miércoles, 27 de enero de 2021

UNA PELIGROSA PROPOSICIÓN: CAPÍTULO 32

 


Esa tarde, en la piscina, Pedro la había instruido sin tocarla innecesariamente ni una sola vez. Y si el corazón de Paula había latido con más fuerza en alguna ocasión al creer percibir un destello de deseo en su mirada, se debía exclusivamente a que su cuerpo no se había puesto aún al nivel de su nueva línea de razonamiento.


—¿Te he dicho ya lo guapa que estás esta noche?


Los latidos del corazón de Paula se aceleraron al instante.


—Gracias.


Había elegido un vestido largo y fresco en tonos azules y verdes. Unas pequeñas tiras lo sujetaban a los hombros y luego cruzaban la espalda hasta la cintura.


Ya que estaba forrado, no había sentido la necesidad de ponerse sujetador. Y ese era otro indicio de cambio en ella. El día que acudió con Pedro al club de blues fue la primera vez en su vida que había salido de casa sin sujetador. Entonces se sintió desnuda. Sin embargo, esa noche no se lo había pensado dos veces.


Todo estaba sucediendo tan rápido que no era de extrañar que le estuviera costando pensar con coherencia.


—¿Te ha dicho alguien alguna vez que tienes un instinto maravilloso para la ropa de mujer?


Los ojos de Pedro empezaron a brillar, y Paula sintió un inquietante cosquilleo en el estómago.


—No, y viniendo de ti es todo un cumplido. Como ya te dije, opino que tienes un gusto impecable.


Paula miró su copa de champán, la tomó y volvió a dejarla en la mesa.


—¿Has invitado aquí alguna vez a otra mujer?


—No.


—¿Y has hecho alguna vez algo… parecido con otra mujer? Me refiero a las lecciones que me estás dando.


—No.


Aquellas dos respuestas hicieron sonreír a Paula.


—¿Ni siquiera has tratado nunca de conseguir que alguna mujer suavice su aspecto y actitud?


Pedro rió.


—Y no olvides lo de enseñar más piel.


—Te aseguro que no podría olvidarlo.


Pedro movió la cabeza.


—No creo que puedas decir que nada de lo que te he comprado caiga en la categoría de atrevido. Sexy, tal vez, pero no atrevido.


Paula no había pensado nunca en sí misma como sexy hasta que Pedro había decidido prestarle toda su atención. Con sus lecciones, con la ropa que había elegido para ella y, sobre todo, con su forma de tratarla y mirarla, la había hecho consciente de ser una mujer en todo el sentido de la palabra.


Parecía algo sencillo y natural, pero no para ella. Nunca había pensado en sí misma como en una mujer con una sexualidad propia, ni con la capacidad de sentirse al menos parcialmente cómoda con ella. Era como si Pedro hubiera apartado de su camino un obstáculo, dándole una nueva visión de sí misma.


Bebió un sorbo de champán.


—En retrospectiva, pienso que no debe haberte resultado especialmente fácil darme las clases. Por un lado, los hábitos que has tratado de cambiar en mí estaban muy arraigados. Y tenías razón respecto a mi forma de acercarme a los hombres. Era demasiado… profesional.


—Debes sentirte muy sosegada y afable esta noche para admitir todo eso.


Paula rió.


—Supongo. Creo que es una mezcla de la maravillosa noche que hace y del champán.


—En ese caso, bastará con que encargue más noches como esta y varias cajas de champán.




UNA PELIGROSA PROPOSICIÓN: CAPÍTULO 31

 


La cena había sido servida en la mesa redonda de la terraza. En el centro ardía una vela junto a un florero de hibiscos rojos. Una música suave y romántica flotaba en el aire, perfumado por las exóticas flores de la isla. La luna llena dejaba su rastro de plata sobre el oscuro mar.


Paula nunca había sido dada a las fantasías, pero sentía que aquella noche tenía un matiz casi mágico.


Pedro y ella habían terminado de cenar y Liana había recogido la mesa. Cuando les preguntó si querían algo más, Paula pidió una copa de champán y Pedro un coñac.


Tras servirles las bebidas, Liana les dio las buenas noches. Pedro había explicado a Paula que Liana y su familia vivían en una zona privada de la isla en la que tenían su propia playa.


Lo que significaba que ella y Pedro estaban completamente solos.


Paula se apoyó contra el respaldo de su asiento y dio otro sorbo a su copa de champán, consciente de que estaba experimentando otra nueva sensación: satisfacción. No duraría, por supuesto, pero pensaba disfrutarla mientras pudiera.


—Si tú y Darío lograrais embotellar de alguna manera noches como estas y venderlas, haríais una fortuna. O tal vez debería decir «otra» fortuna.


El hoyuelo de Pedro apareció cuando sonrió.


—Sé a qué te refieres. Estas noches son uno de los motivos por los que he llegado a encariñarme tanto con estas islas.


—Lo comprendo perfectamente. Me encantan los amaneceres, pero con noches como esta, casi podría cambiar de opinión.


