lunes, 2 de noviembre de 2015

EL SABOR DEL AMOR: CAPITULO 4





Mucho después de su reunión, Paula seguía sintiendo un extraño cosquilleo por haberse encontrado con Pedro Alfonso. Sentía curiosidad por saber qué le había impulsado a ser como era. Estaba claro que no le había gustado su decisión de no venderle la tienda. Su negativa lo había irritado porque no debía de estar acostumbrado a recibir un «no» por respuesta.


En su casa, esa noche, hizo algunas investigaciones en Internet. Descubrió que Pedro era uno de los hombres más ricos de Europa y que había hecho su fortuna al convertir un pequeño restaurante francés de Londres, llamado Mangez Bien, en una famosa cadena que se había extendido por todo el mundo. El local original había pertenecido a los padres de Pedro. Los dos eran inmigrantes franceses que se habían establecido en Londres de jóvenes. Habían sabido invertir su pasión por la cocina en un pequeño restaurante que se había granjeado una devota clientela.


Cuando su hijo había cumplido diecisiete años, se había convertido en un excelente chef, cuya ambición había superado a la de sus padres. Había llegado a trabajar en los mejores hoteles de Londres y, gracias a su ingenio para los negocios, había fundado sus propios restaurantes. Mientras había construido su imperio de la restauración, se había labrado la fama de ser bastante frío y agresivo en sus negocios.


Recostándose en el respaldo del asiento, Paula contempló la foto que tenía en la pantalla del ordenador. Había sido tomada en una prestigiosa ceremonia de entrega de premios en Los Ángeles. Aunque Pedro estaba imponente en la imagen, su rostro no delataba ninguna emoción por recibir el premio. Más bien, parecía molesto.


El hombre que lo tiene todo gana, una vez más, el oro, rezaba el pie de foto.


–Vaya – murmuró Paula para sus adentros– . Eso no significa que nada de lo que tiene sirva para hacerle feliz. 


Algo debe de preocuparle… algo de lo que no le gusta hablar.


¿Tendría que ver con el hecho de que su padre no había podido permitirse comprar un anillo de compromiso de diamantes auténticos a su madre?, se preguntó ella. 


Recordó la expresión de dolor que había acompañado el relato de aquella anécdota, cuando había estado visitando la tienda de antigüedades. Aunque era poco probable que todavía le molestara aquel recuerdo. ¿Le entristecería que, en el pasado, sus padres hubieran pasado penalidades, que la vida no hubiera sido tan fácil para ellos como lo era para él?


Paula suspiró. ¿Por qué estaba pensando tanto en Pedro Alfonso? Todavía tenía que hablar con su jefe y confesarle que había rechazado la oferta de compra del francés.


Sin duda, la noticia sería fuente de ansiedad para Philip. 


Solo esperaba que comprendiera cuáles habían sido sus motivos y que estuviera de acuerdo con ella. Después de todo, Philip había sido su punto de apoyo cuando su padre había muerto, quedándose a su lado hasta el último momento en su lecho de muerte. Lo último que necesitaba en ese momento, cuando estaba tan enfermo, era verse en la tesitura de vender su tienda de antigüedades a una persona que no tenía ningún interés en su contenido.


Paula apagó el ordenador y se puso en pie, molesta consigo misma por haberse pasado más tiempo del planeado buscando información sobre Pedro Alfonso. En el salón, tomó el libro que había estado leyendo. Era sobre los aztecas, con un fascinante capítulo sobre las joyas que llevaban los emperadores. Hacía poco, habían tenido lugar unos importantes hallazgos en el norte de México que habían despertado su interés. Le habría encantado viajar hasta allí y haber visto con sus propios ojos el tesoro que los arqueólogos habían descubierto. Sin embargo, iba a tener que esperar a que la colección se abriera al público en algún museo.


Después de irse a la cama, se quedó dormida con el libro sobre el pecho y soñó con un emperador azteca que tenía un irritante parecido con Pedro Alfonso.







