domingo, 7 de agosto de 2016

BAJO AMENAZA: CAPITULO 23




Un taxi se detuvo junto a la acera. Pedro suspiró, aliviado, por el hecho de que su vida se moviera hacia delante una vez más, aunque fuera solo para ir al aeropuerto. Ayudó a Paula a subir al taxi y solo entonces recordó que a ella no le gustaba volar. Sin embargo, esa mañana Paula no había dado muestras de que le preocupara el vuelo de regreso a Dallas.


Pensándolo bien, Paula refrenaba sus emociones casi todo el tiempo. Pedro aún no se explicaba por qué había aceptado su proposición matrimonial. Tal vez temiera quedarse en su apartamento más de lo que demostraba. Si no, ¿por qué había querido tomarse una excedencia así, tan de repente?


Pedro la tomó de la mano y le lanzó una sonrisa tranquilizadora. Ella lo miró un tanto sorprendida, seguramente porque él se había mantenido a distancia toda la mañana. Pues ya podía acostumbrarse a su contacto, pensó Pedro. Aunque nunca había sido muy dado al contacto físico, salvo en los casos obvios, con Paula se sentía de otro modo. Con ella, el problema era que apenas podría tener las manos quietas.


El taxista los llevó a la zona privada del aeropuerto, donde los esperaban el jet y Steve Parsons, el piloto. Tras pagar al conductor, Pedro recogió la pequeña bolsa que Paula había comprado para llevar su ropa nueva. Dejándose llevar por la tentación, le pasó el brazo por la cintura y se dirigió hacia el avión, ajustando sus pasos a los de ella, más cortos.


—Buenos días, jefe —dijo Steve sonriendo—. He comprobado el pronóstico del tiempo. Tendremos un buen viaje de regreso.


—Bien —contestó Pedro, que sentía el calor del cuerpo de Paula a su lado. Se apartó de ella de mala gana para que subiera la escalerilla, y se detuvo un momento mientras Steve lo informaba del estado del avión, tras lo cual ambos subieron. Una vez dentro, Steve se preparó para el despegue.


Paula ya se había sentado y estaba mirando fijamente por la ventanilla cuando Pedro se acercó. Él tomó asiento y, tras abrocharse el cinturón de seguridad, la agarró de la mano. 


Notó que tenía la palma húmeda y fría. Paula siguió mirando por la ventanilla. Pedro se preguntó qué podía hacer para ayudarla a relajarse. Sabía que era mejor no mofarse de sus miedos y procuró pensar en otra cosa para distraerla.


Después de un despegue sin contratiempos, el avión ascendió hasta alcanzar su altitud de vuelo. Durante el despegue, Paula había mantenido una mano entre las de Pedro, pero con la otra se aferraba al brazo del asiento con tal fuerza que los nudillos se le habían puesto blancos. 


Vaya. Sí que tenía miedo. Pedro se preguntó si quería que le sujetara la mano. Ella no dejaba traslucir nada, ni en un sentido ni en otro. Pedro se dio cuenta de que se preguntaba muchas cosas acerca de ella ahora que ya no era solo su asistente. Desconocía muchos aspectos de la persona que había trabajado a su lado durante los últimos ocho años: su comida favorita, su color, la música que Prefería, el sitio al que iba de vacaciones... «Afróntalo,
Alfonso, te has casado con una mujer a la que realmente no conoces.» La mirada astuta y descreída de su padre apareció en su cabeza. Pedro espantó aquella imagen y dejó que sus pensamientos vagaran sin intentar dirigirlos.


Cuando el avión se estabilizó y se apagó la luz que indicaba que debían mantener abrochado el cinturón de seguridad, Pedro alzó el brazo del asiento que separaba las butacas, desabrochó primero su cinturón y luego el de Paula y la sentó sobre sus rodillas sin previo aviso. Ella dejó escapar un quejido y se agarró a sus hombros, asombrada.


— ¿Qué estás haciendo? —preguntó, un tanto jadeante.


Él sonrió, notando de pronto una sensación de libertad que nunca antes había tenido.


—Abrazar a mi mujer. ¿Te importa? — ella siguió mirándolo a los ojos como si buscara algo. Al cabo de un momento, sonrió y se apoyó relajadamente contra su pecho—. ¿Estás cómoda? —preguntó Pedro al ver que no decía nada.


