miércoles, 20 de junio de 2018

AT FIRST SIGHT: CAPITULO 12




Pedro, sonriendo y saludando a unos y a otros, condujo a Paula hasta una mesa con vistas a los campos de tenis; casi al llegar a la mesa, un hombre alto de cabello oscuro y una mujer rubia con hoyuelos en las mejillas se pusieron en pie.


—Mi hermana, Lisa, y su esposo, Richard Hartfield. Esta es Paula Chaves —dijo Pedro ofreciéndole una silla.


—Hola, Paula —dijo Richard—. Me alegro de que hayas venido.


—Y yo espero que no seas una de esas expertas jugadoras —añadió Lisa con una sonrisa que le acentuó los hoyuelos—. Aunque sólo sea por una vez, a Richard y a mí nos encantaría ganar a mi hermano.


—En ese caso, no desaprovechéis la oportunidad, porque hace mucho que no juego —contestó Paula devolviéndole a Lisa la sonrisa.


Lisa, al contrario que Pedro, era baja y su cabello aún más rubio que el de su hermano, pero los ojos avellana… eran los mismos.


—Lo importante no es ganar, sino jugar —dijo Pedro.


—Claro, para ti no es importante ganar porque siempre ganas, sinvergüenza—dijo Richard—. Pero en el campeonato de la semana pasada estuve a punto de ganarte. Si no llega a ser por el último set… estaba agotado. Sin embargo, tú, que te pasaste toda la semana tumbado haciendo como si escribieses…


—¡Por favor, calla ya! —exclamó Lisa mirando a su esposo—. Se está ganando a pulso la comida y la habitación. Incluso llevó a Damian al dentista la semana pasada.


Pedro hizo una mueca de disgusto.


—Y os aseguro que no fue nada agradable; así que, cuidado con lo que dices, Richard —Pedro notó que el camarero se les había acercado y estaba esperando, y se volvió a Paula—. ¿Te apetece una mimosa, encanto?


—No, gracias. Un zumo de naranja —pero no mezclado con champán.


Se les unieron otras personas a la mesa y la timidez natural de Paula salió a la superficie. Se sintió incapaz de murmurar más que un «hola, qué tal». Lisa se mostró muy amable, cada comentario que hacía, miraba a Paula, sólo consiguiendo con ello ponerla más nerviosa. 


Pedro también trató de que Paula participase en la conversación y, de vez en cuando, le tocó la mano.


Paula deseó poder mostrarse más relajada en público, decir algo gracioso, pero no lo consiguió.


—Muy bien, nuestro campo ya está libre. Venga, Paula vamos a darles una lección —le dijo Pedro a Paula al tiempo que le agarraba la mano y la ayudaba a levantarse.


Paula lo siguió y, detrás, iban Pedro y Richard. Intentó recordar todo lo que su padre le había enseñado. Años atrás, solía jugar bien y esperaba que no se le hubiera olvidado.


Pronto, Paula se dio cuenta de que, por lo menos, jugaba tan bien como sus contrarios, pero ninguno se comparaba a Pedro, que parecía un profesional. Perdieron el primer set y Lisa gritó de alegría.


—Quien ríe el último ríe mejor —declaró Pedro sonriendo maliciosamente—. Os hemos dejado ganar el primero, pero eso va a ser todo. Y Paula y Pedro ganaron los dos sets siguientes. A Paula le pareció que estaba jugando bien y la confianza en sí misma aumentó, en parte debido a los ánimos que Pedro le daba.


Se sintió excitada y llena de vitalidad y energía. 


Era estupendo volver a jugar al tenis con una experiencia que creía habría perdido. Sólo un punto más y el cuarto set era suyo.


Lisa lanzó una pelota por encima de la red, que Pedro devolvió con un golpe excelente. Sin embargo, Richard consiguió responder y Paula se lanzó a devolverle a su vez la pelota, pero se le cayeron las gafas al hacerlo. Las oyó romperse cuando su pie derecho fue a parar encima de ellas.


La angustia que sintió casi le dolió físicamente. 


Se quedó inmóvil, desolada y sin saber qué hacer. No podía ver nada.




AT FIRST SIGHT: CAPITULO 11




A Paula le resultó difícil ponerse en marcha a la mañana siguiente, le costó enfrentarse a la realidad cuando su mente vagaba por las alturas.


