lunes, 15 de agosto de 2016

MI MEJOR HISTORIA: CAPITULO 14





Paula pasó por delante de la puerta de la oficina de Pedro de puntillas, cargada de sábanas y toallas limpias. Pudo verlo, dándole la espalda, inclinado sobre el teclado. El único ruido que salía de la oficina era el de las teclas del ordenador.


Ella se quedó mirándolo un momento después de darse cuenta de que era la primera vez que dejaba la puerta abierta mientras trabajaba. Hasta entonces siempre la había tenido cerrada mientras trabajaba.


Él se estiró y se puso las manos detrás de la nuca. Paula pudo observar a placer los músculos de su espalda con un punto de deseo que no había sentido hasta entonces.


Él se apartó de la mesa y empezó a girarse hacia la puerta.


Paula se apresuró a seguir hacia delante por el pasillo hasta la habitación del fondo, donde estaba el armario de la ropa blanca. Lo último que quería era que la pillara babeando ante él.


Lo oyó bajar las escaleras y esperó un momento antes de bajar también.


Se lo encontró en la cocina, sirviéndose una taza de café. 


Los primeros días se había llevado un termo, pero últimamente, bajaba siempre que quería tomarse una taza.


Paula carraspeó y él se giró para mirarla; después señaló el reloj digital del microondas.


—Pensaba que estaría en la cama.


—Estoy acabando —dijo ella, encogiéndose de hombros. Después señaló a la cafetera—. No está muy reciente. ¿Quiere que haga más?


Él se quedó mirándola sin decir nada hasta que ella sintió picores por todo el cuerpo.


Café recién hecho. No era una pregunta tan complicada. Le atacaba los nervios cuando la miraba de ese modo. Por fin parpadeó y dijo:
—Pues sí. Aún seguiré escribiendo un rato.


Después inclinó la cabeza hacia un lado y volvió a mirarla del mismo modo que antes.


Ella fue hacia la cafetera, la llenó de agua caliente y la cargó de café. Aún seguía mirándola.


—¿Quiere algo para comer?


Él pareció salir del trance y se pasó la mano por el liso estómago.


—No, aún me siento lleno después de la cena. El asado estaba delicioso —después se giró y fue hacia las escaleras


Paula pensó que la miraba muchas veces de ese modo, pero que no parecía estar mirándola a ella. Más bien parecía sumido en algún dilema mental y ella sólo era su punto de atención.


Sólo era un poco raro, nada más. A veces parecía que su mente estuviera muy lejos de allí. Ella suponía que era así como funcionaba la mente de los escritores. Para crear historias, siempre tenían que pensar en algo distinto de la realidad.


Mientras acababa de preparar la cafetera pensó que él tomaba mucho café, pero ella no estaba en posición de decirle nada al respecto.


Se estaba acostumbrando a su rutina. Él trabajaba hasta muy tarde por la noche y después se levantaba tarde por la mañana.


Eso a ella le venía bien, porque podía levantarse pronto y ducharse antes de que Emma se despertara, después darle de comer, vestirla y hacer algunas tareas. Después volvía a dar el pecho a Emma y la acostaba para que se echase su siesta de por la mañana. Para entonces ya era hora de prepararle el desayuno. La niña normalmente se despertaba después de que Pedro se hubiera subido ya a su oficina y Paula hubiera acabado de fregar los cacharros.


Mientras limpiaba sentaba a Emma en su sillita y la llevaba de una habitación a otra, y si salía al establo a dar de comer a Max, la colocaba en una mochilita para bebés sobre su pecho.


Después volvía a dar de comer a Emma y la acostaba mientras preparaba la comida, Pedro comía tan tarde que cuando Paula tenía que preparar la cena, Emma ya estaba dormida para toda la noche.


La parte del bebé estaba controlada. La de los animales era la que la tenía más preocupada. Hasta entonces Pedro no había dicho nada más acerca de librarse del caballo, pero ella sabía que volvería a sacar el tema en un momento u otro.


