viernes, 28 de octubre de 2016

PELIGROSO CASAMIENTO: CAPITULO 9





-Paula.


La joven se despertó sobresaltada. Estaba oscuro.


Sintió una oleada de terror. Tenía que huir de allí. Tenía que escapar de las manos que la estaban tocando. Al agitarse se dio contra algo duro. Una puerta.


Paula, soy yo, Pedro -dijo sujetándole el brazo con más firmeza-. Despierta. Estás a salvo.


Estaba en el coche con el detective Pedro Alfonso. Estaba a salvo... Al menos en teoría. El abrió la puerta y se bajó del coche. La joven buscó a tientas hasta que encontró el pestillo de la suya y salió también. Durante unos segundos se sintió desorientada pero se repuso enseguida. Dentro de la cabaña en forma de A que había en medio del bosque brillaba una luz. Pau alzó un instante la mirada para admirar la luna llena que los iluminaba con luz dorada mientras avanzaban hacia la puerta. No tenía ni idea de dónde estaba. La zona de Crystal Lake le resultaba poco conocida.


Paula observó las anchas espaldas de Alfonso, que iba primero para abrir camino.


Estaba pegada a él. Así que más le valía confiar en él. 


Aunque el detective todavía no había decidido si podía creerla.


-Creí que habías dicho que iríamos a un sitio seguro -protestó cuando él abrió la puerta y se echó a un lado para dejarla pasar-. ¿Dónde está la verja de seguridad y los guardias?


-Has visto demasiadas películas -aseguró Pedro cerrando tras ella y pulsando los dígitos de un panel de alarma que había en la pared-. Confía en mí. Este sitio es seguro. 
Sígueme.


Pau obedeció y fue tras él por la estrecha escalera. La parte superior era un inmenso dormitorio de muebles sencillos y una inmensa cama. Estaba decorado con sencillez, al estilo masculino.


-Le he pedido a una amiga que te trajera ropa y artículos de higiene -dijo Pedro señalándole una bolsa que había a los pies de la cama-. Si necesitas algo más dímelo y le diré a Ana que te lo facilite.


-¿Ana? ¿Quién es Ana? -preguntó sin pensarlo, arrepintiéndose al instante de haberlo hecho.


Para su pesar, había sentido una punzada de celos al escuchar aquel nombre de mujer. ¿Sería Ana su novia? ¿Su mujer? No llevaba anillo. ¿Qué le importaba a ella?, reflexionó con creciente desasosiego al darse cuenta de la dirección que tomaban sus pensamientos.


-Ana trabaja también en la Agencia -explicó el detective dirigiéndose de nuevo a las escaleras-. Si necesitas algo házmelo saber. Estaré abajo.


Paula estaba demasiado cansada para analizar la precipitación con la que Alfonso se marchó. Abrió la bolsa y removió su contenido. Dos pares de vaqueros. Una camiseta. Dos blusas. Calcetines, medias y braguitas. La joven alzó una ceja. ¿Un sujetador? Comprobó la talla y vio que era la suya. ¿Cómo era posible que la tal Ana lo hubiera adivinado?


Paula sintió que las mejillas se le sonrojaban ante la idea de que Alfonso le hubiera calculado la talla. Sintió un escalofrío en el vientre y se obligó a sí misma a seguir mirando en la bolsa. Un camisón, cepillo de dientes y pasta y unos cuantos cosméticos más.


Diez minutos más tarde estaba sumergida hasta el cuello en la bañera. Los minutos transcurrieron lentamente mientras el agua caliente iba disolviendo poco a poco la tensión de su cuerpo. Estaba muy cansada. Pau cerró los ojos y trató de no pensar en su padre. ¿Y si no volvía a verlo más?


“Por favor”, rezó. “Por favor, Dios mío, mantén a mi padre a salvo de David. Y, por favor, no dejes que se muera antes de que yo regrese a casa”.


Contuvo las lágrimas y trató de concentrarse en la tarea de lavarse la cabeza. Cuanto antes terminara antes podría dormir. Necesitaba descansar. Al día siguiente tendría que encontrar la manera de demostrar quién era ella y cuáles eran las intenciones de David Crane.


Mientras se secaba el cabello pensó que tal vez había llegado el momento de utilizar el as que tenía escondido. 


Estaba completamente claro que no había convencido a Alfonso al explicarle lo apremiante de su situación.


Su temor era cometer un error al precipitarse al sacar aquella carta demasiado pronto. Pero era evidente que la situación requería medidas drásticas Al día siguiente por la mañana se aseguraría de que Pedro Alfonso viera por sí mismo a lo que tenía que enfrentarse... Por qué no podía acudir a la policía.


