viernes, 2 de septiembre de 2016

ESCUCHA TU CORAZON: EPILOGO




Ha pasado un año desde que Pedro y yo nos reconciliamos. 


Me emociono al recordarlo ahí, en medio de la calle Colón, con una peste a vaca que echaba para atrás y sudando la gota gorda con ese horrible mono azul.


Me giro hacia él y le doy un buen repaso. Nuestras tardes de shopping han tenido su efecto, atrás han quedado las camisas de cuadros y ahora se decanta por las camisetas surferas. Claro que, con el calor que hace en Valencia, a ver quién es el guapo que se planta una camisa en pleno mes de agosto. Sin embargo, no es la camiseta ni los pantalones, ni siquiera sus deportivas, lo que me llama la atención de la indumentaria de Pedro. No.


Es esa cosita redonda y brillante que desde hace dos días luce en el dedo anular de la mano izquierda. Miro mi mano y observo el anillo idéntico que luzco en el dedo. Todavía no me lo creo. Marido y mujer. Hombretón del norte y chica de asfalto.


Este último año ha sido algo duro por la distancia, pero lo hemos sobrellevado bastante bien. Todos los jueves por la noche, Pedro cogía el autobús nocturno y aparecía en mi casa de buena mañana y el domingo por la noche me tocaba despedirlo para que, en ese mismo autobús nocturno, regresara a Navarra.


Nos hemos echado mucho de menos pero no ha habido día que no hablásemos por teléfono, cosa que ha fortalecido nuestra relación y ha hecho que estemos muy unidos.


Por fortuna, lo hemos solucionado todo y, a partir de ahora, solo tendremos que ir de vez en cuando para el norte. Pedro ha contratado a un ganadero de la zona para que le lleve las vacas y, como el caserío entero está vacío, lo hemos transformado en una casa rural que regenta un matrimonio de lo más simpático que logró recuperar las brasas del amor en un sencillo viaje a Benidorm.


Maria y Juancho están como locos de contento. Esta segunda oportunidad que se han dado les ha hecho muy felices y se lo pasan en grande sintiéndose los amos y señores del caserío. Sí, especialmente Maria, a la que le encanta mangonear.


Ahora estamos en el aeropuerto de Valencia, esperando en la cola del mostrador de facturación esperando para facturar el equipaje directo a Nueva York, aunque hacemos escala en Madrid. Las tarjetas de embarque las saqué anoche, que a mí eso de ser overbooking no me gusta nada. El tío que tenemos delante en la cola no ha sido tan previsor y le está echando una bronca a la pobre azafata…


Cuando la chica consigue despacharlo, sonríe y nos pregunta:
—Buenos días, ¿adónde vuelan?


—A Nueva York, con escala en Madrid. Ya tenemos las tarjetas de embarque —me apresuro a añadir.


La chica nos pesa el equipaje, le pone las etiquetas y manda las maletas por la cinta.


—No puedo creerme que no haya tenido que pagar exceso de equipaje —suelta medio en broma medio en serio mi recién estrenado marido cuando estamos llegando ya al filtro de pasajeros.


—¿Estás de guasa? Llevo lo imprescindible, no sé si lo sabes, pero la jungla de asfalto es el paraíso de las compradoras compulsivas como yo.


Sonríe.


—Me temo que tendrás que pagar el exceso de equipaje a la vuelta.


Se acerca a mí, me pasa el brazo por la cintura, y me besa con pasión antes de decir:
—Eso ya lo veremos. Tengo unas técnicas que quizás consigan evitar que salgas de la habitación del hotel.


—Mmm. No sé si lo conseguirás, pero lo que sí sé es que quiero que las pruebes. Todas. Y tantas veces como sea necesario. ¿Te parece bien?


Cruzamos por fin el control de seguridad y nos sentamos frente a la puerta de embarque. Pedro me acaricia la barriga mientras se queda pensativo.


—¿Qué pasa?


—Nada. Solo que estoy pensando que puede que al final sí que regreses del viaje con algo de exceso de equipaje.


Al principio no sé a qué se refiere pero la ilusión de su rostro me hace comprender que es un exceso de equipaje por el que no se paga en facturación. ¡Quiere ser padre! Y yo no puedo estar más contenta, porque no creo que pueda haber nada mejor en el mundo que formar una familia con él; así que me preparo para disfrutar de nuestra luna de miel, de nuestro matrimonio y de todas las cosas que nos depare la vida.


