jueves, 21 de mayo de 2015

ANTE LAS CAMARAS: CAPITULO 14





QUÉDATE aquí, pasaré yo primero a hacer una inspección —dijo Pedro, entrando en la suite.


Paula esperó. Ya había aprendido que aquellas palabras no eran una sugerencia, sino una orden.


—Limpia —dijo él, volviendo un minuto después.


Entró como si nada hubiera pasado. Pero no era así. La tensión entre ellos había ido a más durante el camino de vuelta al hotel. No se habían cruzado una sola palabra. Pero tendrían que hacerlo. Después de todo, estaban viviendo juntos.


Se caía de sueño, pero se dirigió a su ordenador.


—Voy a ver si tengo algún e-mail antes de acostarme —dijo ella—. A menos que quieras irte a dormir ya —añadió, acordándose de que él usaba el sofá-cama.


—Adelante. No te preocupes, iré preparándome la cama mientras tanto.


Su cama. Allí, en medio de la sala. ¿Cuándo iba a quedarse libre la habitación de al lado? Eso les daría algún respiro.


—Puedes usar la ducha de mi baño, si quieres. Sé que debe resultarte duro no tener una habitación propia —le dijo ella tratando de aparentar normalidad.


—Es una gran idea, te lo agradezco. Tardaré sólo cinco minutos —respondió él.


Paula se dirigió al frigorífico y sacó una botella de agua. Se la llevó a la mesa de la cocina, y se sentó frente al ordenador durante unos segundos, sin abrirlo.


¿De verdad quería ver sus correos?


No. Ni siquiera había consultado los mensajes recibidos en su teléfono móvil desde que había llegado.


Pero al día siguiente tenía una agenda muy apretada y podía haber recibido algo importante. Antes de hacer doble clic en el icono de su aplicación de correo electrónico, puso en el buscador de Google las palabras «colcha afgana». Le habían gustado mucho los diseños que Lorena le había mostrado. Estuvo viendo diversos patrones tejidos con mosaicos de alegres colores, todos con distintos motivos, hasta que oyó a Pedro entrando en la sala de estar, y al poco el chirrido del sofá al abrirlo para extender la cama.


Cerró el buscador y abrió el correo electrónico.


Conforme los mensajes iban apareciendo en su bandeja de entrada, Paula echó un vistazo a uno de ellos y se quedó atónita. Era de Miko. Se quedó mirándolo unos segundos sin atreverse a abrirlo. Luego, consciente de lo cobarde que estaba siendo, hizo clic en él y lo leyó.


Paula, tengo aquí aún algunas cosas tuyas. Lo nuestro todavía no ha terminado. MK.


—He dejado la toalla colgada detrás de la puerta. No sé si tú sueles... —dijo Pedro, interrumpiéndose de repente al verla—. ¿Te pasa algo, Paula? Tienes una cara como… si fueras a desmayarte.


Sí, estaba un poco mareada. ¿Sería por el día tan ajetreado que había tenido? ¿Por pensar que el pasado estaba muerto? ¿Por creer que no volvería a saber nada más de Miko y sin embargo acababa de recibir un mensaje suyo?


—¿Paula? —le dijo Pedro, poniéndose detrás de ella.


Si le contaba lo de Miko, él pensaría que era una tonta, que era tan ingenua como una colegiala. Si le decía lo que había sucedido, tendría que confesarle también que había creído estar enamorada de Miko.


Ahora sabía que todo aquello había sido cualquier cosa menos amor. En cambio, lo que estaba empezando a sentir por Pedro eran muy diferente, pero le asustaba.


Pedro no esperó una explicación. Miró por encima de su hombro y leyó el mensaje.


—¿Qué significa esto? —dijo casi gritando.


Pedro, esto no es asunto tuyo.


—¡Maldita sea! Eso me suena a amenaza.


¿Era de verdad una amenaza? ¿O se trataba simplemente de una estrategia de Miko para tratar de controlarla? En todo caso, ella no podía permitir que él se saliera con la suya.


—Miko es así.


—¿Miko es así? —repitió Pedro, sorprendido.


—Quiero decir… que así es su carácter. Tiene mucho temperamento. Me marché precipitadamente y me dejé algunas cosas, nada importante.


—¿Piensas responderle?


—No.


—¿Crees que eso es lo más sensato?


—En este momento, no estoy como para pensar en esas cosas.