Tenía a Tollie y a Crew fuera de la casa. Parecían contentos de compartir el establo con Max, y todo en la casa marchaba sin problemas, pero seguía sin sentirse segura.


La preocupaba muchísimo que ocurriera algo que disgustara a Pedro y le hiciera desear buscar una nueva ama de llaves. 


Ella no tenía contrato laboral, sino tan sólo un acuerdo verbal y, técnicamente, con los dueños anteriores.


Lo último que Paula haría antes de irse a acostar sería dejar la cafetera encendida con café recién hecho para cuando Pedro volviera a buscarlo a la cocina.


Agotada, se puso el pijama y su vieja bata de franela. 


Decidió leer un rato antes de dormirse, pero quería hacerlo en la sala, donde la temperatura era mejor. Conocía el horario de Pedro lo suficiente como para saber que seguiría escribiendo al menos durante una hora más antes de bajar a buscar otra taza de café.


Se hizo un ovillo en el sofá frente al fuego con el libro en el regazo. Estaba calentita, cómoda y con un cansancio agradable tras un largo día de fructífero trabajo. La biografía de Benjamin Franklin era interesante, pero su mente volaba una y otra vez hacia Pedro.


Recordó cómo salió de la casa para ayudarla con el carrito y con la compra; se había comportado como si estuviera enfadado y había insistido en llevar el carrito él mismo hasta la casa.


Aquél había sido un pequeño gesto, pero a sus ojos lo hacía parecer un héroe. Hasta entonces, nadie se había preocupado por ella ni por su comodidad.


Ella apoyó la cabeza contra el respaldo del sofá. ¿Cómo sería el pertenecer a un hombre así? Alguien que la ayudara con las cosas pequeñas. A veces se sentía muy sola. Pedro tenía suficiente dinero para protegerla del mundo, para cuidar de Emma y darle a su hija todas las cosas que ella nunca había tenido. Como clases de baile.


Paula cerró los ojos y recordó cuando tenía unos ocho años… Estaba de camino a casa, de vuelta de un recado que le había encargado su madre de acogida. Había una academia de baile cerca de la tienda a la que ella tenía que ir, y cuando ella pasó por allí, las niñas estaban saliendo de clase. Todas llevaban medias rosas, mayas rosas y faldas de tul rosas. Incluso las zapatillas eran rosas. Las miró pasar riendo frente a ella.


Ella nunca había llevado ropa de colores suaves. No eran prácticas porque se ensuciaban con facilidad. En las casas de acogida solían tener cajas de ropa usada y en ella solía buscar la ropa que le valía. Solían ser camisetas y vaqueros, iguales para chicos y chicas, y nunca había nada rosa ni brillante.


Las niñas de la escuela de baile tenían a sus madres esperándolas en los coches frente a la puerta.


Nadie había esperado nunca a Paula.


Paula suspiró. Después de ese día, siempre que iba a hacer recados daba un rodeo para no pasar por allí.


¿Cómo sería pertenecerle a alguien? A alguien que se preocupase por ti. Pedro volvía a flotar en sus pensamientos. 


Qué tonta era. Los hombres como Pedro nunca se fijaban en las mujeres como ella. Les gustaban las mujeres con estilo y sofisticación. La imagen de Elena Sommers le vino a la mente. Ella era el tipo de mujer que Pedro elegiría.


MI MEJOR HISTORIA: CAPITULO 13






Pedro subió las escaleras de dos en dos tratando de ignorar el hecho de que Paula olía a galletas y que tenia la piel más suave que había tocado nunca.


Había encontrado la solución para el problema de la historia mientras vaciaba los cajones de Paula y de la niña.


Siempre le pasaba lo mismo cuando escribía. Si un personaje o una situación se le resistía se sentía enormemente frustrado hasta que, en el momento más inesperado, todo se aclaraba.


Mientras sus dedos volaban sobre el teclado del ordenador, se dio cuenta de que su personaje se parecía mucho a Paula. No era físicamente como ella, pero tenía su esencia.