EL SABOR DEL AMOR: CAPITULO 3




De regreso en su oficina, después de un montón de tediosas reuniones, Pedro le pidió café a su secretaria y se sentó en su sillón de cuero para reflexionar sobre lo que había pasado. Nunca se había sentido tan irritado y fuera de sí. Y todo porque su maldita oferta de compra había sido rechazada.


Durante años, había admirado la estructura de aquel viejo edificio situado junto al Támesis y había pensado que sería perfecto para un restaurante exclusivo, dirigido a la élite de la sociedad, igual que los dos que poseía en Nueva York y en París.


Recordando su reunión con Paula Chaves, le pareció sorprendente que aquella mujer no hubiera querido aprovechar la oportunidad de oro que le había brindado. Era obvio que, como ella misma le había dicho, no era una mujer de negocios. Su actitud le había resultado irritante. Sobre todo, cuando había comprendido que había sido imposible convencerla con sus encantos. Por otra parte, admiraba a la tozuda mujer por su determinación y por haberse mantenido firme, a pesar de que sabía que se equivocaba.


Además, había otra cosa que había llamado su atención. 


Paula tenía los ojos de color violeta más hermosos que había visto jamás. Su pelo azabache y su piel de color marfil la hacían todavía más atractiva. Para colmo, la pasión que había vislumbrado en su interior lo intrigaba y le producía deseos de conocerla mejor, incluso cuando ella se había negado a venderle el edificio. Aunque estaba seguro de que encontraría una manera de persuadirla.


Sí, aprovecharía cualquier oportunidad y haría que aquella propiedad fuera suya. No cejaría hasta lograrlo. Paula solo necesitaba un par de días para reflexionar y darse cuenta del error que había cometido al rechazarlo. Entonces, él volvería a la carga con otra oferta a la que no podría resistirse, planeó.


Debía hacerle ver que venderle el edificio era la única forma de que su jefe pudiera retirarse con comodidad y suficiente dinero para el resto de su vida.


Sin embargo, en el fondo de su corazón, Pedro se sentía culpable por haber pensado que el dinero iba a ser la respuesta a todos los problemas del señor Philip Houghton.


–Hijo, no siempre puedes arreglar el dolor de una persona 
con dinero. Ni toda la fortuna del mundo nos habría ayudado a nosotros a superar la muerte de tu hermana. No lo olvides nunca – le había aconsejado su padre en una ocasión.


Al recordar sus palabras, se sobresaltó y, durante unos segundos, se quedó paralizado, como si hubiera explotado una bomba en su interior. Pero no era el momento de pensar en lo mucho que lo había herido la muerte de su hermana.


Los padres de Pedro y él veían la vida de forma muy diferente. Él era experto en encontrar soluciones prácticas a la adversidad, mientras que ellos sucumbían a sus emociones y dejaban que los sentimientos dictaran sus reacciones. La idea de comportarse de la misma manera le parecía imposible. Había escuchado a sus padres contar historias sobre su infancia, que había sido muy pobre, sin apenas un bocado que llevarse a la boca, sin modo de calentarse en invierno ni electricidad. Desde pequeño, había aprendido que era esencial tener dinero y, según había ido creciendo, había demostrado tener talento para ganarlo con facilidad.


Satisfecho de su plan para hacerse con la vieja propiedad situada junto al río,Pedro se puso en pie, se ajustó la corbata y se dirigió a la puerta.


En la mesa de la secretaria, una rubia despampanante que era prima de un prometedor diseñador parisino, le dedicó una sonrisa más encantadora de lo normal.


–Olvida el café, ma chère, y resérvame una mesa para cenar en mi club a las ocho en punto.


–¿Irá acompañado, señor Alfonso?


–No, Simone. Hoy no.


–Entonces, llamaré al maître ahora mismo y le pediré que le reserve su mesa favorita.


–Gracias.


–Es un placer. Me encanta poder hacer cosas para hacerle la vida un poco más fácil – aseguró Simone con una sonrisa que no dejaba lugar a dudas sobre lo que sentía por su jefe.


Al verla, de pronto, Pedro hizo una mueca.


–En ese caso, no te importa hacer unas horas extras esta noche, ¿verdad? He dejado una lista de cosas por hacer sobre mi mesa. Buenas noches, Simone. Te veré por la mañana.