«Tienes un talento excepcional», recordó a Pedro decirle.


Recogió los platos de la cena de Alicia y los metió en el lavavajillas. Tomó un pomelo, lo partió por la mitad y, después, se detuvo a admirar el pequeño cisne de madera que estaba en el dintel de la ventana y que su padre tallara. 


«Crear es vivir».


Era sábado. Tenía que darse prisa y comenzó a cortar el pomelo. Le había prometido a Laura que llegaría a la tienda temprano. El traje deportivo ya estaba acabado, así que podría llevar…


«Uno no lleva un vestido así a un sitio que se llama La Boutique».


Lanzar su propia línea de diseño… ¿y por qué no? Podía mandar su portafolios. No, hablaría con el señor Spencer primero. No, llamaría a Jorge primero.


Comenzó a preparar el bacón y los huevos sin saber si llamar a Alicia para que bajase o subirle el desayuno en una bandeja.


No podía volver a hablar con ese hombre después de desdeñar de esa forma su idea de una tienda de modas. Sin embargo, Pedro le había dicho que se había presentado a un hombre que pensaba a lo grande con una idea muy pequeña.


Mientras el bacón se freía, cerró los ojos e imaginó ropas con la etiqueta Paula en todas las tiendas del mundo. Un verdadero sueño.


Abrió los ojos a tiempo de rescatar el bacón y lo colocó en una bandeja.


—Me encanta el olor a café y a bacón por las mañanas —Alicia entró en la cocina, se sirvió una taza de café y, con cuidado, se subió las mangas de la preciosa bata—. Paula, qué bien que ya tienes el desayuno preparado. Estupendo.


—Sí —Paula besó a su madre en la mejilla —. Siéntate y tómate tu pomelo mientras frío los huevos. ¿Has dormido bien?


—Ya sabes lo que me pasa cuando estoy sola en casa por las noches; sin embargo, esta noche debí quedarme dormida porque no te oí llegar. Viniste muy tarde, Paula.


—Yo… sí. Bueno, te llamé por teléfono para decírtelo. El señor Alfonso me llevó a cenar.


—¿Es ese hombre tan agradable que está jugando en lugar de Leonard? —Alicia se quedó con la cuchara suspendida en el aire—. ¿Estaba en Sacramento? Qué raro, creo que vive… Bueno, debió ir allí por algo relativo a su trabajo.


—Sí, supongo que sí. Me estaba esperando en las escaleras automáticas y dijo…


—De todos modos, ¿de qué negocio se trataría? No parece hacer nada.


—¿No? —Paula puso los huevos en dos platos y se sentó a la mesa para desayunar con su madre.


—La primera tarde que vino, creí que era el jefe de Jorge. Bueno, en realidad, primero creí que era el señor Simmons y… Paula, estos huevos están deliciosos. Siempre los haces justo como a mí me gustan.


—Ya —dijo Paula casi para sí misma mientras comenzaba a desayunar apresuradamente.


Su madre le había dicho que el jefe de Jorge había llamado y ella había llamado a Jorge y descubrió que él y Spencer estaban en Japón.


—¿Así que creías que era el señor Spencer?


—No, el señor Simmons. Y luego… —Alicia frunció el ceño—. Bueno, él dijo que no era el señor Simmons y yo supuse que era el jefe de Jorge. Pero da lo mismo, es encantador. ¿Adonde te ha llevado a cenar?


—Al hotel que está enfrente de Grove, al mismo restaurante al que Jorge me llevó para cenar con Spencer.


«Y donde lo conocí».


—Ha sido muy amable al invitarte. Paula, querida, ¿podrías pasar por la biblioteca antes de ir a La Boutique? No tengo nada para leer y la televisión me aburre.


—Claro. Tuve una charla muy interesante con él. Pedro… Bueno, Pedro opina que debería volver a hablar con el señor Spencer para proponerle lanzar una línea de moda.


—Qué bien. Y no te olvides de comprar mermelada de fresa, querida.


—Sí, lo haré. Le encantan mis diseños. Parece muy interesado en ellos.


—¡Es un hombre encantador! Le interesa todo y todo el mundo… incluso Ashley Trent —Alicia dejó de untarse mermelada en las tostadas como si se hubiera acordado de algo importante—. Tomates. Ash cultiva tomates y Pedro no dejó de hacerle preguntas al respecto. ¡Imagínate, interrumpir una partida de bridge para hablar de tomates!


