martes, 3 de agosto de 2021

UNA GRAN NEGOCIACIÓN: CAPÍTULO 35

 


El domingo por la noche, Paula se dispuso a dar el biberón de la noche a Dante mientras Pedro, sentado ante ella, elegía un cuento para leerle.


El día anterior Paula había descubierto una faceta divertida de su personalidad que le había ido asombrando, pero desde el momento que volvieron a casa y durante todo el domingo, Pedro había actuado como si quisiera evitarla.


Pedro alzó uno de los libros para mostrárselo a Dante, que succionaba con fruición.


—¿Qué tal éste? —preguntó. Y comenzó a leer. Para cuando lo acabó, Dante cerraba pesadamente los párpados. Pedro dejó el libro a un lado y se desperezó—. He estado pensando… —empezó, antes de ponerse en pie.


—¿En qué? —preguntó Paula al instante. Pedro tenía un aire distante que le desconcertaba.


Él pareció vacilar. Tras una tensa pausa, las palabras salieron de su boca como un torrente:

—Creo que deberíamos casarnos.


—¿Qué? —Dante se removió y Paula lo acunó para evitar que se despertara—. ¿De dónde ha salido esa idea? —preguntó en un precipitado susurro.


—Sería lo mejor para Dante—dijo él en voz baja—. Así nos evitaríamos tener que dar explicaciones permanentemente.


Paula no comprendía por qué no había contestado al instante que no cuando sus peleas habían sido constantes y durante los dos años anteriores había evitado por todos los medios coincidir con él. La única razón lógica era Dante.


Echó la cabeza hacia atrás y observó a Pedro. Era alto, fuerte. En su vientre se despertó un calor y una tensión que se obligó a ignorar. Dante era lo único por lo que se plantearía casarse con él.


Bajó la mirada hacia el niño de expresión dulce y relajada, ajeno al torbellino interior que ella experimentaba. Si Pedro y ella se casaban, Dante volvería a tener una familia. ¿Cómo iba a negarle esa oportunidad?


Sin embargo, no era capaz de mentirse a sí misma. Otro motivo para aceptar la oferta era asegurarse un hueco en la vida de Dante. Si accedía, podría relajarse, dejar de temer que Pedro buscara maneras de quedarse él solo con la custodia.


En ese momento, Pedro pareció leer sus pensamientos al decir:

—Casándonos, proporcionaríamos a Dante un hogar estable.


Paula se estremeció. ¿Hasta dónde pensaría llevar Pedro la idea de matrimonio? ¿Querría, tal y como había insinuado la mujer del zoo, dar hermanos a Dante? Por su parle, ella sabía que no tenía más que tocarla para hacerle arder en deseo.


Alzó la mirada hacia Pedro. Él levantó una mano para que le dejara continuar:

—Si aceptas, quiero que sepas que mi compromiso sería total. No es una propuesta con la idea de pedir el divorcio en un par de años.


Paula intentó escudriñar su rostro, pero la penumbra se lo impidió.


Para recuperar el sosiego, dejó a Dante en la cuna, encendió una tenue luz y se volvió hacia el hombre que acababa de poner su mundo patas arriba.


—¿Y si te enamoras? —preguntó.


Tampoco estaba convencida de que se le diera bien el matrimonio a ella. Sus padres no habían sido un buen modelo.


—No estoy buscando el amor —dijo él, sonriendo sin convicción—. Dana mató en mí cualquier deseo de tener un matrimonio verdadero.


Paula sintió una profunda tristeza al pensar que ninguna mujer arrebataría aquel corazón de acero que Pedro ocultaba tras una barrera impenetrable.


Sacudió la cabeza, abatida.


—No puedo casarme contigo.


Pedro se quedó paralizado.


—¿No crees que sería lo mejor para Dante?


Paula no se sentía capaz de hablarle del fracaso de sus padres y de su temor a ser una mala madre.


—Eso no puedo negarlo.


—Entonces, ¿por qué no casarnos?


Paula vaciló. Pensó en su padre ausente, en su desdichada madre.


—El matrimonio va más allá que el bien de Dante.


—¿Te refieres al sexo? —preguntó Pedro con ojos brillantes. Al ver que Paula se tensaba, añadió—: ¿Quieres decir que no quieres tener sexo conmigo?


Paula no sabía cómo contestar. No podía apartar la mirada de él, de sus labios, de su mentón.


—No, no podría…


Pedro sonrió con amargura.


—¿Puedo saber por qué?


Paula se removió como si intentaran aprisionarla.


—Porque no pienso hacer el amor con el hombre más arrogante y engreído que conozco.


