sábado, 26 de septiembre de 2015

SILENCIOSO ROMANCE: CAPITULO FINAL





Le llevó muchísimo tiempo preparar a Juana para meterla en la cama; la pequeña estaba excitadísima por la presencia de Pedro en la casa y le hacía tretas que Paula jamás le habría permitido en otra circunstancia.


Por último estaba bañada, besada y arropada. Cuando rezó la oración que Paula le había enseñado en lenguaje de señas, Paula tuvo que reprimir el llanto. Se arrodilló, abrazó a la chiquilla y gozó con el olor a limpio y la suavidad de su piel. Y, antes de salir corriendo de la habitación y de dejar que Pedro apagara la luz, le dijo, por señas, Juana, te amo.


Entró en el dormitorio principal y cerró la puerta, pero segundos después se oyeron los golpes de Pedro.


—¿Sí?


—Servicio de habitación —dijo él con insolencia antes de abrir la puerta—. ¿Por qué no bajas y bebes una copa de vino conmigo frente al fuego? Es una noche perfecta para eso. —Lo que estaba implícito en sus palabras era que también era la noche perfecta para otras cosas.


Las palabras de Pedro la llenaron de rabia, una rabia que le costó mucho reprimir. Por lo visto, él seguía creyendo que podía usarla a su antojo y conveniencia. Pues bien, muy tonto se enteraría que no era así.


 —Tengo dolor de cabeza —dijo ella—. Creo que es por el ruido del viento que sopló todo el día, o de algo por el estilo. Sea como fuere, no me siento bien. Creo que me acostaré. Más que una copa de vino, lo que necesito es dormir bien toda la noche.


—Me parece que la señora protesta demasiado.


—Lo siento, Pedro, pero no tengo ganas de bajar de nuevo —dijo ella, secamente.


Él se quedó mirándola un momento, y luego dijo:
—Está bien. Te veré en la mañana.


Mientras caminaba por la habitación, Paula alcanzó a oír el sonido amortiguado del televisor. Por último Pedro apagó el aparato, y Paula lo oyó entrar en el cuarto contiguo a la cocina y, después, el ruido del agua cuando él se preparaba para acostarse.


Finalmente la casa quedó en silencio. Paula se dirigió en puntas de pie a la parte superior de la escalera y aguzó el oído. No había ninguna luz encendida. Volvió a su habitación y aguardó otros veinte minutos antes de ponerse el abrigo y la capucha, sacar su valija de debajo de la cama y bajar sigilosamente por la escalera.



El viento había amainado, pero todavía nevaba mucho cuando Paula salió al porche del frente. Después de depositar la valija en el piso, cerró la puerta tras ella y, con cautela, descendió los escalones cubiertos de hielo y mitad caminó y mitad patinó hasta el Mercedes estacionado.


La puerta del automóvil, congelada, no quería abrirse. 


Después de varios intentos frustrados para hacerlo con una mano, Paula tuvo que poner el bolso y la valija sobre la nieve y tirar con las dos manos antes de que la puerta se abriera de golpe y casi la volteara.


Colocó el equipaje en el asiento de atrás y se deslizó detrás del volante. A través de los guantes de cuero sintió que el volante estaba helado, y tembló debajo de su abrigo pesado. 

¿Y si el auto no arrancaba?


Apretó varias veces el acelerador y luego probó el contacto. 


El motor chirrió, resopló y se detuvo.


—¡Maldición! —murmuró en voz baja mientras hacía un nuevo intento. Cuando estaba a punto de darse por vencida, el motor surgió a la vida y dejó oír un ronroneo bendito. 


Durante el tiempo en que había tratado de arrancar el auto, Paula no dejó de mirar la puerta del frente, temerosa de que Pedro oyera el ruido del motor. Al parecer, el rugido del viento superaba cualquier otro sonido. Con una mirada final hacia la casa, puso la palanca de cambios en primera y las ruedas trataron de morder ese terreno resbaloso.


Era tal el caos que reinaba en su cabeza, que en ningún momento pensó que tendría que conducir el vehículo durante un temporal de nieve. En Nebraska estaba acostumbrada a manejar en calles cubiertas de nieve, pero esas montañas de Nuevo México eran muy diferentes de las llanuras de su estado natal.


Se llenó de pánico cuando las ruedas resbalaron y el auto patinó a un lado del camino.Paula logró enderezarlo, pero se mordió nerviosamente el labio inferior. Aferró con más fuerza el volante, decidida a no volver. Pedro había conducido desde Alburquerque con esa tormenta, y si él pudo hacerlo, también podría ella. Si esperaba hasta la mañana, más hielo cubriría los caminos.


Le llevó casi diez minutos atravesar el sendero que conducía a la casa. Cuando llegó al pie de la colina donde el sendero se cruzaba con el camino que conducía al pueblo, apretó el freno, pero el auto no se detuvo. Paula pensó que podía entrar en el camino sin que el automóvil se frenara por completo, giró el volante apenas un par de centímetros.


Pero fue suficiente.


Antes de que pudiera recuperar el control, el vehículo patinó de un lado al otro del sendero. Instintivamente, Paula apretó los frenos. Las ruedas se clavaron y la parte posterior cayó a una zanja llena de nieve. Paula quedó reclinada hacia atrás en el asiento, como si estuviera en el sillón del odontólogo. 


No estaba herida. Tampoco el auto debía de estar muy averiado, porque la caída en la zanja había sido suave y Paula no había oído ningún crujido metálico. Sin embargo, estaba hundido sin remedio en la nieve profunda. Apagó el motor.


Antes de que tuviera tiempo de reflexionar sobre el problema, la puerta del lado del conductor se abrió y Paula reprimió un grito al ver la cara de Pedro. No se parecía nada al rostro que ella conocía, sino que estaba distorsionado por la furia.


—¿Estás herida? —preguntó, como en un ladrido.


Ella negó con la cabeza, sin saber si alegrarse o no de haber sobrevivido al accidente. Ahora Pedro le producía más miedo que la posibilidad de un choque automovilístico.


Él le aferró un brazo y la tironeó de detrás del volante. 


Cuando Paula se resistió y trató de tomar sus valijas del asiento posterior, él le gritó:
—Déjalas donde están.


Llevaba puesto un saco abrigado, pero lo tenía desabrochado y flameaba cuando él trató de subir por el costado de la zanja, con la nieve hasta las rodillas. La cellisca y la oscuridad total les dificultaban todavía más avanzar. Pedro llevó a Paula la rastra, sin importarle lo mucho que se hundía en la nieve.


Ella le gritó una vez, cuando creyó que se le doblaría el tobillo dentro de la bota, pero Pedro no la oyó. O fingió que no la oía.