—Sí —musitó ella, y puso la cabeza sobre su hombro.


Pedro intentó pensar en algo que decir y que no tuviera que ver con la oficina, pero no se le ocurrió nada. Hablar nunca se le había dado bien, pero le parecía que, hallándose en las primeras horas de su matrimonio, aquel era el momento oportuno para las confidencias. Podía hacerle algunas preguntas, suponía, pero quizá eso la pusiera nerviosa. De pronto, se dio cuenta de que en realidad conocía de ella las cosas verdaderamente importantes, y saber cuál era su comida favorita, o su color, o la música que escuchaba dejó de parecerle apremiante. No había razón para que se inquietara por las cosas que aún ignoraba de Paula.


En cambio, Paula sin duda se inquietaría si alguna vez se enteraba de su pasado por terceras personas. Había poca gente que conociera su vida, pero, por si acaso, Pedro decidió no arriesgarse. Paula era ya su esposa, para bien o para mal, y tal vez sintiera que en aquel trato ella se había llevado la peor parte, así que era preferible contárselo todo cuanto antes.


— ¿Alguna vez te he hablado de mi padre? —preguntó abrazándola. Podía sentir el fresco olor de su champú y la tenue fragancia de su perfume. Apoyó la cabeza contra la de ella, sintiéndose reconfortado por su presencia.


Hubo un silencio tras su pregunta, un largo silencio. ¿Estaría Paula demasiado asustada por el vuelo para contestar? Pedro no quería seguir hablando si ella prefería callar. Quizá fuera mejor así, de todos modos.


—No —contestó ella finalmente con la voz un tanto ronca—, nunca me has hablado de su padre —no se movió, salvo para deslizar los brazos alrededor de la cintura de Pedro.


Este cerró los ojos y al instante las imágenes del pasado se deslizaron por su cabeza como los fotogramas de una película muda.


—Mi padre era un estafador. Era capaz de venderle la luna al más pintado, garantizándole que se haría rico si la subdividía y vendía las parcelas. La mayoría de las personas que se tragaban sus cuentos eran, naturalmente, gente de espíritu mezquino, o de otro modo, no habría tenido tanto éxito como tuvo. Es muy difícil timar a una persona honrada, ¿sabes? Una persona honrada rara vez pica cuando le ofrecen hacerse rica de la noche a la mañana. Normalmente, descubre el engaño enseguida, porque sabe que el dinero fácil suele ser sospechoso. Mi padre tenía talento para descubrir a quienes esperaban el oro y el moro a cambio de nada. Los primos que se tragaban sus cuentos acababan entregando algo a cambio de nada, pues mi padre conseguía dejarles sin un céntimo y escapar de la ciudad a toda prisa.


Paula no se había movido desde que él empezara a hablar. 


Cuando Pedro se detuvo, aguardando que le hiciera las preguntas que sin duda le rondaban por la cabeza, ella lo abrazó con más fuerza, pero no dijo nada, Pedro la apretó firmemente, disfrutando del contacto de sus curvas suaves. A pesar de la amarga historia que estaba contando, se excitó al notar el roce de sus caderas.