No se detuvo a considerar si eso tenía algún significado; lo consideraba un regalo de su musa. Si trataba de analizar lo que escribía en profundidad, se distraía de la historia y se despistaba.


En ese momento oyó un ruido de maquinaria y al asomarse por la ventana vio un enorme quitanieves abriéndose paso por la carretera que llevaba al pueblo.


Tras él venía una camioneta con una pala quitanieves en el frente que se había apartado de la carretera para despejar el caminito que llevaba hasta la casa. Pedro se sintió frustrado al ver las carreteras despejadas.


Le encantaba sentirse aislado, pero aquello tenía que acabar en un momento u otro. Aquella tarde vendría un contratista de obras para darle un presupuesto por la reforma de la casa.


Trabajó unas cuantas horas más, hasta que su espalda y su cerebro le pidieron un descanso, y bajó a la cocina cediendo a las presiones de su estómago.


Tal vez se había equivocado. Tal vez no fuese Paula la que olía a galletas. Tal vez las había estado haciendo… Tenía que comprobarlo.


Cuando bajó tuvo la sensación de que la casa estaba vacía. 


¿Dónde se había metido ella?


Encontró la respuesta sobre la encimera. En una nota, Paula le decía que había ido al pueblo a la compra, que tenía un sándwich en la nevera y que si quería café, no tenía más que apretar el interruptor de la cafetera.


Pedro estudió la nota con un sentimiento de disgusto que lo sorprendió. ¿Desde cuándo le gustaba que hubiera alguien en la casa mientras escribía? Una semana antes hubiera jurado que sería incapaz de escribir con ella en la casa, pero desde entonces había tenido la racha más productiva de los dos últimos años.


Abrió la nevera y vio un sándwich en un plato cubierto de film transparente.


¿Hacía cuánto tiempo que se había marchado? ¿Por qué no había subido a decírselo?


Seguro que el motivo era que él había dejado bien claro que no debía molestarlo bajo ningún concepto mientras estaba escribiendo. Recordaba la expresión de alarma de su rostro cuando él había salido de su oficina mientras ella lijaba los escalones. Tendría que decirle que todas las normas tenían excepciones y que quería saberlo cuando se marchara.


Mientras se comía el sándwich decidió que necesitaba encontrar a alguien que se ocupase del trabajo duro y el mantenimiento. Ella trabajaba demasiado y con la casa y la cocina tenía más que suficiente.


Mientras sus pensamientos volaban libres, el gato salió de algún sitio y se frotó contra su pierna. A él no le gustaban los animales, siempre parecían querer más atención de la que él estaba dispuesto a prestarles, y se sorprendió al sentirse contento con su presencia.


Observó sus orejas destrozadas, la cabeza arañada y la cola cortada.


—¿Cuál es tu historia? —le murmuró al desaliñado animal—. Debió de ser un encuentro de lo más desagradable.


Sus pensamientos volvieron a Paula. Cuando llegara la primavera, el trabajo en el exterior necesitaría de más de una persona. Elena podría hablar con el agente de propiedad que le vendió la casa para encontrar otro guarda para la finca. Podría empezar en primavera, cuando la reforma de la casita estuviera terminada.


Se acabó el sándwich y se dedicó a explorar la cocina unos minutos, abriendo cajones y armarios. La casa estaba muy tranquila, muy distinta de la suya en la ciudad. Era justo lo que había querido, pero sin Paula hubiera resultado demasiado aislada, demasiado solitaria.


Al ver la cestita que ella usaba como cama para Emma, se acordó de la cuna de hierro que había desmontado y que había almacenado junto con su colchón en la habitación más pequeña. Hasta entonces no se le había ocurrido que Emma pudiera usarla.


Subió al piso superior y llevó todo al salón; después empezó a buscar en el cuarto trastero hasta que encontró una pequeña caja de herramientas muy ordenada.


Justo cuando estaba acabando de montar la cuna, oyó al perro ladrar y al asomarse a la ventana, la vio acercarse por el camino empujando un carrito.


Ella no tenía coche y él había supuesto que habría llamado a un taxi o algo así.