Cerró la aplicación del correo electrónico, apagó el ordenador, y bajó la tapa.


—¿Crees que van a desaparecer tus problemas por apagarlo?


Pedro llevaba puesta una camiseta y unos pantalones cortos de deporte. Tenía un aspecto increíblemente viril. Pero ella no estaba dispuesta a dejarse impresionar por otro hombre, ya había tenido bastante con Miko.


—Estoy cansada, lo único que quiero es irme a la cama. No tienes que preocuparte por mí, me pondré el despertador para levantarme temprano. Estaré lista a eso de las nueve. Tengo la sesión a las diez. Te veré por la mañana —dijo ella, dando por zanjado el asunto y dirigiéndose a su dormitorio.


Pero, cuando cerró la puerta, supo que tardaría en dormirse. 


Y no por Miko, sino por Pedro. Deseaba estar en sus brazos, sentir sus besos y sus caricias.







ANTE LAS CAMARAS: CAPITULO 13






Confiaba en Pedro, pero no sabía adónde la estaba llevando.


A pesar de que conocía bien la ciudad, estaba desorientada entre el laberinto de calles por el que estaban pasando. Por fin llegaron a un callejón y Pedro detuvo el coche en el patio trasero de una fila de casas.


Ella se asomó por la ventanilla y vio las luces de los porches brillando en los patios de la vecindad. Luego vio a Pedro abriéndole la puerta. Al sacar las piernas del coche, la falda se abrió mostrando por un segundo sus espléndidos muslos.


—Procura que no te pase esto cuando estemos dentro —le aconsejó Pedro sin darle mayor importancia.


Ella le miró sorprendida. Vio que estaba un poco serio.


—¿Prefieres que me quede en el coche?


—No, ni mucho menos —respondió él—. Vamos.


Ella le siguió hasta un porche en el que se veían algunas mesitas y sillas de exterior y varias macetas con flores. 


Cuando Pedro abrió la puerta y dejó que ella pasara delante de él, lo primero que vio fue a una mujer pequeña de pelo oscuro que estaba al lado del frigorífico.


—Paula, ésta es mi madre, Lorena Alfonso. Mamá, te presento a Paula Chaves.


En vez de parecer impresionada, o cuando menos sorprendida, la madre de Pedro la examinó como si fuera una mariposa clavada con alfileres en la tabla de un museo. 


Paula creyó advertir en los ojos de la mujer una muestra de desaprobación. Era lo último que le faltaba.


Pedro abrazó a su madre. Fue un abrazo grande, un abrazo de oso gigante. Ella le correspondió abrazándole con el mismo cariño.


Cuando su madre se desprendió finalmente de sus brazos, se dirigió a Paula.


—Tú eres la que está con ese griego, ¿verdad?


—Mamá, no sabía que leyeras la prensa del corazón —apuntó Pedro.


Su madre alzó los hombros.


—¿Quién no echa un vistazo de vez en cuando a una de esas revistas?


Después de mirar detenidamente otra vez a Paula, les hizo un gesto para que la acompañaran a la cocina.


Había un gran plato de carne asada partida en rodajas, jamón, tres ensaladas, un pastel y una tarta.


—Aquí hay comida para tres familias —comentó Paula.


—¿Ha visto alguna vez comer a mi hijo? —le preguntó Lorena.


Ellos habían hecho uso del servicio de habitaciones y habían comido en habitaciones separadas.


Paula no tenía la menor idea de lo que le gustaba o no le gustaba a Pedro.


—Se comió sin ningún problema un buen número de tortitas esta mañana —dijo ella riendo.


—¿Desayunasteis juntos? —preguntó Lorena, frunciendo el ceño.


La pregunta tenía más calado de lo que parecía.


—Mamá, yo soy su guardaespaldas. Estoy durmiendo en el sofá hasta que la habitación de al lado se quede vacía.


—Ya veo —respondió Lorena, pero Paula comprendía que ella no veía nada claro en todo aquello.


Se produjo entonces un momento de tensión mientras Pedro distribuía la carne y ofrecía luego la fuente con la ensalada a Paula. Ella se sirvió un poco en su plato, lo probó y se decidió a romper la tensión del momento, tratando de entablar conversación con Lorena para relajar el ambiente.


Pedro me dijo que su padre era oficial de policía.


—Sí, y muy bueno. Pero era un trabajo peligroso. Yo no quería que Pedro siguiera sus pasos.


