lunes, 29 de junio de 2015

MI ERROR: CAPITULO 5





Paula no se molestó en darse una ducha. No quería pasar ni un minuto más del necesario en aquella casa. Lo que necesitaba era algo de ropa y, como tenía que volver al trabajo el lunes por la mañana, tenía que llevarse algo más que unos vaqueros y una muda de ropa interior.


Había docenas de trajes, cuidadosamente elegidos para provocar deseo en los hombres que ponían la televisión a primera hora de la mañana para verla en la pantalla y la envidia o la admiración en otras mujeres.


Entre los diseñadores y los estilistas habían conseguido crear una imagen de marca; la imagen que el público reconocía como la de Paula Chaves. Su vida, su matrimonio, todo había sido publicado y desmenuzado de tal forma que Paula casi había olvidado qué era real y qué era una fabricación de los medios.


Seguramente por eso había sentido que corría en el vacío. 


Seguramente por eso había pensado que, si dejaba de ser quien todo el mundo creía que era, el suelo se abriría bajo sus pies.


De repente, incapaz de seguir adelante con tanto fingimiento, le dio la espalda al vestidor y guardó en una bolsa de viaje lo más necesario: ropa interior, zapatos, un par de blusas, lo primero que encontró a mano.


¿Qué más? Paula miró alrededor. Sí, sus cosméticos…


Tomó un frasco de cristal con la tapa dorada, pero le temblaban tanto las manos que se le cayó al suelo, rompiéndose en pedazos y manchando de crema el suelo de roble macizo y la carísima alfombra persa. Dejando escapar un gemido, Paula se inclinó para limpiarlo…


—¡Déjalo!


Pedro


—Déjalo, Paula —repitió él, apartando su mano de los cristales—. Te vas a cortar.


Tenía la mano fría y, sin embargo, sus dedos parecían irradiar un extraño calor. El mismo que sentía cada vez que su marido la tocaba. Un calor que la empujaba a echarle los brazos al cuello y decirle que no era verdad, que no iba a dejarlo. Que nada importaba si podía estar con él.


Pedro apartó un mechón de pelo de su frente para observar la herida, mirándola con esos ojos del color del mar, una mezcla de azul, verde y gris. Aquel día eran de un precioso gris metálico y Paula tuvo que hacer un esfuerzo para apartarse.


—¿Es porque no quise ir contigo? —preguntó él, poniendo una mano sobre su hombro, suavizando la tensión de esa zona con los dedos, como había hecho tantas veces como preludio a un acto íntimo para el que no necesitaban palabras.


El roce la hizo temblar, pero no se movió y él debió de pensar que, sencillamente, estaba enfadada, que estaba esperando que subiera para hacer las paces.


—No —respondió Paula—. Es porque esto no es un matrimonio, Pedro. No compartimos nada. Y yo quiero algo que tú no puedes darme.


—Eres mi mujer. Todo lo que tengo es tuyo…


—Soy tu debilidad. Me deseas. Tienes una necesidad que yo satisfago.


—¿Y yo a ti no?


—¿Físicamente? Tú sabes cuál es la respuesta a esa pregunta —contestó Paula—. Me has dado todo lo que yo te pedí, pero el nuestro no es un matrimonio.


—Estás cansada —dijo él en voz baja.


La verdad era que daba igual lo que Pedro dijera, su respuesta era siempre la misma; era como un conejo cegado por los faros de un coche, incapaz de moverse, incapaz de salvarse.


Pedro notó el cambio y, seguro de su poder, la tomó entre sus brazos. Paula, por instinto, inclinó la cabeza para apoyarla en su pecho, esperando que dijera que la había echado de menos, que le preguntase qué le pasaba, que hablase con ella…


En lugar de eso, metió la mano en el bolsillo de su chaqueta para sacar algo que brillaba como el fuego.


—Había encargado que te hicieran esto para nuestro aniversario, el mes que viene.