¿Por qué no lo había llamado para que fuera a buscarla?


Fue al porche, agarró una chaqueta y fue a su encuentro para ayudarla. La temperatura había subido un poco y el camino estaba blando y lleno de barro por la nieve derretida.


Cuando llegó a su altura, ella estaba tan ocupada empujando el anticuado carrito por el barro que no lo vio hasta casi chocar con él y casi se sobresaltó al verlo.


Ella probó con una sonrisa y después se volvió hacia el perro, que no dejó de bailar a su alrededor hasta que ella no lo saludó. Después, bajó el morro al suelo, olisqueó el terreno y se dirigió al establo. Para estar ciego, no se las apañaba tan mal…


Además del carrito, ella llevaba una mochila grande a la espalda que le daba la apariencia de un gnomo. El bebé estaba tumbado en su carrito, rodeado de bolsas de papel, intentando agarrar una cuerda con bolitas de colores colgada de lado a lado de la silla.


Paula parecía una mula de carga y eso lo molestó mucho, sin saber por qué.


—¿Por qué no me ha llamado?


—¿Llamarlo?


—Sí. Para que la ayudara —dijo él, irritado.


Ella puso esa cara de terror que él odiaba.


—Estaba trabajando.


Él hizo un esfuerzo para suavizar su tono.


—Podía haberla llevado al pueblo.


Su rostro mostró una enorme sorpresa e hizo un gesto señalando la carretera.


—He ido en autobús.


¿Iba a la compra en autobús? ¿Todas las semanas? No podía entender a aquella mujer. ¿Alguna vez pedía algo?


Él la miró mientras ella intentaba echar el carrito a andar de nuevo, pero las ruedas se habían hundido en el barro del camino.


—Déjeme a mí —dijo él bruscamente.


Ella dudó un segundo y después se apartó para dejarlo probar.


Él empujó el carro y lo liberó del barro.


—La próxima vez que necesite ir a la tienda, avíseme y yo la llevaré —gruñó él.


Ella lo miró, sorprendida, y después empezó a sonreír. Él le miró los labios pensando que hasta entonces no la había visto sonreír así.


—Los tres no cabemos en su coche, por no hablar de la compra.


—Entonces llévese el coche. Tiene maletero —dijo, defendiendo su coche. Era cierto que había sido diseñado para la velocidad, no para ser funcional, pero podría encargarse de la compra semanal.


Ella pareció aterrada.


—¿Qué yo conduzca su coche? Pero está muy nuevo. Y no tengo sillita para Emma —parecía estar buscando excusas.


¿Nuevo? ¿Qué cambiaba eso?


—Está asegurado. La próxima vez, se llevará el coche.


Por la expresión de su rostro, Pedro sabía que no la había convencido en absoluto.


Hacer avanzar el carrito por el camino embarrado era casi imposible. No podía imaginarse cómo ella había conseguido llegar tan lejos. Aquellas ruedas estaban diseñadas para girar sobre un pavimento liso, no para aquel terreno tan irregular.


Finalmente llegaron a la casa y él la ayudó a descargar todo y colocarlo sobre la encimera. Después él encendió la cafetera y se quedó allí de pie, con las manos en las caderas.


Ella dejó a la niña sobre la manta, en el suelo, y empezó a colocar la compra, evitando mirarlo.


Él intentaba comprenderla. Ella era distinta de todas las mujeres a las que había conocido hasta entonces. Nunca se quejaba, nunca intentaba conseguir nada de él y trabajaba muy duro. Lo cierto era, volvió a pensar, que nunca le había pedido nada.


Paula intentaba no mirar a Pedro. Él estaba mirándola y eso la ponía nerviosa.


Por fin, habló:
—¿Cuáles son sus días libres?


La pregunta la pilló por sorpresa.


—Esto… yo no suelo tomarme días libres.


Él pareció sorprendido.


—¿Por qué no?


—Hay mucho que hacer aquí y no hay mucho que quiera hacer en el pueblo.


Ella guardó la verdura en la nevera.