Con la toalla colocada sobre los senos, Pau salió del baño y se acercó a la cama.


Pero se detuvo bruscamente a mitad de camino al ver aparecer a Alfonso al final de la escalera. La joven tragó saliva. El detective parecía tan sorprendido como ella misma.


-Yo... te he traído algo de cena -dijo señalando con la cabeza la bandeja que tenía entre manos.


En la bandeja había una lata de cerveza y una botella de agua junto a un paquete de comida rápida. Alfonso se había detenido en algún restaurante durante el camino y ella ni siquiera se había enterado de lo dormida que estaba. Pau echó los hombros hacia atrás y cruzó la habitación para agarrarle la bandeja.


-No sabía si preferías agua o cerveza. No había nada más.


-Gracias -contestó ella como si todo fuera muy natural.


Fue consciente del modo que su mirada resbalaba por su cuerpo medio desnudo, deteniéndose en las piernas antes de volver a subir hasta el rostro. Tampoco le pasó desapercibido el brillo que desprendían sus ojos.


-De nada -respondió el detective humedeciéndose los labios-. Si necesitas algo, estoy abajo. Buenas noches.


Pau trató de no fijarse en la anchura de su espalda mientras bajaba por la escalera. Ya había examinado al dedillo aquellos glúteos perfectos. Le daba rabia estar tan pendiente de él, sobre todo del modo en que la miraba.


Sintió entonces una oleada de satisfacción. Alfonso también se sentía atraído por ella. Pau se mareó un poco y corrió hacia la cama para dejar la bandeja. Trató de concentrarse para pensar más objetivamente en aquel nuevo matiz. Así conseguiría tener ella el control. Lo único que tenía que hacer era mantenerlo nervioso para poder manejarlo con más facilidad. Nunca antes había llevado a cabo una táctica semejante, pero las malas de las películas siempre lo hacían.


-¿Pedro? -dijo sonriendo y apoyándose en la barandilla que daba al piso inferior.


Su guardaespaldas estaba tumbado en el sofá con una botella de agua en la mano. Se había quitado la camiseta. 


Pau tragó saliva e intentó guardar la compostura. ¿Cómo era posible que existiera un torso tan hermoso?


-¿Sí? -preguntó él alzando la vista.


-¿Cuántos años tienes exactamente? - preguntó con la voz más coqueta que pudo-. Es que tengo curiosidad.


Dicho aquello, se soltó la goma que le sujetaba el pelo y dejó caer aquella cascada de seda rubia por los hombros.


-Treinta y cuatro -respondió el detective en un hilo de voz.


Ella fingió hacer la cuenta durante un instante.


-De acuerdo -dijo finalmente dándose la vuelta y desapareciendo de su campo de visión.


Pau se metió en la cama y comenzó a dar buena cuenta de la hamburguesa con patatas que le había llevado. Le dio un largo sorbo a la botella de agua y sonrió.


Oh, sí. Ahora tenía al detective Alfonso bien agarrado. 


Aunque fuera algo totalmente inusual en ella, utilizaría aquella atracción en su beneficio. Después de todo, había aprendido del mejor. David Crane era un maestro de la manipulación. La dura lección que había aprendido de él tendría que servirle para algo.


Ahora lo único que necesitaba era un plan infalible para la mañana siguiente.




PELIGROSO CASAMIENTO: CAPITULO 8





-¿Por qué no reconoces que yo tenía razón y ya está? -protestó Pau-. Alguien ha intentado matarme y tú lo sabes.


-Sí. Creo que alguien ha intentado matarte -reconoció Pedro tras tomarse unos segundos para controlar la irritación y dejar la bolsa de viaje en el maletero de su coche-. O a mí... O a los dos -añadió supervisando los artículos de emergencia que llevaba siempre en la caja de herramientas cuando viajaba.


-Eres el hombre más cabezota que he conocido en mi vida -insistió ella cruzándose de brazos en gesto indignado-. No lo entiendo. No puedes ser tan torpe. Tienes que saber que esas balas iban dirigidas hacia mí.


-Entra en el coche -le pidió Pedro girándose hacia ella.


-No lo haré hasta que me digas por qué sigues sin creerme -dijo Pau aguantándole la mirada.


-Estoy seguro de que alguien quiere hacerte daño -aseguró el detective armándose de paciencia-. Y seguramente se trate de alguien de Cphar o al menos alguien del negocio. Pero no hay nada que relacione a David Crane con lo que está ocurriendo. Pero si existe esa prueba, la encontraremos -añadió para tranquilizarla-. Y ahora, sube al coche.