—No es nuestro aniversario…


—Sí, es el aniversario del día que nos conocimos —contestó Pedro.


Paula sintió como si estuvieran partiéndola en dos. La mitad física estaba segura, protegida en los brazos de Pedro. Pero la mujer que había buscado en el fondo de su alma y, con la ayuda de sus amigas, había encontrado la fuerza para enfrentarse con el pasado, miraba la escena desde fuera. Y veía, horrorizada, la prueba de que Pedro había pensado en ella, que recordaba el momento en el que sus vidas se habían cruzado. El momento que, quizá, no debería haber ocurrido nunca.


—No…


Apenas había pronunciado el monosílabo cuando Pedro le puso el collar. Una larga fila de diamantes enredada en su cuello.


Frío. Precioso.


Pero ella necesitaba algo más, algo que Pedro no podía darle.


—Por favor. No me hagas esto —tuvo que hacer un esfuerzo supremo para levantar la cara, para mirarlo a los ojos—. No —repitió, esa vez con más seguridad.
Y, dando un paso atrás, se quitó el collar. No se lo había regalado porque la deseara sino porque quería seguir controlándola—. Ya no.


Paula se dio la vuelta y tomó su bolsa de viaje, con el corazón encogido. Era peor que el primer día en la montaña, cuando pensó que iba a morirse si tenía que seguir pedaleando.


Ése había sido un dolor físico, pero ahora sentía un dolor que le partía el alma. Si había dudado alguna vez de su amor por él, cada paso que daba se lo dejaba claro. Pero el amor, el verdadero amor, significaba sacrificio. Pedro la había aceptado sin hacer preguntas, sin cuestionar lo que le había contado de su vida antes de que se convirtiera en Paula Chaves. Pero había hecho dos cosas terriblemente egoístas en su pasado: abandonar a su hermana y casarse con Pedro Alfonso.


Y había llegado la hora de encontrar valor para solucionar ambos errores.


La mochila estaba donde la había dejado, sucia, arrugada, fuera de lugar en medio de la perfección de aquella enorme casa. Como ella. Siempre se había sentido fuera de lugar allí, una extraña en su propia vida.


Los floristas que llevaban su carga hasta el salón habían dejado la puerta abierta y, agradeciendo no tener que hacer uso de una fuerza que no tenía, Paula bajó los escalones y salió a la calle.


Sola otra vez y asustada… pero segura como no lo había estado en mucho tiempo de que iba a hacer lo que debía hacer.




MI ERROR: CAPITULO 4




Pedro Alfonso miraba el documento que tenía delante, sin verlo, cuando su hermana entró en la biblioteca.


—¿Qué le pasa a Paula? De verdad, podría haber tenido el detalle de decirme que llegaría hoy.


—¿Por qué? Ésta es su… —Pedro no terminó la frase.


Iba a decir «ésta es su casa», pero Miranda estaba demasiado irritada como para darse cuenta.


—Ése no es el asunto. Aunque encuentre a otro invitado para esta noche, tendré que cambiar el orden de los asientos. Y los del catering dirán…


—No.


—¿No? ¿Quieres decir que no va a cenar con nosotros? —Miranda pareció tranquilizarse—. Ah, menos mal. La verdad es que tenía un aspecto horrible. Aunque los invitados se volverían locos con ella. Una sonrisa y todos se tropezarían para saludarla…


—¡No! —Pedro nunca levantaba la voz y menos a su hermana, que lo miró, atónita—. No tendrás que reorganizar los asientos porque vas a cancelar la cena.


—¿Cancelar la cena? Pedro, no digas tonterías. No puedo cancelarla tan tarde. El embajador, el ministro de Asuntos Exteriores… ¿qué excusa voy a darles?


—Me da igual —contestó su hermano—. Pero si necesitas una excusa, ¿por qué no les dices que mi esposa acaba de dejarme y no estoy de humor para charlar con nadie? Seguro que lo entenderán.


