lunes, 6 de abril de 2020

RECUERDAME: CAPITULO 40





«Ten cuidado», le advirtió una vocecita. «Has pasado por esto muchas veces.


Pedro sólo tiene que tocarte y te conviertes en masilla entre sus manos, pero ya no eres tan inocente. Has aprendido que hace falta algo más que sexo para que un matrimonio funcione».


Pero también hacía falta amor, comprensión, perdón. El amor, el de verdad, superaba la desilusión y los enfados Ella amaba a aquel hombre y había encontrado a su hijo. Tenía la felicidad en la punta de los dedos, lo único que debía hacer era alargar la mano.


«Olvida el ayer y celebra un mañana que promete tanta felicidad».


Suspirando, Paula se dejó caer sobre él, sintiendo que su alma se llenaba de felicidad. Se sentía viva, viva de verdad por primera vez en mucho tiempo.


—Dime cómo, Pedro —murmuró.


Desde el principio había habido una poderosa atracción entre ellos; algo que podría no ser amor por parte de Pedro, pero que los había unido durante las primeras semanas de matrimonio y que los unía en aquel momento.


Además, Paula no hubiese podido resistirse aunque quisiera. Pedro era un amante experto, tierno, irresistible. El resentimiento que pudiera sentir se convirtió en polvo bajo el calor de sus besos. Su sonrisa, el brillo de sus ojos cuando la vio desnuda, hacían que su corazón latiera como si mil mariposas diminutas batieran las alas dentro de su corazón.


Sin secretos entre ellos, y olvidadas las dudas y los miedos, no había razón para que se escondiesen nada el uno al otro. Cada caricia, cada mirada, cada susurro hablaba de una nueva confianza, una que sería capaz de soportar lo que les deparase el destino.


Habían caminado sobre el fuego y habían vivido para contarlo. El sexo había sido su aliado, atizando ese fuego cuando todo lo demás fallaba.


Esta vez los llevó más lejos. Más allá del deseo físico, hasta una profunda intimidad que los unió en cuerpo y alma.


—Te adoro, esposa mía —murmuró Pedro.


Eran las palabras más dulces del mundo y Paula había esperado lo que le pareció una eternidad para escucharlas. Pero la espera merecía la pena porque la curaban como no podía curarla ninguna medicina.


El amanecer trazaba una línea de plata sobre el horizonte cuando por fin el agotamiento hizo que cerraran los ojos. Paula, apoyada en el pecho de Pedro, por fin durmió sin pesadillas. Y no se movió hasta que un delicioso aroma a café la despertó de nuevo.


Guiñando los ojos para evitar la luz del sol que entraba por la ventana, encontró a Pedro de pie al lado de la cama, con un pantalón de sport, un polo oscuro y una taza de café en la mano.


—Buon giorno, innamorata —sonrió, su voz como una caricia—. Hora de levantarse.


Paula se estiró perezosamente.


—¿Tan pronto?


—Nos vamos en media hora. Claro que si quieres pasar la mañana en la cama conmigo, sólo tienes que decirlo.


—No me tientes —rió ella, tomando la taza de café—. Dame unos minutos para que intente ponerme presentable. Aunque no sé cómo voy a hacerlo.


—No te preocupes por tu aspecto. Un helicóptero nos llevará a Linate, donde nos espera el jet de la empresa para llevarnos a Pantelleria.


—He cambiado de opinión —dijo Paula entonces—. Antes de ir a Pantelleria quiero ir a Milán.


—¿A Milán? ¿Qué ha sido de la madre ansiosa por reunirse con su hijo? — exclamó Pedro—. Anoche lo único que querías era ver a Sebastian lo antes posible.


—Y sigo deseando verlo, pero he tomado una decisión —anunció ella, mirándolo a los ojos—. Voy a ver a tu madre. Esta guerra entre nosotras no le hace bien a nadie y tiene que terminar de una vez.


Pero Paula...


Estoy decidida.


Paulao levantó las manos al cielo en un gesto tan italiano que casi la hizo reír.


¿Seguro que quieres hacerlo?


—Tengo que hacerlo. Soy esposa y madre, no una niña. Ya es hora de que me enfrente con mis inseguridades y la mejor manera de empezar es hablando con tu madre.


—Si eso es lo que quieres hacer, iré contigo.


—No, tú ya me has protegido más que suficiente. Tengo que hacerlo sola.


Hablar era fácil cuando había cincuenta kilómetros entre ella y su adversaria; ¿Pero entrar en la guarida de la leona? No, eso no era tan fácil.