-De acuerdo -cedió la joven suspirando-. ¿Qué es esto? -preguntó señalando la caja de herramientas en la que Pedro acababa de guardar el revólver de ella.


-Las herramientas de mi trabajo, jovencita -respondió el detective sacudiendo la cabeza con una sonrisa.


-No soy una jovencita -respondió Pau acaloradamente-. Deja de llamarme así. Podrías llamarme doctora Chaves, por ejemplo.


-De acuerdo. Doctora Chaves -contestó Pedro-. Aquí tengo todo lo que necesito para mi trabajo: Un par de armas extra, munición, visión nocturna, prismáticos y un chaleco antibalas, por nombrar algo. Y ahora, ¿te importaría entrar en el coche antes de que tus amigos regresen para otra sesión de tiro al blanco?


Ella abrió mucho los ojos con expresión atemorizada ante un posibilidad que estaba claro que no había considerado. 


Pedro volvió a maldecir entre dientes al ver aquel trasero respingón entrando en el asiento del copiloto.


-Gracias a Dios murmuró.


Estaba claro que su objetividad se precipitaba colina abajo a toda prisa. Tragó saliva para contener un gemido sensual. 


Tal vez Paula tuviera un cuerpo hecho para el amor pero era prácticamente una niña, le recordó su parte sensata. 


Demasiado joven para él.


“Y además es tu cliente”, añadió dándose una bofetada mental.


Tras comprobar que llevaba todo lo necesario, Pedro cerró las puertas del coche y se colocó detrás del volante. Tenía en mente el sitio perfecto donde mantenerla a salvo.


La cabaña que Pierce Maxwell poseía al lado de Crystal Lake. Max, tal como lo conocían sus amigos, estaba fuera del país en una misión de la Agencia. Pedro sabía dónde escondía la llave, igual que Max conocía dónde guardaba él la de su apartamento en la ciudad. La cabaña estaba a treinta minutos al noroeste de la ciudad, perdida entre los bosques. Pedro no tendría que preocuparse de que ningún vecino curioso descubriera su presencia.


-¿Adónde vamos? -preguntó Pau en cuanto se puso el cinturón-. Quiero que me mantengas informada de nuestros planes.


Aquélla era la mujer más exigente que había tenido que proteger jamás, pensó Pedro.


-Al noroeste de Chicago, cerca de Crystal Lake. No te preocupes -se apresuró a aclarar cuando la oyó tragar saliva-. Es un sitio seguro y está muy lejos de Aurora y de Cphar.


-Pero, ¿qué vamos a hacer? -quiso saber ella-. Tenemos que detener a David como sea. Y quiero saber exactamente qué tienes pensado. No haremos nada sin mi aprobación.


Vaya, vaya. Al parecer la señorita vicepresidenta primera estaba acostumbrada a mandar.


-Cuando lleguemos a nuestro destino hablaremos de los pasos a seguir, ¿te parece?


-Me parece -contestó Pau relajándose un poco-. Pero no intentes jugármela. No pienso permitir que ningún hombre vuelva a aprovecharse de mí.


Pedro parpadeó y trató de concentrarse en el semáforo en verde que tenía delante. No se había parado a considerar cómo se habría resentido su relación con los hombres después de que su prometido la hubiera mandando asesinar. 


Aunque lo cierto era que todavía no tenía claro que hubiera estado prometida, y mucho menos con David Crane.


-No tienes que preocuparte de nada -insistió él-. Yo nunca me aprovecharía de nadie, y mucho menos de...


-Te juro que si vuelves a llamarme jovencita te pegaré un grito -lo interrumpió Pau.


Pedro guardó silencio. Así era exactamente como pensaba llamarla. Aunque lo cierto era que si la consideraba una jovencita, ¿qué papel ocupaba él? ¿El de viejo verde?


-¿Por qué no intentas dormir un poco? Te despertaré cuando lleguemos. Está a una hora de aquí.


-No estoy cansada -mintió ella alzando la barbilla.


Cuando alcanzaron la carretera, Pedro se relajó y miró de reojo a Paula Chaves, que luchaba por mantener los ojos abiertos. Estaba claro que no se le daba bien mentir. ¿Qué demostraba aquello respecto a sus acusaciones contra Crane?


Que realmente pensaba que era el enemigo.


Y sin embargo, Pedro no estaba convencido de ello. Tal vez había cometido un error al aceptar aquella misión. Tal vez Victoria tenía razón cuando dijo que el pasado podía interponerse en su camino. Pero Pedro no estaba preparado para admitir todavía el fracaso. Si descubría que Crane era culpable sabría cómo manejar la situación. Nunca había permitido que los sentimientos se interpusieran en su trabajo.