—Lo entiendo perfectamente —dijo Paula—. Me la puedo imaginar, preocupada todos los días, temiendo recibir a cualquier hora una llamada con una mala noticia.


Lorena asintió con la cabeza y la miró fijamente.


—Usted parece entenderlo.


—Creo que sí. Aunque sé que no es lo mismo, mi padre estuvo por las carreteras durante mucho tiempo cuando yo era niña. Cada vez que se iba, siempre tenía miedo de que
le sucediera algo y no volviera a verle nunca más.


Lorena volvió a asentir con la cabeza, mirando de nuevo fijamente a Paula, antes de ponerse a comer.


—¿Dónde habéis estado esta tarde? ¡Oh, no debería haberlo preguntado! —dijo Lorena dirigiéndose a Paula—. Cuando Pedro estaba en el Servicio Secreto, no podía hacerle ninguna pregunta.


—Claro que podías hacerme preguntas, mamá —dijo él—. Era yo el que no podía responderlas.


Paula sonrió.


—Tuve una conferencia esta noche. Había muchas mujeres empresarias. Creo que no debí hacerlo mal del todo, porque no se marchó ninguna.


Pedro la miró afectuosamente.


—Lo hiciste muy bien. Me quedé sorprendido de todo lo que sabes del mundo de los negocios.


—Todo lo que sé, lo sé por experiencia.


La madre de Pedro, contemplaba muy atenta el diálogo entre su hijo y aquella mujer.


—Es bueno que las mujeres entiendan de negocios. Cuando mi marido murió, se me vino el mundo encima. Él se encargaba de pagar las facturas, del seguro, de todo. Gracias a Dios, mi hija Julia me ayudó a salir adelante y ahora me puedo valer por mí misma.


Lorena miró a su hijo.


—¿Sabe ella que trabajo de costurera en una tintorería?


—No le he hablado de ti —dijo Pedro moviendo la cabeza—. Sólo la traje aquí para cenar un poco —añadió él guiñándole un ojo a su madre.


La conversación discurrió como la seda después de eso. 


Después del postre, Pedro limpió la mesa y sacó la basura. Paula y Lorena sonrieron al verle.


—Su padre le enseñó a ser todo un hombre.


Las dos mujeres se rieron.


—En serio —añadió Lorena—. Mi marido era un verdadero ejemplo a seguir.


Pedro también es una gran persona —dijo Paula.


Lorena retiró la comida que había sobrado y la llevó al frigorífico. Luego se dirigió nuevamente a Paula.


—¿Te ha hablado él de Connie?


—No —respondió ella.


¿Quién sería Connie? ¿Su primer amor? ¿El amor de su vida? ¿Su mujer?


—Pensé que, si te había hablado de su padre, podría haberte hablado también de Connie. Tal vez más adelante.


Pero Paula sabía que ella y Pedro no tenían mucho tiempo, sólo unas pocas semanas.


Paula vio entonces una hermosa colcha de punto en una mesita cerca de la entrada.


—¡Qué colores tan maravillosos! Parece una puesta de sol.


—Eso es exactamente lo que buscaba, una puesta de sol —dijo la madre con orgullo.


Se acercó a la mesa, levantó la colcha con mucho cuidado para no se deshicieran las últimas hiladas y la extendió para que Paula se hiciera una idea completa de ella.


—Ese motivo ondulado realza los colores.


—Es una colcha de estilo afgano. La estoy haciendo para un cliente de la tintorería. Tengo algunos encargos. Trabajo en ellos por las tardes y en los fines de semana mientras veo la tele. Le hice una a Pedro cuando estaba en la universidad, y le tengo reservada otra para cuando siente la cabeza. ¿Te gustaría verla?


—Claro.


—Ven a mi cuarto de costura —le dijo Lorena con un gesto.


Paula siguió a la madre de Pedro hasta una pequeña habitación donde había una máquina de coser en un rincón y una mesa en el medio llena de madejas de hilo. Lorena abrió un armarito, se puso de puntillas y sacó una colcha envuelta en una bolsa de plástico. La funda llevaba un motivo de diamantes de distintos colores.


—Es maravillosa —dijo Paula con franqueza, sin pretender halagarla—. Puede hacer juego con todo.


—Ése era mi propósito —dijo Lorena.


—¿Va usted a ver a Pedro cuando él está en Nueva York? —le preguntó Paula.