Pedro estaba más irritado de lo habitual por la actitud obsequiosa de la rubia. No llevaba mucho tiempo trabajando para él, pero parecía muy segura de que, antes o después, se la llevaría a la cama. Sin ir más lejos, el día anterior, la había oído comentándole algo parecido a alguien por el móvil.


–¡Que Dios me proteja de las depredadoras! – murmuró él mientras esperaba con impaciencia al ascensor.







EL SABOR DEL AMOR: CAPITULO 2





Cuando Paula volvió al despacho con el café, Pedro estaba sentado de espaldas a ella. Aprovechó para fijarse en su ancha espalda. También se dio cuenta de que tenía el pelo castaño oscuro con reflejos dorados.


Como si no hubiera sido bastante para captar su atención, un aroma a elegante colonia masculina impregnaba el ambiente. Tras humedecerse los labios con la lengua, Paula dejó la bandeja sobre el escritorio victoriano de madera. 


Luego, se sentó en una bonita silla tallada que solía ocupar Philip.


Estar cara a cara delante de Pedro Alfonso no era algo que el pulso de una mujer pudiera resistir. Su rostro era bello y fuerte como el de una escultura de Miguel Ángel. Sin embargo, sus ojos azules no parecían tan cálidos como cuando, en la planta de arriba, le había contado la enternecedora historia del anillo que su padre le había regalado a su madre.


De hecho, mientras la recorría con la mirada, a Paula le recordaron al océano helado de los polos. Un poco alarmada, se sonrojó, preguntándose por qué la observaba así.


Ella nunca se había considerado a sí misma hermosa, por eso, le desconcertaba e inquietaba la penetrante mirada de aquel hombre.


Entonces, Pedro le dedicó otra irresistible sonrisa.


–¿Te importa servir el café? Así podremos comenzar. Tengo una agenda muy ocupada hoy y me gustaría cerrar nuestro trato lo antes posible.


–Lo dice como si hubiera tomado una decisión.


–Así es. Después de haber visto el edificio por dentro, estoy preparado para hacer una oferta.


De inmediato, Paula se percató alarmada de que, de nuevo, él se había referido al edificio, no al negocio de antigüedades. Sintió un nudo en el estómago.


–Me gustaría llegar a un acuerdo hoy – continuó él con tono suave.


Al parecer, Pedro daba por hecho que ella estaría de acuerdo con la venta. ¿No la creía capaz de negarse? ¿Quizá pensaba que podía intimidarla con su riqueza y su estatus?


Mordiéndose la lengua, Paula decidió que era mejor dejar su respuesta para el final. Era mejor escuchar y ordenar sus pensamientos primero.


–Con dos cucharaditas de azúcar, ¿verdad? – preguntó ella, mientras servía el café, consciente de que él observaba todos sus movimientos con atención.


–Eso es.


Evitando su mirada, ella le tendió la taza y se sirvió la suya.


–¿Puede aclararme algo? Se ha referido a la venta del edificio, si no he entendido mal.


–Exacto.


–Discúlpeme, pero creo que mi jefe le ha dejado claro que lo que vende es su negocio de antigüedades, junto con el edificio. Ambas cosas no pueden separarse. ¿Usted no está interesado en la tienda?


–Eso es, Paula. Pero, por favor, puedes llamarme Pedro. No sé si lo sabes, pero dirijo una importante cadena de restaurantes y me gustaría instalar aquí uno de ellos. Es una localización perfecta. Además, debo confesar que las antigüedades no me interesan en absoluto. Hoy en día, no dan muchos beneficios. ¿No es esa la razón por la que tu jefe quiere venderla?


Paula se quedó petrificada un momento. Estaba furiosa y avergonzada al mismo tiempo.


–No es necesario ser tan brutal.


–Los negocios son brutales, ma chère… no te equivoques.


–Bueno, pues Philip quiere vender porque está enfermo y ya no tiene energías para dirigir su negocio. La tienda de antigüedades siempre ha sido su mayor orgullo y le aseguro que, si se encontrara bien, no la vendería por nada del mundo.