—Ah, pero aún no has visto nuestros amaneceres.


Paula asintió.


—Tengo planeado levantarme a primera hora de la mañana para verlo. Y estoy deseando que vayamos a bucear.


—Me alegra saberlo. El lugar que he elegido es una maravilla. El arrecife se sumerge hasta diez metros en esa zona, y podrás admirarlo todo.


—¿Cómo vamos a llegar hasta allí?


—En barca.


—Estoy deseando que llegue mañana.


Pedro sonrió irónicamente.


—¿A pesar de que aún no has llegado a dominar el arte de vaciar el tubo de buceo?


Paula movió la cabeza.


—Aún no comprendo cómo esperas que haga eso. Cuando el tubo se llena de agua, ¿Qué sentido tiene soplar tres veces en rápida sucesión?


—Así es como lo vacías de agua.


—No si el agua entra a la vez que expeles el aire y tienes los pulmones vacíos.


Pedro rió.


—Por eso quería que practicaras hoy en la piscina. Al menos ahora sabrás qué esperar cuando estemos en el mar.


Paula sonrió.


—Es una pena que no tengas un barco con el fondo transparente.


Pedro ladeó la cabeza y la miró con expresión divertida.


—Oh, vamos. No vas a dejar que un poco de agua en el tubo te asuste, ¿verdad?


—Claro que no.


—Esa es mi chica. Todo lo que necesitas es un poco de práctica; lo demás vendrá rodado. Ya verás.


El pulso de Paula se aceleró. Pedro la había llamado «mi chica». Por supuesto, solo era una de esas frases que las personas utilizaban despreocupadamente en alguna ocasión. Ni siquiera estaba segura de que Pedro supiera que la había dicho. Pero ella sí.


Si alguien le hubiera dicho cuatro días atrás que iba a estar deseando salir a bucear, habría replicado que estaba loco. Y si un hombre la hubiera llamado «mi chica», le habría pegado un buen corte. Pero ahora…


—No estoy demasiado preocupada. Si entra agua en el tubo, o si olvido respirar a través de la boca en lugar de por la nariz, me limitaré a sacar la cabeza del agua.


—Y yo estaré a tu lado por si tienes cualquier problema.


Paula asintió.



UNA PELIGROSA PROPOSICIÓN: CAPÍTULO 30

 


Paula simuló el repentino inicio de una migraña. En cuanto Pedro salió a la superficie, alegó un intenso dolor en el lado izquierdo de la cabeza. Mientras lo hacía no dejó de llamarse cobarde, pero le daba lo mismo. No pensaba meterse en la piscina con Pedro en aquellos momentos, después de la intimidad con que acababa de acariciarla.


Además, lo que había visto cuando se había lanzado al agua era una prueba indiscutible de que él también se había sentido afectado, aunque sabía que de forma distinta a la de ella.


Entendía que los hombres no necesitaban sentir lo mismo que las mujeres para excitarse sexualmente. Para ellos bastaba con un estímulo mínimo, lo que empeoraba aún más las cosas para ella. Lo que Pedro podía hacerla sentir con un mero guiño no significaba nada para él. En cuanto a ella… podía pensar en aquello más tarde.


Tomó su blusa, se la puso y se encaminó de regreso a la casa. Pedro la alcanzó rápidamente, la tomó en brazos y la llevó así hasta el dormitorio.


Paula no se sintió capaz de protestar. Después de todo, ya la había ayudado durante una de sus auténticas migrañas, y estaba preocupado.


Instintivamente, apoyó la cabeza en su hombro y lo rodeó con un brazo por el cuello. Pedro no había tenido tiempo de secarse, y aún tenía la piel húmeda y deslizante. Paula trató de no sentir nada, pero el intento fue inútil. El mero contacto de sus pieles reavivaba el recuerdo de los dedos de Pedro metidos bajo su biquini.


Afortunadamente, unos momentos después la dejaba cuidadosamente sobre la cama.


—¿Qué medicina quieres tomar?


Paula cerró los ojos. No quería que se preocupara por ella. No quería ver la protuberancia de su ceñido bañador. Aunque ya no estaba excitado, el mero contorno de su sexo era suficiente para que la boca se le hiciera agua.


—No te molestes. Me levantaré en un minuto.


—Tú limítate a decir qué pastilla quieres.


Aquello iba a resultar complicado. Paula quería librarse de él lo antes posible pero, teniendo en cuenta cómo se había comportado la noche que sufrió una auténtica migraña, sabía que no se iría hasta haber hecho todo lo posible por ella.


—Tráeme la bolsa.


Pedro se la acercó junto con un vaso de agua. Paula eligió una de las pastillas más suaves.


—¿Te importaría traerme un paño húmedo?


Pedro frunció el ceño.


—Primero tómate la pastilla.


Paula no tenía escapatoria. Se metió la pastilla en la boca, la colocó rápidamente bajo su lengua y dio un sorbo de agua. Satisfecho, Pedro volvió al baño. Ella tuvo el tiempo justo para sacarse la pastilla de la boca y volver a meterla en el frasco antes de que él reapareciese con el trapo.