En su cabeza se abrieron paso de golpe las imágenes del pasado.


Había cometido un error una vez. Y con una era suficiente. 


No permitiría que volviera a ocurrir. Si David Crane era culpable, pagaría por ello.


Muchas cosas podían cambiar en ocho años. La investigación farmacéutica era un gran negocio... que daba mucho dinero. La codicia cambiaba a los hombres. Y en aquel caso concreto, Crane podía ser sospechoso. Era quien más tenía que ganar con la ausencia de Paula, que lo colocaría en posición de tomar decisiones importantes. Pero, si no estaban casados, ¿qué ganaba a largo plazo?


No mucho, pensaba Pedro. Porque, ¿qué importancia tenia que en aquel momento disfrutara de poder? Paula lo recuperaría sin problemas en cuanto demostrara su identidad. A menos que pudiera demostrarse que tuviera algún problema de inestabilidad mental, se recordó Pedro


Aquello le recordó que tenía que hacer algunas llamadas. 


Necesitaba hablar con Victoria, ponerla al día. Y luego debía llamar a Melbourne y a Ana Wells. Ana tendría la misma talla que Paula aunque fuera un poco más alta. Tal vez podría llevarle algo de ropa a la cabaña.


Pedro observó por el rabillo del ojo la camiseta demasiado corta de su cliente, que ahora estaba dormida. Se le secó la garganta cuando recorrió con la mirada su vientre desnudo y siguió la curva de sus senos. El detective clavó de nuevo la mirada en la carretera. No había tenido tanta dificultad para dejar de pensar en el sexo desde que era adolescente.


-No es más que una niña -murmuró entre dientes.


-No soy una niña -lo corrigió ella sin abrir los ojos, con voz agotada por el cansancio.


Pedro sacudió la cabeza. Iba a ser una noche muy larga.








PELIGROSO CASAMIENTO: CAPITULO 7




En cuanto Pedro Alfonso había salido de la habitación del motel, Pau había empezado a recorrerla de arriba abajo. 


Tres horas después estaba convertida en un manojo de nervios.


¿Por qué tardaba tanto?


Nunca debió permitir que la convenciera para llevar a cabo semejante idea. ¿En qué estaría pensando? Pau se pasó la mano por el pelo y soltó un bufido de desesperación. Había sido un error. Ella conocía muy bien a David. Lo manipularía con sus palabras hasta conseguir ocultar del todo la verdad.


Y luego iría tras ella.


Sintió una oleada de miedo atravesándole las venas.


Debería salir de allí ahora que todavía podía.


Pau se detuvo en medio de la habitación y apretó las manos para serenarse. ¿Adónde podría ir? No tenía dinero ni nada de valor para canjear. Ni tampoco podía ir a la policía. Le harían demasiadas preguntas para las que rió tenía respuesta. Y lo peor de todo era que nadie sabía que había desaparecido. Excepto un detective privado que no terminaba de creerla.


Pau se dejó caer en un extremo de la cama. Había sido tan estúpida... ¿Cómo era posible que no viera cómo era realmente David? No se podía decir que hubiera perdido la cabeza por él ni que la pasión la cegara, pero lo había querido mucho y confiaba plenamente en él. Se sentía a salvo con David, sobre todo desde que su padre enfermó tan gravemente. La única familia que tenía era su tío Roberto, que era aún mayor que su padre. Cuando ambos desaparecieran sólo le quedaría David. David y los hijos que pensaban tener juntos. Qué estúpida había sido.


Pau dejó caer la cabeza entre las manos y lloró por primera vez desde que había visto a su tío morir en sus brazos. 


Estaba loca de preocupación por su padre. Tal vez no volviera a verlo nunca, no tendría la oportunidad de despedirse de él. Tenía que encontrar el modo de regresar a casa antes de que fuera demasiado tarde.


Pero David le había robado la vida. Pau todavía no entendía cómo lo había conseguido. Sacudió la cabeza con gesto de desagrado. Todo era tan surrealista... Nadie la creería jamás. 


¿Cómo iba a demostrar que era Paula Chaves? El único sitio en que figuraban sus huellas dactilares y su ADN era en el archivo que se conservaba en Cphar. Y con toda seguridad David ya se habría deshecho de él. Era demasiado inteligente como para permitir que un error tan tonto arruinara su plan. ¿Acaso no lo había comprobado ella misma? No podía ser una coincidencia que la consulta de su dentista hubiera ardido hasta los cimientos. David sabía que era la única manera de identificarla más allá de las paredes de Cphar.