Todo en el pueblo costaba dinero, incluyendo el autobús que la llevaba allí, y ella estaba intentando cumplir con los pagos de las facturas.


Él continuó mirándola mientras ella guardaba las latas de conserva en la despensa.


—¿Y su familia? ¿No tiene familia cerca a la que visitar? —preguntó.


Ella sintió una puñalada de tristeza, la misma que sentía siempre que alguien le hacía esa pregunta.


—No —dijo, dejando la carne en una balda del frigorífico.


—¿Dónde viven?


Desde luego, era insistente. Se giró para mirarlo de frente.


—Lo que quiero decir es que no tengo familia.


Él pareció sorprendido.


—¿Sus padres han fallecido?


—No lo sé —la respuesta le salió sin pensar, sorprendiéndola incluso a ella misma. Normalmente no sabía cómo responder porque le resultaba muy doloroso. Cada día se preguntaba por qué la habrían abandonado y dónde estarían.


—¿Qué quiere decir con eso de que no lo sabe? —él parecía incrédulo.


Después de veinte años, el dolor debería haber desaparecido, pero no había sido así.


—Fui abandonada cuando tenía unos cuatro años —ni siquiera sabía cuál era su nombre real: sólo recordaba que la llamaban Bebé.


Pedro pareció sentirse incómodo.


—No sé qué decirle.


Era una sensación generalizada entre la gente cuando se enteraban de los detalles de su infancia. Ése era otro de los motivos por el que no solía hablar de ello.


Ella se encogió de hombros.


—Le pasa a mucha gente.


Él la observó cuidadosamente, haciendo que ella se sintiera aún más incómoda. Lo que él pensara de ella le importaba más de lo que debería en un principio.


—¿Dónde creció? —preguntó por fin.


Ella se encogió de hombros e intentó actuar como si aquello no tuviera importancia.


—En el área de Philadelphia. En hogares de acogida.


Deseaba cada día que sus padres volvieran a buscarla. 


Quería creer que ellos la querían de verdad y que no había sido abandonada, sino que se había perdido de algún modo, lo cual no tenía sentido, porque recordaba ver el coche alejarse. Recordaba haber pasado toda la noche sentada en el frío cemento esperando que volvieran a buscarla.


—¿Se supo qué pasó con su madre y su padre?


—No —el modo en que él había planteado la pregunta hacía pensar en que algo les había impedido regresar a por ella. 


Ésa era su versión favorita.


Era mucho mejor que pensar que no la querían lo suficiente como para molestarse en volver.


—Debió de ser muy duro —él sacudió la cabeza—. Cuatro años —dijo, más para sí mismo.


Ella colocó lo que quedaba de la compra esperando que no hiciera más preguntas. No era un tema que le gustase hablar abiertamente.


Tomó una caja de detergente y se dirigió al cuarto de la lavadora.


La antigua cuna de hierro que estaba en la oficina de Pedro estaba ahora en el cuarto trastero, y ella la vio al salir de la cocina. Se giró hacia él.


—Tiene que sacar a la niña de esa cesta —dijo él, casi con un gruñido.


—¿Ha montado la cuna para Emma? —el gesto le pareció muy poco propio de su carácter y la emocionó de un modo indescriptible.


—Sí. La ayudaré a trasladarla a su cuarto.


—Gracias —hubiera deseado decir algo más, pero por sus bruscas maneras, ella dedujo que él no querría oírlo.


Mientras colocaban la cuna junto a la cama, oyeron el ruido de un coche acercándose a la casa. Aquello interrumpió aquel extraño momento.


—Probablemente sea el contratista de obras. Va a darme un presupuesto por la reparación de la casa —él pareció aliviado mientras se dirigía a la puerta principal.


Ella siguió fuera del cuarto y lo miró alejarse, desgarrada por la emoción. Él le había dado una cama para su bebé. Un mueble antiguo valioso. Pasó la mano por los barrotes y pensó que tal vez a él no le pareciera mucho, pero para ella tenía mucha importancia.


