domingo, 21 de julio de 2019

INTENTO DE MATRIMONIO: CAPITULO 23




Paula se hallaba frente a la ventana de la cocina, contemplando el crepúsculo, cuando oyó abrirse la puerta del garaje. No se había movido de allí desde que regresó de la cafetería, dando vueltas y más vueltas a la posibilidad de que Mariano le hubiera mentido acerca de Karen Tucker.


No era justo juzgarlo antes de haber oído su versión de la historia, pero no podía evitar el mal presentimiento que le revolvía el estómago, las dudas que asaltaban su mente. Si le había mentido acerca de aquello, ¿sobre qué otras cosas más lo había hecho? ¿Sobre otras mujeres? ¿Sobre lo que hacía por las noches cuando se ausentaba de casa? ¿Sobre los sentimientos que albergaba hacia ella? ¿Acaso aquella llamada anónima había dicho la verdad y su matrimonio era realmente una farsa, una continua mentira? Esa noche Mariano tendría que darle una explicación, mal que le pesara. 


Esperó hasta que oyó abrirse la puerta de la cocina.


—¿Qué haces ahí, en lo oscuro? —le preguntó, a su espalda. Y, sin esperar su respuesta, encendió la luz.


Se volvió para mirarlo. Era el hombre con quien dormía, con quien hacía el amor, con quien había jurado compartir su vida. Y, aun así, era como si lo estuviera viendo por primera vez.


—Pensando.


—Te he echado de menos —se le acercó por detrás. Deslizando las manos por su cintura, la atrajo hacia su pecho.


—Me viste al mediodía.


—Desde entonces han pasado horas.


—¿Recuerdas lo que estuvimos hablando, Mariano?


Apoyando la barbilla en su hombro, le dijo al oído.


—Por supuesto, corazón. Hablamos del centro, de Janice, de Javier Castle y de tu engorroso encuentro con ese policía. ¿Como se llamaba?


Pedro Alfonso.


—Sí, un viejo amigo tuyo, según dijiste. Aunque no estoy muy seguro de que se esté comportando como tal.


—Me llamó esta tarde.


Mariano le soltó bruscamente la cintura.


—¿Qué quería esta vez? Espero que no te haya hecho más preguntas.


—Algunas. Quedé a tomar un café con él.


—¿Te pareció necesario?


—Sí. Me enseñó la relación de llamadas que había hecho Karen Tucker.


—Así que se trata de eso —se acercó a la barra y se sirvió una copa—. ¿Que es lo que te contó exactamente ese policía?


—Parece ser que Karen Tucker no solamente llevaba encima mi nombre y mi número de teléfono, sino que además telefoneó a casa catorce veces durante las tres últimas semanas. Siempre por las noches, o en fines de semana. No a nuestra casa exactamente, sino a tu estudio-taller.


—¿Eso es todo lo que te dijo?


—No. Me comento que Karen había trabajado de enfermera en el hospital Mercy; hasta hace cerca de un mes.


—Así que inmediatamente pensaste lo peor de mí. Yo habría esperado otra cosa, Paula. Habitualmente eres tan razonable.


—¿Razonable o ingenua?


—Ingenua no, desde luego. Eres demasiado inteligente.


«Al parecer no lo bastante», pensó ella.


—Conocías a Karen, ¿verdad?


—Creo que deberíamos sentarnos en el salón y hablar de todo esto como dos seres racionales.


—Ahora mismo no me siento precisamente muy racional, Mariano. Solo quiero saber por qué me mentiste al asegurarme que no la conocías.


—Dudo que sea tan importante. Simplemente quería ahorrarte una serie de molestos detalles.


—¿Ah, sí? Pues estoy segura de que a la policía tampoco le gustará que se los ahorres.


—Los policías son unos estúpidos. Estoy convencido de que les encantaría descubrir algo extraño en mi relación con Karen. Lamentaré decepcionarlos.


—¿Entonces qué tipo de relación mantenías con ella?


Apuró la bebida de un trago y dejó la copa sobre la mesa.


—Para decirlo sencillamente, Karen era una joven trastornada. Yo me limitaba a mostrarme amable con ella en el trabajo, como con todo el mundo. Después de marcharse del Mercy, empezó a llamarme a todas horas. Intenté hablar con ella, pero al parecer necesitaba más ayuda de la que yo podía proporcionarle. Le recomendé que acudiera a un especialista, a un psicólogo.


—¿Lo hizo?


—No que yo sepa.


—Debiste haberme contado todo eso esta mañana, cuando te pregunte si la conocías.


—Y lo habría hecho de haber sabido que llegaríamos a esta situación.