Porque, al final, una urbanita sí puede enamorarse de un chico de campo y un ganadero sí puede enamorarse de una chica de ciudad: solo hay que olvidar los prejuicios y conocer a las personas porque quien menos te lo esperas puede darte la felicidad.



ESCUCHA TU CORAZON: CAPITULO 36





Pedro


Cuando pille a Maria me la cargo. ¡Joder, qué mujer! Ya podía haberme dejado en un hotel para que pudiera darme una ducha y me cambiara de ropa… ¡La hostia! ¿Pues no me deja en el centro de la ciudad hecho unas pintas y se larga a toda prisa no sea que pierdan alguna comida de la pensión completa?


Miro el pedazo de papel en el que me ha escrito la dirección de Paula. No sé dónde cojones está eso pero de momento más me vale buscarme un hotel y comprarme algo de ropa. 


Y darme una buena ducha porque apesto. Huelo a una mezcla de sudor, animal y estiércol que sacaría a un muerto de su tumba.


Y encima aquí hace un calor de narices. Me estoy cociendo dentro del mono y estoy sudando como un cerdo. Seguro que llevo los sobacos en plan Camacho. La gente me mira, joder, y no me extraña. El termómetro marca treinta y cuatro grados, aquí todo Dios va con ropa de verano y estoy seguro de que pueden olerme a más de un kilometro a la redonda.


Me paso la mano por la frente para secarme el sudor. ¿Me dejarán entrar en las tiendas o me echarán a patadas cuando me vean llegar?


Buf, no lo sé, pero o voy y me compro algo pronto o voy a morir de un golpe de calor. ¡Es insoportable! Así no se puede vivir.


Bueno, lo primero de todo es agenciarme algo de ropa. Al otro lado de la calle está Cortefiel, recuerdo que esa tienda le gustaba a Paula. Me parece un poco cara pero no tengo tiempo de andarme con bobadas, cuanto antes me quite el mono mejor.


Me doy la vuelta para cruzar el paso de peatones y, antes de que pueda dar un solo paso, la veo.


Está muy guapa. Lleva un vestido blanco y unas sandalias de cuña a juego. Está más delgada. Se nota que ha perdido peso desde que dejó de comer en la posada de Elena. O quizás es porque no lo ha pasado demasiado bien por mi culpa.


—Hola, Pedro.


Me mira con la nariz arrugada.


—Lo sé, apesto.


—¿Qué haces aquí?


—Pues… —¿Cómo explicarlo si ni yo mismo lo sé?


—Mi hermana —señala a una chica rubia y alta, con aspecto de intelectual que nos observa a unos metros de distancia—, dice que te has bajado del coche que conducía un matrimonio mayor.


—Me han traído Maria y Juancho. Se han ido de vacaciones a Benidorm.


—Curioso destino.


—No te creas. A ellos les ha parecido lo más.


Veo que sonríe al pensar en el director y su mujer. Cómo no. Son únicos.


—Bueno, ¿y a qué has venido? —pregunta de nuevo.


No sé a qué he venido. He venido traído a rastras por Maria, pero también he venido porque la echo de menos. He venido porque no me ha quedado otra opción y porque tampoco sabía qué otra cosa hacer. Pero no digo nada de esto. Yo prefiero cagarla un poco más. En mi línea.


—¿Sales con Santiago?


Toma, con esta preguntita la he espantado seguro. Si es que soy gilipollas. No me podía guardar los celos un ratito.


—No debería ni contestarte a eso, pero si tanto te preocupa, te diré que no. No solo no salgo con él, sino que ya no somos amigos.


—Y yo que creí que todo el rollo este de venirte a Valencia era para estar con él.


Me mira con rabia pero se contiene y responde muy digna:
—Si todas estas insinuaciones son por lo que creíste ver en el hospital deberías saber ya que estás muy equivocado. Yo nunca quise que Santi me besara.


Se aparta un poco de mí y veo que empieza a darse la vuelta.


—Cuando te he visto desde el otro lado de la acera me ha dado un vuelco el corazón. He pensado que venías a buscarme. A decirme que me querías. Pero ya veo que no. Maria te ha traído obligado y ahora estás enfurruñado. Pues que te den.