Pedro suspiró.


–Ya. Pero supongo que, como resulta que está enfermo, quiere aprovechar la oportunidad para conseguir todo el dinero que pueda con la venta, mientras sea posible. ¿No es así?


Paula volvió a sonrojarse. Le temblaban las manos. No podía tomar ninguna decisión importante en ese estado. Sin embargo, Pedro había acertado. Philip necesitaba vender. 


Aunque también esperaba que el negocio perviviera y, si ella no lograba conseguirlo, le habría fallado a su jefe y mentor, al mejor amigo de su padre. Solo podía hacer una cosa.


Recuperando la calma, miró al francés a los ojos.


–Es verdad que el señor Houghton necesita vender, pero como me ha confesado que no le interesa lo más mínimo el negocio de antigüedades y solo quiere el edificio, me temo que no puedo vendérselo a usted. No sería correcto. Siento que no sea lo que tenía planeado y espero que lo entienda.


–No. No lo entiendo. Me interesa el edificio, sí, y estoy dispuesto a pagar por él. ¿Cuántos posibles compradores han llamado desde que tu jefe sacó la tienda a la venta? – preguntó él con mirada heladora– . Adivino que, dada la situación de crisis que vivimos, no muchos. ¿Tal vez yo sea el único? Si fuera tú, Paula, aceptaría mi oferta por el bien de tu jefe. Créeme, él solo te echará en cara haberte atrevido a rechazarla. ¿De verdad quieres perder la fe y confianza que el pobre hombre ha puesto en ti?


Inundada por una oleada de rabia, Paula clavó los ojos en aquel tipo, que ya no le parecía encantador. Al parecer, estaba decidido a hacerse con aquel local situado junto al Támesis a toda costa.


–Creo que ya es suficiente. Le he dado mi última palabra y va a tener que aceptarla – le espetó ella.


–¿De verdad? ¿Y crees que puedes decirle a un hombre de negocios que se rinda tan fácilmente solo porque tú lo digas? – replicó él con tono burlón.


Intentando controlar lo furiosa que le ponía su insolencia, ella se cruzó de brazos.


–No soy quien para decirle a nadie lo que tiene que hacer. Pero conozco a mi jefe y sé lo mucho que la tienda de antigüedades significa para él. Muchas veces me ha dejado claro que quiere traspasarla junto con el edificio y le fallaría si no cumpliera sus deseos. En su nombre, le agradezco su interés, pero nuestra reunión ha terminado. Lo acompañaré a la puerta.


–No tan rápido.


Cuando Pedro se levantó, Paula adivinó que su negativa a vender le había tomado del todo por sorpresa y estaba haciendo un esfuerzo para controlar su enfado. Él no había esperado tener que enfrentarse a una discusión. De todas maneras, ella no estaba dispuesta a dar su brazo a torcer.


–Mira, no he venido a perder el tiempo – continuó él– . He venido por una única razón, para comprar un edificio que está en venta. ¿Es posible que reconsideres tu decisión si acepto comprar las antigüedades también? No dudo que algunas de ellas puedan ser de interés para algún que otro coleccionista.


Su comentario no sirvió para arreglar las cosas. Pedro no quería las antigüedades por su belleza o significado histórico, ni siquiera para continuar con el negocio, sino solo porque estaba pensando en su valor económico, comprendió Paula.


–Algunas son muy valiosas – confirmó ella– . Pero, por desgracia, su propuesta no hace más que demostrar que no tiene interés en las antigüedades. Por eso, no pienso considerar su oferta, señor Alfonso.


El hombre de negocios se sacó una cartera de cuero de un bolsillo interior de su impecable chaqueta, extrajo una tarjeta de visita y la lanzó al escritorio.


–Cuando hayas tenido tiempo de pensar las cosas sin dejar que tus emociones interfieran, Paula, seguro que quieres llamarme para cerrar un trato. Adiós – dijo él con una gélida mirada.


Ella dio las gracias al Cielo al ver que se iba. Sin embargo, no pudo evitar preguntarse si había tomado la decisión correcta.