Después pensó en lo que él había ido a hacer. Ella sabía que la casita de piedra necesitaba mejoras, pero la idea no le sentaba nada bien. Para ella era su hogar y si la arreglaba ya no sería lo mismo. Estaría mejor, pero no sería lo mismo.


¿Sería demasiado bueno para ella? Las cosas que eran muy buenas al final no eran para ella.


Se echó a reír. Estaba siendo una tonta, se dijo. Si él arreglaba la casa y la mejoraba, seguiría siendo su hogar y el de Emma.


¿O no?


Intentó ignorar su sentimiento de inseguridad. Pedro había dejado claro desde el principio que quería que ella volviera a la casita de piedra. ¿De qué tenía que preocuparse?




MI MEJOR HISTORIA: CAPITULO 12





Paula estaba arrodillada en el suelo, con la cabeza dentro del horno, raspando la suciedad acumulada. La lasaña de la noche anterior se había desbordado y ahora se estaba llamando todo tipo de cosas a sí misma por haber dejado que pasara.


Emma estaba tumbada sobre una manta cerca del radiador.


Llevaba viviendo en la casa de forma oficial tres días, y estaba haciendo todo lo posible por no cruzarse en el camino de Pedro. Además, tenía que mantener a Emma callada para que no lo molestase mientras trabajaba.


Las tardes eran el momento más duro. Él empezaba a escribir sobre mediodía hasta bien entrada la noche. Ella no se sentía cómoda sentándose en el sofá del salón mientras él trabajaba, así que seguía haciendo cosas, lo que la tenía agotada. Quería volver a la casita de piedra lo antes posible, pero él se negaba a hablar sobre ello, y ella no quería forzar el tema y acabar en un piso en la ciudad, y tener que ir todos los días hasta allí en el autobús.


—Está trabajando demasiado.


Paula dio un respingo al oír la voz de Pedro decir lo mismo que había estado pensando ella y se golpeó la cabeza con el techo del horno. Cuando sacó la cabeza del horno intentó poner una expresión neutra, deseando no tener restos de limpiador en el pelo.


—Es mi trabajo. Además, no puedo volver a usar el horno hasta que no quite todos los restos.


—Son las diez de la mañana y ayer estuvo trabajando hasta las diez de la noche. ¿Qué ha sido de la jornada de ocho a cinco?


Él era el último que podía hablar de horarios regulares de trabajo.


Paula se levantó y se quitó los guantes de goma; después se encogió de hombros y sonrió.
—Este trabajo es diferente.


Él parecía muy molesto y ella no sabía qué más decir. 


Empezó a sentir la oleada de pánico que la invadía cada vez que él parecía enfadado. Se dijo a sí misma que aquello le ocurría por lo vulnerable que era, y por lo desesperadamente que necesitaba la seguridad de su trabajo.


—No tiene que dar un salto y darme algo de comer cada vez que bajo las escaleras.


—De acuerdo —él estaba enfadado por algo, pero ella tenía la impresión de que no era por su culpa.


—Quiero establecer unas reglas básicas.


—De acuerdo —tal vez estuviera de mal humor por estar allí encerrado. Realmente, empezaba a afectarla a ella también.


—No necesito tres comidas al día. Cuando estoy trabajando, con un sándwich a mediodía tengo bastante.


—De acuerdo —dijo ella, confundida, porque lo único que le había preparado aquellos días a mediodía eran sándwiches.


Él le lanzó una mirada sombría.


—Y deje de decir «de acuerdo» a todo lo que le digo.


Ella parpadeó ante el comentario e intentó esbozar una sonrisa de alivio. Estaba claro que estaba enfadado, pero que no era con ella. Había algo más que lo molestaba.


—¿Qué es tan divertido? —dijo, poniéndose las manos en las caderas.


Ella se encogió de hombros y se mordió el labio para no sonreír.


—¿Quiere que discuta con usted?


—Claro que no —exclamó él—. Pero podría decir algo distinto.


Ella asintió.


—Bien.


Su expresión se volvió aún más agria.