Cuando finalmente lograron salir de la zanja, a Paula la alegró la posibilidad de descansar un momento, pero Pedro no pensaba lo mismo: la aferró con más fuerza y comenzó a caminar por el sendero, tambaleándose, patinando y maldiciendo con cada paso. Paula no recordaba haberlo visto jamás tan enojado. Tenía la cabeza descubierta, pero parecía impermeable al viento helado y a la nieve que le cubría su pelo despeinado por el viento.


Muy pronto, Paula se sintió agotada y comenzó a retrasarse. 


Él le tiró del brazo y le gritó al oído:
—Si no te apresuras, mis pisadas quedarán cubiertas por la nieve, y entonces estaremos perdidos. ¿Eso es lo que quieres? —La sacudió con suavidad y ella lo miró con miedo y negó con la cabeza, y los dos continuaron con el ascenso por la colina.


Paula se resbaló en los escalones que conducían al porche del frente, cayó hacia adelante y se apoyó en las manos para no golpearse. Pedro le puso las manos debajo de los hombros y la levantó sin cortesía ni suavidad. Abrió la puerta con el hombro y la empujó adentro.


Paula tenía los pies helados e insensibles cuando avanzó hacia la escalera. Su intención era escapar de Pedro. El debió de haberlo sospechado, porque se le acercó por atrás, le aferró la muñeca y la arrastró hacia la chimenea.


—No te atrevas a moverte —le ordenó con voz amenazadora. Se arrodilló y avivó el fuego con un atizador antes de poner más leños en el hogar. Cuando vio que se encendían, miró a Paula.


Si ella no hubiera estado congelada hasta los huesos y temblando, la mirada de Pedro le habría helado la sangre. 


Sus ojos verdes brillaban de furia y tenía la mandíbula apretada.


Paula entrecerró los ojos cuando vio que él levantaba los brazos. Pero, en lugar de golpearla, como esperaba, la tomó por los hombros y la apretó contra su cuerpo hasta que ella tuvo que inclinar la cabeza hacia atrás para poder mirarlo.


—Si alguna vez llegas a hacer de nuevo una cosa así, te golpearé el trasero hasta producirte ampollas. ¿Me has oído? —Volvió a sacudirla. —¿Qué tratabas de demostrar? —preguntó—. ¿Eh? —agregó cuando ella no le contestó.


El fuego comenzaba a caldearla, y con ello nació la furia. 


¿Con qué derecho la sometía él a ese interrogatorio? Ella era una persona libre; podía irse cuando se le antojara, y sin tener que darle ninguna explicación.


Se liberó de sus brazos y se alejó de él con una furia igual a la suya. Ahora parecían dos boxeadores, cada uno de los cuales medía la fuerza de su rival.


—Si lo que te preocupa es tu automóvil, en el piso superior te dejé una nota en la que te informaba que te lo dejaría en el estacionamiento del aeropuerto para que lo recogieras cuando te quedara cómodo. —Paula inclinó un poco el mentón con actitud beligerante.


—¡No me preocupaba ese maldito auto! —rugió él—. ¿Le dejaste también una nota a Juana, explicándole por qué te escabullías de esa manera? Estoy seguro de que se habría preguntado dónde estabas —le dijo con desdén.


Eso la desorientó por el momento y la hizo farfullar algo ininteligible.


—No entendí lo que acabas de decir —dijo él y se cruzó de brazos con arrogancia, en una pose que ella detestaba.


—Dije —y Paula acentuó esa palabra— que te dejé a ti las explicaciones.


—¿Y qué le diría yo a ella?


El brillo feroz del pelo de Paula hacía juego con la furia que crecía en ella. Era sólo su defensa contra la insolencia de Pedro.


—Dile que me respeto demasiado para ser la amante ocasional de un actor que espera que todas las mujeres se humillen ante él. Dile que, por mucho que yo la ame y me preocupe por su futuro, no podía quedarme aquí y ser insultada y degradada por una aventura despreciable y sin sentido. Me pagaron para que le enseñara, no para proporcionarle servicios de alcoba a su padre.


Sus pechos subían y bajaban por la agitación, y todo su cuerpo estaba tan tenso como las cuerdas de un violín.


—¡Me iré de aquí aunque tenga que hacerlo caminando! Y no me importa si no te vuelvo a ver nunca más, Pedro Sloan —dijo, se dio media vuelta y se alejó.


—No —dijo él con voz ronca.


Paula quedó tan sorprendida por la intensa emoción de su voz, que se frenó. Curiosa por ese súbito cambio de actitud, volvió a mirarlo. Los ojos de Pedro, que apenas momentos antes estaban llenos de furia, ahora parecían desesperados y suplicantes.


—No permitiré que me dejes, Paula. Dime que no lo harás. —Mientras ella lo observaba con incredulidad, Pedro cayó de rodillas y le rodeó la cintura con los brazos. —Juré que jamás amaría a otra mujer, pero no puedo cumplir esa promesa. Que Dios me ayude, te amo, y no dejaré que te vayas —repitió.


Paula le puso las manos en la cabeza y apartó las gotas de agua que quedaban en sus hebras plateadas. Luego se apartó y se puso de rodillas para quedar frente a él.


—¿Pedro? ¿Qué estás diciendo? —Escrutó su cara en busca de señales de engaño. ¿Estaba actuando? ¿Ésa era la escena tierna y trágica del final de la obra, en la que el futuro de los amantes queda suspendido en el aire? No. El dolor, el anhelo y la desesperación de su rostro eran genuinos. No estaba actuando.


Pedro apartó los mechones humedecidos por la nieve de la mejilla de Paula y dijo, con ternura:
—Pensaste que yo había entrado aquí hoy y esperaba retomar las cosas en el lugar en que habían quedado, ¿no? —Ella asintió. —Pues bien, así fue —confesó él con vergüenza—. Pero primero iba a pedirte que hiciéramos que nuestro matrimonio fuera real. O, más bien, legal. Siempre tuve la sensación de que el que celebró tu padre era real.


Pedro —susurró ella—, ¿por qué no me dijiste esto antes?


—¿Por qué? —se burló él—. ¿Acaso me habrías creído? Siempre estás a la defensiva, buscando motivos ulteriores, sin confiar nunca en una emoción sincera cuando la ves. —Se inclinó hacia adelante y le besó la frente. 


—Yo te entiendo mejor de lo que te entiendes tú misma, Paula Chaves —dijo él—. En nuestro segundo encuentro te dije que tu cara era demasiado expresiva para tu propio bien. —Le dibujó los huesos de la cara con dedos llenos de amor y adoración.