—Julia y yo vamos allí en primavera y otoño. Vamos los tres a ver un espectáculo, y luego Pedro nos lleva a cenar a algún sitio distinguido.


No cabía la menor duda de que Lorena se lo pasaba muy bien en aquellos viajes, y de que Pedro disfrutaba también acompañando a su madre y a su hermana por la ciudad.


Estuvieron hablando de Nueva York y de Dallas, y de lo bien que se estaba con la familia, hasta que llegó Pedro, que se había perdido a propósito por algún lugar de la casa en esa última hora.


—No quiero ser un aguafiestas —dijo con una sonrisa—, pero creo que Paula debería estar ya de vuelta en el hotel.


Cuando Paula miró su reloj, vio sorprendida que eran ya casi las doce de la noche.


—¡Madre mía! ¡Si tengo un pase mañana!


—¿Un pase? —dijo Lorena.


—De modelos —le aclaró Paula—. Estoy representando a las joyerías Chaves, y ahora están lanzando una campaña publicitaria.


—Me parece muy bien eso de que estés ayudando a tu familia. Saldré con vosotros —dijo Lorena acompañándoles a la puerta—. Estoy muy contenta de que hayáis venido aquí esta noche. Sin Julia me siento un poco triste.


Lorena le había dicho a Paula que su hija estaba de vacaciones con su marido y su bebé de un año. Se habían ido unos días a ver a la familia de su marido a Houston.


—Es agradable tener de nuevo a Pedro en Dallas — dijo su madre—. Cuando regrese a Nueva York, quién sabe cuánto tardará en volver aquí otra vez.


—Lo dices como si nunca estuviera en casa —replicó él, refunfuñando.


—Me conformo con saber que piensas volver a casa —dijo su madre.


Ya en la puerta, abrazó a su hijo, y luego también a Paula.


—Eres muy diferente a como te había imaginado —le dijo Lorena, mirándola a los ojos.


No dijo nada más y, cuando salieron, Paula se quedó pensando en esas palabras, sin saber si había superado la prueba o si por el contrario había defraudado las expectativas de Lorena.


Bajaron los escalones del porche y Paula miró a la luna.


—Estuve hablando antes con mi madre por teléfono —dijo ella—. Me echa mucho de menos, igual que tu madre a ti.


—Me gusta venir a casa. Siento algo especial cada vez que estoy aquí. Me hace recordar mis orígenes…, el de mis padres. Después de la muerte de mi padre, le dije a mi madre que cuidaría de ella. Al principio, pensé que eso era lo que ella esperaba de mí, pero, a medida que pasó el tiempo, acabó por decirme que quería cuidarse por sí misma.


—Es natural, a ella le gusta su vida... le gusta cuidar de ti y de tu hermana y de su familia cuando puede. ¿Tu hermana y tú os lleváis bien?


—En general, sí. Aunque los dos tenemos nuestra propia forma de ser y de pensar y no siempre estamos de acuerdo.


—Tienes suerte. Yo siempre quise haber tenido hermanos o hermanas.


Ella sabía que había un cierto tono de melancolía en su voz, pero no podía evitarlo.


—Julia era un engorro para mí cuando éramos pequeños, siempre estaba fastidiándome a mí y a mis amigos, queriendo hacer todo lo que nosotros hacíamos. Pero ¿sabes?, cuando se hizo un poco mayor y empezó a arreglarse y encontró su propia panda de amigos, entonces empecé a echarla de menos.


—Es lo que suele ocurrir. No nos damos cuenta de lo que tenemos hasta que lo hemos perdido —dijo ella con la voz apagada.


—¿Qué has perdido tú, Paula? —le preguntó él, tocándola suavemente en el brazo.


—Cuando tengo que estar un día en una ciudad y al siguiente en otra, me siento como si hubiera perdido mis raíces. Tengo bastantes amigos, pero cada uno vive en una parte del mundo, y sólo les veo muy de cuando en cuando. Por eso quiero comprarme una casa en la Toscana. Me gustaría tener un lugar que fuera mío.


—¿Vives todavía con tus padres? —le preguntó él, como sorprendido por la idea.


—¿Por qué te sorprendes cada vez que te cuento algo de mi vida privada?


—No sé, tal vez por las cosas que tu representante dice de ti a los medios de comunicación.


—Hay una diferencia, Pedro, entre los comunicados de prensa que mi representante remite a los periódicos y revistas serias y las cosas sensacionalistas que se publican en las revistas del corazón. Pero, al parecer, tú no lees más que estas últimas.


