domingo, 12 de julio de 2015

UNA MUJER DIFERENTE: CAPITULO 22





Pedro no le molestó que otro árbol apareciera en la casa de Paula. Le gustaban, en especial los pinos. Pero no se sintió tan tolerante con el hombre pegado al árbol.


El tipo tenía el pelo oscuro y los ojos claros. Instintivamente, Pedro lo evaluó como habría hecho con otro boxeador encima de un cuadrilátero. Porque en cuanto ella le abrió la puerta, el desconocido no le quitó la vista de encima.


Lo observó con ojos centelleantes, pero el imbécil ni se enteró. Estaba demasiado ocupado tratando de ganar puntos con Paula.


—Aquí está, tal como te prometí —le dijo con voz satisfecha.


Y sin esperar una invitación, ni darle la oportunidad de que le explicara que ya había un árbol en el salón, lo metió.


Para disgusto de Pedro, el árbol enorme entró sin plantear problema alguno. Jamás había visto un pino más pasivo.


En cuanto el desconocido volvió a erguirlo, Pedro avanzó un paso para ayudarlo, con expresión de simpatía en la cara.


—Mala suerte, amigo. Parece que te has tomado muchas molestias por nada. Paula ya tiene un árbol navideño.


El tipo giró la cabeza para mirarlo, como si acabara de darse cuenta de que había más gente presente aparte de Paula.


Miró a Pedro de arriba abajo.


—¿Y tú eres...?


Pedro Alfonso.


Pedro es mi jefe —le explicó Paula al recién llegado mientras cerraba la puerta. Y con educación le explicó a Pedro—: Él es Javier Ingram. Javier se mudó hace un par de semanas al apartamento de abajo. Te acuerdas de Jay y de Samuel, ¿verdad, Javier?


Ingram asintió y le sonrió a la pareja. Pero no le sonrió a Pedro. Los dos hombres simplemente intercambiaron unos gestos y se evaluaron.


—Así que eres el jefe de Paula, ¿eh? —dijo Javier.


—Sí, soy el afortunado —respondió con una sonrisa tan falsa como amplía. Se situó detrás de Paula, estableciendo una posesión silenciosa—. Soy su jefe... y también un muy buen amigo.


Paula giró al oír eso y le lanzó una mirada de advertencia. 


Luego se apartó para ponerse al lado de Jay, que se había sentado en el sofá y observaba el intercambio con sumo interés. Junto a ella, Samuel miraba la bandeja con canapés.


Ingram volvió a mirar a Paula.


—¿No me habías dicho que aún no tenías un árbol? —preguntó con tono de reproche.


Ella extendió las manos en gesto de disculpa.


—Y no lo tenía. Pedro me sorprendió —señaló el otro árbol.


Todo el mundo giró para mirar en esa dirección. El de Pedro se erguía en toda su baja estatura en un rincón, con las ramas peladas extendidas de forma hostil, como si retara a alguien a acercarse.


—Que árbol tan... interesante —comentó Jay con expresión risueña.


—Diferente —fue la sucinta contribución de Samuel.


Ingram mostró menos tacto.


—Las ramas parecen un poco secas. Será mejor que no le pongas ninguna luz encima —miró a Paula y agitó las ramas del suyo—. ¿Estás segura de que no quieres este?


Durante un fugaz momento, los ojos de Pedro se encontraron con los de Paula. Luego desvió la cara para fingir que estudiaba la bandeja con los canapés. Alzó una galletita untada con queso cremoso y se la llevó a la boca, diciéndose que la decisión que tomara ella no le concernía.


No podría culparla por elegir el árbol de Ingram. Pedro le había llevado el más escuálido para hacerla reír. Mantuvo la expresión en blanco, a la espera de que aceptara el más grande.


Por el rabillo del ojo, vio que se mordía el labio, indecisa. 


Luego juntó las manos delante de ella y tomó una decisión.


—Tu árbol es precioso —le dijo a Ingram con voz suave y sincera—. También me encantaría que otros tuvieran la oportunidad de disfrutarlo. Como el más pequeño ya está puesto, ¿te importaría que nos lleváramos el tuyo al albergue para mujeres? Entonces yo podré disfrutar de él cuando esté allí, al igual que los demás.


Ingram no pareció entusiasmado por la sugerencia, pero cuando Jay exclamó que le parecía una idea fantástica, cedió con un encogimiento de hombros.


—De acuerdo, mañana lo llevaré. Ahora voy a bajarlo a la furgoneta.


La expresión de insatisfacción se mitigó cuando ella sugirió:
—¿Por qué no lo llevamos ahora? Me encantaría ver las caras de los niños cuando lo vean.


—A mí también —Jay se puso de pie de un salto y recogió el abrigo y la bufanda.


Samuel la imitó a regañadientes para ayudarla a ponerse la ropa de abrigo.


Pedro decidió no unirse al grupo. Observar a Ingram jugar a Papá Noel delante de un grupo de niños era más de lo que podía tolerar su estómago solo con unos canapés de queso.


