viernes, 2 de julio de 2021

IRA Y PASIÓN: CAPÍTULO 41

 


Recién bañada y vestida con un pantalón corto y una camiseta, Paula bajó a la terraza, donde ya estaba servido el desayuno. Pedro había saltado de la cama para contestar a una llamada urgente una hora antes y Paula no sabía dónde podía estar.


Suspirando, se acercó a la balaustrada para admirar el paisaje. La villa estaba situada sobre una colina encima de la bahía y el jardín llegaba casi hasta la playa, la arena blanca hundiéndose en el mar, de un color verde azulado. Cerca había un muelle y un pueblo de pescadores, pero Paula sentía como si fuera la única persona viva en el planeta.


De repente, un brazo la tomó por la cintura.


—¿ Te gusta mi casa? —le preguntó Pedro al oído.


—Gustarme es poco. Este sitio es un paraíso.


O podría serlo si las circunstancias fueran otras. La villa tenía cinco dormitorios, tres salones, un estudio y un vestíbulo circular con una escalera de mármol. No era excesivamente grande, pero tenía un gimnasio en el sótano, un salón de juegos y un fabuloso jardín con piscina. Cuatro empleados de servicio se encargaban de satisfacer todas sus necesidades, llevando la casa como un reloj, y un equipo de jardineros mantenía el jardín en perfectas condiciones.


La villa lo tenía todo; como su propietario, pensó, disimulando un suspiro.


—¿Qué te apetece hacer hoy?


—Explorar, nadar un rato en el mar... por ahora sólo he visto esta terraza y el dormitorio.


—Tus deseos son órdenes para mí —sonrió Pedro.


Media hora después, atravesaban la carretera que llevaba al pueblo en un todoterreno. Pedro, vestido con unos viejos vaqueros y Paula, con una gorra y los brazos y las piernas cubiertos de crema solar.


—Voy a llevarte a un sitio donde se toma el mejor café del mundo, pero no le cuentes a mi ama de llaves que yo he dicho eso —sonrió Pedro, parando el todo terreno frente a la terraza de un café.


El propietario salió de inmediato y Paula observó, atónita, que se abrazaban como si fueran viejos amigos. Aquel era su hogar, evidentemente. Su marido le presentó al hombre, que insistió en servirles café y pastelitos. Y, mientras intentaba probarlos, todos los vecinos del pueblo fueron desfilando por allí para saludarlos. O eso parecía.


Aquél era un Pedro que no había visto nunca.


Riendo, charlando con todos, totalmente relajado…


—Ven —elijo luego, tirando de ella—. Hora de explorar.


Estuvieron todo el día explorando la isla. Comieron un queso de cabra buenísimo y un pan recién hecho y luego pasaron la tarde en una playa desierta.


Pedro se quitó los vaqueros y, totalmente desnudo, la convenció para que hiciera lo mismo. Nadaron, rieron… y Paula descubrió que era posible hacer el amor en el mar. Por fin, cuando el sol empezaba a ponerse, volvieron a la villa; Paula ligeramente quemada y cubierta de arena de la cabeza a los pies, Pedro más bronceado y alegre que nunca.


Compartieron ducha, cenaron en la terraza y se acostaron temprano.


Era la luna de miel que ella había esperado y, aunque sabía que era una mentira, Paula olvidó sus inhibiciones y disfrutó cada segundo. Sabía que nunca amaría a otro hombre como amaba a Pedro y, con eso en mente, bloqueó todo pensamiento negativo. Una semana de felicidad era lo que se había prometido a sí misma.


Y, asombrosamente, lo fue.





IRA Y PASIÓN: CAPÍTULO 40

 


Apoyándose en la barandilla, recordó las que ella había hecho en la iglesia el día de su boda. Había hecho esas promesas de corazón, pero evidentemente para Pedro no significaban nada. En cuanto a las excusas sobre sus ex amantes, si eran ex amantes de verdad, no las creía ni por un momento.


Pedro era un hombre sexualmente muy activo, incluso siendo inexperta se había dado cuenta de eso. Pero dudaba que él hubiese notado el cambio que se había experimentado en ella desde su noche de bodas.


Ahora era una amante silenciosa, pero a Pedro parecía darle igual. Si no se acostase con ella, se acostaría con cualquier otra mujer.