—A eso se le llama ponerme en mi sitio —dijo él con una carcajada.


—Y porque no me caes bien —dijo ella, con un súbito enfado—. Ni yo a ti.

 

—Caerse o no bien no tiene nada que ver con el sexo, Paula —dijo él, en un tono que daba a entender que sonaba extremadamente puritana.


Paula se obligó a fingir una calma que estaba lejos de sentir.


—Yo necesito que un hombre me agrade para hacer el amor con él.


—¡Qué inocente! Deduzco que no hay muchos hombres que te hayan caído bien.


La indirecta fue irritante, pero Paula no se quiso rebajar a responder.


—He hecho el amor lo bastante como para saber que no me gustan los encuentros de una noche.


Incluso había salido con un hombre dos años hasta que él le había pedido en matrimonio. Paula lo había rechazado, segura de que sería un fracaso. Él insistía en que se relajara y se tomara la vida con más calma porque no comprendía las poderosas razones que la arrastraban a intentar conquistar sus ambiciosos sueños.


Al menos, en eso Pedro y ella se parecían. También él había luchado por conseguir lo que tenía.


—Te aseguro que lo nuestro no tendría nada que ver con un encuentro de una noche —dijo él con ojos chispeantes.


Paula sintió un escalofrío.


—Haces que suene a amenaza.


Pedro se acercó a ella.


—Sabes que entre nosotros saltan chispas —escudriñó el rostro de Paula como si buscara respuestas—. Lo nuestro sería como una explosión.


Resultaba tan tentador…


—Vamos, Paula, di que sí.




UNA GRAN NEGOCIACIÓN: CAPÍTULO 34

 

Mientras conducía, la miró en varias ocasiones de soslayo y se dio cuenta de que la ausencia de tensión que había caracterizado sus facciones aquel día se debía a que una sonrisa había danzado permanentemente en sus labios, lo que le hizo reflexionar que era un gesto poco habitual en ella.


—¿Cansada? —preguntó al parar en un semáforo.


—Agotada. Pero ha sido un día maravilloso.


La sonrisa que Paula le dedicó hizo que Pedro se derritiera. Para disimular, mantuvo un tono humorístico:

—Los zoos están hechos para los adultos.


—¿Por qué dices eso? —preguntó ella con curiosidad.


—¿No has visto la de bebés que había? Sus padres llevan años esperando a poder rectificar el día que les dijeron a sus padres que eran demasiado mayores como para ir al zoo con ellos.


Paula rió.


—Las luces han cambiado —dijo a continuación, enfriando la satisfacción que Pedro había sentido al hacerla reír.


—Gracias —dijo, poniendo el vehículo en marcha.


—Puede que tengas razón —dijo Paula—. De hecho, Dante ha dormido casi todo el día.


Y cada vez que echaba una cabezada, Pedro había tenido la tentación de besarla. El recuerdo de los apasionados besos que se habían dado la tarde en que ella había acabado prácticamente desnuda sobre su regazo le había mantenido despierto más de una noche desde que Paula se había mudado a su casa. Pero sabía que debía resistirse para mantener la delicada tregua que habían alcanzado.


—Lo he pasado en grande —murmuró.


—Yo también —dijo ella con voz cantarina.


Pedro habría querido desviar la mirada de la carretera para ver si sus labios se curvaban en una de sus irresistibles sonrisas.


No podía negarlo. La deseaba. Quería embriagarse con su perfume y saciar el ansia que tenía de su cuerpo.


Todo ello no hacía más que complicar la situación. Con sentido práctico, repasó las opciones que tenía. La conclusión fue que no podía tener una relación con la mujer con la que compartía la custodia de Dante.


No podía arriesgarse a tener un mal desenlace y que el niño pagara las consecuencias.


Pensó en la mujer que los había tomado por los padres de Dante. No significaba nada que hubiera pensado que Dante se parecía a Paula.


Miró al bebé por el espejo retrovisor, que dormía con la boca entreabierta.


Los ojos castaños de su madre. Esa mujer no estaba en su sano juicio.


Dante no se parecía en absoluto a Paula. Ni siquiera eran familia. Pero podrían llegar a serlo si… Paula y él se casaran. De esa manera, ella sería la esposa del hombre que había donado el esperma con el que Dante había sido concebido.


Asió el volante con fuerza. ¿Cómo habían llegado a complicarse tanto las cosas? Y más que podían comunicarse si no conseguía apagar el deseo que lo asediaba por tener el cuerpo de Paula bajo el suyo.


—Deberíamos repetirlo pronto.


—¿Qué? —Pedro temió que le hubiera leído el pensamiento.