—Oh —así que le interesaba todo y todo el mundo—. ¿Y a qué se dedica Pedro Alfonso?


—A nada, que yo sepa. Ya te he dicho que no parece estar haciendo nada. Es de Londres y ha venido a ver a su hermana; al parecer, está de vacaciones, aunque son unas vacaciones bastante largas. Ha dicho que estaba escribiendo… ¿o pintando? —Alicia frunció el ceño—. Bueno, da igual, dijo que era algo que llevaba queriendo hacer desde hacía mucho tiempo.


«Haz lo que te guste», le había dicho Pedro.


—La verdad es que creo que no tiene ninguna ocupación y sí mucho tiempo libre. Me llama a cualquier hora del día para hablar de la partida de bridge del periódico. Pero reconozco que juega muy bien y que es encantador. A todos les gusta. Y es muy inglés. Me encanta su acento y la forma como llama a todas las mujeres «encanto».


A todas las mujeres. A Paula se le hizo un nudo en el estómago y, de repente, se sintió deprimida.


—Incluso a Josie Starks, que es más seca que la paja. Pero cuando Pedro sonríe… Josie se derrite.


«No me cabe la menor duda», pensó Paula irritada al tiempo que se levantaba de la mesa para fregar los platos del desayuno.


—Por favor, Paula, no te olvides de pasarte por la biblioteca —le dijo Alicia cuando Paula se dispuso a salir.


—Está bien, pero iré en la hora del almuerzo, le he prometido a Laura que llegaría pronto.


Tal y como había dicho Alicia, Pedro Alfonso parecía tener mucho tiempo libre. Aquella semana, se presentó dos veces en los almacenes donde trabajaba Paula a la una de la tarde.


—Hola, Paula. ¿Vienes a almorzar conmigo?


—Me he traído un bocadillo y ya me lo he comido, aunque he salido para tomar un poco de aire.


—Estupendo. Daremos un paseo y tomaremos un batido.


En cierto modo, a pesar de la excitación que despertaba en ella, se sentía cómoda con él, tanto en un restaurante como ahí sentados en un banco en la calle.


Y sí era cierto que le interesaba todo el mundo, como la mujer que estaba sentada en el mismo banco con su hijo de unos diez años y con el que discutía sobre el color de los zapatos que él quería comprarse.


—¿No le parece que tengo razón? —le preguntó la mujer a Pedro.


Él no se limitó a sonreír como la mayoría de la gente habría hecho. Por el contrario, entró en una larga conversación con ella sobre la presión y la autoridad paterna. Y también era listo, pensó Paula por la forma como convenció a la mujer de que había ciertas cosas por las que no merecía la pena discutir.


Cuando Paula se marchó para volver al trabajo, Pedro se quedó hablando con un hombre que acababa de jubilarse y que se quejaba de que estaba muerto de aburrimiento.


—Vamos a ver, ¿qué le gusta hacer? ¿Con qué disfruta? —le oyó decir a Pedro mientras se alejaba.


Suponía que Pedro hacía precisamente eso, lo que le apetecía. Escribir, no pintar, era lo que le había respondido cuando ella le preguntó:
—Mi madre ha dicho que eres pintor. Creí que habías dicho que…


—Tu madre tiene una gran capacidad para mezclar las cosas, ¿no lo has notado? No, no soy pintor, estoy escribiendo. Al menos, lo intento.


—¿Así que eres escritor?


—La verdad es que no. Es algo que llevo queriendo hacer desde hace mucho, pero éste es mi primer proyecto.


—¿Qué es lo que escribes?


—Cosas sobre la vida, una especie de guía para ser feliz. Y tú, Paula, ¿eres feliz?


—¿Qué? Bueno… sí, claro.


La pregunta la sorprendió, nunca había pensado en eso.


—¿Has mandado tu portafolios? ¿Te has puesto en contacto en ese tipo al que le interesan sólo los grandes proyectos?


—No, todavía no —Paula frunció el ceño, avergonzada de decirle que no había encontrado el valor suficiente para hacerlo.


Aquella noche, Laura telefoneó para decirle que una mujer había comprado el vestido de encaje.