Al llegar donde estaba el coche, Pedro no se dirigió como ella esperaba hacia la puerta del conductor sino que la acompañó hasta la suya.


—Paula, no sé muy bien quién eres —le dijo, tomándola del brazo—. Lo que se publica de ti en la prensa, y tengo que decirte que leo las publicaciones serias, sólo habla de tus vacaciones en la Riviera francesa, donde te criaste, rodeada de sirvientes, en una villa lo bastante grande como para tener una cuadra de caballos. No te debe extrañar que me sorprenda que no vivas en una suite en Roma, o que eches de menos a tu madre, o que prefieras ir en chándal o con una sudadera en vez de con modelos de diseño. Has creado una imagen para la prensa y ésa es la imagen que tiene de ti todo el mundo. No puedes esperar de mí que en veinticuatro horas sea capaz de adivinar quién eres en realidad.


—Tú también tienes tu propia personalidad —le dijo ella muy seria—. Eras agente del Servicio Secreto y todo el mundo tiene una imagen de ellos. Estoy segura de que no vas por ahí contándoles a tus clientes detalles de tu vida privada. Sin embargo, yo he aprendido a conocerte en veinticuatro horas.


—Tú no me conoces.


—Tal vez mejor de lo que tú te crees. Sé que eres un hombre íntegro. Sé que admirabas a tu padre y que querías ser como él. Sé que sientes respeto por tu hermana y que quieres mucho a tu madre. ¿No es eso lo que eres?


Él parecía algo incómodo bajo la luz de la luna, como si ella hubiera visto demasiadas cosas de él.


—¿Por qué me has traído a conocer a tu madre? —le preguntó muy serenamente en voz baja.


Pedro tardó en contestar.


—Necesitabas relajarte un poco y saborear un poco de comida casera —dijo finalmente—. Sabía que eso no podrías hacerlo en el hotel.


—¿Y cómo sabías eso? —le preguntó ella.


Pero Paula no necesitaba una respuesta. Se dio la vuelta, abrió la puerta del coche y entró dentro. Había cosas que no era necesario decirlas con palabras. Eso era algo que Pedro ya sabía, aunque se negara a admitirlo. Como tampoco quería admitir que, tal vez, a él podría gustarle alguien como ella.






ANTE LAS CAMARAS: CAPITULO 12







Una hora y media después, Pedro llegó a la conclusión de que a Paula no se la podía encasillar, ni colocarle una simple etiqueta. Acababa de hablar a un grupo de mujeres empresarias en el Expo Center, un auditorio anexo a un complejo de grandes oficinas. En lugar de eludir los recientes montajes sensacionalistas, se había metido de lleno en ellos, haciendo el comentario de que si hubiera estado con un traje de chaqueta no habría tenido aquel problema.


Las mujeres se habían reído mucho, y luego había pasado a contarles cómo tenía que manejar su fama como si se tratara de un negocio. Ahora, tras la conferencia, estaba charlando con ellas, en medio de un ambiente distendido, mientras él trataba de pasar lo más desapercibido posible. Lo que, siendo el único hombre allí presente, resultaba bastante difícil.


Dos mujeres vestidas de negro repletas de pulseras y collares contemplaban con suma atención a Paula como si estuvieran registrando todos sus movimientos.


Pedro quería llevársela de allí para prevenir. Pero, antes de que pudiera intentarlo, las dos mujeres se acercaron y Paula tuvo que saludarlas.


—Amelia Northrop —dijo la pelirroja, tendiendo la mano a Paula.


—Gail Winslow —dijo la segunda, haciendo lo propio.


—Encantada de conocerlas —respondió Paula—. Espero que les gustase mi charla.


—Oh, claro que sí —respondió Gail por las dos—. Pero ahora queremos llegar al quid de la cuestión.


—¿El quid de la cuestión? —repitió Paula algo perpleja, aunque muy segura de sí misma.


—¿Cuándo va a empezar a sacarle fruto a su imagen? —preguntó Amelia.


—Perdón, no entiendo bien lo que quiere decir —replicó cortésmente Paula.


—Oh, sí que lo entiende, lanzar por ejemplo una línea de fragancias para mantenerse en el mercado.
Sus días como modelo están contados, pero goza aún de la suficiente popularidad como para promocionar cualquier perfume.


—Lo tendré en cuenta. Parece usted muy enterada de todo eso —contestó Paula muy diplomáticamente—. ¿A qué se dedica usted?