Lo cierto era que la responsable última de que así fuera era ella misma. Había renunciado a cualquier tipo de vida social desde que alcanzaba a recordar. Se había pasado la vida en la escuela concentrada en su educación o en el laboratorio con su padre, ayudándolo a desarrollar algún fármaco nuevo. No tenía amigos. Nadie podía ayudarla.


Decidida a no permitir que David Crane se saliera con la suya, Pau se puso de pie. No pensaba quedarse allí llorando lamentándose de su suerte o esperando a que David enviara a sus matones para que remataran lo que habían empezado.


Tenía que salir de allí.


Agarró la pistola descargada que Alfonso había dejado en la mesilla y se la metió en la cinturilla del pantalón, del mismo modo que le había visto hacer a él. Tal vez estuviera descargada, pero era suya. Siempre cabía la posibilidad de cambiarla por algo de valor: Un billete de autobús... o comida, pensó rebosante de optimismo. No estaba tan mal como pensaba.


Pau echó los hombros hacia atrás y se dirigió hacia la puerta. El sonido de la llave en la cerradura detuvo sus pasos. Vio cómo el picaporte se giraba y la puerta se abría hacia dentro. Pau dio un paso atrás. Oh, Cielos. ¿Habría dado David con ella? Alfonso tendría que haber vuelto hacía mucho tiempo. ¿Y si habían unido sus fuerzas contra ella?


El corazón se le paralizó por completo durante el segundo eterno que le llevó a su cerebro creer lo que sus ojos veían.


Alfonso.


El detective entró en la habitación y cerró la puerta tras él. El tamaño del cuarto disminuyó considerablemente ante su imponente presencia.


-Has vuelto -murmuró ella con un alivio imposible de ocultar.


-¿Acaso había alguna duda? -preguntó Pedro alzando una ceja.


-No, no -respondió Pau-. Es que llevabas fuera bastante rato y había empezado a preocuparme un poco, eso es todo.


¿Un poco? Había estado a punto de morirse del miedo. Y ella nunca se asustaba. Aquella era otra cosa que David le había robado: La confianza en sí misma.


La mirada escrutadora del detective la observó durante demasiado tiempo antes de desviarla hacia la habitación.


-No estarías pensando en dejarme colgado, ¿verdad?


Ella parpadeó para tratar de ocultar la mentira que reflejaban sus ojos y luego se humedeció aquellos labios increíbles.


-Por supuesto que no. Estaba un poco ansiosa, eso es todo -aseguró levantando las manos como si buscara ayuda en el aire-. Estaba paseando. Ya sabes... paseando.


-¿Y dónde está la pistola? -preguntó él sin disimular la desconfianza que sentía, tras echarle un vistazo a la mesilla vacía.


-Yo... No lo sé -mintió Pau dando instintivamente un paso atrás-. Pensé... pensé que la tenías tú.


-No me gustan los juegos, Paula -dijo Pedro agarrándola de la cintura y quitándole la pistola con movimiento certero-. Si voy a ayudarte tengo que ser capaz de confiar en ti.


Ella no podía pensar... No podía respirar. Le había quitado el aliento con la misma facilidad con la que se había hecho con la pistola. Su brazo parecía de acero, y el pecho de piedra bajo las palmas de sus manos. Aquel rostro cincelado estaba sólo a unos centímetros del suyo.


-Suéltame -le ordenó Pau en cuanto pudo encontrar su propia voz.


Fue una orden algo balbuceante y sin embargo clara. 


Alfonso no era el único que podía intimidar. Tal vez ella no tuviera su fuerza física pero tenía otras virtudes... Como una inteligencia superior, por ejemplo. Pau lo miró con la esperanza de que pudiera leerle la mente.


Pedro retiró el brazo Ella se apartó.


-Siéntate -le ordenó el detective indicándole la cama con un gesto de la cabeza.


El corazón comenzó a latirle con fuerza. Pau miró la cama y luego a él, preguntándose qué ideas se le estarían cruzando por la mente.


-No temas -dijo Pedro suspirando ostensiblemente al saber lo que estaba pensando-. No soy un acosador de jovencitas. Lo que quiero es hablar contigo. Sólo hablar. Y ahora siéntate -repitió acercándose para intimidarla.


Pau tomó asiento en una esquina de la cama. Estaba furiosa.


-He estado con Crane -le dijo el detective con voz neutra, sentándose en la silla-. Se mostró muy tranquilo. No mencionó que hubiera ningún problema, ni siquiera que hubieras desaparecido. Cuando le pregunté por ti me dijo que estabas en Boston de viaje de negocios.


-Está claro que mintió -se apresuró a responder ella llena de ira.


