miércoles, 15 de mayo de 2019

TRAICIÓN: CAPITULO 40




El cielo de octubre era gris y pesado y Pedro tenía la vista fija en la lejanía cuando sonó el interfono de su escritorio y se oyó la voz de Dora, su secretaria.


–Tengo al jeque Azraq de Qaiyama en la línea uno.


Pedro tamborileó con el dedo en la superficie de la mesa. Esperaba esa llamada para que le confirmara un negocio por el que había trabajado mucho. Un negocio que podía incrementar las inversiones de la empresa en muchos millones de dólares. Se disponía a aceptar la llamada, cuando empezó a sonar el teléfono móvil y vio el nombre de Paula en la pantallita. El corazón le dio un vuelco.


–Dile al jeque que lo llamo más tarde.


–Pero Pedro


Era raro que la secretaria intentara llevarle la contraria, pero Pedro conocía la razón de su intervención. El jeque Azraq al-Haadi era uno de los líderes más poderosos de los países del desierto y no se tomaría bien su negativa a aceptar una llamada que había costado días organizar. Pero Pedro sabía sin la menor duda que era más importante hablar con Paula. 


Apretó los labios con satisfacción. ¿Se arrepentía ya de su decisión de dejarlo? ¿Había descubierto que la vida no era tan fácil sin la protección de su influyente esposo? ¿Se había dado cuenta de que la preocupación de él por la gente de la que se rodeaba se debía a la necesidad de protegerla? Aceptaría que volviera, sí, pero ella tenía que entender que no permitiría ese tipo de histeria en el futuro… por el bien de todos.


–Por favor, dile al jeque que removeré cielo y tierra para organizar otra llamada –dijo con firmeza–. Pero ahora tengo otra llamada, así que no me molestes hasta que yo lo diga, Dora.


Apretó el botón del teléfono móvil.


–¿Diga?


Hubo una pausa al otro lado.


Pedro –dijo la voz suave inglesa que le provocó una punzada de dolor en el corazón–. Has tardado tanto, que pensaba que no ibas a contestar.


Algo en él lo impulsaba a intentar una reconciliación, pero la furia que había sentido cuando ella había cumplido su amenaza de dejarlo no lo había abandonado del todo.


–Pues ahora estoy aquí –dijo con frialdad–. ¿Qué es lo que quieres, Paula?


–Mañana me harán una ecografía –dijo ella, ahora con voz tan fría como la de él–. Y he pensado que quizá te gustaría venir. Sé que es muy precipitado y quizá no puedas hacer un hueco…


–¿Por eso has dejado la invitación para tan tarde? –preguntó él.


Oyó un suspiro de frustración al otro lado.


–No. Pero como no te has molestado en contestar ninguno de mis correos electrónicos…


–Sabes que no me gusta comunicarme por correo electrónico.


–Sí, ya lo sé –hubo una pausa–. No estaba segura de que quisieras verme. Pensé enviarte la foto de la ecografía más tarde, pero luego he pensado que no sería justo y…


–¿A qué hora es? –la interrumpió él.


–A mediodía. En el hospital Princess Mary.


–Allí estaré –declaró él. A continuación, la voz de su conciencia le hizo preguntar–: ¿Cómo estás?


–Muy bien. La matrona está contenta con cómo va todo y…


–Nos vemos mañana –dijo él. Y dio por terminada la conversación.


Después se quedó mirando el espacio, enfadado consigo mismo por ser tan brusco con ella, ¿pero qué esperaba Paula? ¿Que corriera tras ella como un cachorrito? Miró el cielo, donde nubes oscuras habían empezado ya a lanzar lluvia sobre los rascacielos circundantes. 


Después de la pelea, había pasado la noche en un hotel para darle tiempo a calmarse y, al volver a la mañana siguiente, esperaba una disculpa. Pero se había equivocado. Ella había insistido en marcharse.


Pedro había intentado ser razonable. No se había opuesto a los deseos de ella y le había dado libertad para mudarse a un apartamento propio, pensando que, si le daba la libertad que ella pensaba que quería y el espacio que creía necesitar, eso haría que volviera corriendo. Pero no había sido así. Al contrario, Paula se había hecho un nido hogareño en su casita alquilada de Wimbledon Common, como si pensara quedarse allí para siempre. En la única visita que le había hecho, Pedro había mirado con incredulidad la habitación amarilla que ella había convertido en un cuarto infantil perfecto adornando las paredes con conejos y otros animalitos. Un móvil brillante de peces plateados colgaba encima de una cuna nueva y en el pasillo había un carrito de bebé anticuado. Él había mirado por la ventana la hierba aparentemente interminable del Common y se le había encogido el corazón de dolor al darse cuenta de su exclusión. Y sin embargo, el orgullo le había impedido mostrarlo, y, cuando ella le había ofrecido un té, él lo había rechazado alegando una reunión de negocios.