—Samuel debe de haber sido un verdadero hijo de puta. Por lo poco que me has contado, me creo capaz de llenar las brechas y saber qué clase de vida tuviste con él. Era taciturno y temperamental y tú sentías que todo el tiempo tenías que caminar sobre huevos para no dañar su frágil auto imagen. ¿Tengo razón?


—Sí —respondió ella. ¿Cómo habría sabido todas esas cosas?


—Pues bien, yo puedo ser tan taciturno y temperamental como cualquiera. De hecho, puedo ser malvado. Pero tú jamás dudaste en demostrarme tu carácter feroz cuando yo me salía de línea. Sabías, conscientemente o no, que yo no soy como Samuel. Soy más fuerte, no soy tan frágil. Ni siquiera usaré una muleta como el alcohol para no tener que enfrentar la adversidad.


—Vivir con alguien que constantemente está a la vista del público es difícil, me doy cuenta. Pero no importa lo que la gente diga o lo que leas sobre mí, no lo creas a menos que yo te diga que es verdad. Si las cosas se ponen difíciles, yo dejaré todo y buscaré otro trabajo. Para mí, actuar es una profesión, no una pasión. Tú y Juana siempre vendrán primero.


Hizo una inspiración profunda.


—Ahora bien, si tú puedes soportar un poco de temperamento artístico, yo puedo tolerar tu temperamento explosivo.


—¡Mi temperamento explosivo! —exclamó ella, confirmando así a la perfección la descripción de Pedro. Había caído en la trampa, y él se echó a reír.


Avergonzada, Paula se unió a su risa, después se dejó caer sobre él y dijo:
—No, no eres como Samuel. Y ahora confío en ti. —Su corazón saltaba de gozo, pero ella debía aclarar todas las dudas y los... fantasmas.


Pedro, ¿qué me dices de Susana?


—¿Susana? —preguntó él, levantó la cabeza y la miró—. Pensé que me preguntarías sobre ella.—Suspiró.


¡Dios, no!, gritó Paula en su interior.


Todavía la amas, ¿verdad? —preguntó, sorprendida de su propia temeridad.


Él la miró, espantado.


—¿Eso creías?


Ella asintió.


—La primera vez que me besaste, me dijiste que amabas a tu esposa.


—En tiempo pasado, sí. Es verdad. Cuando la conocí, yo la amaba profundamente. Nos divertíamos juntos, y nuestra vida sexual era más que satisfactoria.


Paula tuvo un ataque de celos, y debió de notársele. En la boca de Pedro apareció una leve sonrisa antes de que volviera a ponerse serio.


—Era linda y talentosa, pero no tenía un espíritu generoso; no tenía alma. Por mucho que odie confesarlo, era una mujer malcriada, egoísta y superficial. Su ambición me desorientó, porque me incluía también a mí. —Mientras hablaba, Pedro se sacó el abrigo y ayudó a Paula a quitarse el suyo.


—Virtualmente me obligó a aceptar el teleteatro en el que yo no quería actuar. No estaba dispuesta a sacrificarse y permitirme que siguiera estudiando. Quería casarse con una celebridad, como si eso valiera algo —dijo con amargura—. Pero le fascinaba esa vida de celebridad... y el baile. Cuando quedó embarazada, pensé que me iba a castrar. No había querido tomar píldoras anticonceptivas porque la hacían aumentar de peso, pero era culpa exclusivamente mía que hubiera quedado embarazada.


Estaban recostados contra el hogar y Pedro la sostenía con el brazo. Le tomó la mano y le dibujó cada vena y hueso con un dedo.


—Qué manos tan preciosas —murmuró y se llevó una a la boca y besó la palma antes de proseguir con su relato.


—Yo tenía miedo de que se hiciera practicar un aborto, pero después de nueve meses de pataletas y de perrerías, dio a luz a Juana, y yo quedé fascinado.


Hizo otra pausa, se puso de pie y enfrentó el fuego. Las sombras movedizas le grababan los rasgos de su cara.


—Juana tenía seis meses cuando descubrimos que era sorda. ¿Te imaginas la angustia que sentí, Paula? ¿Los exámenes de conciencia que hice? ¿Estaba siendo castigado por algún pecado secreto? ¿Por ejemplo, robar manzanas cuando tenía diez años? Ahora me doy cuenta de lo ridícula que fue tanta culpa, pero fue mi primera reacción. Y no era nada comparada con la de Susana. Como si mi propia culpa no fuera suficiente, Susana también me responsabilizó. "Ante todo, yo no quería tenerla", me gritaba. Como comprenderás, Juana no satisfacía las exigencias de Susana, que eran la perfección. Su baile tenía que ser perfecto y quería un marido perfecto. Así que no pudo soportar tener una hija menos que perfecta.


Permaneció en silencio un rato prolongado mientras movía los leños con la punta de la bota y los acercaba a las brasas.


—Un día, llegué tarde a casa del estudio de televisión. Oí que Juana lloraba en su cuarto. Cuando fui a ver qué pasaba, estuve por vomitar: mi pequeña estaba acostada sobre sus propios excrementos. Estaba helada y hambrienta. Furioso con Susana, recorrí el departamento corriendo, buscándola. Ella... ella...


No pudo seguir, y Paula sintió una pena terrible cuando Pedro se cubrió la cara con las dos manos. Sabía lo que vendría después. No habló ni se le acercó. Él tendría que sufrir solo su infierno personal. Nadie más podría compartirlo jamás. Ella se había salvado de encontrar el cuerpo de Samuel, pero comprendía el horrible recuerdo de Pedro.


—Estaba en la bañera, con las dos muñecas cortadas. Era obvio que estaba muerta desde hacía bastante tiempo. —Después de un largo silencio, Pedro volvió junto a Paula, se sentó en la alfombra, la rodeó con los brazos y la apretó contra sí.


—Nunca la perdoné. Dejé que sus padres arreglaran todo lo referente al funeral, al que no quise asistir. La familia de Susana dejó bien en claro que no quería tener nada que ver conmigo ni con Juana porque les habíamos robado su tesoro, su princesa. Paula—la alejó un poco para poder mirarla a los ojos—, juré que no volvería a amar a nadie. Había amado a Susana, y cuando más la necesitábamos, cuando nos hacía falta todo su apoyo y amor, ella nos abandonó. Pero me enamoré de ti. Por eso, no puedes dejarme ahora. Te necesito, ¿no lo entiendes? —La besó con desesperación, y sus labios no tuvieron que suplicar una respuesta; Paula estaba más que dispuesta a demostrarle cuánto lo amaba.


