domingo, 2 de agosto de 2020

CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 46


Mauricio se humedeció los labios resecos mientras se asomaba al Club del Emperador. Una copa en la barra lo habría ayudado a calmar los nervios, pero en aquel momento tenía negocios más urgentes que atender. Acababa de ver a Gabriel cerca del ascensor y desvió su camino para interceptarlo.


—He visto a unos policías de paisano vigilando la terminal del crucero cuando volvía —le dijo—. ¿Qué está pasando?


Para variar, Gabriel no estaba mirando a las mujeres sino a un par de tipos que acababan de pasar por delante del bar. Tomó a Mauricio del codo y se internó por el pasillo que corría paralelo a cubierta.


—Tenemos problemas. ¿Recogiste esa cosa?


Aquello no alivió en modo alguno su nerviosismo. Necesitaba una copa. Forzó su habitual sonrisa de Padre Connelly en beneficio de los pasajeros que pudieran reconocerlo y apretó el paquete contra su pecho.


—Un plato de la época helenística. Intacto.


—Dámelo, yo me desharé de él.


—Tengo una factura falsa.


—No es suficiente. Hay policías por todas partes. No solamente en el muelle, sino también aquí.


—¿Aquí? ¿Quieres decir a bordo? ¿Por qué?


—Los ha avisado la Interpol.


Las palmas de las manos le empezaron a sudar. La Interpol podía informar a la policía de cada puerto.


—Yo creía que el jefe tenía contactos. Debería habernos advertido.


—Puede que no se haya enterado. Corre el rumor de que todo esto tiene algo que ver con aquel niño cuyo padre sufrió el atropello. Probablemente los habrás visto. El niño ruso y el tipo grande con muletas.


Mauricio comprendió inmediatamente lo que quería decir Gabriel. Aquella pareja habría llamado la atención en medio de una multitud.


—Ya. Suelen ir acompañados de una mujer alta y rubia.


—Por lo que he oído, un pistolero ruso anda detrás de ellos. La seguridad del barco está en máxima alerta.


—Oh, diablos.


—Y que lo digas —Gabriel lanzó una mirada por encima del hombro y se detuvo cerca de la entrada de la biblioteca, donde había menos gente—. Si la policía decide peinar el barco…


—Las piezas auténticas están a salvo disimuladas entre mi colección. Los polis andan buscando asesinos, no traficantes de antigüedades.


—Eso es lo que se dice.


—¿Es que tú no te lo crees?


—¿Y si esa historia del pistolero es una cortina de humo y realmente nos están buscando a nosotros? No quiero arriesgarme a estropearlo todo en el primer viaje del verano. Ya he sacado todas las piezas de tu camarote. Me desharé de ellas junto con el plato. Ya conseguiremos otras para compensar las pérdidas.


—¿Conseguiremos, dices? Soy yo quien las consigue. Ése es mi trabajo.


—Y el mío asegurarme de que las piezas lleguen a manos de nuestro comprador. Tu idea de disimularlas entre las falsas era absurda. Si te las hubieran encontrado, no habrías tenido ninguna coartada.


Mauricio desvió la mirada hacia la biblioteca.


—Exhibo mis piezas cada vez que doy una conferencia.


—No habrás usado todavía ninguna de las auténticas, ¿verdad?


—No, pero quizá debería depositarlas en la caja de seguridad del barco.


—No te hagas el listo, Mauricio —masculló Gabriel, dando media vuelta—. Si te agarran, tendrás que arreglártelas solo.


CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 45





Ilya permaneció inmóvil mientras otro guardia de seguridad pasaba a su lado sin fijarse en él. 


Nadie esperaba verlo allí. Todo el mundo estaba concentrado en el muelle y en la terminal de crucero de Palermo, tal como llevaban haciendo desde que el barco atracó aquella mañana. A esas alturas, Ilya ya no tenía ningún problema en identificar a los policías italianos que habían tomado posiciones en el puerto. Se habían disfrazado de turistas. Los muy estúpidos confiaban en atraparlo cuando seguían buscándolo en el lugar equivocado…


Una mancha roja cerca de la parada de taxis llamó inmediatamente su atención. Acodado en la barandilla del barco, Ilya distinguió a Chaves discutiendo con el policía que se había pegado a ella como una sombra. Sin duda estaba discutiendo su orden de volver a abordar el crucero. Estuvo a punto de soltar una carcajada. 


Aquella mujer llevaba media hora paseando de un lado a otro del muelle en una estrategia que resultaba patéticamente transparente, producto de la frustración más que del razonamiento. 


Quienquiera que estuviera dirigiendo aquella operación no habría sobrevivido en una campaña militar.