—Gracias —dijo, y se cubrió los ojos con él.


—¿Qué más puedo hacer? ¿Quieres que cierre las contraventanas para oscurecer la habitación?


—No, quiero sentir la brisa. El trapo evitará que me moleste la luz —Paula se fijó de repente en que estaba hablando con frases completas. Era muy mala mintiendo, al menos a Pedro—. Vete. Voy a dormir.


Sintió que él se sentaba en la cama y la tomaba de la mano.


—¿Estás segura? La última vez…


—La última vez no… —Paula suspiró y se obligó a hablar entrecortadamente—… no corté el dolor de cabeza a tiempo. Este no será… tan malo —retiró su mano de la de Pedro con suavidad—. Todo lo que necesito es dormir.


—Hay un botón blanco en el teléfono que sirve para avisar. Lo tienes al alcance de la mano. Si necesitas algo, cualquier cosa, solo tienes que presionarlo, ¿de acuerdo?


—Sí… pero no será necesario.


Paula esperó, pero Pedro no se movió. Durante un rato temió que fuera a quedarse allí, como en la otra ocasión. El hecho de que su preocupación fuera sincera la hacía sentirse fatal. Y extraña. Aparte de Monica, nadie se preocupaba por ella. Sin embargo, Pedro sí. Se preguntó por qué, pero no supo qué responder.


Poco a poco logró relajarse y hacer que su respiración se volviera pausada y rítmica. Finalmente, Pedro se levantó de la cama y salió silenciosamente de la habitación.


Cuando por fin estuvo sola, Paula decidió seguir su costumbre en momentos de crisis y repasar lo que, sabía con certeza.


Había aceptado ir a la isla porque sentía que hacerlo le daría la oportunidad de descubrir cuáles eran los cambios que estaba experimentando y por qué estaban teniendo lugar. De momento no había tenido tiempo de hacerlo, pero la excusa del dolor de cabeza acababa de concedérselo.


Sin embargo, cuanto más se esforzaba en aclarar sus ideas, más confusa se sentía. Sus pensamientos estaban demasiado entremezclados con sensaciones y emociones que, de un modo u otro, tenían que ver con Pedro.


«Darío», se dijo con severidad. «Darío, Darío».


Repitió el nombre una y otra vez en su cabeza, tratando de centrarse en su meta original.


El problema era que no olvidaba por qué había aceptado el plan de Pedro. Se suponía que todo lo que había hecho durante los días pasados era para poder atraer la atención de Darío como mujer, no como una prima segunda por la que este nunca se había sentido demasiado atraído. Sin embargo, solo lograba pensar en Pedro.


Respiró profundamente. Estaba claro que su cerebro necesitaba oxígeno, aunque era obvio que la isla tenía una sobrada cantidad.


Supuso que era lógico que lo hubiera podido pensar con claridad. Si aquellas lecciones le habían enseñado algo era por qué las mujeres perdían la cabeza y el corazón por Pedro. Era un hombre viril, profundamente sexual y muy atractivo.


Y las lecciones que le estaba dando contenían fuertes dosis de aquellos elementos. Para que se acostumbrara a las caricias de un hombre, la había acariciado. Para enseñarle cómo bailar con un hombre, se lo había demostrado. Entendía que algunas cosas solo podían enseñarse con la práctica.


Pero, como resultado, su mente y su cuerpo estaban reaccionando a Pedro, cuando estaba segura de que eso era lo último que él pretendía. Estaba segura de que, desde su punto de vista, se veía a sí mismo como un mero sustituto de Darío.


¿Y los cambios que sentía en su interior? Tal vez se debían sencillamente a que las lecciones de Pedro estaban funcionando, a que, de algún modo indescifrable, estaban haciendo que se suavizara y se sintiera más dispuesta a amar a un hombre.


A Darío, por supuesto.


Apenas logró reprimir un gemido. Las conclusiones a las que había llegado eran totalmente coherentes pero, por alguna razón que se le escapaba, no podía aceptarlas.


La tarde se acercaba. A pesar de todo lo que había dormido la noche anterior, logró volver a quedarse adormecida. Pero incluso con el trapo sobre los ojos siempre fue consciente de cuándo entraba Pedro en el dormitorio a comprobar cómo estaba. Permanecía a los pies de la cama, la miraba unos minutos y luego se iba.


Para las cinco de la tarde ya estaba aburrida. El falso dolor de cabeza le había servido para lo que pretendía: recuperar el equilibrio y colocar dentro de contexto lo que le estaba sucediendo. Si no podía asumir las explicaciones al cien por cien, al menos tenían cierto sentido.


Además, si seguía analizando lo que le sucedía acabaría por sufrir una auténtica migraña. No estaba acostumbrada a la inactividad y había un auténtico paraíso tras la puerta.


Se levantó y fue a buscar a Pedro. Ya se sentía lo suficientemente fuerte como para enfrentarse a las clases de buceo.