—Harold, mi padre, nunca perdía ocasión de recordarme que no había nada mejor que comer gratis, y que, cuando algo parecía demasiado bueno para ser cierto, normalmente lo era. Me bombardeaba con consejos a medida que yo crecía. Al oírlo hablar de nuestra vida, cualquiera podía pensar que éramos las personas más afortunadas del mundo. Echar raíces era para gente apocada que no sabía aprovechar las oportunidades que ofrecía la vida. Según decía, tenía el mundo en la palma de la mano y jugaba con él a su antojo. Nunca hablaba de las veces en las que las cosas no salían como las había planeado —Paula le acarició la nuca con un movimiento suave que relajó su tensión. Uf, sí. Podía volverse adicto a sus caricias. Hizo una pausa para recordar por dónde iba—. Sin embargo, debo agradecerle que nunca me abandonara. Le habría sido fácil hacerlo. Más de una vez escapamos por los pelos del largo brazo de la ley, porque yo dificultaba nuestra huida, pero aun así siguió arrastrándome a lo largo y ancho del país. Verás, mi queridísima madre me abandonó en el motel en el que vivía Harold cuando yo apenas tenía cuatro años, y nunca volví a saber de ella. Había estado buscando a mi padre desde que yo nací, me explicó Harold años después, para taparme la boca porque yo no hacía más que preguntarle por mi misteriosa madre. Según decía, cuando yo tenía unas pocas semanas de vida, ella intentó hacerme pasar por hijo de un tipo con el que salía, pero el tipo insistió en hacer una prueba de paternidad y se descubrió el pastel. Así que mi madre se fue en busca de Harold. Fue un milagro que él se quedara por los alrededores de Chicago tanto tiempo. Al parecer, mi padre no tuvo tanta suerte como el otro tipo. Después de hacerse la prueba de paternidad, se vio obligado a hacerse responsable de mí. Según me explicó cuando yo era un adolescente, sintió mucho miedo al saber que era padre. Afrontó el asunto como solía afrontar las situaciones desagradables: desapareció en cuanto le dieron los resultados de la prueba de paternidad. Pero un aciago día, o noche, mejor dicho, en algún lugar de la Georgia rural, la mujer que me dio a luz lo encontró por fin. Al parecer, tenía algunos contactos que la pusieron sobre su pista. Mi padre me dijo que llamó a su puerta a las cuatro de la mañana, sacándolo de un pesado sueño, seguramente inducido por el alcohol. Cuando llegó a la puerta dando trompicones y la abrió, ella me metió en la habitación junto con una bolsa de papel que contenía todas mis posesiones terrenales, dio media vuelta y se fue sin decir palabra.


Pedro sintió que los labios de Paula se movían suavemente sobre su cuello. Se le hizo un nudo en la garganta al comprender que lo estaba besando. Aguardó a que desapareciera el nudo para continuar. Nunca antes había contado aquella historia. Le daba demasiada vergüenza. 


Pero al empezar, le sorprendió descubrir que relatarla no era tan doloroso como esperaba.


—Mi padre me contó que me pasé días enteros llorando y chillando, pidiendo ver a mi madre. Nunca he podido entender por qué lloré por ella. Tal vez me diera miedo estar con un perfecto desconocido. Mi padre podría haberme dejado en el hospicio más cercano, pero por las razones que fueran, no lo hizo. Me llevó con él, decía que le serviría de tapadera. Las mujeres sentían debilidad por aquel hombre guapo, de sonrisa deslumbrante, que llevaba un niño pequeño colgado de la mano. Cuando yo tenía diez años, me enseñó el finísimo arte de robar carteras. Siempre se reía de eso. Decía que yo era el mejor carterista que había visto. Y a mí me gustaba que lo dijera. Al menos, creía ser bueno en algo. Nos mudábamos tan a menudo que nunca conseguía quedarme en una escuela mucho tiempo. La mayoría de las veces, mi padre ni siquiera se molestaba en matricularme, a menos que algún policía me viera con él y le pidiera explicaciones de por qué no estaba en clase. Se mostró encantado cuando tuve estatura suficiente como para fingir que ya había terminado el colegio. Yo era alto para mi edad, y eso le vino muy bien. Me vestía con su ropa: camisas y trajes carísimos que le habían regalado diversas mujeres a lo largo de los años. Me acostumbré a salir de una ciudad en plena noche, montado en uno de los muchos coches que tuvo, si había suerte. Si no, tomábamos el autobús. Recuerdo una vez que la policía nos estaba esperando cuando nos acercamos al apartamento de una sola habitación que mi padre había alquilado. Tuvimos suerte; no nos vieron, pero nos vimos obligados a marcharnos dejando atrás todo lo que poseíamos. Recuerdo que me enfadé, pero él me prometió que lo recuperaría todo y que al final las cosas mejorarían. Y así fue durante un tiempo, pero nunca duraba mucho. Y esa, querida señora, es la historia del pasado más bien turbio de tu flamante marido.


Paula se apartó un poco para mirarlo.


— ¿Dónde está ahora tu padre?


Él se encogió de hombros.