Cuando finalmente se apartaron, él dijo:
—Fui a Nueva York para arreglar cosas relativas a mi profesión, pero también para exorcizar el fantasma de Susana y visitar su tumba. Yo nunca había estado allí. No puedo decirte el odio y el resentimiento que abrigaba hacia ella. Ahora me doy cuenta de que ella no podía evitar lo que era, tal como ninguno de nosotros puede evitar lo que es. Hasta que comprendí lo que era amar, no pude perdonarla. Ahora lo sé: una hermosa pelirroja me lo enseñó. Empecé a darme cuenta de qué se trataba todo el día en que Juana armó un lío terrible con tus maquillajes. Con toda razón te enojaste muchísimo y la castigaste, pero también la perdonaste. Ella nunca dudó de tu amor. Así que yo tenía que volver allá y perdonar a Susaan antes de poder ofrecerte mi amor. Quería que no tuviera ninguna mancha.


A estas palabras siguió otro beso profundo, y luego ella dijo:
—Esta tarde me preguntaste sobre las cajas del placard, y yo pensé que ibas a mostrarle a Juana las fotos de Susana. Te oí enseñarle a decir mamá.


—¡De modo que eso fue lo que te decidió a irte! —Echó la cabeza hacia atrás y comenzó a reír. —Te pregunté por las cajas porque ahora puedo tolerar revisarlas. Antes, odiaba tocar cualquier cosa que perteneciera a Susana. Lo que hice fue elegir lo que quería guardar para Juana. Algún día, cuando ella tenga edad suficiente para entender, tendremos que hablarle de su madre.


Pedro puso una mano debajo del mentón de Paula y se lo levantó para obligarla a mirarlo.


—Y le estaba enseñando a Juana a decir mamá como sorpresa para ti. Eso es lo que quiero que te llame de ahora en adelante. En cuanto estemos legalmente casados, eso es lo que serás para ella.


Pedro... —comenzó a decir Paula antes de que la boca de él se cerrara sobre la suya.


—¿Y? ¿Ahora tienes menos frío? —preguntó Paula. 


Después: —Pedro... —con un gemido. Con manos curiosas, él le recorría el cuerpo bajo las burbujas de espuma, en la bañera profunda. Las protestas de Paula no consiguieron disuadirlo: siguió tocándola de una manera que la hacía arquear el cuello y suspirar. Paula observó el reflejo de los dos en los espejos que había frente a la bañera; aunque la iluminación sólo consistía en luz de velas, las imágenes de ambos eran nítidas.


—¿Cuándo se te ocurrió esta actividad tan decadente? —preguntó él.


—La primera vez que entré en este cuarto de baño —respondió ella, riendo por lo bajo—. Nos vi a los dos juntos de esta manera. Sentí el impulso de taparle los ojos a Juana antes de darme cuenta de que ese espejismo sólo existía en mi imaginación perversa. Desde luego —agregó— creo que es posible que ella haya heredado tu falta de modestia.


—¿Yo soy tan poco modesto?


—Me dijiste que desde que hiciste una gira con Hair, perdiste toda la modestia.


—¿Yo dije eso? —preguntó Pedro, sorprendido—. Pues te mentí. Jamás trabajé en Hair. Pasó que necesitaba una forma garantizada de meterme en una cama en la que tú estabas desnuda.


—¡Qué sinvergüenza! —dijo ella y le tiró agua a la cara, pero después comenzó a sacársela con la lengua. Mientras ella lo hacía, los dedos de él la fastidiaban sin piedad. De pronto él le preguntó con voz ronca:
—¿Sabes en qué momento me enamoré de ti?


Pedro —dijo ella con un suspiro cuando él encontró un punto muy sensible—. No lo sé, ¿cuándo fue? —preguntó deprisa, porque temía que pronto ni siquiera podría respirar.


—Cuando estábamos en el Salón Ruso de Té y tú fuiste sincera conmigo con respecto a Juana y lo que podíamos esperar de ella. —Sonrió. —Aunque también me atrajo esa pelirroja menuda que menospreció a Pedro Sloan, y que no le importaba si él era o no una superestrella. Ese día estabas deslumbrante. Confieso que mentalmente te fui quitando la ropa, prenda por prenda. Pero también debo decir que la realidad superó con mucho esa fantasía. —Y sus manos le dieron crédito a sus palabras.


—¿Cuándo supiste que me amabas? —preguntó Pedro después de un beso en el que su lengua rescató la dulzura de la boca de Paula.


—¿Alguna vez dije que te amaba? —preguntó ella con picardía.


La reacción de Pedro la sorprendió: giró hasta quedar sobre ella, sin importarle que el agua se derramara por el costado de la bañera.


—¿Me amas? ¿Me amas, Paula?


Con dedos que goteaban agua espumosa, ella le dijo, con señas: Te amo con todo mi corazón. Ese lenguaje silencioso fue más expresivo que el hablado. Los muslos sedosos de Paula se movieron sensualmente junto a los de Pedro debajo del agua caliente, transmitiendo un mensaje propio. Los ojos de él se enfocaron en los pechos de ella que flotaban en el agua y lo tentaron de manera intolerable.


La boca de Pedro se cerró sobre cada uno de sus pezones y jugueteó con ellos con los dientes y la lengua. Y las caderas de Pedro calzaron mejor en los huecos del cuerpo de Paula.


Mientras bebía de su piel mojada, él le dijo:
—Los caminos estarán intransitables durante los próximos días. Hasta que podamos ir a Alburquerque o a Santa Fe para casarnos legalmente, ¿consientes en vivir conmigo en pecado?


La lengua de Paula jugueteó con el pecho, el mentón y el bigote de Pedro.


—¿Qué dirías si te contestara que no? —preguntó ella con tono travieso.


—Te ahogaría —gruñó él y volvió a bajar la cabeza.


—Sí, ahógame, Pedro —dijo ella y se arqueó contra él—. Ahógame en tu amor.








SILENCIOSO ROMANCE: CAPITULO 18




El tiempo mitigó un poco la tristeza que Paula y Juana sentían por la partida de Pedro, aunque sin borrarla del todo. 


Con el entusiasmo y la capacidad de recuperación de una criatura, Juana despertó a la mañana siguiente conversando, muy excitada por la nieve e impaciente por empezar un nuevo día. Tanto para su propia tranquilidad como para la de Juana, Paula trazó varios planes para las dos que resultarían cansadores y llenarían por completo las horas del día, que parecían haberse multiplicado desde la partida de Pedro.


—No puedo creer que se haya ido tan pronto después de la boda —comentó Betty, sentada en el taburete de la cocina. 


Paula supervisaba en ese mo­mento la preparación de palomitas de maíz. Los chicos estaban pegajosos desde las puntas de los dedos hasta los codos y se metían esa mezcla viscosa en la boca antes de que el almíbar hubiera tenido tiempo de enfriarse.


Paula simuló no darle importancia al comentario, se encogió de hombros y dijo:
Pedro tiene un trabajo, Betty. Tuvo que irse.