—Oh, pusimos un negocio el año pasado. Vendemos cestas de regalos —dijo la mujer, entregando a Paula su tarjeta de visita—. Nos encantaría llevar un artículo exclusivo que usted diseñase —añadió, señalando luego a Pedro—. ¿Tiene a ese hombre tan alto, moreno y atractivo en su nómina, o está aquí sólo esta noche para protegerla de todos ellos? —dijo señalando al grupo de fotógrafos que la estaba esperando fuera en la salida.


—Está colaborando conmigo mientras esté aquí en Estados Unidos —respondió Paula con naturalidad—. Ha sido un placer conocerlas. Les deseo mucho éxito en su negocio —añadió con mucha educación para deshacerse de ellas antes de que pudieran hacerle otra pregunta.


Poco a poco las mujeres se fueron marchando, hasta que Paula y Pedro se quedaron solos.


Ella se agarró a su brazo.


—Voy a posar tres minutos para ellos y luego me escabulliré, ¿de acuerdo?


—No tienes que salir. Podemos utilizar la puerta de atrás.


—No, no quiero enojar a la prensa. No pienso hablar con ellos, quédate aquí mientras me sacan unas cuantas fotos, luego nos vamos.


Pedro tenía que admitir que Paula era muy hábil tratando esos asuntos. No era de extrañar, llevaba tratando con la prensa desde que tenía diecisiete años.


Llamó por el móvil al conductor de la limusina, y luego la protegió lo mejor que pudo cuando pasaron por entre el enjambre de reporteros gráficos. Paula controló la situación sonriendo todo el rato a uno y otro lado, mientras los fotógrafos, le lanzaban todo tipo de preguntas que ella se abstuvo de responder. Preguntas como, ¿ha vuelto a ver a Mikolaus Kutras después del incidente en el club de Londres? ¿Es verdad que han roto? ¿Es cierto que siguen aún juntos? ¿Cuándo estará de vuelta en Italia?


—¿Qué tienen pensado los Chaves para usted? ¿Una nueva línea de joyas?


Paula no hizo el menor caso a las preguntas ni a los flashes y cámaras de video, y después de cinco minutos, que a Pedro le parecieron una hora, ella le hizo un gesto afirmativo con la cabeza.


Él le fue abriendo paso a codazos entre la nube de reporteros. Estaban ya en la salida, donde había un oficial de policía a cada lado de la puerta, cuando un fotógrafo apareció de la nada.


—¿Qué tal una foto con su guardaespaldas?


Pedro le apartó sin miramientos. Después, condujo a Paula a la limusina y se sentó a su lado.


—¿Dónde está tu coche? —le preguntó ella.


—Supuse que salir de aquí contigo sería bastante más difícil que entrar. Lo dejé por ahí, algo retirado. No te preocupes, una persona se encargó de llevármelo al hotel.


—Supongo que es allí adonde vamos ahora —dijo ella suspirando.


—¿Quieres comer algo?


—Creo que no. Por hoy ya he tenido bastantes problemas


—Pero no querrás regresar ya al hotel, ¿no?


—¿Tenemos otra alternativa? —le preguntó ella con una sonrisa.


—Sí. Déjame antes comprobar una cosa —dijo él, tomando el teléfono móvil y haciendo una llamada—. ¿Te gustaría un poco de compañía? —dijo tan pronto le contestó su madre.


—¿Eres tú? Cuando quieras. No te veo nunca. ¿Tienes hambre? —dijo la voz al otro extremo.


—La verdad es que sí —contestó él—. ¿Puedo llevar a una amiga?


Su madre, sorprendida, guardó silencio unos segundos, pero no le hizo ninguna pregunta.


—Por supuesto. Ven con quien quieras.


—Nos vemos entonces dentro de media hora.


Tras colgar, se volvió a Paula.


—¿Confías en mí?


Ella se tomó unos segundos antes de responder.


—Sí.


—Bien. Regresaremos al hotel a por mi coche, luego te llevaré a un sitio donde podrás descansar.


—¿A Nueva Zelanda? —dijo ella bromeando.


Pero, en esa ocasión, él no se rió. Estaba empezando a comprender lo difícil que le resultaba a Paula evadirse, ser ella misma, vivir su vida.


—Casi, casi —dijo él con una sonrisa, preguntándose lo que pensaría su madre de Paula Chaves.