—Bueno, yo he de irme. Ha sido un placer conoceros a todos —recogió la pluma y el abrigo, luego se metió bajo el brazo la madeja de lana.


—¿Qué es eso? —Ingram enarcó las cejas.


—Mi jersey —informó Pedro—. Paula me lo hizo —ignoró la expresión de sorpresa del otro y el súbito rubor de ella y se dirigió a la puerta.


Lo siguió un coro de adioses. Mientras bajaba hacia su coche se sintió satisfecho de cómo había transcurrido la noche. Quizá aún no había ganado la guerra, pero había resistido en las primeras escaramuzas.


El ángel, e incluso el juego de ajedrez, habían sido un gran acierto con Paula. No le gustaba irse ante Ingram, pero el tipo no iba a tener muchas oportunidades de atacar en un refugio para mujeres. Y cuando Paula regresara a casa, sería «su» árbol, no el de Ingram, el que vería en el salón.


«Sí», se dijo, había sido una noche productiva. Ni siquiera le molestaba que hubieran aparecido los otros. Al saber a qué se enfrentaba, lo único que debería hacer sería alterar la estrategia.


Tenía que convencerla de que dejara de ocultarse de la verdad, que reconociera que no era tan inmune a su beso, o a él mismo, como quería aparentar. En cuanto lo lograra, estaba seguro de que podría aceptar tener una relación y olvidarse de los pensamientos de matrimonio.


Lo que necesitaba era llevarla a zona neutral. Invitarla a un lugar donde no esperara nada romántico y luego sorprenderla con la guardia levantada.


Y conocía el sitio exacto para eso.





UNA MUJER DIFERENTE: CAPITULO 21




Solo mirarlo hizo que Paula sonriera. Sintió un nudo en la garganta.


—Es precioso, Pedro —susurró.


—Me complace que te guste —respondió con sinceridad. La felicidad que veía en la cara de Paula lo satisfacía más de lo que habría imaginado.


Durante los últimos dos días, mientras ella se ocupaba en evitarlo, él había repasado todo lo sucedido recientemente, tratando de situar el punto exacto en el que había comenzado a equivocarse en su trato con ella. Reflexionó en la primera noche que había ido a la casa de Paula. Y de pronto recordó el jersey que había estado tejiendo.


En ese entonces no le había prestado atención, aunque en los dos últimos días había pensado mucho en él.


Había sido demasiado grande para una mujer. Quizá fuera para su nuevo amigo, Jay, pero no lo creía. El marrón oscuro era un color que Pedro lucía a menudo... el mismo color que la bufanda que le había tejído el año anterior. Con todo eso, había llegado a la conclusión de que se lo estaba tejiendo para él. Se había tomado muchas molestias para hacerle ese jersey y no quería privarla del placer de regalárselo. 


Pero comprendió que quizá le resultara incómodo entregárselo con todo lo sucedido en los últimos tiempos, por lo que decidió facilitarle la tarea.


—¿Tú no tienes algo para mí? —preguntó con desparpajo.


—¡Oh! Sí, lo tengo —a regañadientes dejó el ángel y fue a una mesa junto a una silla, donde tenía varios regalos.


Con el ceño fruncido, Pedro notó que eran regalos pequeños. Demasiado pequeños e idénticos para un jersey.


Ella seleccionó uno al azar y se lo entregó. El lo abrió para encontrar en su interior una pluma de oro.


—¿Una pluma? —la miró.


—¿No te gusta?


—Sí, sí... es bonita, pero... —frunció el ceño—. ¿Aquel jersey que tejías no era para mí?


Ella movió los ojos, como si fuera a mentir. Pero luego admitió con voz tensa:
—Sí. Pero cambié de idea.


Pedro adoptó una expresión de triunfo. ¡Lo había tejido para él!


—Vamos, Paula —instó—. No es justo que cambies de idea y no me lo des. Me gustaría tenerlo.


Ella miró un momento los ojos divertidos de él, luego la expresión confiada de la boca.


—De acuerdo —concedió—. Entonces podrás tenerlo.


Fue hasta una cesta que había junto a la chimenea y sacó una gran bola marrón. Se la arrojó.


Pedro la recogió con gesto automático y miró la madeja sorprendido.


—¿Este es mi jersey?


—Cometí un error mientras lo tejía. Lo corregí.


—Debió de ser un error muy grande —comentó secamente Pedro—, y una corrección exhaustiva —por primera vez comprendió que conseguir que cambiara de parecer no iba a ser tan fácil como había pensado al principio. La miró—. Paula...


Sonó el timbre.
—Oh, los otros ya han llegado —fue a la puerta.


Hasta ese momento él no había creído la historia de Paula de que había invitado a unos amigos a decorar el árbol. Pero llegó a la conclusión de que también en eso se había equivocado al ver entrar en el apartamento a una mujer pequeña y de pelo oscuro acompañada de un hombre alto y rubio.