—Una rubia que nunca había venido a mi tienda. Se volvió loca con el vestido y no se ha quejado del precio.


¡Seiscientos dólares! Fue entonces cuando Paula llamó a Jorge. Joanne le dijo que no estaba en la ciudad, pero que le llamaría en cuanto volviera.


El domingo por la mañana llamó Pedro.


—Tengo que decirte una cosa —gritó Paula—. ¿Te acuerdas del vestido de encaje? ¡Lo he vendido por seiscientos dólares!


—¿De verdad? Y eso que lo tenías en un sitio que se llama La Boutique. ¡Imagínate por cuánto lo habrías vendido si hubiera estado en París!


—¡Eres imposible!


—¿Y qué haces para divertirte, Paula?


—¿Para divertirme? Pues no sé, leo libros.


—Eso está muy bien, pero necesitas hacer ejercicio, encanto.


—También hago ejercicio. La verdad es que ahora mismo me estaba preparando para cortar las malas hierbas del jardín y…


—No está mal, pero a mí se me ha ocurrido algo más estimulante. ¿Sabes jugar al tenis?


—Sí, solía hacerlo cuando… cuando mi padre vivía.


Cuando tenía tiempo libre y una persona con quien jugar.


—Muy bien, pasaré a recogerte dentro de media hora.


—No sé si puedo.


—No tengo tiempo para discutir ni para convencerte, Paula. Tenemos el campo de tenis reservado para las diez, una partida de dobles. Hasta ahora.


«Desde luego, no acepta un no por respuesta». 


Pero estaba entusiasmada mientras se ponía los pantalones cortos de tenis y buscaba la raqueta.


El club de campo Oaks era mayor y más selecto que el pequeño club de tenis al que Paula iba con su padre. Tenía un campo de golf, una piscina olímpica y doce campos de tenis. 


Aunque su camiseta y los pantalones cortos estaban limpios y blancos como la nieve, le dio complejo de inferioridad al ver a los socios del club con ropa deportiva de última moda y zapatillas de deportes de diseño. Era la única que llevaba una playera sencilla.


AT FIRST SIGHT: CAPITULO 10






Se encaminaron al hotel como de mutuo acuerdo. No consiguieron mesa de inmediato, por lo que Paula llamó a su madre y después se sentaron en el bar a la espera de que quedara libre una mesa. Resultó ser una larga espera en la que Pedro se tomó dos martinis y Paula dos copas de vino blanco.


No estaba acostumbrada a beber vino; normalmente, le daba sueño. Pero aquella noche, la hizo sentirse extraordinariamente despierta. Tampoco estaba acostumbrada a charlar de cualquier cosa y, al principio, se sintió un poco incómoda; sin embargo, al cabo de unos minutos, comenzó a relajarse y a sentirse completamente a gusto con ese hombre que le estaba diciendo:
—Te encuentro muy interesante, Paula. Mucho.


—¿Y por qué me encuentras interesante?


—No lo sé —Pedro parecía tan confuso como ella—. Quizá sea porque, cada vez que te veo, eres una persona diferente.


—Eso no es verdad. Jorge dice que es, precisamente, lo malo que tengo. Dice que nunca hago un esfuerzo por cambiar.


—Jorge, ¿eh? —Pedro frunció el ceño y cambió de postura en el taburete—. Bueno, no sé si haces esfuerzos o no, pero noto los cambios. Las dos últimas veces que te he visto, parecías una huérfana descalza. Esta noche…


Pedro paseó la mirada por la práctica falda y la sencilla blusa blanca abotonada hasta el cuello.


—Esta noche pareces una maestra. Ninguna de las dos imágenes se parecen en nada a la mujer modelo a la que vi por primera vez en este hotel.


—¡Ésa no era yo! —Paula parpadeó al ver a la camarera retirarle la copa vacía y sustituirla por otra llena—. Jorge me dijo que, para impresionar al señor Spencer, tenía que ponerme despampanante. Así que él y Alicia me arreglaron. Y después, Jorge me quitó las gafas y se las quedó porque, según él, lo estropearían todo.


—¿Sí? —Pedro la miró duramente—. ¿Eso es lo que Jorge te dijo?


—Sí —Paula asintió—. Y Alicia también. Alicia dice que es una pena. —Paula bebió otro sorbo de vino antes de continuar. —Por eso, cuando Jorge me quitó las gafas, Alicia…


—¿Quién demonios es Jorge?