—Ya lo sé, pero tienes que reconocer que es un comportamiento bien extraño para un hombre en su luna de miel.


Pero, en realidad, Pedro no está en su luna de miel, pensó Paula mientras Betty releía The Scoop Sheet por tercera vez.


Había comprado la revista esa mañana, mientras adquiría provisiones, y después corrió a mostrársela a Paula. La pareja sonriente que ocupaba la primera plana a todo color fue, para Paula, una burla obsce­na. Ella no quiso saber qué decía la nota, pero Betty igual se la leyó en voz alta, sin advertir las lágrimas que se deslizaron de los ojos de Paula y rodaron por sus mejillas. ¿Qué habría pensado Pedro de esa historia falsa? ¿La habría visto?


Por alguna razón que desconocía, Paula no quería revelar que ella y Pedro en realidad no estaban casados. Betty jamás entendería las complejidades de la situación y la acosaría con preguntas demasiado penosas para responder. 


Al igual que sus padres, Betty tendría que ignorar un tiempo más el verdadero estado de cosas.


Tarde o temprano, todos sabrían la verdad. Paula se sentiría entonces una tonta rematada, pero no más de lo que se sentía ahora. En los días que siguieron a la supuesta boda, ella casi había llegado a conven­cerse de que Pedro estaba tan enamorado de ella como ella lo estaba de él. Y él no podría haberse mostrado más afectuoso y más preocupado por hacerla feliz.


Paula debería haber recordado cuál era la ocu­pación de Pedro: le pagaban enormes sumas de dinero para que todos los días transmitiera distintas emociones. Las circunstancias le habían exigido que actuara como un recién casado enamorado, y él había interpretado ese papel a la perfección. También había recibido su paga; todas las noches, en la gran cama del piso superior. 


Básicamente, eso era lo que él siempre había querido de ella.


Ahora, la cara de Paula se encendió por la furia y la vergüenza. Al principio de la relación de ambos, él le había dicho qué podía esperar. Sin embargo, ella se había engañado y pensado que podía cambiar esa necesidad que sentía Pedro, podía transformarla en algo más profundo que el deseo físico.


Su meta no era tratar de que olvidara a Susana; él jamás la olvidaría, ni debería hacerlo.Paula sólo quería que él pudiera amar de nuevo... amarla a ella. Y creyó que estaba a punto de tener éxito en esa empresa. Pero, después, vio la expresión de la cara de Pedro cuando miró las fotografías de su primera esposa. La ropa de Susana diseminada por el piso del dormitorio debió de haberle recordado con fuerza a la mujer que la había usado y había bailado con esas zapatillas de satén, y su dolor se le reflejó en la cara. ¿Sintió él que había traicionado a Susana por haber dormido con Paula? ¿Por eso se había ido?


Por mucho que Paula intentara desalojar de su cabeza esos pensamientos que la atormentaban, siguieron allí torturándola. Si no hubiera sido por la dulzura de Juana, habría enloquecido. Al menos la pequeña aceptaba su amor y se lo devolvía sin re­servas. Paula no quería pensar siquiera en lo que sufrirían ella y Juana cuando se fuera.


¿Cuándo se fuera? Sí, tendría que irse para que Pedro pudiera volver. Ella no podría reanudar la relación de ambos como estaba antes. Jamás podría ser su amante ni acostarse con Pedro cada vez que él tenía ganas. Había sido poco más que eso con Samuel, y sabía que ése era un callejón sin salida.


Todo parecía indicar que tendría que esperar a ver qué esperaba Pedro de ella. Juana recibió una o dos notas breves cada semana, en las que no había ningún mensaje para ella. Ni una palabra. Jamás llamó tampoco por teléfono. 


¿La habría olvidado por completo?


Las dos semanas se convirtieron en tres y luego en cuatro. 


El clima les impedía la mayor parte de las salidas y excursiones que solían hacer, de modo que Paula inventó entretenimientos de interior: pintaron con acuarelas, enhebraron cuentas para hacer colla­res, cocinaron hasta que el freezer quedó repleto de tortas y bizcochos dulces.


Cierto día, cuando estaban preparando el baño de una torta de chocolate, Paula le preguntó a Juana si no le gustaría compartirla con Juan Meadows, y la pequeña asintió con entusiasmo.


El día estaba despejado pero muy frío. Se enfunda­ron en sacos bien abrigados y caminaron hasta el pueblo. Juan trabajaba en su tienda vacía. En los úl­timos tiempos no estaba muy ocupado. Whispers no era un lugar dedicado al esquí, y los turistas se dirigían a otros lugares donde se practicaba ese deporte.


Juan se alegró muchísimo de verlas. Como no esperaba ningún cliente, cerró la tienda y las invitó a la parte posterior del edificio, donde vivía.


—Toma, Juana —dijo Paula y le dio a la pequeña un pedazo grande de torta—. Es difícil inventar pro­yectos de enseñanza en el invierno —dijo, como explicando la generosidad de ambas—. A Juana le encanta cocinar, pero si no paramos un poco creo que esta temporada engordaremos como veinte kilos.


Juan sonrió con bondad y se alejó de la cocina, de donde le había servido a Paula una taza de café.


—Esa torta me dará de comer durante días —dijo él—. Gracias de nuevo, pero la visita sola habría sido bastante.


—Te hemos extrañado. Desde que Pedro... —Paula se interrumpió. Lo que había estado a punto de decir era "Desde que Pedro se fue, no hemos tenido ganas de hacer nada". Se concentró en soplar el café para enfriarlo un poco.


—Paula, ¿cómo te cayó que él volviera a Nueva York? —Hizo la pregunta en voz baja, pero Paula no pudo pasarla por alto. Levantó la vista y miró a Juan cuando él se reunió con ellas frente a la mesa, con un jarro con café en su mano gigantesca.


—Él... yo... —Las palabras se le atragantaron en la garganta y Paula trató de ocultar su emoción acer­cándose a Juana y apartándole los rizos que se acercaban demasiado al baño de chocolate que le rodeaba la boca. Ella miró a su maestra con los ojos verdes de Pedro. Le recordaron a él y Paula sintió que las lágrimas escapaban de sus párpados y le rodaban por las mejillas.


—¿Quieres hablar sobre eso? —preguntó Juan y le tocó la mano, que Paula tenía apoyada sobre el mantel a cuadros. 


Los ojos de Juan eran cálidos e inspiraban confianza. Paula empezó a hablar, y de pronto toda la historia brotó de sus labios.


Juan no la interrumpió; no hizo ningún comentario cuando ella tuvo que parar para sonarse la nariz o para reprimir una nueva oleada de lágrimas. Juana, exhibiendo una ternura o comprensión superior a su edad, se acercó a Paula, se le sentó en la falda, recostó la cabeza en su pecho y le palmeó el hombro como para consolarla.