Estaba forzando su suerte, se dijo ella, y añadió:
—Le prepararé sándwiches a mediodía. ¿Las cenas están bien?


Él asintió y la miró fijamente.


—Iré a buscar el resto de sus cosas de la casita de piedra —dijo él, abriendo la puerta trasera.


Paula lo miró deseando llamarlo. Podría ir ella misma por la tarde y traer las poquitas cosas que habían quedado allí. El instinto detuvo sus palabras. Él estaba nervioso y lo mejor sería no decir nada. Lo vio salir al porche poniéndose la chaqueta, los guantes y el gorro.


Pedro sacó el trineo del cuarto y lo colocó sobre la nieve, que le llegaba a la cintura.


Parecía estar hablando consigo mismo y Paula no sabía qué pensar. Tal vez el aire frío lo ayudara. Intentó buscar un sitio para esconderse y no cruzarse en su camino cuando volviera.


No le gustaba nada que él abriera los cajones de su cómoda y empaquetara, por ejemplo, su ropa interior, pero pensó que sería mejor no decir nada, sobre todo teniendo en cuenta lo malhumorado que estaba. Realmente no necesitaba nada más que lo que tenía allí, porque podía poner la lavadora cuando quisiera.


Fue hasta Emma y la puso boca arriba.


—¿Qué te parece a ti todo esto, preciosa? —Emma hizo ruiditos, dio patadas y movió las manos—. Ya lo sé —respondió Paula, como si Emma hubiera estado de acuerdo con ella—. Está de muy mal humor.


No le gustaba nada el hecho de necesitar la seguridad de que no estaba enfadado con ella.


Paula había aprendido hacía tiempo a no reaccionar ante la ira de otras personas. Cuanto más callada estuviese, menos atención le prestarían. Era la lección que había aprendido en los diversos hogares de acogida donde había estado.


Se puso de pie y volvió a la limpieza del horno, que había dejado a medias.


Paula acabó algunas tareas más antes de que Emma empezara a protestar. Se secó las manos y la levantó del suelo para llevarla a comer al sofá. Después la tumbaría para que se echara una siesta y permanecería en su habitación hasta que el señor Gruñón estuviera de nuevo en el piso de arriba.


Paula se sentó en la esquina en la que solía sentarse a darle el pecho a su hija y cuando ésta empezó a comer, tomó la novela histórica que Emma y ella habían estado leyendo.


Acabó un capítulo y cambió a Emma al otro pecho, y justo en ese momento oyó que se abría la puerta del porche. Se puso tensa y dejó el libro. Había pensado que tendría tiempo suficiente para dar de comer a la niña y salir de allí antes de que él llegara. Agarró la manta que cubría el respaldo del sofá y la puso sobre la niña. Pedro estaba en el porche sacudiéndose la nieve de las botas.


Después de quitarse el abrigo, entró en la casa con un paquete bajo el brazo. Echó un vistazo al cuarto hasta que la vio en el sofá y se le dibujó una enorme sonrisa en la cara.


Paula se quedó sin aliento. Era la primera vez que lo veía sonreír. Cielos, era un hombre guapísimo.


Él cruzó la habitación a grandes zancadas y dejó el paquete en el sofá, a su lado. Había usado la funda de su almohada como bolsa para sus cosas. Después, aún sonriendo, se inclinó y le tomó la cara con ambas manos. Le dio un beso amistoso en los labios que se expandió como una onda por todo su cuerpo.


—Gracias —dijo él, se giró y salió de la sala.


Ella se quedó allí sentada, mirándolo y con los labios palpitantes del beso que acababa de recibir.


¿Qué había pasado? Se había marchado tan de mal humor como un oso al que despiertan en pleno invierno y había vuelto sonriente para plantarle un beso en los labios.


Con la mente hecha un lío, volvió a repasar la conversación que habían tenido sin sacar ninguna conclusión de qué había causado ese cambio en él.


Se pasó las puntas de los dedos sobre los labios, aún palpitantes, y decidió que él tenía que salir fuera más a menudo.