—No tengo ni idea. Apareció en Dallas hace unos años. Creo que incluso hablaste con él. No le devolví las llamadas y supongo que al final se rindió. A pesar de que me crió, no tengo deseos de volver a verlo. Yo debía de tener quince años, más o menos, cuando nos marchamos de Texas repentinamente, rumbo a California. De madrugada, el autobús hizo una parada en Tucson. Entramos en la terminal y él me dejó solo un rato para irse en busca de una nueva víctima. Yo llevaba meses esperando una oportunidad como esa y había ahorrado algún dinero. Compré un billete de regreso a Texas y me escondí hasta que el autobús salió de la estación. No sé cuándo descubrió mi padre que yo no estaba en el autobús con destino a Los Ángeles. Debió de pensar que había subido antes que él y que me había echado en uno de los asientos vacíos del fondo para dormir un rato. No hay forma de saberlo.


— ¿Nunca has vuelto a verlo? —preguntó ella.


—No. Regresé a Dallas porque habíamos estado allí varias veces y la ciudad me gustaba. Además, en invierno hace mucho menos frío que en Chicago, lo cual me vino muy bien, porque durante algún tiempo viví en la calle. Con mis habilidades, no me fue difícil conseguir dinero para sobrevivir. El mayor golpe de suerte que tuve se produjo el día, unos seis meses después, en que intenté robarle la cartera a Casey Bishop. Fue una temeridad por mi parte, dado el tamaño de aquel hombre. Casey me agarró por el brazo e insistió en llevarme a casa de mis padres. Al principio, no se creyó que estuviera solo, y su incredulidad me ofendió profundamente. Odiaba que me tomaran por mentiroso cuando decía la verdad. En cualquier caso, supongo que al final lo convencí, porque insistió en que me fuera con él a su casa, lo cual, naturalmente, despertó en mí toda clase de sospechas. No sé por qué acepté. No fue porque confiara en él. Yo no confiaba en nadie. Tal vez fuera porque era un hombre sumamente fuerte. O quizá porque yo tenía un mal día. Fuera cual fuera la razón, el caso es que me fui con él.
Casey vivía en un espacioso apartamento en el norte de Dallas. Su mujer había muerto el año anterior y desde entonces vivía solo. De camino a su casa me dijo que era contratista de obras, y que siempre andaba buscando peones. Me preguntó si estaba interesado en ganarme la vida honradamente o si prefería seguir viviendo en la calle. Conducía una camioneta último modelo, y recuerdo que pensé qué pasaría si le daba un puñetazo por haber hecho aquel estúpido comentario.
El caso es que Casey acabó dándome trabajo y ocupándose de mí. Me buscó un pequeño apartamento. Insistió en que me sacara el bachillerato y en que luego fuera a la universidad por las noches. No entendía que para mí era muy difícil matricularme en cualquier parte. De hecho, durante varias semanas no pudo darme de alta en la seguridad social porque yo en realidad no tenía apellidos. Harold usaba tantos que nunca me matriculaba en la escuela dos veces con el mismo nombre. Se había inventado una historia lacrimógena acerca de que había enviudado recientemente y de que mi expediente escolar estaba de camino. Normalmente, nos marchábamos de la ciudad antes de que la escuela exigiera la documentación. Cuando Casey insistió en contratarme, decidí contarle mi problema. No entré en detalles, por supuesto, no quería aburrirlo con mi patética historia. Además, sabía que no me creería y no quería pasar otra vez por aquella humillación. Solo le dije que no tenía apellidos legales ni número de seguridad social. En realidad, en aquel momento ni siquiera sabía dónde se encontraba mi partida de nacimiento. Casey me llevó a un abogado que rellenó ciertos papeles y me hizo comparecer ante un juez, el cual legalizó el apellido que yo mismo había elegido. Conservé mi nombre de pila porque estaba acostumbrado a él, y adopté el apellido Alfonso porque me gustaba cómo sonaba. Me parecía nuevo y sin mancha. Y me prometí a mí mismo conservarlo así.


De repente, Pedro se sintió agotado, como si acabara de realizar un gran esfuerzo físico. Besó a Paula en la frente y añadió:
—Y esa es la historia de mi vida, aunque seguramente hubieras preferido que no te la contara —intentó poner un tono ligero, pero no lo logró del todo. Esperaba una respuesta igualmente ligera, pero Paula dijo:
— ¿Nunca buscaste a tu madre? 