Pedro habló con tanta dureza que Paula se echó hacia atrás.


—Jorge es… es un amigo. Es mi vecino. No, no es mi vecino, era mi vecino. Ahora vive en Nueva York.


—Estupendo —Pedro le apartó la copa de vino—. Espero que se quede en Nueva York.


—¿Quién? —preguntó ella sin comprender.


—Jorge.


—Oh, sí. Jorge vive en Nueva York y…


—Señor Alfonso, mesa para dos —anunciaron los altavoces.


Pedro la agarró del brazo y la llevó al comedor.


—No, no queremos vino —le dijo al camarero cuando se sentaron —. ¿Podría traernos un café primero, por favor?


Escogió el menú para los dos antes de preguntarle a Paula:
—Ese hombre al que querías impresionar, ¿era ése que estaba sentado a la mesa cuando te llevé?


—Sí —Paula bebió un largo sorbo de café—. Spencer. Bruno Spencer.


—¿Y conseguiste impresionarlo?


—No —Paula sacudió la cabeza—, sólo le interesan los grandes negocios.


Paula extendió las manos para mostrarle lo grandes que le interesaban.


—Grandes compañías de transportes, plantaciones de café enormes, madera… —de nuevo, sacudió la cabeza—. No sé por qué Jorge pensó que podría estar interesado en una tienda de modas pequeña.


—¿Una tienda de modas? ¿Por eso querías interesarle?


Paula asintió mientras observaba al camarero colocarle un plato de sopa de cangrejo delante.


—Pero una tienda de modas no es lo suficientemente grande —probó la sopa, deliciosa; hasta ese momento, no se había dado cuenta del hambre que tenía—. ¿Sabías que, para que te presten dinero, tienes que tener mucho dinero? ¿No te parece un error que todo el mundo piense a gran escala?


—A veces es buena idea. Tú deberías pensar a gran escala, Paula.


—¿Yo?


—Si, tú. ¿Por qué aceptar un trabajo asalariado cuando puedes crear un vestido como el que me enseñaste la otra noche?


—Puede que sea porque, después de tres semanas, el vestido sigue colgado en La Boutique.


—¿La Boutique es una tienda de modas?


—Sí. Mi amiga Laura es la dueña. La tienda está en Roseville y llevé allí el vestido, pero aún no se ha vendido.


—No me sorprende —Pedro se inclinó hacia atrás y le dio las gracias al camarero cuando éste retiró los platos de sopa.


—¿Por qué?


—La Boutique… tiene un nombre muy genérico —Pedro sonrió maliciosamente—. Uno no esconde un vestido así en una tienda que se llama La Boutique. Ese vestido exquisito está tan fuera de lugar allí como tú trabajando en el departamento de arreglos de K. Groves.


—Eso crees, ¿eh? Bueno, pues quiero que sepas que estoy encantada de trabajar en el departamento de arreglos de K. Groves —Paula dejó de poner mantequilla en la patata asada y lo miró directamente a los ojos—. Un salario fijo me hace sentirme segura.


Pedro sacudió la cabeza.


—En estos tiempos, se le da demasiada importancia al dinero.


—Desgraciadamente, las compañías de gas y electricidad es lo único que aceptan como pago.


—Ahí me has pillado —Pedro rió—. De acuerdo, en eso tienes razón, uno debe cubrir las necesidades. Pero uno deja escapar algo precioso cuando permite que ganar dinero se convierta en algo más importante que lo que hace, ¿no estás de acuerdo?


—No —respondió Paula sin encontrar sentido a las palabras de Pedro, aunque le encantaban su acento británico y su sonrisa.


—Crear es vivir, Paula —su mirada se tornó intensa—. ¿Te das cuenta de la cantidad de personas que son desgraciadas porque se pasan la vida haciendo lo que tienen que hacer en vez de lo que les gusta?


—Cierto. Pero si uno tiene que pagar el alquiler, no siempre puede…


—¡Ese es el quiz de la cuestión! Un hombre es feliz cuando consigue compaginar ambas cosas. En tu caso, querida, una mujer. Tienes un talento extraordinario, eres muy creativa. Tienes tantas ideas en la cabeza, tantos diseños fabulosos que confieren un brillo especial a tus ojos. Quieres bailar descalza y dibujar y pintar y cortar telas… ¡Quieres crear!