TRAICIÓN: CAPITULO 39




La expresión de él era inescrutable y ella supo que lo había empujado hasta donde era posible.


Había dicho todo lo que tenía que decir, pero en su interior había todavía un asomo de esperanza que se negaba a morir. ¿Podía verla él en sus ojos? ¿Era capaz de ver el anhelo que ella sospechaba merodeaba en su mirada? La esperanza de que quizá aquel enfrentamiento hubiera despejado el ambiente de una vez por todas y él le permitiera acercarse lo bastante para ser la esposa que quería ser. Para mostrarle todo el amor que había en su corazón y quizá derribar algunas de las formidables barreras que él había erigido a su alrededor. 


Tragó saliva. Tal vez no pudiera amarla, ¿pero podría relajarse lo suficiente para apreciarla y confiar en ella?


Pero en cuanto él abrió la boca, Paula supo que sus esperanzas eran vanas.


–Creo que, dado tu estado de histeria actual, es mejor que lo consultes con la almohada. Esta noche me iré a un hotel para dejarte espacio y, con suerte, mañana te habrás calmado un poco –su voz se suavizó de pronto–. Porque alterarte de este modo no puede ser bueno para el bebé, Paula.


Ella quería aullar de frustración. Y de pena. Eso también. Le alegraba que él quisiera al niño aún no nacido, pero necesitaba que la quisiera también a ella, y eso no ocurriría nunca. Se volvió con rapidez, con miedo a que él viera su dolor o las lágrimas que empezaron a caer de sus ojos en cuanto echó a andar hacia la puerta.



TRAICIÓN: CAPITULO 38



Paula lo miró mientras el deseo salía de su cuerpo como el agua de la bañera y en su lugar quedaba un vacío. Porque, independientemente de lo que hiciera o de lo que dijera, o de lo mucho que se esforzara o el tiempo que estuvieran casados, Pedro siempre estaría al mando. Podía aprender griego, pero no supondría ninguna diferencia. Podía incluso intentar averiguar algo más sobre los barcos que poseía su marido, pero sería perder el tiempo. 


Porque lo que ella quería no contaba. Solo contaba lo que quería él y siempre sería así, porque él mandaba y llevaba años haciéndolo.


Quería que ella supiera cuál era su sitio y que lo consultara todo con él. No quería extraños en la casa y, ahora que ella ya lo sabía, esperaba que respetara sus deseos. Su casa se había convertido en su cárcel y su esposo era el carcelero. Y la razón por la que no quería hacerle el amor en aquel momento no tenía nada que ver con sus miedos sobre el embarazo. La expresión de su cara era tan tormentosa como el día que le había hablado de su madre y Paula comprendió de pronto por qué. 


Porque no le gustaba el modo en que ella le hacía reaccionar.


«No quiere perder el control ni que nadie vea que pierde el control».


Y entendió también algo más. Que si se quedaba, pasaría el resto de su vida sometiéndose a los deseos y los caprichos de él. 

Lo único que había pedido cuando había aceptado casarse con él no se había materializado. Jamás serían iguales. ¿Y qué clase de ejemplo sería ese para su hijo?


Se llevó las manos a las mejillas calientes y lo miró fijamente.


–He terminado con esto, Pedro –susurró.


Él entrecerró los ojos.


–¿De qué hablas?


–De ti. De mí. De nosotros. Lo siento. No puedo seguir así. No puedo seguir en esta… esta farsa de matrimonio.


Pedro sonrió con crueldad. Ella no lo había visto mirarla así en mucho tiempo, pero le recordó la crueldad fundamental que yacía en el núcleo de él.


–Pero no tienes elección, Paula –dijo con voz sedosa–. Esperas un hijo mío y no pienso dejarte marchar.


Ella lo miró a los ojos con furia.


–Tú no puedes detenerme.


–Oh, creo que descubrirás que sí puedo. Tengo la experiencia y los recursos. Tú no tienes nada y yo lo tengo todo. Puedo conseguir que el tribunal dictamine a mi favor en una batalla por la custodia, no lo dudes, aunque preferiría no tener que seguir ese camino. Así que no me obligues. ¿Por qué no te calmas y reconsideras esto? –la miró con frialdad–. Quizá he sido poco razonable…


–¿Quizá? –preguntó ella–. No lo entiendes, ¿verdad? Esto no es un matrimonio. Es una farsa y una cárcel. Y no hablo solo de tu falta de confianza o del comportamiento de carcelero que has demostrado solo porque he tenido la temeridad de invitar a alguien a venir a casa.