Él resopló con sorna.


— ¿Bromeas? Aunque hubiera querido hacerlo, no tenía suficiente información para dar con ella. El abogado contrató a un detective para localizar mi partida de nacimiento, a fin de que me dieran un número de seguridad social. Le conté lo que sabía: que mi madre se llamaba Maria Elena, pero desconocía su apellido. Mi padre nunca se molestó en hablarme de ella. Calculé más o menos su edad porque una vez, estando borracho, Harold me contó los pocos datos que tenía de ella. Yo sabía que había nacido en un hospital del condado de Chicago un siete de julio. Sabía también el año de mi nacimiento, el nombre de pila de mi padre y que mis padres nunca se casaron. Con esos pocos datos, el investigador localizó mi partida de nacimiento. En ella figuraba el nombre de Maria Elena Ogden. El padre figuraba como «desconocido», lo cual, pensándolo bien, tiene gracia, porque nunca he sabido el verdadero nombre de mi padre.


—Así que Casey fue tu mentor, en cierto modo.


—Podría decirse así. Yo sentía admiración por él. Era un hombre honesto e íntegro, algo en lo que yo no creía hasta que lo conocí. Se convirtió en un ejemplo para mí. Le estaré eternamente agradecido por no haber abandonado a su suerte a aquel chico pendenciero y soberbio que intentó robarle la cartera.


— ¿Dónde está ahora?


— ¿Casey? —Pedro sonrió—. Se jubiló hace ya algunos años. En realidad, fue su jubilación lo que me impulsó a fundar mi propia empresa. Él se aseguró de que sus socios y sus contactos me conocieran y supieran que podían confiar en mí. Durante los dos o tres primeros años, el negocio no habría salido a flote sin su ayuda.


— ¿Dónde vive?


— Se trasladó a Florida, se convirtió en un fanático de la pesca y se enamoró de los veleros. La última vez que hablé con él, estaba pensando en dar la vuelta al mundo en barco —se echó a reír al imaginarse a Casey visitando islas llenas de bellas y sensuales mujeres. A Casey le gustaban las mujeres. El problema era que su mujer había sido su verdadero amor, y nunca había vuelto a pensar en casarse.


Paula se inclinó un poco más sobre él y lo besó en la boca. Pedro recordó cuánto deseaba hacerle el amor. 


Después de tantos años trabajando juntos sin la interferencia de la tensión sexual, apenas podía creer que su asistente surtiera sobre él un efecto físico tan inmediato. Paula lo besó con ternura, algo que nunca había hecho mujer alguna. 


Pedro le costó gran trabajo no arrancarle la ropa y enseñarle cuanto había aprendido sobre cómo satisfacer a una mujer. Eso podía esperar, pensó. No quería actuar como un bárbaro, se dijo.
De pronto, surgió en su cabeza una idea inesperada. Achicó los ojos y la miró con fijeza en cuanto ella se incorporó.


— ¿Me has besado por compasión? — preguntó, aun sabiendo que estaba siendo demasiado brusco.


Paula pareció sorprendida y, tras una breve pausa, como si recuperara el aliento, se echó a reír. Sus carcajadas resonaron en toda la cabina del avión. Cada vez que empezaba a calmarse, lo miraba y de nuevo se convulsionaba de risa.


— ¿Te estás riendo de mí? —preguntó Pedro cuando ella por fin pareció calmarse.


Paula asintió mientras se tapaba la boca con la mano para reprimir otra carcajada.


—Me encantaría ver la expresión de las muchas mujeres con las que has estado a lo largo de tu vida si les hicieras esa pregunta. Cariño, no sé cómo decírtelo, pero hay muchísimas razones por las que una mujer sentiría ganas de besarte, pero la compasión no es una de ellas.


Pedro la miró, sorprendido. Lo había llamado «cariño». 


Algunas mujeres le habían dedicado apelativos melosos, nombres que a menudo le hacían rechinar los dientes, pero Paula nunca lo había llamado más que Pedro.