Paula lo miró fijamente. ¿Cómo sabía que era eso lo que sentía?


—Lo pasas tan bien haciendo eso que no le parece trabajo, ¿me equivoco?


—No, no te equivocas, pero… —Paula pensó en su padre y en sus fantasías, en el hermoso cisne tallado en madera—. A veces es imposible. Uno no siempre puede ganarse la vida haciendo lo que quiere.


—A menos que se esfuerce por conseguirlo. Y no digas «uno», Paula, responsabilízate de tu vida. Un talento como el tuyo merece una oportunidad.


De repente, Paula se sintió irritada.


—¡Lo he intentado! Primero, en el banco y, después, con el señor Spencer.


—Recurriste a un hombre de grandes proyectos con una idea pequeña, una tienda de modas. Pero tú no eres una dependienta, eres una diseñadora. ¿Se lo dijiste? ¿Le enseñaste el portafolios con tus diseños?


—No, no se lo enseñé.


—¿Por qué no? Si le interesan los grandes proyectos, podría interesarle lanzar una línea de diseño.


—¿Una línea de diseño? —repitió ella asombrada.


—Vamos, Paula —Pedro sacudió la cabeza—. ¿Es que no te has dado cuenta de lo buena que eres? Sólo ese vestido de encaje… ¡Increíble!


Estaba siendo la noche más maravillosa de su vida ahí sentada con aquel hombre tan guapo que no hacía más que alabar su talento.


—Supongo que podría hablar otra vez con el señor Spencer —dijo Paula por fin, aunque vacilante—. Pero no me gusta rogar a nadie.


—¡Rogar! No es rogar, le vas a ofrecer una oportunidad, una gran oportunidad.


Cuando Pedro la acompañó hasta el coche, Paula estaba convencida de que todo era posible.


—Creo que como más me gustas es como una huérfana descalza —Pedro le acarició la mejilla con las yemas de los dedos y ella tembló de placer—. Prométeme que siempre harás lo que te gusta, encanto.


—Sí —susurró ella dispuesta a prometerle cualquier cosa.


Pedro se inclinó y la besó. Fue un beso suave, pero la abrasó.


—Y conduce despacio.


Paula condujo despacio, como en una nube. 


Encanto, la había llamado encanto.


«Vamos, deja de soñar, Paula». Probablemente, los ingleses decían «encanto» a cualquiera, como los americanos decían «muñeca», o «cielo». Además, lo más probable era que volviese a Inglaterra pronto.


¿Y qué estaba haciendo allí, en América? 


¿Quién era? 


De repente, se dio cuenta de que Pedro no había hablado de sí mismo en toda la tarde.


«No, Paula, sólo has hablado de ti misma. No has parado de hablar. Has bebido vino y…»


«¡Oh, Dios mío! ¿Qué he dicho? ¡He debido parecerle una estúpida completamente ensimismada consigo! ¡Oh, qué va a pensar de mí!»



****

Cuando llegó a la casa, Pedro se encaminó directamente a la casa de los huéspedes, pero notó que las luces del piso bajo de la casa de su hermana estaban encendidas.


Estupendo, Lisa aún estaba levantada.


Entró en el cuarto de estar y encontró a Lisa acurrucada en un enorme sillón leyendo una novela. Su cuñado, Richard, un diligente oftalmólogo, estaba tumbado en el sofá leyendo absorto una revista médica.


Pedro saludó a ambos y luego se acercó a su hermana.


—Oye, Lisa, hay una tienda de modas en Roseville que se llama La Boutique y que tiene un vestido… —le describió el vestido como mejor pudo, firmó un cheque y se lo dio a su hermana—. Cómpralo.


—Bueno —respondió Lisa con gesto confuso—. ¿Para mí? ¿Crees que me sentará…?


—No me importa si te queda bien o no, ni tampoco lo que cueste. Cómpralo.


Lisa no sabía qué decir, pero Richard se incorporó en el sofá.


—¿Una tienda que se llama La Boutique? ¿Un vestido de encaje? ¿Has bebido?


—Sólo un par de martinis.


Pedro sonrió maliciosamente, ignorando las interrogantes miradas de ambos, y les dio las buenas noches.