—Ir al zoo.


—Sí, desde luego —dijo dejando escapar un suspiro de alivio.


Podrían casarse. El pensamiento volvió a asaltarlo, pero lo descartó al instante. No quería casarse, y menos con una mujer centrada en su carrera profesional.


Pero su cuerpo no parecía pensar lo mismo.




UNA GRAN NEGOCIACIÓN: CAPÍTULO 33

 


Un poco más tarde, extendieron una manta en una pradera. Pedro se tumbó y sentó a Dante sobre su pecho mientras Paula sacaba las provisiones de la cesta que habían preparado.


Paula estaba sorprendida de no haber discutido ni una vez con Pedro, quien en aquel momento suspendía a Dante en el aire imitando el ruido de un avión y riendo al ver la cara de felicidad del niño.


No podía negarse que era excepcionalmente guapo. Y que le hacía estremecer cuando, como hacía un rato, el aire se había electrificado al cruzarse sus miradas.


Volvió su atención a la cesta y sacó los sándwiches que había empaquetado Monica.


Un ruido a su espalda la sobresaltó unos segundos antes de que un balón de fútbol rodara por la manta seguida de un par de pies con deportivas y de las manos de un niño que la recuperaban.


—¡Javier, pide perdón! —llegó la voz de una adulta.


—Lo siento —dijo él con una tímida sonrisa.


Pedro se incorporó, sentó a Dante en sus rodillas y miró al chico con severidad.


—Al menos lánzala en otra dirección.


Una mujer con el cabello pelirrojo apareció detrás de Javier.


—Ya le he dicho que tenga más cuidado o se lo quitaré —dijo. Pero Javier ya se había alejado para seguir jugando—. ¡Niños! Disfruten del suyo mientras sea así de inocente.


Paula fue a sacarla de su error, pero cambió de idea. La explicación era demasiado larga.


—Eso haremos —se limitó a decir.


—Es un niño precioso —añadió la mujer. Dante hizo una burbuja de saliva—. Va a tener los ojos de su madre y los hoyuelos de su padre — concluyó, sonriendo.


—Eso parece —replicó Pedro educadamente. Y Paula le agradeció mentalmente que no la contradijera.


En el pasado, Sonia y ella solían reír cuando la gente le decía cuánto se parecía el niño a ella. En aquel momento, el recuerdo le resultó doloroso.


—Será mejor que encuentre a Javier antes de que rompa algo —dijo la pelirroja mirando a su alrededor en busca de su hijo. Luego sonrió—. Les aconsejo que tengan más de uno, o se convertirán en compañeros de juego de su hijo, y es agotador —concluyó, antes de saludar con la mano y marcharse.


Paula se removió con incomodidad al tener una imagen instantánea de lo tentadora que resultaba la idea de hacer con Pedro un hermanito para Dante. Tras lo que se le hizo como un silencio eterno, decidió mirarle, y supo al instante que había cometido un error.


Pedro la observaba fijamente, con la intensidad de un depredador, y su mirada le aceleró el corazón e hizo estallar en ella un anhelante deseo que no recordaba haber sentido nunca con anterioridad.


Paula se irguió, consciente de que le correspondía romper la tensión sexual que se había creado. Optó por el humor:

—Pobre Javier, no quiero imaginarme lo que su madre les dirá de él a sus novias.


Pedro dejó escapar una carcajada, y sorprendida, Paula descubrió que también su risa despertaba su deseo.


El día pasó demasiado deprisa.


Tras instalar a Dante en el asiento trasero, Pedro abrió la puerta para Paula y se quedó mirándole las piernas con la avaricia de un joven adolescente. Eran unas piernas preciosas, delgadas pero bien torneadas. ¿Cómo era posible que no se hubiera fijado antes?


Quizá porque nunca la había visto verdaderamente. O porque era la primera vez que, en lugar de una indumentaria clásica, Paula llevaba una falda vaquera por encima de la rodilla…


Paula carraspeó.


—Puedes cerrar la puerta.


—Lo siento —Pedro sacudió la cabeza—. No sé en qué estaba pensando.


Paula lo miró con una sonrisa maliciosa con la que le dio a entender que sabía perfectamente en qué pensaba.


—Lo siento. Siempre he sentido debilidad por las piernas. Debe de ser un instinto básico masculino.


—Pues controla tus instintos —dijo ella. Pero rió—. Será la influencia de ver a tantos animales.


—Puede ser —admitió él. Y tras cerrar la puerta fue hacia el asiento del conductor diciéndose que debía disimular el efecto que Paula estaba teniendo en él si no quería espantarla… y tener que salir corriendo tras ella.