Sonrió y la apretó contra sí. Paula no parecía escandalizada por su historia. Tal vez la hubiera ocultado durante demasiado tiempo. Hablar de su pasado pareció liberarlo de un lastre muy pesado. Ya no importaba lo que había sido y hecho antes. Lo que importaba era el hombre que había llegado a ser.


Cerró los ojos, exhaló un suspiro de cansancio y, experimentando una profunda sensación de bienestar, se quedó dormido.


El sonido del timbre que les recordaba que se abrocharan los cinturones despertó a Paula algún tiempo después. 


Apenas podía creer que se hubiera quedado dormida en un avión. Alzó la cabeza y miró a Pedro, que parecía profundamente dormido. No la sorprendió. Esa mañana, al verlo recién levantado, le había dado la impresión de que no había pegado ojo en toda la noche.


Paula se levantó de sus rodillas y se acomodó en su asiento. 


Después de abrocharse el cinturón, extendió los brazos y le abrochó a Pedro el suyo con cuidado de no despertarlo. 


Aprovechó la ocasión para mirarlo. Nunca lo había visto dormir. Dormido parecía mucho más joven. Las arrugas que tenía alrededor de los ojos y entre las cejas habían desaparecido. Su boca parecía relajada y sumamente deseable.


Besarlo por compasión, nada menos. Paula sonrió ante la idea, pero su sonrisa se desvaneció enseguida. ¿Cómo podía alguien escuchar la historia de su infancia y no sentir compasión por aquel chico y rabia por el maltrato que había sufrido? Pedro no había tenido niñez, eso estaba claro. 


Paula también comprendía mejor por qué desconfiaba de las mujeres. ¿Cómo podía una mujer abandonar a su hijo de aquel modo?


Era una suerte que no supiera cómo contactar con Maria Elena Ogden. Si no, iría a buscarla y le diría cuatro cosas bien dichas. Paula no recordaba haber sentido aquel instinto de protección hacia nadie antes.


Aquello era ridículo y lo sabía. Pedro Alfonso era uno de los hombres más fuertes e independientes que conocía. Estaba claro que no necesitaba que nadie lo protegiera.


¿Cómo había logrado sobrevivir a semejante infancia?, se preguntaba. Y no solo sobrevivir, sino desarrollar una ética tan sólida. Ciertamente, no lo había aprendido en casa. De hecho, estaba claro que nunca había tenido un hogar.


No era de extrañar que se hubiera comprado la enorme casa donde vivía. Se hallaba situada en un vecindario apacible, formado por fincas cerradas. Sin duda Pedro necesitaba un lugar al que volver cuando el día se acababa. Lo que a Paula le parecía triste era que viviera solo en aquella mansión.


Pero ya no, pensó. Pedro Alfonso nunca volvería a estar solo si de ella dependía.







BAJO AMENAZA: CAPITULO 22




Pedro renunció finalmente a dormir y apartó la sábana. 


Llevaba casi toda la noche dando vueltas en la cama. Desde las tres de la madrugada, había mirado el reloj cada media hora, impaciente por que amaneciera de una vez.


Ahora que el cielo empezaba a clarear, se prepararía para el viaje de regreso. No quería pensar en sus planes hasta que se subiera al avión. Se había comprometido con Paula. Y mantendría su compromiso.


Se negaba a mirar más allá de la boda. Paula estaba lejos de ser una extraña. No había razón para creer que cambiaría de personalidad al convertirse en su esposa.


«Mi esposa.» Siempre había creído que no llegaría a utilizar esas palabras en toda su vida. Desde niño le espantaba la idea de quedar atrapado por una mujer, pero tenía la sensación de que, en su caso, era él quien había tendido la trampa. Así que ¿por qué sentía que se había traicionado a sí mismo?


Se metió en la ducha y dejó que el agua caliente relajara sus músculos. Se pondría el traje y la corbata que llevaba en el maletín. Quería mostrarle a Paula el mayor respeto.


Sin embargo, no estaba seguro de que casarse con ella fuera precisamente una muestra de respeto. Paula merecía un marido que la quisiera y que le diera una familia. Él era incapaz de lo uno y contrario a lo otro. Sabía que su acuerdo no era justo, la vería en la empresa y por las noches se iría a casa con él.