—Espero no habernos atrasado mucho —comenzó la mujer—. Samuel acaba de llegar de la tienda y... ¡Oh! —calló al ver a Pedro y miró de reojo a su amiga—. Tú debes ser...


Pedro —dijo él, dejando la pluma y la madeja de lana para adelantarse con la mano extendida—. ¿Y tú eres...?


—Es Jay, Pedro. Jay Leonardo —intervino Paula sin mirarlo a los ojos—. Sé que me has oído mencionarla. Y te presento a su novio, Samuel McNally.


«Así que esta es la Jay que ha estado pasándome por las narices», pensó Pedro. Debería haberlo imaginado. 


Estaba impaciente por provocarla por ese pequeño engaño.


—Encantado de conoceros —estrechó la mano de la pareja. De pronto todo adquiría otro matiz optimista. Volvió a sonar el timbre.


Cuando Paula fue a abrir, se encontró con un pino. Un árbol enorme y majestuoso de un verde resplandeciente.


Un hombre se asomó por detrás de una de sus ramas.


—¿Paula? —dijo.







UNA MUJER DIFERENTE: CAPITULO 20




Paula sintió que se le aceleraba el pulso cuando la mirada de él se posó en su boca.


—Iré a preparar té —salió de la habitación a toda velocidad.


Mientras sacaba una taza del armario, se preguntó por qué lo había dejado entrar. ¿Por qué le costaba tanto decirle que no?


Llenó la taza con agua y la metió en el microondas. Tendría que haberle dicho: «Es un gesto precioso, Pedro, pero no, gracias». Sacó la taza. ¿Pensaba que iba a caer rendida a sus pies porque hubiera hecho algo tan dulce y...?


Sacó el bote con té. Pues no pensaba ceder. No era tonta.


Subió y bajó una bolsita en el agua; repitió el proceso varias veces y luego la tiró al cubo de la basura. Tomó la taza y una bandeja de galletas que había preparado antes... y se detuvo.


Pedro estaba tendido boca abajo en el suelo de su salón con la cabeza oculta bajo las ramas del pino. Sin poder evitarlo, le recorrió las piernas largas, el trasero compacto y masculino, los hombros anchos. Los músculos de la espalda y los bíceps se tensaban mientras ajustaba la base.


Se mordió el labio y apartó la vista.


—Será mejor que saque los adornos —indicó ella después de dejar la taza y la bandeja sobre la mesita de centro.


—Oh, sí. Eso me recuerda... —Pedro salió de debajo del árbol y se levantó, limpiándose las manos—. Dejé una cosa en el coche.


Dio unas zancadas y atravesó la puerta. Si Paula supiera lo que era bueno para ella, tendría que ir a atrancarla. Pero lo observó bajar los escalones a la carrera, sacar algo del maletero y volver a subir de dos en dos. Cerró la puerta a sus espaldas y le entregó dos paquetes.


—¿Qué son? —los miró sorprendida.


—Tus regalos de Navidad.


Lo contempló con expresión suspicaz.


—Nunca antes me habías hecho regalos.


—Bien, esta es la primera vez —abrió los ojos en fingida inocencia—. Son solo un par de cosas que elegí mientras estaba de compras.


—¿De compras? —repitió—. ¿Tú?


—Puede que no realice compras tan creativas como tú —indicó con ironía—, pero me esfuerzo. Vamos, Paula, no es nada importante. Ábrelos.


Tal como había esperado, la curiosidad pudo con el recelo de ella. Entró en el salón y él la siguió. Apoyó el hombro en el marco, cruzó los brazos y la observó.


Ella se sentó en el sillón y dejó el regalo más pequeño al lado. Apoyó el más grande en el regazo y con cuidado lo desenvolvió y dobló el papel antes de apartarlo. Abrió la caja de madera plana.


—¡Un juego de ajedrez! —miró las piezas alineadas en el estuche. La mitad era de cristal transparente, la otra mitad de cristal ahumado—. Es precioso, Pedro... —lo miró—... pero no sé jugar.


—Yo te enseñaré.


La nota ronca en la voz profunda, la promesa de sus ojos, hicieron que Paula bajara los suyos. Con un incomprensible murmullo de agradecimiento, dejó el estuche a un lado.


Aliviada por tener algo que la distrajera de la mirada intensa de Pedro, abrió el segundo regalo. En esa ocasión se encontró con una caja de cartón. La abrió... y se quedó boquiabierta.


—Oh, Pedro...


Protegido por papel de regalo, había un ángel para coronar el árbol. Con cuidado lo sacó de la caja.


La túnica del ángel era exquisita. Como un copo de encaje blanco, envolvía el cuerpo pequeño, cayendo de los brazos extendidos en júbilo.


El rostro de porcelana estaba enmarcado por cabello dorado. 


Los ojos eran azules y las mejillas pintadas de una delicada tonalidad rosa. Los labios se curvaban en una sonrisa gentil que parecía extraordinariamente humana para algo tan pequeño