Era precisamente por eso por lo que Ilya acabaría venciendo. Sin perder de vista en ningún momento a Chaves, enteramente vestida de rojo, cambió de posición para trasladarse a una zona menos iluminada del puente. Era una lástima que el sacerdote que lo había visto en Alghero no hubiera sido más alto: su atuendo habría constituido un excelente camuflaje. De cualquier forma, se había conformado con uno de los marineros que habían vuelto al barco y cuya estatura y fisonomía se había asemejado bastante a la suya. De hecho, había sido una suerte que tuviera barba.


El tipo había sangrado como un cerdo. Por un instante, el rojo del vestido de Chaves le recordó el charco de sangre que se había extendido a sus pies. El marinero había tenido una muerte magnífica. Ilya le había disparado cuidadosamente para prolongar lo máximo posible su agonía. Que había durado el tiempo suficiente para aliviar su dolor… O casi.


Se mordió la cara interior de la mejilla, calmándose con el sabor de su propia sangre. 


La tarjeta de identidad que había robado al cadáver le había servido para subir a bordo, pero no habría resistido los controles de vigilancia que se habían establecido aquel día.


Había cometido un error al confiar en Mauro. El marinero ruso obviamente había informado a alguien sobre la operación. O quizá alguien lo había reconocido en Nápoles. En cualquier caso, nadie lo reconocería en ese momento. 


Aunque le desagradaba la sensación de tener algo en la cara, aquella falsa barba le iba muy bien para pasar desapercibido en una multitud.


Y su estrategia estaba funcionando de maravilla. 


Nada más subir a bordo, se había dedicado a explorar el barco para familiarizarse con su nuevo territorio. Una vez que descubrió los controles de seguridad y las localizaciones de las cámaras de videovigilancia, no había tenido mayor problema en elegir los itinerarios más seguros. Una breve visita al servicio de lavandería del barco le facilitó la ropa adecuada para mezclarse con los demás pasajeros, de manera que hasta el momento había pasado completamente desapercibido.


Hasta que el día anterior, nada más poner un pie en el comedor, el chico lo había reconocido y se había escondido debajo de la mesa. Lo cual, sin embargo, no debería haber sido más que un contratiempo temporal. Porque desde allí se fue directamente al camarote de Chaves para esperar al hombre y al niño. Había planeado matarlos a los dos en sus camas, siguiendo el plan que había concebido originalmente, cuando Mauro le pasó la lista de pasajeros. Los había esperado allí hasta la medianoche, en vano, para luego dirigirse a la suite de Chaves.


Había confiado en sorprenderlos haciendo el amor: una actividad mucho más interesante que la discusión de la que había sido testigo en Nápoles. Con los dos adultos distraídos, nada habría sido más sencillo que eliminarlos a los tres. Pero al final se había encontrado con dos agentes armados en el pasillo.


Hundió una mano en el bolsillo del pantalón y acarició el cañón de la pistola. Demasiadas veces había planeado aquel asesinato: estaba empezando a impacientarse. La mera existencia de aquel niño significaba un insulto a su talento.


Pero aquella noche terminaría todo. Se desharía de los cuerpos en el mar y al día siguiente volvería a mezclarse con los pasajeros y bajaría a tierra. Sería sencillo: el servicio de seguridad estaba demasiado confiado en su propia infalibilidad.


Escondiendo su rostro a las cámaras de la cubierta y del ascensor, bajó al vestíbulo del hotel y se confundió con la multitud de pasajeros que acababan de regresar de tierra. Era una suerte que a Chaves le gustara tanto vestirse de rojo. Le resultaría fácil localizarla entre los rezagados.





CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 44




Paula ejerció demasiada presión y el lápiz abrió un agujero en el papel, pero en lugar de cambiar de hoja, continuó dibujando. Hizo un boceto de unos hombros anchos y cuadrados, unas mangas… Imaginó el tejido de la camisa: una tela cómoda, que a la vez destacara la forma de su torso. En colores apagados…


Se detuvo con el lápiz en el aire. Aquello era una camisa de hombre. Y ella nunca diseñaba ropa masculina.


Apretando los dientes, cambió por fin de hoja. El cuaderno de bocetos había sido su último recurso. Ya había revisado hasta el último fax que Suri le había enviado y había pasado horas hablando por teléfono y resolviendo los problemas que se le habían ido acumulando en el despacho. Necesitaba concentrarse en algo que no fuera aquella interminable espera. 


Generalmente le resultaba fácil abismarse en su trabajo. Era lo único en lo que destacaba. Lo único que llenaba su vida.


Pero ese día el trabajo no le estaba proporcionando ningún consuelo. Para colmo, pensaba en Pedro continuamente. En sus labios todavía podía sentir su último beso… Lo maldijo entre dientes: no quería pensar en él. Ya había hecho demasiado la noche anterior… ¿cómo se atrevía a malgastar su tiempo pensando en sus propios sentimientos cuando había un asesino suelto decidido a matar a Sebastian?


Cerró el cuaderno de bocetos y se levantó.


—¿Se sabe algo ya, agente Gallo?