—En realidad no estamos casados —dijo Paula con voz ronca—. La ceremonia fue real, pero los votos fueron falsos; no significaron nada para Pedro.


—¿Y para ti sí? —preguntó Juan.


Paula trató de contestar pero no pudo. Se limitó a mirarlo y a asentir.


—Yo lo amo, Juan. La primera vez que lo vi supe que iba a amarlo, y luché contra ese sentimiento. Luché cuando comprendí que yo nunca significaría para él más que un cuerpo cálido en la cama. —No la cohibió reconocerlo. Juan jamás condenaría a nadie por amar. —Él estuvo sincero y me advirtió que amaba a su esposa y que no podría involucrarse con otra persona en una relación permanente.


Volvió a sonarse la nariz con un pañuelo de papel, ya empapado y roto. Juana la miró con tanta preocupación que Paula le frotó la espalda y le dedicó una sonrisa de aliento. 


La chiquilla no debería ver que ella estaba triste; Paula era su única ancla y sin duda la trastocaría ver a su maestra-madre en ese estado de desolación.


—Creo que has juzgado mal a Pedro, Paula —dijo Juan—. No estés tan segura de que eres sólo "un cuerpo cálido en la cama" para él. Te ha dejado la responsabilidad de virtualmente educar a su hija en su nombre. Para él es imposible tenerla todo el tiempo a su lado. Sería difícil para cualquier hombre soltero criar a una hija pequeña.


—Me pagan para hacerlo, Juan. Él podría haber tomado a cualquier otra persona con la misma faci­lidad.


—Probablemente con mucha más facilidad. Pero no lo hizo. A pesar del hecho de que una mujer hermosa viviendo en la casa de cualquier hombre provoca incalculables problemas, te eligió a ti.



—No es así. Me eligieron para él; vine muy reco­mendada.


—Está bien —dijo Juan y suspiró con resignación—. No pienso discutir eso contigo todo el día. Pero hay otra cosa. —Su voz había cambiado mucho, y el tono diferente hizo que Paula lo mirara. —He visto a Pedro contigo. He visto la expresión de sus ojos cuando te miraba.


—Lo que viste fue lascivia. Entre los dos hay una química explosiva. Yo sé que él me desea.


—No, Paula. Conozco de primera mano la lascivia —dijo y se echó a reír—. No, hay una clara diferencia entre las dos cosas. ¿No reconoces el amor cuando lo ves? —Su sonrisa era triste y sus ojos confirieron más de un significado a sus palabras. Paula abrió la boca para decir algo, pero no pudo. No había nada que pudiera decir. Juan lo sabía, por eso se apresuró a continuar. —Y jamás he visto a un hombre tan celoso como Pedro el día que fui a tu casa.


—Tenía celos del afecto que te tiene Juana—dijo Paula—. Y no le pareció nada bien que tú y yo nos viéramos seguido. —Rió con amargura. —A la luz de lo que Pedro tenía en mente para mí, su reacción frente a nuestra cita semanal, con Juana de chaperon, me resulta divertida. Si no fuera tan triste.


—¿La esposa de Pedro falleció hace tres años?


—Así es. La doctora Norwood me dijo que ella murió cuando Juana tenía pocos meses. Eso fue lo único que supe, y Pedro no me amplió esa infor­mación. El de su esposa es un tema prohibido en nuestra conversación.


—Mmmm —murmuró Juan—. Es raro que un hombre de la inteligencia y la seguridad en sí mismo de Pedro siga prisionero del recuerdo de su esposa después de tanto tiempo.


Paula suspiró.


—Yo tampoco lo entiendo, Juan, pero es así. No tengo dudas al respecto.


Ella y Juana se fueron un rato después. Las lágrimas de Paula le habían proporcionado el medio de ventilar parte de su depresión, y se sintió mejor cuando abandonó la casa de Juan.


Una vez en la puerta, él le pasó un brazo por los hombros.


—Paula, si hay algo que yo pueda hacer por ti, por favor no vaciles en llamarme. Sé lo que es sentirse lastimado por dentro, y a veces el hecho de compartir ese dolor ayuda mucho.


Juan, en algún momento de su vida, había sufrido una pena intolerable. Paula lo sabía intuitivamente. ¿Por eso jamás censuraba a otras personas? ¿Por eso era tan comprensivo? ¿Comprendía él que una mala acción por lo general era el resultado de un espíritu herido? 


****


Tres semanas después de la visita de las dos a casa de Juan, el primer temporal de nieve de la temporada se abatió sobre Whispers. Aunque los días eran mo­nótonos, Paula estaba más en paz consigo misma y con su difícil situación. 


Ensayó diferentes métodos de enseñarle a hablar a Juana y fue recompensada cuando la pequeña comenzó a hacer progresos notables.


La tarde del temporal, el viento comenzó a aullar en forma amenazadora mientras las dos se encon­traban instaladas en el aula, frente al espejo, tratando de perfeccionar el sonido de la letra "P". Paula tenía una pelota de algodón en la palma de la mano y le demostraba a Juana cómo volaba cuando ella pronunciaba el sonido en forma adecuada. La chiqui­lla la imitaba y se llenaba de orgullo cuando lograba producir el sonido 


Paula la dejó practicando con la pelota de algodón y se dirigió al living porque le pareció oír un ruido en el exterior. 


Cuando llegó a los amplios ventanales, espió hacia la nieve por entre los pesados cortinados. Su corazón dejó de latir cuando vio a Pedro, que se apeaba de un vehículo con tracción en las cuatro ruedas y corría hacia los resbaladizos escalones del porche con la cabeza baja para protegerse del viento.


Levantó la mano para llamar a la puerta, pero Paula corrió y se la abrió de par en par para que en­trara. Él se sacudió la cabeza, que tenía llena de nieve, y se bajó el cuello del abrigo antes de girar para mirarla.


—Paula—dijo él.


Ella trató de pronunciar su nombre, pero sólo logró hacer los movimientos con la boca, sin que le saliera ningún sonido.


—¿Cómo estás? —preguntó él.


—B...bien —tartamudeó Paula. Sacudió un poco la cabeza para tratar de despejársela, y dijo, ya con más firmeza: —Estoy... estamos muy bien. Todo está bien. —No le preguntaría qué hacía él allí. Esa escena ya la habían interpretado antes.


—¿Dónde está Juana? —preguntó Pedro.


—En el aula. Hemos alterado un poco nuestros horarios desde que tú... —No siguió la frase. —Creo que es mejor de esta manera —explicó.