—¿Dejarte? ¡Pero no puede hacer eso! —exclamó Miranda—. Ah, ya entiendo. ¿Quién es…?


—Miranda, por favor —la interrumpió Pedro, antes de que pudiera poner en palabras lo que él mismo había pensado. Un pensamiento que lo avergonzaba porque Paula siempre había sido sincera con él—. No digas una palabra más.


Cuando oyó que se cerraba la puerta, por fin abandonó el documento que unos minutos antes le había parecido tan importante. Nada era tan importante, pero cuando Paula entró en la biblioteca supo lo que iba a pasar. Lo había visto en sus ojos. Había visto la mirada que esperaba, que había temido, pero que sabía que llegaría algún día. La seguridad para una mujer como ella nunca sería suficiente.


Su primer pensamiento había sido posponerlo, retrasar el momento, hacer algo para buscar tiempo.


Otra hora. Otro día, otra semana…


Cada día le robaba unos preciosos minutos a su tiempo para verla en televisión. Cada día, mientras Paula estaba en el Himalaya, había visto los cambios que se operaban en ella y había sentido que se apartaba de él, de su vida. Y había reconocido el peligro. Quizá hubiera empezado antes de que se fuera y, sencillamente, él no había querido verlo. 


Seguramente por eso había intentado que se quedara.


Pedro abrió el cajón del escritorio y apartó el billete para Hong Kong, comprado el día que la vio en televisión, sonriendo mientras una gota de sangre rodaba por su rostro. 


Planes que había tenido que cancelar cuando uno de sus proyectos había sufrido una repentina crisis.


Se había dicho a sí mismo que no importaba, que iría a buscarla al aeropuerto para darle el collar que había encargado que hicieran para ella con los diamantes que su madre había llevado el día de su boda.


Y se había equivocado por completo.






MI ERROR: CAPITULO 3





Paula subió los escalones de la entrada y, al ver el caos de floristas, camareros y empleados de catering moviéndose por la casa, se le encogió el corazón aún más. Había llegado durante los preparativos de una de las cenas de negocios de Pedro, que su cuñada estaría dirigiendo con la misma atención al detalle que un general preparando una campaña militar.


Se dirigió a la biblioteca, donde sabía que encontraría a su marido.


Que no fueran más que las nueve de la mañana de un sábado daba igual. Sabía que Pedro estaría trabajando allí en lugar de hacerlo en la oficina.


Él no levantó la cabeza cuando oyó que se abría la puerta, dándole unos preciosos segundos para mirarlo, para grabar sus rasgos en el recuerdo.


Con un codo sobre el escritorio, la frente apoyada en la mano derecha, su mundo reducido al documento que tenía delante…


Tenía la capacidad de concentrarse por completo en lo que hacía con exclusión de todo lo demás, fuese comprar una nueva empresa, una conversación en el ascensor con el botones o hacer el amor con su mujer… Lo hacía todo con la misma atención, con la misma intensidad y perfeccionismo. 


Si una vez, una sola vez, se tomase un día libre como el resto de los humanos… Si pareciese equivocarse en alguna ocasión…


El nudo que tenía en la garganta se hizo casi insoportable cuando, con una punzada de ternura, vio algunas canas en sus sienes, algo en lo que no se había fijado antes. Estaba cansado, pensó. Trabajaba demasiado; de hecho, tenía un horario tan inhumano que sus empleados no podrían emularlo. Y le gustaría acercarse, echarle los brazos al cuello…


Ser su mujer.


Estaba pasándose una mano por la cara, con los ojos cerrados. Y luego, quizá recordando que había oído la puerta, levantó la mirada.


—¿Paula? —Pedro se levantó, pronunciando su nombre como si no creyese que fuera ella. Aunque no le sorprendía. 


Nunca antes la había visto con ese aspecto. La ventaja de no compartir dormitorio con su marido era que nunca la veía recién levantada. Y, desde luego, nunca con una ropa que no se había quitado en veinticuatro horas y sin nada en la cara tras lo que esconderse más que una fina capa de crema hidratante—. No te esperaba hasta mañana.