—¿Situación, dices? Esa mujer está muerta ¿Es que no te importa?


—Claro que me importa. Me duele cada vez que pierdo a un paciente, por ejemplo. Pero la muerte es algo a lo que, por fuerza he tenido que acostumbrarme.


—Karen Tucker no murió simplemente. Alguien la asesinó.


—Y es una gran desgracia, pero no tiene nada que ver con nosotros, Paula. No hagas un problema donde no lo hay.


—Creo que deberías llamar a Pedro y decirle exactamente lo que me has contado a mí.


Mariano se tensó visiblemente.


—Yo no le debo explicación alguna a la policía. Se trata de mi vida privada, y no es asunto suyo.


—Ellos no lo verán de esa manera.


—Pues entonces que vayan a mi oficina y me interroguen allá. Pero creo que emplearán mejor el tiempo buscando al asesino, en vez de molestar a un hombre que no ha hecho más que intentar ayudar a una desgraciada joven —tranquilizándose un tanto, extendió una mano y la tomó nuevamente de la cintura—. Te propongo que cambiemos de tema. Cenemos tranquilamente a la luz de las velas. Con un poco de suerte, si no me llaman para alguna emergencia, podrás ponerte ese conjunto de lencería negro para mí y yo procuraré hacerte olvidar todo lo relacionado con Pedro Alfonso y sus incomodas insinuaciones.


Paula se estremeció de solo pensarlo. Tal vez Mariano hubiera tenido buenas razones para mentirle, pero ella seguía sintiéndose traicionada. Quizás ahora más que antes, cuando sabía que había estado hablando con aquella mujer noche tras noche mientras ella lo esperaba sola, en su cama, atormentándose con los problemas de su relación. Y ni una sola vez le había mencionado su nombre. La confianza era un asunto muy delicado. Sin confianza todo se derrumbaba. Para Mariano el acto de hacer el amor sería una liberación, un desahogo. 


Esperaría que Paula respondiera con pasión pero ella sería incapaz de fingir.


Mariano sirvió dos copas de vino y le propuso un brindis.


—Por nosotros.


A Paula le tembló la mano cuando chocó su copa. Antes de que tuvieran tiempo de dar el primer sorbo Mariano recibió una llamada de emergencia. Nada más mimar el número, sacudió la cabeza con gesto frustrado.


—¿Otra emergencia? —inquirió casi esperanzada, para que así tuviera que regresar al hospital.


—Muy probablemente.


Paula esperó en la cocina mientras él atendía la llamada desde el gabinete. Instantes después volvió a reunirse con ella.


—Es uno de los pacientes que tengo hospitalizados. Y es urgente.


Paula asintió con la cabeza.


—Puede que vuelva tarde.


—Ya estoy acostumbrada.


—Es la maldición de la esposa de un médico. Detesto tener que dejarte sola después de todas las molestias que te ha causado ese policía.


Pedro no... —se interrumpió, prefiriendo cambiar de tema. Mariano ya tenía las llaves en la mano—. No te preocupes. Estaré perfectamente.


Lo observó marcharse. Acto seguido se encaminó a su habitación, deteniéndose para recoger el bolso y las llaves, que había dejado en la mesa del pasillo. Con las llaves en la mano, cambió de idea y pensó en abrir la puerta que comunicaba con el apartamento situado encima del garaje.


Habían pasado semanas desde la última vez que había estado allí, cuando Mariano estuvo equipando su cuarto de revelado. El apartamento estaba solo a unos pasos de donde se encontraba en aquel instante, al otro lado de la puerta trasera, arriba de la escalera exterior de caracol adosada al edificio. Aquel era la zona privada de Mariano, y ella, ante todo, respetaba su intimidad. Pero eso había sido antes de sus mentiras.


Con las llaves en el bolsillo volvió a la cocina, hacia la puerta trasera. Había demasiados secretos entre ellos. Ella era su esposa. Y aquella era la casa de su familia. Tenía todo el derecho del mundo a entrar allí. Además, solamente se trataba de un espacio en el que Mariano se relajaba, practicando su afición favorita: la fotografía. Desde luego, no se iba a encontrar allí al fantasma de Karen...


Y, sin embargo, tenía una extraña premonición. 


Un mal presagio.




INTENTO DE MATRIMONIO: CAPITULO 22



Mariano aparcó en el taller de lavado y bajó de su deportivo. Se estaba poniendo el sol. Los empleados del taller acababan de lavárselo, pero él prefería darle personalmente la última mano de limpieza. Echó unas monedas en la aspiradora automática y se dedicó a limpiar concienzudamente el maletero. Cuando terminó, las esterillas de goma del fondo parecían tan limpias como el primer día. Satisfecho, abrió la puerta del conductor.