RECUERDAME: CAPITULO 39




—Llevabas muchas cosas de Sebastian en el coche: su ropa, su osito de peluche favorito... y una maleta con tus cosas. Ibas con Yves Gauthier, un hombre que había aparecido en Pantelleria de repente y que se había metido en tu vida aprovechando que yo tenía trabajo en Milán...


—Yves... —repitió ella, pensativa—. Yves era canadiense, como yo.


—Lo sé.


—Es natural que nos hiciéramos amigos.


—¿Y también es natural que alquilase una casa para tres meses y que, de repente, unas semanas después, fuera de camino al aeropuerto con un billete de vuelta a Canadá?


—¿Yo tenía un billete para Canadá? ¿Llevaba el pasaporte de Sebastian conmigo?


—No —contestó Pedro—. Pero el día anterior tú y yo habíamos tenido una pelea... y pensé que querías abandonarme y llevarte al niño.


—Recuerdo esa pelea —murmuró Paula, la secuencia de eventos cayendo en su sitio poco a poco—. Nos peleamos porque tú querías que volviese a Milán contigo y yo te dije que no porque no quería tener que lidiar con las injerencias de tu madre, que intentaba decirme cómo debía cuidar de Sebastian.


—Así es.


Y luego dijiste que no te habías casado para vivir como un monje... y te fuiste dando un portazo.


—Sí, más o menos fue así.


—Estuve paseando por la casa durante toda la noche, dándole vueltas a lo que había pasado —siguió ella, cerrando los ojos—. Y decidí que no iba a dejar que tu madre siguiera metiéndose en mi vida... pero no quería huir de ti, Pedro. Iba a buscarte porque había decidido plantarle cara a tu madre y dejar de esconderme.


¿Y por qué ibas en el coche con Gauthier?


—Al día siguiente, Yves fue a decirme que tenía que volver a Canadá por razones de salud. Tenía un problema de corazón y debía consultar urgentemente con su cardiólogo. Como tenía que ir al aeropuerto me llevó en su coche... él se iba a Canadá, pero yo iba a Milán.


Pedro la miró, perplejo.


¿Eso es verdad?


—¡Pues claro que es verdad! Pero ya que no pareces confiar en mí, ¿por qué no le preguntas a Yves?


No puedo hacerlo porque Yves murió en el accidente. Aparentemente, sufrió un infarto mientras iba al volante.


Paula se tapó la boca con la mano.


Oh, no... yo no sabía que estuviera tan enfermo. Era una persona tan encantadora, tan amable...


—Siento darte tan malas noticias y siento mucho haber dudado de tu lealtad. Soy tu marido y debería haber confiado en ti.


Pero no lo hiciste dijo Paula—. Tal vez porque estabas buscando una excusa para librarte de mí.


—¿Por qué iba a querer librarme de ti? Me casé contigo, ¿no?


—Oh, sí, desde luego. Has hecho muy bien el papel de marido, en público y en privado, pero era sólo, eso, un papel. Me pediste que me casara contigo al descubrir que estaba esperando un hijo tuyo porque te pareció que era tu deber, nada más.


—Admito que eso es verdad —dijo él, apenado.
Paula apretó los labios, preguntándose por qué aquella admisión le dolía más que las demás. Pero yo no sabía que estuvieras embarazada cuando fui a buscarte a Vancouver —Pedro se pasó una mano por el pelo—. ¿Qué quieres que diga, Paula?


—Que estabas un poquito enamorado de mí cuando nos casamos... como yo lo estaba de ti.


—No puedo —murmuró él—. El amor llegó después.


—¿Ah, sí? Pues nunca me lo has dicho. Yo estaba enamorada de ti, pero tú no me dijiste «te quiero» ni una sola vez.


—Pensé que lo sabías. Y si recuerdas todo lo que pasó, no puedes haber olvidado las noches que hacíamos el amor...


—El sexo nunca ha sido un problema para nosotros, no tienes que decírmelo.


—Era algo más que sexo. Siempre lo ha sido.


—¿Incluso la primera noche?


—Yo no sabía que fueras virgen, Paula. Y no nos conocíamos —Pedro se quedó callado un momento—. Pero tú eras diferente a las demás mujeres. Puede, que no pensara casarme contigo, amore mio, pero si quieres saber la verdad, ahora considero que es la mejor decisión que he tornado nunca.


—Quiero creerte —suspiró ella—. Pero no dejo de pensar que no has sido sincero conmigo. Me has hecho creer que ésta era una segunda luna de miel mientras estabas convencido de que yo iba a dejarte... que había querido llevarme a Sebastian sin decirte nada.