No parecía muy alegre de tenerla de vuelta en casa.


—Tomé el avión un día antes.


—¿Cómo has llegado desde el aeropuerto? Si hubieras llamado, Miranda habría enviado el coche.


No él, Miranda, la omnipresente Miranda. Tan elegante y tan perfecta como su hermano. Demasiado rica como para molestarse en estudiar una carrera, se dedicaba a pasar el tiempo hasta que un hombre, que Dios lo ayudase, con los requisitos necesarios de educación, dinero y apellido, quisiera convertirla en su esposa.


Era Miranda, no ella, quien dirigía la casa. Era Miranda quien llevaba la casa y la agenda social de Pedro con precisión militar. La persona que daba órdenes a los empleados y a quienes los empleados se volvían para recibir órdenes.


Y quien tenía una habitación preparada para ella cuando volvieron de su luna de miel porque debía levantarse a las cuatro de la mañana para ir al estudio y eso molestaría a Pedro.


Ésa era la inviolable regla de la casa: nadie podía molestar a Pedro.


Ni siquiera su mujer.


Era lógico, pensó Paula, que siempre se hubiera sentido allí como una invitada. Tolerada porque podía darle algo que ni siquiera la hermana más brillante del mundo podría darle nunca.


Incluso ahora tenía que hacer un esfuerzo para luchar contra el programado deseo de disculparse por haber llegado con un día de adelanto. La verdad era que no había llamado para avisar porque la llamada habría supuesto la esperanza de que, aquella vez, fuera él mismo a buscarla a Heathrow; que se uniera a la cola de maridos ansiosos que esperaban a sus esposas. Como había esperado que fuera, a pesar de lo que le había dicho a Clara y Simone, a Hong Kong.


Su corazón no había dejado de esperar.


—No me ha costado nada tomar el metro. No… —Paula levantó una mano cuando Pedro iba a acercarse—. Llevo veinticuatro horas con la misma ropa. Es mejor que no me toques.


Por un momento, pareció que él iba a discutir. Por segunda vez le pareció ver un brillo de duda en sus ojos. 


Normalmente era ella quien dudaba, quien se mostraba insegura, temiendo que a la menor señal de necesidad todo el edificio de su matrimonio se derrumbase.


Con el disfraz de Paula Chaves no era así. Podía interpretar ese papel sin pensar siquiera. Y por la noche, en la intimidad de su habitación, donde con una caricia la distancia se convertía en una pasión que reducía su mundo a dos personas, parecía que todo era posible.


Pero después no había ternura, no hablaban, él no estaba interesado en sus problemas, no tenía deseo alguno de hablarle de sus cosas, ni la necesidad de dormir abrazado a ella. La dejaba para que se levantase temprano mientras él seguía con su vida.


Era el papel de esposa, más allá de la cama, el que Paula no había aprendido a hacer. Pero con Miranda haciendo ese papel, en realidad el puesto de esposa nunca había estado vacante. Sólo el de concubina.


Y, aunque aquello iba a ser muy difícil, no lo sería más quedarse.


—¿Podemos hablar, Pedro?


—¿Hablar? ¿Ahora?


—Sí, ahora.


—¿No quieres cambiarte de ropa antes? ¿Darte una ducha? —Pedro miró su escritorio. No tenía que decir nada más, era evidente que su trabajo era más importante que ella.


—Es sábado —dijo Paula entonces, impaciente—. Los mercados han cerrado hasta el lunes.


—Esto no es… Puedo tomarme diez minutos libres, quince como máximo.


Había estado doce días fuera. Otro hombre habría dejado lo que estuviera haciendo para hablar con su esposa, para abrazarla y preguntarle cómo había ido todo. Si hubiera hecho eso, pensó Paula, su resolución se habría evaporado. 