-¿Está claro? -preguntó él retóricamente antes de apoyar los codos en las rodillas-. Tenemos un problema. Te niegas a ir a la policía. Y eso me coloca en una posición incómoda ya que no puedes demostrar que eres quien dices ser y contigo nada concuerda.


-¿Cómo que nada concuerda? -repitió ella poniéndose de pie-. ¿Qué tengo que hacer para que se te meta en la cabeza? David cree que estoy muerta. Ordenó a uno de sus hombres que me asesinara. Estoy convencida de que tiene toda la intención de perseguirme y terminar el trabajo. Quiere verme muerta. ¿Qué más quieres que te diga? -concluyó alzando los brazos desesperada.


-Lo único que estoy diciendo es que necesitamos una prueba -respondió Alfonso sin perder la calma-. Tendrás que darme algo más que esa historia que no puede verificarse. El cadáver de tu tío no ha aparecido, o al menos los medios de comunicación no se han enterado. No hay absolutamente ninguna prueba de que haya ocurrido nada.


-¿Y cómo voy a conseguirla? -se preguntó Pau pasándose de nuevo por la habitación.


Aquello era una locura. A menos que pudiera entrar en los laboratorios y hacerse con unas huellas dactilares o una secuencia de ADN que David no hubiera falsificado todavía, estaba perdida. Más de lo que Alfonso creía.


-No tengo ninguna identificación. Y David está cubriendo mi ausencia de más modos de los que tú crees -se quejó-. La única prueba que podría existir está en Cphar.


¿Podría contarle ahora el resto? ¿O llamaría el detective a los hombres de bata blanca para que se la llevaran?


Alfonso se puso de pie, dando al traste con la calma que ella empezaba a recobrar. Pau trató de hacerse la fuerte pero probablemente no lo consiguió.


-Me gustaría que regresaras conmigo a Chicago. Hay alguien a quien quiero que veas.


Pau tuvo la impresión de que aquello no traería nada bueno. 


Una sensación extraña se le posó en la boca del estómago. 


Su instinto nunca le fallaba. Excepto una vez. Confiar en David Crane había sido el error más grande de su vida y ninguna señal se lo había advertido.


-No sé si ir a Chicago sería una buena idea -dijo acercándose muy despacio a la puerta.


Cphar estaba situado al norte de Aurora, pero Chicago estaba demasiado cerca como para hacerla sentirse cómoda. Primero tenía que asegurarse de contar con el apoyo incondicional de la Agencia Colby.


-No dejaré que te ocurra nada -aseguró Pedro acortando el espacio que ella había ganado-. Te doy mi palabra.


Pau se detuvo un instante. Tal vez le estuviera diciendo la verdad. Tal vez quisiera ayudarla sinceramente. Pero, ¿cómo podía volver a confiar en nadie, sobre todo en un hombre?


-¿A quién quieres que vea?


La vacilación del detective respondió a su siguiente pregunta antes incluso de que la formulara.


-Se llama Clarence Melbourne. El doctor Clarence Melbourne. Trabaja de vez en cuando para la Agencia.


-¿Qué clase de médico es? -preguntó ella, furiosa, aunque ya conocía la respuesta.


-Es un psicólogo. Me gustaría que te hiciera una rápida evaluación para estar seguros.


-¿Para estar seguros de qué? -dijo Pau dando un paso más hacia la puerta.


Alfonso estaba ahora más cerca. ¿Se habría movido sin que ella se diera cuenta?


-Piénsalo, Paula -le pidió el detective con tranquilidad-. Ambos queremos lo mismo: solucionar tu problema. 
Necesito estar seguro de ti. ¿No lo entiendes? Sólo serán unas cuantas preguntas. Es lo único que hace falta. No hay nada de qué preocuparse.


La sinceridad de aquellos ojos negros casi la convenció.


-¿Puedes hacer eso por mí? -preguntó Alfonso casi en un susurro.


-No... no lo sé -respondió ella agarrando con la manos el picaporte de la puerta, que le quedaba de espaldas-. Creí... creí que haríamos las cosas a mi manera -dijo para ganar tiempo-. Después de todo, yo soy el cliente y el cliente siempre tiene razón, ¿no?


-Tienes que confiar en mí, Paula -insistió Alfonso mirándola a los ojos fijamente durante un largo instante.


Pau abrió la puerta y se precipitó hacia el pasillo.


El detective le gritó para que se detuviera, para que no saliera. Pero ella no hizo caso y salió corriendo como alma que lleva el diablo.