–Paula…


–¡No! Tienes que escucharme. ¿Quieres oír la realidad de lo que es estar casada contigo? ¿Lo maravilloso que es? Tú pasas muchas horas en la oficina y, cuando vuelves, como máximo me toleras. Orgasmos garantizados y algún viaje que otro al teatro no crean intimidad, pero supongo que eso no debería sorprenderme porque tú no quieres intimidad. Tú mismo me lo dijiste y en ese momento pensé que podría vivir con ello, o que quizá eso cambiaría, pero ahora sé que no puedo. Porque yo no te importo nada. Solo te importa tu hijo. A veces haces que me sienta como un personaje en una película de ciencia ficción, alguien que lleva a tu hijo dentro para que puedas quitármelo en cuanto nazca. Como si fuera una maldita incubadora.


–Paula…


–¿Quieres dejar de interrumpirme? –gritó ella–. Cuando mencioné que tenemos demasiados empleados y comenté mi deseo de ayudar con el trabajo de casa, me miraste como si fuera un monstruo. ¿Qué se supone que debo hacer todo el día? ¿Ir de tiendas como una maniquí bien vestida gastando de tu tarjeta de crédito?


–Muchas mujeres lo hacen.


–Pues yo no. Por si te interesa, me aburre muchísimo. Tuve una breve historia de amor con lo de gastar en exceso antes de casarnos, pero eso ya pasó. Es una existencia vacía y sin sentido. Prefiero donar dinero a caridades antes que seguir comprando más bolsos caros.


–Paula…


–No he terminado –continuó ella con frialdad–. Tú hablas griego y yo no, lo que significa que siempre estaré al margen, y cuando tomo la iniciativa de tomar clases, me acusas de querer conquistar al hermano de mi profesora.


–Te he oído –dijo él–. Y entiendo que mi reacción ha sido exagerada. Por supuesto que puedes tomar clases si quieres, pero al menos déjame que elija alguien apropiado para enseñarte. No puedes empezar sin más con la hermana de alguien a quien te has tropezado en un restaurante.


–¿Por qué no?


–Porque no han sido investigados –dijo él entre dientes.


Era la última gota, y en aquel momento Paula supo que no podía haber vuelta atrás. Ni tampoco hacia delante. El corazón le latía con fuerza, pero se las arregló para hablar con calma,


–¿Y qué quieres que haga, que me quede aquí encerrada mientras tú investigas a todos los que quieran verme? ¿Quieres construir barreras a mi alrededor tan altas como las que has construido a tu alrededor?


–¿Quién es la que exagera ahora? –preguntó él.


–Yo no. Pensaba que las cosas podían cambiar un poco cuando estuviéramos casados, pero en lugar de la intimidad que esperaba, solo encuentro rabia y recelo. Me das lástima, Pedro. Ver el mundo de un modo tan cínico implica que nunca serás feliz, y eso, inevitablemente, afectará a nuestras vidas. Y no criaré a un hijo mío en una atmósfera así. No quiero que nuestro hijo crezca conociendo solo desconfianza y cinismo, ni que se pregunte por qué mamá y papá nunca intercambian muestras de cariño. Quiero que tenga una visión sana del mundo, y por eso me marcho.


–Inténtalo –la desafió él.


Ella asintió con amargura y lo miró a los ojos.


–¿Eso es tu modo de decir que me cortarás el dinero? ¿Vas a ser también tirano financiero además de tirano emocional? ¿De verdad irías tan lejos, después de lo que pasaste tú? Pues bien, adelante, hazlo. Pero, si lo haces, iré directamente a un abogado y pediré que consiga una orden de manutención. O venderé esto –señaló los diamantes fríos que brillaban en sus dedos y la pulsera que colgaba de su muñeca–. O esto. O, si es preciso, iré a la prensa. Sí, también haría eso. Contaría mi historia y les diría cómo ha sido estar casada con el magnate griego. Haría lo que fuera por lograr que no me quites a mi hijo, por mucho que me ofrezcas por desaparecer de tu vida. Porque ninguna cantidad de dinero podría inducirme a separarme de mi hijo.


Respiró hondo.


–Yo no soy tu madre, Pedro –declaró con pasión.


Vio que se encogía como si lo hubiera golpeado, pero ya nada podía detenerla.


–Y ahora, si me disculpas, tengo que hacer las maletas –dijo con voz temblorosa–. Y si intentas detenerme, llamaré a la policía.