La tendría en su cama cada noche. Su cuerpo respondió inmediatamente a aquel pensamiento, y eso lo irritó. Cerró el grifo, se secó y se vistió procurando no pensar en el día que tenía por delante.


—No creo que la señora Crossland vuelva a darte problemas —le dijo a Marcelo cuando iban en el Jeep, de camino a Asheville.


—Fue una auténtica genialidad por tu parte convencerla de que se fuera con su marido —contestó Marcelo.


Paula iba sentada justo detrás de él. Pedro no podía verla, pero estaba seguro de que Marcelo se comunicaba con ella a través del retrovisor. Le dieron ganas de darse la vuelta y mirarla, pero no se le ocurrió ninguna razón lógica para hacerlo.


Paula se había levantado temprano y había aparecido en la cocina vestida con su traje, una blusa nueva y sus zapatos de oficina., poco después de que Pedro se sirviera su primera taza de café. Parecía tranquila y descansada.


Pedro esperaba que ella le contara sus planes a Marcelo, pero no lo había hecho. El, por su parte, había pensado decírselo en cuanto lo viera, pero por alguna razón no se le había ocurrido cómo sacar el tema a colación. No quería que se armara un alboroto. Y Paula parecía sentir lo mismo, pues no había dado muestras de que ese día fuera distinto a cualquier otro.


Pedro había pensado que, cuando fueran de camino a Asheville, se sentiría más relajado, pero se había equivocado. La voz de su padre resonaba en su cabeza, pregonando machaconamente su desprecio hacia el matrimonio y todo lo que implicaba. Pedro había crecido escuchando sus comentarios despectivos y a menudo groseros acerca de la institución matrimonial. 


«¿Quién quiere vivir en una institución?», era uno de los dichos favoritos de Harold.


Pedro se recordó por enésima vez que su boda no era más que un acuerdo formal. Pero lo cierto era que ni siquiera él se lo creía. Si era un simple acuerdo formal, ¿por qué no dejaba de pensar en lo hermosa que estaba Paula con los pechos desnudos y expuestos a su mirada; en su boca, que tan bien se amoldaba a la de él y en lo dúctil y complaciente que se había mostrado en sus brazos? Y lo que era más chocante, ¿por qué desde entonces se encontraba en un estado de semiexcitación?


Paula le dio una palmadita en el hombro. Él volvió la cabeza.


— Marcelo te ha preguntado tres veces si piensas llamar al señor Crossland —le gritó al oído.


Pedro miró a Marcelo, que tenía los ojos fijos en la carretera.


—Ah, lo siento. Creo que tenía la cabeza puesta en Dallas.


Pedro se pasó el resto del viaje a Asheville hablando de algunos de los cambios que proponía la señora Crossland y de cuánto les costarían. La conversación le resultó tranquilizadora hasta que, al acercarse a la ciudad, comprendió que no podía seguir posponiendo el momento de decirle a Marcelo adonde se dirigían. Se aclaró la garganta dos veces antes de decir:
—No vamos directamente al aeropuerto, Marcelo —le dio la dirección del juzgado —. ¿Sabes... eh... dónde queda?


Marcelo se quedó pensando un momento.


—Creo que está cerca del juzgado.


— ¿Es que sabes dónde está el juzgado?


— Sí —contestó Marcelo.


—Pues déjanos allí. Me parece que nos viene bastante bien —contestó Pedro sintiéndose como si lo hubieran amnistiado.


Los tres guardaron silencio hasta que Marcelo detuvo el coche en una zona prohibida frente a la puerta del juzgado.


— ¿Queréis que os espere?


Pedro salió y ayudó a Paula a bajar del coche.


—No hace falta. Tomaremos un taxi para ir al aeropuerto.


Marcelo le hizo un rápido saludo militar.


— Gracias por venir a rescatarme, jefe. Nos mantendremos en contacto.


Pedro esperó hasta que Marcelo se incorporó al denso tráfico matutino antes de volverse hacia el juzgado.


— Lo haces a menudo, ¿sabes? —dijo Paula suavemente.


Pedro la miró con el ceño fruncido preguntándose qué querría decir.


—Hacer ¿qué?