¿Hacia qué dirección? ¿Derecha? ¡No, izquierda! Corría muy deprisa. Escuchó las pisadas de Alfonso detrás de ella. La gravilla salía disparada bajo sus pies, dificultándole la carrera. Tenía que ir más deprisa.


¡Más deprisa!


Los brazos del detective la agarraron por detrás. Ella se defendió con patadas y puñetazos.


-¡Ya basta! ¡Deja de resistirte! -gruñó Pedro-. ¡Tengo que meterte dentro!


-¡Suéltame! -gritó ella dándole una patada en la espinilla.


El detective ahogó un gemido, la metió en la habitación y cerró con llave la puerta tras él antes de arrojarla sobre la cama.


-No te muevas -la amenazó mirándola con expresión furiosa.


Pau sintió deseos de llorar. Le temblaban los labios. Pedro se maldijo a sí mismo entre dientes por haber permitido que aquella situación hubiera estado a punto de escapársele de las manos. Su profesionalidad había saltado por la ventana desde el momento en que puso los ojos en ella. Tendría que haber impedido que se acercara a la puerta, y desde luego que saliera. No había duda de que quien lo había seguido hasta allí la habría visto si todavía estaba fuera.


Pedro estaba completamente seguro de que aún seguía allí.


Todavía no tenía razones para sospechar que Crane lo hubiera mandado seguir, pero sin duda alguien de Cphar lo había hecho.


Pau estaba posicionada en medio de la cama para salir corriendo como una liebre a la primera oportunidad. El cabello rubio le caía en cascada sobre los hombros, dándole un aspecto salvaje y al mismo tiempo asustado e inocente. 


Pedro aspiró con fuerza el aire y contó hasta diez antes de soltarlo. Él no tenía la culpa de que la joven tuviera el aspecto de una gata sexy e insinuante a punto de lanzarse sobre el ratón más cercano.


El detective sacudió la cabeza. ¿En qué demonios estaba pensando? Era una cliente y además demasiado joven para que un tipo quemado emocionalmente como él babeara.


-Tranquilízate y hablaremos del asunto, ¿te parece? -le dijo sin apartar los ojos de los suyos.


Ella se relajó un poco pero no contestó. Pedro entreabrió parcialmente las cortinas una décima de segundo y le echó un vistazo al aparcamiento. Sólo estaba su coche, pero aquello no contribuyó a disminuir su sensación de incomodidad.


El crujido de la moqueta a su espalda lo obligó a girar la cabeza justo al mismo tiempo que recibía un golpe en la cabeza. El sonido de loza barata rompió el silencio de la habitación. Lo que quedaba de la lámpara de la mesilla de noche estaba tirado en el suelo.


Mientras trataba de recuperar el equilibrio, Pedro sujetó a la joven del brazo para evitar que volviera a escaparse.


-No lo hagas -le dijo entre dientes con el rostro a escasos centímetros del suyo.


Los ojos de Pau mostraban miedo y rabia a partes iguales.


-No regresaré hasta que pueda demostrar que digo la verdad -le aseguró con la voz entrecortada por la respiración.


-No podemos quedarnos aquí -dijo el detective soltándola con brusquedad.


Una mezcla de emociones se abría paso en su interior, provocándole una incomodidad hasta entonces desconocida. Sentía tantos deseos de besarla como de empujarla. Aquello era completamente inaceptable. Completamente insano.


-Tal vez ya no estemos a salvo aquí -consiguió decir.


Ella se apartó y lo miró con los ojos entrecerrados en gesto acusador.


-¡Oh, Dios mío, te han seguido! -murmuró negando con la cabeza mientras las lágrimas resbalaban por sus ojos azules-. ¡Los has traído hasta mí! Me matarán. Tengo que...


-Ya te dije que no permitiría que... -comenzó a explicar Pedro sintiéndose culpable.


El sonido del cristal al estallar terminó con la discusión. Las cortinas se movieron una vez. Hubo otro ruido. Un sonido sordo y demasiado familiar.


¡Disparos!


Pedro se arrojó delante de la joven y la tiró al suelo. 


Amortiguó con el codo la caída y luego rodó con ella hasta colocarla boca arriba para protegerla con su cuerpo.


Se escucharon otros seis disparos que fueron dejando agujeros en la pared. La silla recibió también uno. Sobre la moqueta volaban trozos de cristal. Rugió el motor de un coche. Y los neumáticos chirriaron.


De pronto, reinó el silencio.


Pedro dejó escapar un suspiro de alivio.


Por el momento estaban a salvo. Paula temblaba debajo de él.


-¿Estás herida? -le preguntó incorporándose ligeramente para examinarla.


-No -consiguió decir ella a duras penas tratando de incorporarse. Estoy bien.


