó hasta la puerta de su habitación.


–Gracias por enseñarme el pueblo. Lo he pasado muy bien.


–¿Y te sorprende? –le preguntó él.


–Sí. Estaba preparada para que fuera un desastre.


Sonrió hasta que le aparecieron los dos hoyuelos en las mejillas. Y a ella se le aceleró el corazón. Era tan atractivo.


–¿Demasiada sinceridad para ti?


–Creo que empiezo a acostumbrarme.


Bueno, ya era algo.


–A mi padre le gustaría que mañana te llevara al Museo de Historia –anunció entonces.


–Ah.


–¿Ah?


–Es que aún no me he recuperado del viaje y pensaba que estaría bien pasar un día tranquilo, tumbada en la piscina. A Mia le encanta el agua y yo necesito tomar un poco el sol. Además no quiero que te sientas obligado a estar con nosotras o a llevarnos a ninguna parte. Seguro que tienes cosas que hacer.


–¿Estás segura?


–Totalmente.


–Entonces podemos ir al museo otro día.


–Encantada.


Pedro empezó a darse la vuelta para marcharse, pero entonces se detuvo y volvió a mirarla.


–Casi se me olvida –dijo sacándose del bolsillo la bolsa de la tienda del pueblo–. Esto es para ti.


Paula la agarró, completamente perpleja.


–¿Qué es?


–Míralo.


Al abrir la bolsa y ver lo que había dentro se quedó sin respiración.


–Pero… ¿cómo lo has sabido?


–Vi cómo los mirabas.


Sacó los pendientes de la bolsa y volvió a observarlos, maravillada. Estaban hechos a mano con dos pequeñas esmeraldas rodeadas por hilos de plata. Se había enamorado de ellos nada más verlos, pero los ciento cincuenta euros que costaban estaban completamente fuera de su presupuesto.


Pedro, son preciosos –levantó la mirada hasta sus ojos–. Pero no lo entiendo.


Él se encogió de hombros con gesto relajado.


–Si hubieses ido con mi padre, estoy seguro de que te los habría comprado allí mismo, así que pensé que es lo que habría querido que hiciera yo.


No pudo evitar pensar que era un gesto importante. Muy significativo.


–No sé ni qué decir. Muchas gracias.


–Vamos, no es nada.


Era mucho.


Siempre le molestaba que Gabriel le comprara cosas porque tenía la sensación de que él creía que debía hacerlo para ganarse su cariño. Pero Pedro no tenía ninguna necesidad de hacerle un regalo; lo había hecho porque había querido. De corazón.


A punto de llorar de alegría y sin saber muy bien por qué le parecía tan importante, sonrió y le dijo:

–Tengo que irme. Gabriel estará a punto de llamarme por Skype.


–Claro. Hasta mañana.


Se quedó mirándolo hasta que lo vio desaparecer al final del pasillo. Había esperado hacerse amiga de Pedro porque sabía lo importante que era para Gabriel y ahora parecía que el deseo iba a hacerse realidad.