Oyó un vehículo detenerse a su lado. Prefirió no mirar. De ese modo, no daría pie a conversación alguna, por insustancial que fuera. Jamás podía entender por qué un par de completos desconocidos podían trabar conversación solo porque coincidieran en un mismo lugar, o en una misma tarea, como la de limpiar su coche.


—¿Doctor Chaves?


La llamada lo sobresaltó, haciéndole dar un respingo. Se tragó la maldición que a punto estuvo de brotar de sus labios y se volvió para descubrir a uno de los jóvenes camilleros del hospital. Era un chico alto y fornido. Mariano lo había visto unas cuantas veces, pero no recordaba su nombre.


—Hola. Supongo que también usted estará preparando el coche para el fin de semana —le comentó, viéndose obligado a dirigirle la palabra.


—Sí, claro. Pero me sorprende verlo aquí. No sabía que los doctores utilizaran la máquina autoservicio...


—Solo si quieren asegurarse de que su coche esté bien limpio.


—Sé a lo que se refiere. Si quiere, puedo ayudarlo. Estoy acostumbrado a ensuciarme las manos.


—No, prácticamente ya he terminado.


—Tengo un par de cervezas frías en el maletero. ¿Le apetece una?


Una cerveza fría. No era su bebida preferida, pero había tenido un día muy duro. Estaba tenso. Sus planes se habían visto trastornados primero por su precipitada cita con Javier Castle y luego con la conversación con Paula, acerca de Pedro Alfonso.


—Gracias, sí. Me vendría muy bien.


El joven camillero le tendió la cerveza. Mariano sacó un pañuelo de papel de la guantera y limpió bien la boca de la botella antes de llevársela a los labios. Estaba tan fría como le había asegurado.


—¿Se ha enterado de lo de Karen Tucker? —le preguntó el camillero en el instante en que Mariano estaba dando el segundo trago.


A punto estuvo de ahogarse. Tosió varias veces y se manchó de cerveza la pechera de la camisa. Maldijo en silencio.


—Lo entiendo, no hace falta que me diga nada —apuntó el joven—. Yo no la conocía muy bien, pero me quedé de piedra cuando me dijeron que la habían asesinado.


—Sí, fue un verdadero shock para todos.


—Era una mujer muy guapa. Muy simpática. Siempre estaba sonriendo. Y cuando te sonreía, casi te hacía sentir que eras alguien. Te ponía contento. ¿Sabe lo que quiero decir?


—Sí, creo que sí.


—Espero que encuentren al tipo que le hizo eso y lo cuelguen de las pelotas.


—Estoy seguro de que no utilizarán esa forma de castigo.


—Vaya, pues lo siento. ¿Cree que pudo tratarse de alguien a quien ella conocía? Suele pasar. En la televisión dicen que la mayoría de los asesinatos de ese tipo suelen cometerlos amantes o parientes de la víctima.


—No estoy al tanto de esos detalles —Mariano dio otro trago a su botella—. Bueno, tengo que seguir limpiando. Muchas gracias por la cerveza.


—Ha sido un placer.


Mariano volvió a echar unas monedas en la máquina y se dedicó a limpiar con la aspiradora las esterillas de goma del suelo del coche. No necesitaba estúpidas conversaciones. Lo que necesitaba era un martini seco, un descanso del trabajo y pasar algún tiempo a solas con su esposa. Placeres sencillos, pero difíciles de conseguir.


Y, más tarde, ascendería por la escalera metálica de caracol y se refugiaría en su santuario privado… para disfrutar de placeres bastante más complejos.




INTENTO DE MATRIMONIO: CAPITULO 21




Pedro estaba sentado en la cafetería, terminándose su sándwich y garabateando notas en un papel. Tenía intención de comportarse de una manera fríamente profesional cuando llegara Paula, pero no sabía cómo hacerlo. No cuando seguía afectándolo tanto. En un principio había pensado que nueve años habían sido más que suficientes para que se olvidara completamente de ella, de sus besos, de la noche en que hicieron el amor con un abandono y un éxtasis absolutos...


Solo que ahora Paula era la señora de Mariano Chaves, un dato que necesitaba grabar a fuego en el cerebro. En aquel momento solamente debería preocuparlo una mujer: aquella cuyo cadáver estaba el depósito, analizado y estudiado concienzudamente. La víctima de un loco que tal vez estuviera buscando ya su siguiente presa. Alguna mujer joven, bonita, con toda la vida por delante. Alguien como Karen Tucker. O como la propia Paula.