El final de esta conversación me recuerda demasiado a la que tuvimos en el mercadillo. Sé que de un momento a otro se va a alejar de mí y esta vez no volveré a tener la oportunidad de decirle lo que realmente siento.


Pero, una vez más, me callo.


—Joder, Pedro —murmura Paula con voz ronca—. Te lo he puesto en bandeja y ni aun así.


Nos miramos. Este es el final.


Paula echa a andar y no vuelve la vista atrás.


Yo me quedo ahí, plantado, sin saber qué hacer.


Entonces escuchó los pitidos de un coche y los gritos inconfundibles de la celestina más metomentodo que jamás he conocido.


Me giro para verla bajar la ventanilla y asomar medio cuerpo por fuera del vehículo.


—¡Serás tarugo! ¡Ya sabía yo que no te podía dejar solo! —chilla—. He perdido una comida de la pensión completa porque sabía que la ibas a liar. ¡Quieres comportarte como un hombre y decirle lo que sientes!


Paula se da la vuelta al escuchar los gritos y se queda parada, sin saber muy bien qué hacer.


Por fin, reacciono y me acerco a ella. La cojo de la mano por si siente la tentación de alejarse de nuevo. Ahora tengo que decir algo. Tengo que decirle que la quiero.


—Solo te lo voy a repetir una vez más, Pedro, ¿a qué has venido? —me pregunta muy seria.


—A esto.


Y, como el macho que soy, la atraigo hacia mí y la beso. 


Hace tanto que no la besaba. Cómo he añorado sus labios.


Para mi sorpresa, pese a mi estúpido comportamiento, el olor que desprendo y el sudor que sigue cayendo por mi frente Paula no se aleja. Me rodea el cuello con los brazos y, olvidando que está en una de las zonas más céntricas de Valencia, que todo el mundo nos mira y que yo voy guarro perdido responde al beso.


Sus labios buscan los míos con desesperación y nuestras lenguas se enredan haciendo que nos olvidemos de todo lo que hay a nuestro alrededor. Solo estamos nosotros. Esto es, hasta que empezamos a oír aplausos.


Nos separamos un poquito y vemos que Maria y Juancho se han bajado al coche y han empezado a aplaudir, la hermana de Paula ha hecho lo mismo y, claro, la gente que pasaba por la calle, al ver semejante espectáculo se les ha unido.


¡Dios, qué vergüenza!


Cuando nos soltamos del todo, Paula me suplica con la mirada:
—Quiero oírlo. Esta vez quiero que me lo digas.


Es tan cierto lo que voy a decirle que no puedo callarlo y, si por mí fuera, lo gritaría a los cuatro vientos. Pero creo que ya he montado bastante numerito.


—Lo siento, nunca debí desconfiar de ti.


Paula espera expectante. Sé que, aunque le gusta oír mis disculpas, no es eso lo que quiere escuchar, así que decido dejar de hacerla esperar. Ya la he hecho esperar demasiado para escucharlo. Tendría que habérselo dicho hace ya mucho tiempo.


—Te quiero. Te quiero como nunca he querido a nadie, chica de asfalto.


—Yo también te quiero.


—Y, ahora, ¿qué hacemos?


—Por lo pronto, buscar el modo de que te laves. Luego pienso rociarte con Armani… y ya sabes lo que me pasa cuando hueles a esa colonia —dice con voz sexy.


Una ducha y medio bote de gel más tarde asomo la cabeza por la puerta del baño:
—Ya no huelo, ¿verdad?


Paula, que está sentada sobre la cama de la habitación hace como que olfatea el aire y pone caras raras.



—Es imposible que todavía huela mal…


Sonríe y sé que bromea.


Después del número en pleno centro, Paula me ha comprado algo de ropa y hemos reservado una habitación para un par de días en el hotel Hospes Palau de la Mar. Ir al loft con su hermana no era lo que más nos apetecía, necesitamos un poco de intimidad, pero no me ha dejado acercarme a ella hasta que no me duchara.


Cojo el pequeño bote negro y me hecho un poco de colonia en el cuello. Me acerco a ella y dejo que me huela.


—Mmm.


Llevo el pelo mojado y tan solo una toalla atada a la cintura. 


Paula coge la toalla de un extremo y, como quien no quiere la cosa, tira de ella, haciendo que caiga al suelo dejando todo mi cuerpo al descubierto frente a ella.


Muy bien, Pedro, ¡ya tienes vía libre!