El joven que se hallaba en la puerta de la terraza se llevó una mano a su auricular y negó con la cabeza.


—No, señorita Chaves. No hay nuevas noticias.


Miró por la ventana. Las colinas que se levantaban detrás del puerto empezaban a oscurecerse. En los edificios de la costa se iban encendiendo poco a poco las luces. Desde allí no se veía el muelle donde estaba atracado el crucero, por lo que tampoco podía distinguir señal alguna de la presencia de la policía. Locatelli, sin embargo, le había asegurado que toda la zona se hallaba sometida a una estrecha vigilancia.


Se volvió para mirar al agente que montaba guardia en la puerta de la suite. En el pasillo había dos vigilantes del servicio de seguridad del crucero, pero los que estaban dentro eran policías de paisano. Se habían instalado en la suite desde que atracaron en Palermo. Desde entonces, parecían contentarse con dedicarse simplemente a esperar.


Pedro también. Durante todo el día había dado un impresionante ejemplo de serenidad y normalidad. Excepto cuando tuvo que ir a buscar ropa limpia y una bolsa de juguetes para Sebastián, no se había movido del camarote.


Sebastian lo había imitado, mostrándose sorprendentemente tranquilo durante su confinamiento. Por lo demás, Pedro había hecho todo lo posible por distraerlo con música o juegos de vídeo. En aquel momento estaban sentados en el suelo del salón, con Sebastian ya bañado y en pijama. Habían estado montando el mecano de un barco, muy entretenidos.


Pero en aquel momento Sebastián ya no estaba prestando atención al barco: estaba mirando a Paula. Y con el gesto ceñudo, preocupado.


Era por eso por lo que se había puesto a dibujar bocetos: se había dado cuenta de que su propia inquietud estaba afectando a Sebastián, y había querido evitarlo a toda costa. Siempre que se había acercado a él, había terminado abrazándolo como una posesa, hasta casi hacerle daño. Forzando una sonrisa, le tiró un beso y se volvió rápidamente para que el niño no pudiera verle la cara. Acto seguido se dirigió de nuevo al guardia de la puerta.


—Dígale por favor al capitán Locatelli que voy a salir a dar una vuelta por el muelle.


El agente frunció el ceño.


—No creo que sea una buena idea, señorita Chaves.


—Zarparemos dentro de menos de media hora y Fedorovich aún no ha aparecido. Creo que yo podría hacerlo salir de su escondite.


—¿Cómo?


—Él me vio con Sebastián en Nápoles, así que cuando me vea sola, pensará que voy a encontrarme con ellos. Y quizá abandone su escondite para seguirme. Merecería la pena intentarlo.


El hombre pareció reflexionar.


—Le agradezco su disposición a ayudarnos, pero creo que sería mejor que se quedara con su sobrino y con el señor Alfonso.


—Todos habíamos pensado que a estas alturas este asunto ya se habría acabado, pero no es así. Ustedes necesitan un cebo, agente Gallo. Y yo puedo ser ese cebo.


El agente sacudió la cabeza.


—Necesitaríamos equiparla con algún sistema de comunicación. Y tendría que llevar un chaleco antibalas.


—Tardaríamos demasiado —Paula hizo un gesto despreciativo—. No iría tan lejos.


—Será mejor que lo discutamos con el capitán Locatelli antes de hacer nada.


Paula sospechaba que a Locatelli le gustaría su plan tan poco como a Pedro, de modo que no tenía intención de contarle nada.


—¿Estoy bajo arresto?


—Bueno, no, pero…


—Entonces no puede impedirme legalmente que salga a dar un paseo, ¿verdad?


—Fedorovich ha matado a dos hombres en su intento de llegar hasta su sobrino. Si insiste en salir, no podremos garantizarle su seguridad.


—No es mi seguridad lo que me preocupa —replicó ella, y miró por encima del hombro. 


Sebastián y Pedro seguían jugando, tirados en la moqueta.


Esa era otra de las imágenes que a buen seguro atesoraría para siempre en su memoria. 


Físicamente no eran nada parecidos. Pedro tenía los ojos de color castaño y Sebastián azul claro. Pedro era moreno y Sebastián rubio. Procedían de ambientes distintos, de culturas diferentes, y sin embargo parecían padre e hijo, como si lo fueran realmente…


De repente se dio cuenta. Sebastián había recurrido a Pedro cuando tuvo sus pesadillas. Buscaba constantemente su aprobación. Era a él a quien se dirigía primero, porque sabía que entendía perfectamente sus necesidades. El instintivo vínculo que Pedro había percibido tener con Sebastian, aquel inmediato reconocimiento que a la postre le había salvado la vida, debía de haber funcionado en las dos direcciones.


La verdad la tenía delante de sí. Mientras que ella se había estado esforzando por no enamorarse de Pedro, Sebastián ya lo había hecho.


Y eso empeoraba las cosas.