Aquel pensamiento atravesó su cerebro como un cuchillo afilado. No era algo tan descabellado. Paula encajaba perfectamente en el patrón de víctima. «Nunca dejes que un caso de asesinato se vuelva demasiado personal. 


Hacerlo significa concederle una ventaja al asesino». Ese había sido su lema desde que entró en el cuerpo de policía. Y aquella era la primera vez que dudaba seriamente de su capacidad para aplicarlo.


De pronto se abrió la puerta de la cafetería y apareció Paula, despeinada por el viento, con un suéter azul claro echado sobre los hombros. 


Parecía fuerte y frágil a la vez. Y tan atractiva que Pedro no pudo evitar un estremecimiento de deseo.


—He venido temprano —le dijo, sentándose frente a él—. No esperaba que ya estuvieras aquí.


—Me había saltado la comida, así que aproveché para llenar un poco el estómago —hizo a un lado su plato en el instante en que se acercaba la camarera—. ¿Y tú? ¿Tienes hambre?


—No. Solo tomaré un café.


La camarera les tomó la orden. A Pedro le habría gustado entablar primero una conversación superficial, a modo de preámbulo, o no hablar en absoluto. Quedarse simplemente sentado frente a ella, admirando su belleza. 


Pero, por desgracia, no podía hacer ninguna de las dos cosas.


—Detesto haberte molestado dos veces en un mismo día.


—La culpa es mía. Debí haberte contado la verdad esta mañana. No sé muy bien por qué no lo hice, a no ser que... —desvió la mirada—. Bueno, supongo que sentí cierta vergüenza.


—¿Por qué?


Paula esbozó una mueca antes de aspirar profundamente y mirarlo a los ojos.


—Ayer por la mañana recibí una llamada extraña, una especie de broma. Muy temprano, antes de que Mariano saliera para el trabajo.


Pedro escuchó atentamente su relato acerca de la llamada anónima. Paula no se había tomado en serio la acusación de su marido, pero él tenía sus dudas. Desde que ingresó en la policía había visto de todo.


Paula se interrumpió cuando llegó la camarera, esperando a que la joven les sirviera las bebidas.


—Fue Karen Tucker quien hizo esa llamada, ¿verdad?


—No lo sé.


—Pero tú dijiste que la relación de sus llamadas demostraba que había telefoneado a mi casa.


—No tenemos la relación de las llamadas que hizo ayer por la mañana. Ni desde el teléfono fijo desde su casa ni desde su móvil.


—Entonces debe de tratarse de algún error. Si aquella llamada no procedía de Karen Tucker, entonces no entiendo cuándo pudo haberme llamado...


—Durante las últimas tres semanas, Karen Tucker hizo más de una docena de llamadas a tu casa —observó la expresión de Paula, entre incrédula y asombrada. Era posible que supiera más cosas de lo que estaba admitiendo. Pero su intuición le aseguraba que no era así.


—No lo entiendo... yo nunca he hablado con ella.


—Quizá las llamadas estuvieran dirigidas a tu marido.


—No. Se lo pregunté a Mariano, y él no conoce a nadie con ese nombre. Tiene que tratarse de un error, Pedro.


—Podemos comprobarlo. El número al que llamó es este —sacó un papel y se lo leyó.


—Es el número del pequeño estudio-taller de Mariano. Necesitaba una línea telefónica separada para su ordenador y su fax, así que instalamos otra.


—Eso explica por qué tú no recibiste esas llamadas.


—Pero no por qué Mariano no reconoció el nombre de esa mujer. Es un gran aficionado a la fotografía. ¿Trabajaba acaso Karen en alguna tienda de cámaras?


—No. Era enfermera.


—Entonces probablemente se pondría en contacto con él para facilitarle informes médicos por fax, o para consultarle a propósito de algún paciente.


—Entra dentro de lo posible, pero no es probable.


Mariano Chaves y una mujer asesinada, a la que había negado conocer. El asunto se estaba poniendo feo. Pedro detestaba tener que involucrar a Paula en aquello, pero ya no podía dar marcha atrás.


—Las llamadas fueron realizadas desde el domicilio particular de la señora Tucker, fundamentalmente por las tardes, fuera de horario laboral, y en fines de semana. Algunas fueron hechas pasada la medianoche y duraron más de una hora. ¿Te habrías enterado si a Mariano lo hubieran telefoneado a esas horas?


—Mariano recibe llamadas a cualquier hora. Es cirujano del corazón. Los problemas de sus pacientes no tienen horarios.


—¿Suele quedarse en su estudio a esas horas?


—Ocasionalmente. Le gusta mucho la fotografía dice que lo libera del estrés de su trabajo. Hace fotos en blanco y negro y las revela el mismo. Se le da muy bien. Ha vendido varias a una galería de Nueva Orleáns.