-No lo hagas -ordenó Pedro apoyándola de nuevo contra el suelo-. Primero tengo que asegurarme de que está despejado.


Ella asintió con la cabeza aunque la idea pareció asustarla todavía más.


Pedro se puso de pie y se acercó lentamente a la ventana para mirar la zona del aparcamiento. Nada. Los pistoleros debían haber estado esperando al otro lado de la larga fila de habitaciones. Seguramente habrían disparado desde un coche, pero tenía que asegurarse de que ya se habían marchado.


Y siempre cabía la posibilidad de que el recepcionista hubiera llamado a la policía. Aunque seguramente no habría sido así. En aquel tugurio no.


Pedro se acercó a la puerta y la abrió muy despacio. Cuando hubo hueco suficiente para deslizarse, salió al pasillo con la pistola en posición de ataque y lo recorrió. Nada. Lo único que vio fue al recepcionista mirando a hurtadillas desde el mostrador.


-¿Qué demonios ha sido eso? -gritó con voz temblorosa.


-No creo que quiera saberlo –respondió Pedro sin dejar de mirar a su alrededor-. ¿Has visto algo?


-Nada -aseguró el hombre negando enérgicamente con la cabeza-. Sólo un coche negro o azul marino. Eso es todo. Pero no le he visto la matrícula.


-¿En qué dirección se fue?


El recepcionista señaló con el dedo la carretera comarcal que llevaba a Chicago y a Aurora. Era lo que Pedro temía. 


Un sedán azul oscuro lo había ido siguiendo desde Cphar.


-Puede ir preparando la cuenta. Añada el importe de un cristal roto y una lámpara - sugirió el detective-. Nos vamos.


-Buena idea -contestó el hombre asintiendo aliviado.


Pedro se guardó la pistola en la chaqueta y volvió a entrar en la habitación. Paula estaba sentada al borde de la cama con los brazos cruzados. Sus ojos echaban chispas de furia.


-¿Me crees ahora? -le preguntó golpeando el suelo con el pie-. Estas balas eran reales, ¿no?


A pesar de sus esfuerzos para evitarlo, una media sonrisa asomó a los labios de Pedro.


-Digamos que ahora estoy un poco más abierto a la posibilidad de hacerlo.



****


Sonó el teléfono de la limusina. David Grane lo descolgó.


-Crane -dijo con brusquedad. Llevaba tiempo esperando noticias.


-Hemos seguido a Alfonso hasta un motel de mala muerte en Kankakee. Ella estaba allí. Esperándolo.


Aquellas palabras resonaron en la cabeza de David. No eran las que hubiera querido oír.


-Confío en que pondrá usted remedio a la situación -dijo con gravedad.


Odiaba la incompetencia. Y la cobardía todavía más. El hombre al que había confiado el trabajo le había fallado y después había mentido para ocultar su incapacidad de cumplir la misión. Una sonrisa curvó los labios de David. No había nada que hacer al respecto porque el hombre ya estaba muerto. Una preocupación menos. Sin embargo, él habría cumplido el trabajo de manera mucho más certera si hubiera sabido lo que sabía ahora.


-Nos ocuparemos de ello, señor.


-Ahora hay otras complicaciones añadidas -señaló él.


-Lo comprendo, señor.


-Supongo que comprende también las consecuencias que acarrearía fallar- dijo David tras aclararse la garganta para asegurarse la atención del otro hombre.


-No fallaré.


-Excelente -dijo David antes de colgar. Ella tenía que morir ya. La quería muerta.


Cada segundo que seguía con vida ponía en grave peligro todo el proyecto... y a él. El hecho de tener que matar a Pedro Alfonso lo turbaba en cierto modo, pero era absolutamente necesario. Alfonso le había salvado la vida en Iraq, pero David le había devuelto el favor. Además, ya no estaban en el desierto, estaban en América y la guerra allí era mucho más intensa de lo que nadie sabía. Allí había mucho más que ganar y por tanto mucho que perder. Y por muy sangrientas que se pusieran las cosas, David quería ganar. Nada ni nadie se interpondría en su camino.


-¿Va todo bien?


David miró a la hermosa mujer que tenía al lado. Llevaba un vestido de noche negro exquisito que le sentaba de maravilla y parecía relajada en el asiento de cuero de la limusina. El cabello, largo y rubio, le caía por los hombros como una cascada de seda pura. Y sus ojos azules lo observaban con completa admiración. Sí. Era preciosa y perfecta.


-Todo va perfectamente -le dijo.


David pasó el brazo por los hombros de su mujer. Oh, sí. 


Ahora todo iba perfectamente.