Él no hizo ningún comentario sino que se dirigió al aula y transpuso la puerta. Antes de que Paula llegara, oyó los gritos entusiastas de Juana.


Pedro se encontraba de pie en medio del cuarto, con Juana en brazos. La pequeña le rodeaba el cuello con las manos y trataba de rodearle el pecho con las piernas. Él la sostenía con las manos debajo del trasero. Conejito, que Juana rara vez soltaba desde la partida de Pedro, estaba ahora olvidado junto a la silla.


Se echó hacia atrás y miró a su padre a la cara.


—Jua-na, Jua-na —dijo, golpeándose el pecho con las manos—. Pa-pá. Pa-pá —dijo y volvió a abrazarlo.


—Querida mía, es maravilloso —dijo él, pero su hija no pudo oír ese elogio. Lo leyó en sus ojos. Pedro miró hacia Paula, que todavía estaba junto a la puerta, y le sonrió. —Es fantástico, Paula. Juana va muy bien, ¿verdad? —Era el padre ansioso que se había sentado frente a ella en el Salón Ruso de Té, y al que ella le había contestado, con tono tranquilizador: "Sí, Pedro. Va muy bien".


Pedro consiguió liberar una mano el tiempo suficiente para sacar del bolsillo dos paquetes de goma de mascar. Juana se abalanzó ávidamente sobre la golosina y él le abrió uno de los paquetes. Era obvio que las clases habían terminado por el día.


Por la cabeza de Paula desfilaron como un millón de preguntas, pero reprimió el impulso de hacérselas. Muy pronto se enteraría por qué Pedro se había presentado allí el peor día del año. Lo único que sí le preguntó fue:
—¿Quieres un café o cocoa? Debes de estar congelado.


—Sí, por favor. Primero pasaré por el baño y me reuniré contigo en la cocina.


A Paula le temblaron las manos cuando preparó la cocoa, que Pedro dijo que prefería. Sacó del freezer algunos bizcochos que Juana y ella habían cocinado y los puso en el horno de microondas. El inconfundible aroma a bizcochos recién horneados llenó la cocina.


—Si no supiera que no es así, pensaría que me esperabas —dijo Pedro al entrar en la habitación y pasarle la mano por el pelo. Los jeans ajustados eran de tiro corto y el suéter celeste le confería un brillo verde a sus ojos. Paula tragó fuerte. Dios, qué sexy era ese hombre. Una serie de recuerdos, explícitos e intensos, poblaron su mente. Se obligó a apartar la vista.


—Juana y yo hemos estado cocinando bastante. Hace algunas semanas, le hicimos una torta de chocolate a Juan. —Ese comentario tenía por intención herir a Pedro, y Paula supo que no era propio de ella.


Si Pedro iba a decir algo, se lo impidió ver que Juana entraba corriendo en la cocina y exigía sentarse en sus rodillas mientras él bebía su cocoa. Los dos se comunicaron por señas durante algunos minutos, y a Paula le alegró comprobar que Pedro no había olvidado sus habilidades. De hecho, parecía incluso más diestro.


—Bueno —dijo él y se echó hacia atrás en la silla después de terminar la cocoa y ver que Juana estaba muy atareada coloreando una figura—, hemos enterrado al doctor Glen Hambrick.


—¡Cómo! —exclamó Paula, azorada—. ¿Qué quieres decir?


—Quiero decir —respondió él con una sonrisa—, que él nunca se recuperó del golpe en la cabeza que recibió en el parque, ¿recuerdas? —Ella asintió y él prosiguió. —Murió mientras dormía sin recuperar en ningún momento el conocimiento. Pobre tipo —dijo Pedro con exagerada compasión.


—¿Qué vas a hacer, Pedro? —Paula olvidó su decisión anterior de no hacerle ninguna pregunta.


—Pa-pá. —Juana distrajo su atención para criticar su propio dibujo. 


Una vez que Pedro le hubo prodigado la cantidad adecuada de elogios, volvió a mirar a Paula, quien aguardaba con impaciencia escuchar sus planes.


—Se está por rodar un telefilm en el que quiero actuar. Lo realizará una estupenda compañía productora. Me lo dijeron bajo cuerda y le encargué a mi representante que me consiguiera el papel. Tomé un avión a Hollywood e hice la prueba de filmación. Les gusté y las cosas pintan bien. —Desvió la vista, con timidez. —Es sobre una criatura autista que, además, es sorda. Necesitaban a una persona que supiera el lenguaje de señas para encarnar a su padre.


Pedro, es maravilloso —dijo ella con vehemencia, y lo dijo de corazón.


—¿Conoces la obra que se da en Broadway Children afa Lesser God? Es sobre los sordos y ha recibido toda clase de premios.


—Sí, por supuesto. La he visto.


—Bueno, el que la produjo está trabajando con un dramaturgo en un guión similar y busca a un nuevo y brillante director que no le tenga miedo a un desafío así. El otro día almorcé con él.


Pedro, me alegra tanto por ti.


—No te alegres todavía. Hay millones de variables y todo podría salir mal. —La expresión de su cara era seria y enseguida se dibujó en ella su famosa sonrisa devastadora con hoyuelos. —Pero es difícil no entusiasmarse, ¿no?


—Espero que todo salga como lo esperas. ¿No extrañarás al doctor Hambrick?


—Es posible que tenga algunos dolores de abstinencia, pero no creo que me duren. Lo mejor es que podré pasar más tiempo con Juana. Es posible que tenga que viajar un tiempo de costa a costa, y los horarios no mejorarán mucho, pero entre un trabajo y otro podré tomarme vacaciones como las demás familias. 


Extendió la mano para acariciar la cabeza de su hija y no advirtió la mirada acongojada de Paula.


Ella se levantó en forma abrupta y se atareó en sacar un guiso del freezer —en realidad, el fruto de un día de lluvia— y en ponerlo en el horno para la cena.


Pedro siguió parloteando.


—Será duro por un tiempo y tendré que cuidar el presupuesto, algo que no he tenido que hacer durante los últimos años. Pero he logrado ahorrar lo suficiente para vivir si los tiempos se ponen difíciles. —Rió. —Aunque no lo creas, mi representante está fascinado. Dice que los clientes están deseando que mi cara respalde cualquier cosa, desde dentífrico hasta pantimedias. Uno trabaja un día y gana muchísimo dinero si se trata de un comercial que se transmite en todo el país. Hasta ahora no me preocupó esa posibilidad, pero creo que ha llegado el momento de sacar partido de mi popularidad.


Paula lavó la lechuga debajo de la canilla.


—Estoy segura de que serás un éxito, Pedro. En cualquier cosa que hagas.