—Rescatar a la gente.


—No vine a rescatar a Marcelo —dijo él poniéndose a la defensiva—. Lo único que pretendía era salvar el trabajo. Si he hecho este viaje, ha sido estrictamente por cuestión de negocios.


—Ah —dijo ella—. Y casarte conmigo también es un asunto de negocios, ¿no?


Él se quedó mirándola unos segundos antes de contestar:
— ¿Es que te sientes ofendida?


Ella sonrió. Sus ojos brillaron alegremente, aunque Pedro no entendía qué demonios le hacía tanta gracia.


—En absoluto —dijo Paula con desenfado—. En realidad, lo prefiero así.


Pedro intento disimular un suspiro de alivio y, tomándola por el codo, la condujo escaleras arriba. Una vez en el interior del despacho de la funcionaría de turno, al oír que Paula daba los nombres completos de sus padres, Pedro comprendió que no había prestado atención a la información que se exigía para cumplimentar la licencia matrimonial.


Apretó los dientes y aguardó su turno. Cuando la mujer le preguntó el nombre de sus padres, respondió con voz crispada, evitando mirar a Paula. En cuanto les entregaron la licencia, preguntó a la funcionaría dónde podían encontrar un juez que los casara.


Siguieron las indicaciones de aquella mujer risueña, el eco de cuyas felicitaciones resonó a su espalda, y por fin encontraron el despacho del juez de paz. Pedro le explicó que estaban de paso en el Estado y que querían casarse lo antes posible. Ya fuera por su nerviosismo, pues las manos le sudaban y tenía la mandíbula tensa, o por la calma de Paula, el caso es que el juez pareció creer que realmente deseaban casarse.


Pedro le sorprendió descubrir que las formalidades de una boda eran muy sencillas. El juez se apresuró a declararlos marido y mujer y le urgió a besar a la novia. Pedro se inclinó y besó fugazmente a Paula antes de darle las gracias al juez y de pagarle sus honorarios. En cuanto salieron del despacho, tomó de la mano a Paula y recorrió el pasillo a toda prisa, ansioso por salir de aquel edificio que parecía mofarse de él.


Una vez fuera, se detuvo en lo alto de la escalinata y miró a su alrededor.


—Pensaba que habría algún taxi por aquí cerca.


— Quizá deberíamos llamar a uno —sugirió Paula.


Pedro se sacó del bolsillo el teléfono móvil. Llamó a información telefónica, pidió el número de un teletaxi, marcó y pidió que los llevaran al aeropuerto. Mientras esperaban que llegara el taxi, se puso a pasear de un lado a otro. 


Cuando pasó junto a Paula por tercera vez, esta le preguntó:
— ¿Te pasa algo?


Su voz parecía tan normal, tan como siempre, con aquel leve acento de escuela privada que había heredado de su madre... Pedro se detuvo frente a ella y se metió las manos en los bolsillos del pantalón.


—Lo he hecho todo mal —dijo, irritado, sintiéndose un necio —. Tú mereces algo mejor. Podía haberte traído un anillo, o haber planeado una fiesta o algo así —movió la mano vagamente, sabiendo que sus palabras sonaban ridículas.


Ella sonrió con aquella sonrisa serena que, invariablemente, le hacía relajarse.


—No hay plazo para comprar un anillo o celebrar una fiesta. Tenemos tiempo, Pedro. No te preocupes.


—La verdad es que no sé cómo voy a explicar todo esto en la empresa. Supongo que tendremos que anunciarlo en cuanto lleguemos, ¿no crees?


— ¿Por qué?


—Bueno, yo... eh... porque se enterarán tarde o temprano.


—Pues cuanto más tarde, mejor. Procuremos mantener separada la vida privada del trabajo, si es posible. Hasta que nos acostumbremos a vivir juntos, no veo razón para decírselo a nadie. Pero, naturalmente, esa es solo mi opinión.


Qué manera tan sensata y lógica de contemplar una situación en la que él se sentía completamente perdido. Pedro comprendió de repente que podía dejar que las cosas siguieran su curso y que no había necesidad de tomar un montón de decisiones precipitadas acerca de una situación que, al menos para él, era potencialmente un campo de minas