Pero para Pedro el trabajo era lo primero, mientras ella no era más que una inconveniencia, un recordatorio constante de su única debilidad…


—¿Por qué no vas subiendo a tu habitación? Yo iré en cuanto haya terminado con esto —sugirió su marido antes de volverse hacia el escritorio—. Luego hablaremos.


No. No era así como hacían las cosas. Pedro habría subido, sí. Habría subido mientras ella estaba en la ducha para demostrarle con su cuerpo, como no podía hacerlo con palabras, cuánto la había echado de menos.


Lo único que no harían sería hablar.


Después de que el placer que le proporcionaba le hiciese olvidar todo lo demás, ella despertaría como siempre sola, pero habría algo sobre la mesilla: una joya cara, un objeto raro y precioso, un reconocimiento de que había sido egoísta, poco razonable sobre su viaje a las cordilleras del Himalaya. Y ella se lo pondría durante la cena, una aceptación silenciosa de su disculpa.


Pero no aquel día, se prometió a sí misma, apretando el diminuto móvil que llevaba en el bolsillo, una conexión directa con Clara y Simone.


—No, Pedro. Me temo que esto no puede esperar.


Él la miró, los labios apretados, los pómulos altos, la nariz aristocrática, una boca que podía convertirla en una trémula masa de deseo… Y, mirándolo, a Paula le pareció terriblemente difícil decir las palabras que darían por concluido su matrimonio.


Y él no hizo nada para ayudarla, manteniendo la distancia, apoyando una mano en el escritorio, como una barrera entre ellos. Era casi como si supiera lo que iba a decir.


—Esto no es fácil para mí.


—Entonces… mi consejo es que lo hagas de la forma más sencilla —su voz, normalmente seca e incisiva, sonaba ligeramente insegura.


—Sí —asintió Paula, parpadeando para aclarar su visión. 
Pero no estaba llorando. Había aprendido mucho tiempo atrás a no mostrar esa debilidad—. Lo siento, pero no puedo seguir viviendo contigo. Te libro de nuestro trato.


—¿Cómo?


—Desde el principio dijimos que esto no era para siempre. 
Que cualquiera de los dos podía darlo por terminado en algún momento. Yo lo doy por terminado,Pedro.


Si había esperado que su fría fachada por fin se rompiera, estaba equivocada. No hubo una reacción visible. No parecía sorprendido ni disgustado. Pero, claro, Pedro era de hielo. El hecho de que permaneciera impasible en aquel momento confirmaba lo que había sabido siempre sobre su matrimonio; algo que hasta la semana anterior había sido demasiado débil para admitir.


Su respuesta, por fin, fue práctica más que emocional.


—¿Dónde piensas ir?


¿Eso era todo?


No le preguntaba por qué. ¿O creía saber la respuesta a esa pregunta? ¿Habría pensado que la única razón para dejarlo era que había encontrado a otra persona? Esa idea la puso enferma…


—¿Eso importa?


—Sí, importa —contestó él—. Miranda tendrá que saber dónde enviar tu correo.


A punto de decir algo muy grosero sobre su hermana, Paula se contuvo. Aquello no era culpa de Miranda.


—Los inquilinos se fueron de mi apartamento el mes pasado. Me iré allí.


—Eso no…


—Eso es lo que voy a hacer —lo interrumpió ella, antes de que Pedro empezase a organizar un alojamiento que considerase aceptable para alguien que llevaba su apellido.


—Muy bien. ¿Eso es todo?


¡No!


Fue su corazón el que gritó esa negativa, pero mantuvo la boca cerrada y, al no recibir respuesta, Pedro se dio la vuelta y siguió trabajando como si no hubiera sido interrumpido.


Atónita, inmóvil por aquel muro de hielo que era su marido, lo único que le quedaba era hacer las maletas y marcharse.


Miranda salía del salón cuando Paula empezó a subir la escalera.


—¿Paula? ¿Qué haces aquí? No te esperaba hasta mañana.


—Yo también me alegro de verte —replicó ella, sin detenerse y sin mirar atrás.