Se alegró cuando Pedro se ofreció a llevarse a Juana de la cocina mientras ella terminaba de preparar la cena. En cuanto se fueron,Paula se recostó contra la mesada y se tapó la cara con las manos.


Pedro prácticamente le había dicho que estaba despedida. 


No sólo no había mencionado el falso matrimonio de ambos y la aventura que habían vivido, sino que había dado a entender que podría pasar más tiempo con Juana, convirtiéndola a ella en algo superfluo. Le pagaba un sueldo más que generoso. No ganaría tanto dinero como antes, de modo que tendría que recortar gastos, y sin duda ella era uno de esos gastos.


No tendría problemas en encontrar otro trabajo: siempre existía demanda para una maestra de sordos, pero ella no sentiría ninguna alegría al aceptar otra posición. 


Constantemente seguiría preocupándose por la alumna a la que había llegado a considerar su hija.


Sabías que era peligroso acercarse demasiado, involucrarte demasiado, se censuró Paula. Ahora lo pagarás caro.


Un pensamiento la consoló: Juana era demasiado joven para recordarla durante mucho tiempo. Al principio extrañaría a su maestra, pero muy pronto se recuperaría y olvidaría. Paula trató de convencerse de que ese pensamiento la consolaba. 


¿Por qué, entonces, la perspectiva le resultaba tan penosa?


—¿Paula? —Ella saltó cuando Pedro pronunció su nombre desde el portal de la cocina. Se recompuso y giró hacia él.


—¿Sí?


—¿Las cajas con las cosas de Susana siguen arriba, en el placard?


Paula tenía las manos entrelazadas detrás de la espalda y sintió que las uñas se le clavaban en las palmas. Se le hizo un nudo en la garganta, pero consiguió contestar con bastante calma:
—Sí. Yo no las he tocado.


—Muy bien —fue todo lo que él dijo, golpeó la jamba de la puerta y se alejó.


Paula tardó un buen rato en recomponerse. ¿Cómo podía él preguntarle algo así y no demostrar ninguna contemplación con sus sentimientos? ¿Acaso creía que ella se le había entregado con liviandad? ¿Sería preciso olvidar las noches en la cama con él, como si no hubieran existido?


¿Creía Pedro que ella podía olvidar el roce de sus manos y de su boca? Recordó las palabras de amor susurradas que él había usado mientras le enseñaba las maneras de complacerlo. La había alentado cada vez que la traía de vuelta de esa región donde todo eran luces  resplandecientes. Una y otra vez, y en formas antes desconocidas para ella, él la había llevado allí. Pero siempre la esperaba del otro lado para abrazarla, acariciarla y atesorarla.


Durante la cena, Pedro conversó animadamente y elogió esa comida casera que, aseguró, era la primera desde que volvió a Nueva York. Le contó a Paula todos los chismes de la ciudad: quién era visto con quién y en cuál disco elegante. 


Ella respondió sólo cuando era necesario. Cuando él le preguntó sobre Betty y su familia, ella le relató una anécdota sobre Raul y una lata de pintura, y al oírla él estalló en carcajadas. Juana siguió el relato con señas, agregó su propia descripción del percance y se unió a Pedro en la risa.


Después de la comida, Pedro trató de ayudar con los platos, pero Paula lo echó.


—Tienes que pasar más tiempo con Juana —le dijo.


—Está bien. De todas formas, quería decirle algo importante —dijo él, siguió la sugerencia de Paula y salió de la cocina para buscar a su hija.


Los platos estaban lavados y a Paula no se le ocurrió en qué otra cosa ocuparse. Deliberadamente había estirado los preparativos para la cena y el lavado de los platos, pero ahora no le quedaba más remedio que estar un tiempo con Pedro.


Dios, dame fuerzas, oró al dirigirse al living. ¿Cómo haría para soportar estar con él y no ser parte de él? ¿Para estar muy cerca de Pedro y no poder tocarlo? Desde que Pedro había entrado, sacudiéndose la nieve del abrigo, ella había anhelado tirarle los brazos y estremecerse de nuevo con su abrazo. Pero eso estaba descartado. Y, seguramente, en cuestión de días ella saldría para siempre de la vida de Pedro.


Revisaba el cerrojo de la puerta del frente para estar segura de que se encontraba bien cerrada, cuando oyó la voz de Pedro procedente del aula. Le llegó por encima del rugido del viento y del repiqueteo de la cellisca.


—Ma-má —decía Pedro con claridad, acentuando las sílabas—. Siéntelo aquí, Juana —le oyó decir—. Coloca tus dedos aquí, en mi garganta. Ma-má. Mamá. ¿Lo ves? ¿Puedes hacerlo?


—Mau-má. —Paula oyó que Juana lo decía sin esfuerzo.


—¡Sí! —oyó que exclamaba Pedro al palmear a la chiquilla en la espalda—. Está bastante bien. Así se ve cuando está escrito. M - A - M - Á. Ma-má. Inténtalo de nuevo —la instó.


Paula se cubrió la boca para reprimir el grito de angustia que le brotó de la garganta. ¡Las fotografías! Pedro le había preguntado si las cosas de Susana seguían arriba. Debió de haber buscado algunas para poder explicarle a Juana su relación con la mujer de las fotos.


—No puedo soportarlo —gimió Paula y corrió al piso superior. No bien abrió la puerta del dormitorio, vio que las puertas del placard que contenía las cajas estaban abiertas. 


Sin duda él las había revisado y sacado lo que quería mostrarle a su hija.


Dios mío, dijo Paula entre sollozos: todavía la ama y siempre la amará. Subconscientemente había abrigado la esperanza de que el regreso de Pedro significaba que había reconsiderado la relación de ambos y que quizá deseaba que ese matrimonio fingido se convirtiera en legal. Ahora sabía que no era así.


También sabía lo que tenía que hacer.


Sin pensarlo más, sacó una valija de debajo de la cama y comenzó a llenarla. Sólo puso en ella lo necesario. Le pediría a Betty que le enviara el resto de sus cosas más adelante. En ese momento, ni siquiera tenía una dirección.


Cuando terminó, cerró la valija y volvió a deslizarla debajo de la cama. No quería que Pedro se enterara de sus planes.


Paula Chaves era una luchadora. Darse por vencida era una ofensa repugnante a su carácter. Sólo una vez antes en la vida se había visto obligada a ceder: cuando su matrimonio llegó a un punto en que no existía remedio posible.


Era una luchadora, pero cuando la derrota era inevitable, cuando la victoria no estaba a su alcance, sabía cómo rendirse con dignidad, no importaba cuánto ofendía su orgullo. Aceptó que Pedro jamás correspondería a su amor. 


Se iría ya mismo. Mientras le quedaba un resquicio de dignidad.


Lo que hacía era agitar una bandera blanca de rendición.