—¿Ese estudio se encuentra en la misma casa?


—En el apartamento situado encima del garaje —respondió, tras una ligera vacilación—. Allí es donde está el número de teléfono que tú tienes.


El apartamento situado encima del garaje. 


Pedro lo conocía tan bien como si fuera suyo, aunque solo había estado una vez. Conocía las canciones que habían sonado aquella noche. 


Conocía los deliciosos olores, a velas perfumadas y al aroma de Paula, que años después permanecían grabados en su cerebro. 


Y ahora aquel lugar mágico pertenecía a su marido. La sola idea lo irritaba.


—Creo que no debería contarte más cosas. Al menos sin estar Mariano presente.


—Si, será lo mejor —Pedro se enjugo el sudor de la frente. No sabía si estaba sudando por el calor ambiente o por el que le provocaban aquellos recuerdos.


Si el doctor Mariano Chaves no tenia una convincente explicación para las llamadas que había recibido de Karen Tucker, estaba destinado a convertirse en sospechoso de homicidio. Solo que aquello no era un simple caso de homicidio. La muerte de Karen estaba relacionada con las de otras mujeres, cuyos detalles no había querido filtrar a la prensa. Al menos por el momento.


Tenía por fuerza que interrogar a Mariano Chaves, y si eso llegaba a ser de conocimiento público los medios de difusión se abalanzarían sobre él como ratas hambrientas sobre un pedazo de queso. Un médico era una figura importante en Shreveport, Louisiana. Con eso bastaba para hacer apetitosa la noticia. Pero el hecho de que estuviera casado con la hija de un senador haría que la noticia saltara a las principales cadenas nacionales. El eminente doctor Chaves acostándose con una enfermera que había muerto asesinada. Su reputación se vendría abajo. Pedro, sin embargo, se esforzaría todo lo posible por guardar la máxima discreción, por el bien de Paula. Y por el de las propias investigaciones.


—Siento no poder ayudarte más —pronunció, tensa.


—No puedes decirme lo que tú misma no sabes.


—¿Crees que Mariano estuvo relacionado de alguna manera con Karen Tucker, verdad?


—Ella lo telefoneó. Eso es lo único que sé. No puedo aventurar nada más.


—¿Cuantas llamadas fueron exactamente?


—Catorce.


—¿Ella es... era —se corrigió— enfermera en el hospital general Mercy?


—Sí, hasta hace cerca de un mes. Dimitió para pasarse al hospital Highland.


—Tal vez Mariano la conociera, pero desde luego no la mató.


—Yo nunca he dicho que lo hiciese. Yo solamente estoy siguiendo una pista, Paula.


—Lo entiendo.


Pero resultaba evidente que no era así. La confusión y la incredulidad se reflejaban en cada uno de sus rasgos. En aquel instante ansiaba abrazarla, consolarla... Pero aunque se hubiera atrevido a hacerlo, dudaba que ella se lo hubiera permitido.


—Si eso es todo... tengo que irme ya. Mariano regresará pronto y se preguntará dónde estoy.


—Claro. Te acompaño.


Pedro dejó un par de billetes sobre la mesa. El sol estaba empezando a ponerse mientras la seguía hasta su coche. Lo había aparcado frente a la cafetería, al lado del suyo. Su elegante modelo color azul marino no podía contrastar más con su antiguo y desvencijado coche negro, símbolo de la diferencia social entre el policía y la hija del senador. Algunas cosas no cambiaban nunca. Y a pesar de todo allí estaba, anhelando protegerla del mundo al que estaba a punto de catapultarla. Pero no por culpa suya, sino por culpa de Mariano Chaves. Y de un asesino múltiple.


—¿Sigues teniendo mi número de móvil? —le preguntó. Al ver que asentía con la cabeza, añadió—: Llámame si necesitas hablar conmigo de cualquier cosa.


Alzó la mirada hacia él con una expresión infinitamente triste. A Pedro no se le ocurría nada más que decir, de modo que se la quedó mirando en silencio mientras subía a su coche y se alejaba. Por segunda vez en aquel día.


Volvía con su marido: un mentiroso, tal y como lo había calificado aquella misteriosa llamada anónima. ¿Pero podía ser también el monstruo sanguinario que se dedicaba a torturar a jóvenes mujeres para luego degollarlas y verlas morir? Incluso Pedro tenía que admitir que eso era bastante improbable.


Y sin embargo, si algo había aprendido como inspector de homicidios era que los asesinos terminaban siendo, con demasiada frecuencia, los menos sospechosos.