—¿Eso importa ahora? —Pedro tomó su mano, mirándola a los ojos—. Tenemos que olvidar el pasado, Paula. Los dos hemos cometido errores. ¿No podemos aprender de ellos, perdonamos y empezar otra vez? Aún tenemos una oportunidad. ¿Qué dices, mi amor? ¿Podemos recoger los pedazos y unirlos para ser una familia otra vez?


—Quiero hacerlo, pero...


—¿Pero qué? Dime qué deseas y yo te lo daré. 


—Lo que quiero es abrazar a mi hijo, Pedro. ¿Puedes hacer que amanezca ahora mismo?


—No, desgraciadamente no. Pero se me ocurre una manera estupenda de pasar el tiempo hasta entonces.






RECUERDAME: CAPITULO 38




La habitación cerrada en Pantelleria era la habitación de su hijo, llena de peluches, cajas de música y móviles sobre su cuna. Había mantitas y una colcha que le había hecho ella misma antes de que naciera. Paula recordaba las nanas que le había cantado a Sebastian, los cuentos que le había leído, aunque aún era demasiado pequeño para entenderla.


«Dios mío, Dios mío, no puede ser».


El suelo pareció tragársela y tuvo que doblarse sobre sí misma para evitar que el dolor la partiese por la mitad.


¿Paula?


Apenas se dio cuenta de que Pedro la tomaba del brazo para sentarla en el sofá.


Mi hijo... mi hijo está muerto.


No, Paula, Sebastian está bien...


—No, es imposible. Lo he visto, he visto su cara... 


—Sebastian está vivo. ¿Me oyes? Está vivo —insistió él.


—Estás mintiendo. Me has mentido desde el principio —lloraba Paula, angustiada.


Sí, te he mentido, por omisión. Para protegerte cuando tuvieras que enfrentarte con la verdad, pero nunca te mentiría sobre esto. Sebastian está vivo, Paula, te doy mi palabra de honor.


Su precioso niño, con su sonrisa sin dientes, con esos enormes ojos azules y la piel más suave y más bonita que el pétalo de una rosa...


Pero yo vi sangre en su cara, Pedro.


—No fue nada, un corte sin importancia debido al impacto. Estuvo hospitalizado unos días, pero ahora está bien. Mejor que bien.


¿Dónde está? —exclamó Paula—. ¿Por qué no lo he visto desde que salí del hospital?


—Viviendo con mi hermana hasta que tú te recuperases. Está en Pantelleria, Paula, con la hija de Juliana y su niñera.


Paula pensaba que Pedro no podría darle más sorpresas, pero aquello...


¿Durante todo este tiempo ha estado tan cerca de mí y tú no me has dicho nada? ¿Cómo te atreves?


—Paula...


Pedro intentó estrecharla entre sus brazos, pero ella se apartó.


—¡Me has escondido a mi hijo!


—Tampoco yo he podido verlo, Paula. Y si crees que ha sido fácil para mí, estás muy equivocada. He hecho lo que debía hacer, lo que el neurólogo me dijo que hiciera.


—¡Quiero ver a mi hijo! —gritó ella, sus ojos llenos de lágrimas—. ¡Maldito seas, quiero ver a mi hijo ahora mismo!


Mañana —le prometió él—. Volveremos a la isla mañana a primera hora.


No, quiero que volvamos ahora mismo.


Sé razonable, Paula. Es más de medianoche... no podemos irnos ahora.


¿Cómo que no? Tú eres el todopoderoso Pedro Alfonso. Puedes pedir un jet como otros piden un taxi. Tú puedes hacer que un niño desaparezca sin dejar rastro alguno para que su madre no recuerde su existencia. ¿Cómo sé que no lo has enviado a algún sitio donde yo no pueda encontrarlo?


No digas tonterías —replicó Pedro—. Lo he hecho por recomendación de tu neurólogo. Escondí todas sus cosas hasta que estuvieras lo bastante bien como para lidiar con el accidente.


No tenías derecho a hacerlo...


No, es cierto. Pero, según Peruzzi, me arriesgaba a que recibieras un golpe terrible al saber que no recordabas a tu hijo... te lo repito, lo hice pensando en ti.


¿Desde cuándo esconder a un hijo es en interés de su madre, Pedro?


—Cuando la madre ha sufrido un trauma y no recuerda que ha tenido un hijo. O tal vez cuando hay razones para creer que dicha madre estaba a punto de dejar a su marido y llevarse al niño.


Paula lo miró, perpleja.


—¿Qué quieres decir?