Esa idea le encogió el corazón y con el dolor llegó una idea, quizá una posibilidad de escape…


Pedro era un hombre muy rico y, sin embargo, había olvidado pedirle que firmasen una separación de bienes antes de la boda. O, seguramente, la suprema confianza en su habilidad de mantenerla sexualmente satisfecha le hizo creer que no lo necesitaba.


Pero que Pedro le fuese fiel era prácticamente increíble. Quizá lo único que tenía que hacer era esperar. Inevitablemente tendrían que separarse en algún momento… ella se aseguraría de que así fuera. Una vez, sólo una vez, sería suficiente para pedir el divorcio. Y su abogado le exigiría una buena cantidad de dinero, suficiente para que no volviese a amenazar a su familia nunca más.


Era una idea terrible que no le gustaba en absoluto, pero viviendo con un cínico como Pedro Alfonso no era ninguna sorpresa que empezase a pensar como él.


Pedro había dicho que era la química sexual la que unía a las parejas y que, tarde o temprano, eso desaparecía. Muy bien, entonces, después de una semana en la isla, saciada por fin, podría verse libre de aquel anhelo sensual que la ataba a su marido. O al menos podría controlarse un poco.


Sí, decidió. Lo haría… haría que el resto de su luna de miel se convirtiera en una explosión de sensualidad aunque su matrimonio fuese un completo fiasco.




IRA Y PASIÓN: CAPÍTULO 39

 

Pedro le había pasado un brazo por la cintura mientras se despedían de los últimos invitados; la viva imagen de la felicidad marital, pensó Paula, cuando nada podía estar más lejos de la realidad.


—¿Dónde te gustaría ir? —le preguntó cuando se quedaron solos—. Debo estar en Nueva York el lunes, pero tenernos una semana para nosotros solos. Podemos hacer un crucero por el Mediterráneo o ir a mi villa en las islas griegas, lo que tú prefieras.


Paula sabía lo que estaba pensando. Esa mañana habían hecho el amor... no, habían tenido relaciones sexuales, se corrigió a sí misma, sintiendo un dolor ya familiar en el pecho.


Después, Pedro había querido explicarle por qué mintió Sofia Harding… aparentemente había intentado seducirlo un par de años atrás y él la había rechazado, pero tenían que seguir viéndose porque su marido era amigo suyo. También le cantó que había habido mujeres en su vida, pero que si se hubiera acostado con todas las que decían las revistas, no habría podido hacer una fortuna y habría muerto de agotamiento. Paula, entre sus brazos, saciada por completo, asintió con la cabeza porque no podía hacer mucho más. Pero no le había pasado desapercibido que no había dicho cuántas mujeres había habido en su vida. Luego, sonriendo con masculina satisfacción, Pedro le había dado un tierno pero, en opinión de Paula, condescendiente beso en la mejilla.


Era asombroso que un hombre tan brillante como él pudiera separar completamente la parte física y la parte emocional en lo que se refería al sexo.


Ella no podía hacerlo, pero estaba atrapada. Y no sólo por el miedo a la ruina de su familia. Estaba atrapada por el deseo que sentía por él. Era como una fiebre. Había creído estar curada después de lo que descubrió el día anterior, pero lo que pasó por la mañana le había demostrado que no era así.


Sabía que cada día que pasara con él caería aún más bajo su hechizo.


No podía resistirse y Pedro era consciente de ello. Antes no sabía que el sexo pudiera ser tan adictivo, pero ahora lo sabía bien. Deseaba que la tocase, que la hiciera suya, y eso la llenaba de vergüenza.


Máximo se había marchado con los invitados y, solos ahora, paradójicamente el yate parecía más pequeño. Y pasar una semana allí sin poder escapar no resultaba nada apetecible. Al menos en tierra tendría posibilidad de dar un paseo, de escapar de aquella abrumadora atracción.


En el yate, no podría esconderse en ningún sitio…


—Supongo que volver a casa no es una posibilidad —dijo con cierto sarcasmo.


—Tu casa está conmigo. Decide o yo decidiré por ti.


—En ese caso, las islas griegas suenan mejor —contestó Paula.


—Muy bien, informaré al capitán. Desgraciadamente, yo tengo trabajo y no puede esperar. Diviértete sola un rato, ve a la piscina si te apetece — Pedro la atrajo hacia sí para besarla posesivamente—. Te veo después. Es una promesa.


Y, por el brillo de sus ojos, era una promesa que pensaba cumplir.


—Muy bien —murmuró Paula. Probablemente ésa era la única promesa que le hacía a una mujer, pensó con tristeza.