miércoles, 23 de marzo de 2016

OBSESIÓN: CAPITULO 6





Paula


CONTINUÉ TOSIENDO, más bien, intenté toser, pero su longitud siempre estaba ahí, bloqueando mi garganta.


¿Cómo podía continuar respirando? Esa cosa larga y dura entre sus piernas continuaba entrando y saliendo. Intenté pasar mi lengua sobre él, como me había dicho. Intenté mantener mis labios firmemente a su alrededor. Pero estiraba mi garganta. El fondo de mis ojos me quemaba al igual que mis mejillas y mis labios. Era tan difícil mantener mis labios a su alrededor, como un anillo.


La parte posterior de mi cabeza dolía mientras él tiraba de mi cabello, forzándome hacia atrás y hacia adelante sobre él. Las bolas debajo de su longitud rebotaban sobre mi barbilla, y su almizcle se extendía sobre mi labio inferior. Todo su ser sabía salado, como piel inundada de sudor. Pronto, lo único que pude hacer fue mantener mi boca abierta mientras él empujaba hacia atrás y hacia adelante, con sus manos a cada lado de mi rostro.


Entonces, él se retiro y me empujó sobre el suelo.


– Sobre tus manos y tus rodillas– demandó.


Lo miré, mi garganta estaba tan dolorida. Era difícil procesar todo lo que estaba diciendo...


– Ahora–. Tomó mi cabello y empujó mi rostro hacia el suelo. 


– En cuatro patas, como una perra.


Lloré como una perra al hacer lo que me pedía. Las tablas del piso crujieron cuando él se arrodilló detrás de mí.


Sus manos se movieron por la parte posterior de mis muslos. 


Estaban mojadas. No, esa soy yo, me di cuenta.


Estaba mojada, por alguna razón, y ese dolor que me acechaba al aventurarme en su habitación había regresado


Se esparcía por todo mi cuerpo, haciendo que mis costillas, mi estómago y mis partes privadas se sientan doloridos; tan doloridos que palpitaban de calor. Su respiración sobre mi piel, se sentía como el hielo.


– Recuerdas lo que voy a hacerte, ¿no es así?


Él metió un dedo dentro de mí y yo gemí.


– No contestaste a mi pregunta– me desafió él, pellizcándome al deslizar su dedo hacia adelante y hacia atrás dentro de mi lugar privado. Se sentía extraño estar tan abierta; que él me mire y lo sepa todo de mí. Mi cuerpo era un instrumento para su juego y él sabía cómo jugar mucho mejor que yo, a pesar de que fuese mío. Era como si
incluso mis placeres más vergonzosos y secretos le perteneciesen.


– Lo recuerdo– lloriqueé. Ese dolor que me había destrozado. El dolor que me acechaba, manteniéndome despierta con un temor y una añoranza que no llegaba a comprender. El dolor que sólo mi amado Evan podía darme.


– ¿Sabes lo que es este lugar? – Presionó sus dedos aún más adentro de mi lugar prohibido. Dobló su dedo, golpeando un lado. Casi me desmayo del placer.


– Esta es tu vagina–. Su voz sonaba rasposa. Silencio.


Mi vagina, pensé, apretando a su alrededor. La palabra tenía un cierto dejo de belleza. Ahora tenía un nombre para mi placer y mi debilidad.


– Voy a coger tu vagina–. Él susurró esas palabras de la misma manera en la cual lo había hecho al decir en dónde había escondido mamá el tarro de galletas cuando éramos niños. Lloré cuando pasó su longitud entre mis piernas, dejándola entrar y salir de mi zona prohibida; no, de mi vagina.


– ¿Sabes cómo se llama esto?


– No– gemí.


–Este es mi pene, y voy a coger tu vagina con él, al igual que lo hice con tu boca. Del mismo modo en el que lo hice en la iglesia.


Temblé, recordando la sensación de él moviéndose dentro y fuera de mí. Él puso esa cosa en mi entrada; no, su pene en mi vagina. Mi cerebro parecía canturrear mientras repetía las palabras nuevas, en silencio. No me atrevía a decirlas. Decirlas parecía demasiado atrevido. Así que me recosté sobre los codos, arqueando mi espalda hacia él,
preparándome para la invasión. Él estaba a punto de cogerme. A punto de romperme. A punto de...


Estrelló su pene en lo profundo de mi vagina. Grité, demasiado fuerte, y traté de dar un salto hacia adelante, pero él me agarró de las caderas manteniéndome quieta. No podía escapar. Sus dedos se clavaron en mi piel.


Dejarían moretones o, más precisamente, agudizarían las lesiones anteriores. Intenté rodar mis caderas hacia adelante, pero él las empujó hacia abajo, hasta que los huesos de mis caderas y mis tetas estuvieron sobre el suelo.


Mi estómago golpeaba las frías tablas de madera al respirar, dificultando inspirar profundamente. Él se puso de rodillas y separó sus piernas, lo que hizo que mis muslos se separasen tanto como para hacerme sentir que me partía.


El entró un poco y volvió a salir, probando mi vagina con su pene.


– Dios, eres una puta mojada y apretada– gimió él. – Tan buena puta para mi pene.


Mi corazón dio un salto ante su alabanza. No me importaba cuán degradante era...que yo estuviese en el suelo abierta para él, y completamente a su merced. Era una buena puta para su pene.


Lentamente se retiró de mí, dándome tiempo para que mi vagina pudiese sentir toda su longitud. Gemí y mis manos se cerraron en forma de puños.


Él se rio.


– Te gusta eso, ¿no puta? Si estuviésemos solos, te haría gritar–. Él cayó sobre mi espalda y luego empujó su mano sobre mi rostro. Había algo en su mano...el pañuelo que había descartado para poder coger mi rostro. Me amordazó con él y su persistente sabor salado fue reemplazado por el del algodón seco.


Sus palmas se extendieron sobre mi trasero, apretándolo mientras lo sostenían contra el suelo par que yo no pudiese mover mi vagina. Y entonces, empezó a cogerme.


Correcto. Así se llamaba. Sexo. Él me estaba cogiendo o, más precisamente, a mi vagina.


Sus dedos se clavaron en mis mejillas al gemir. Mi rostro se movía hacia atrás y hacia adelante sobre el suelo, irritando mi piel y empujando el pañuelo más profundo dentro de mi garganta. Comencé a tener arcadas, al igual que como había sucedido con mi rostro, pero él no se dio cuenta. Incluso sin ahogar mis gritos, dudo que me escuchase, ya que estaba teniendo sexo conmigo velozmente.


– Mamá y papá están en la habitación contigua durmiendo– murmuró en mis oídos. – Se horrorizarían si se dieran cuenta de lo puta que eres.


Se detuvo por un momento y, justo por debajo de su respiración dificultosa, pude escuchar los ronquidos de mi padre en la siguiente habitación. Mi vagina lo apretó con más fuerza.


– Te gusta eso, ¿no puta? ¿Te gusta ser una sucia putita?


Mi torso tembló cuando su barba rozó la parte posterior de mis hombros. Me gustaba eso. Me gustaba ser su pequeña niña buena, en la siguiente habitación, cogiendo en silencio. Me gustaba que fuera mi gemelo de espíritu quien profanara la inocencia que intentaban tan duro proteger. Me gustaba que fuese él quien la había tomado, y que esta noche en la cena, nadie se había dado cuenta. Y me gustaba ese poder oscuro que se cernía sobre él. El dolor que me daba...el dolor en mis caderas, el abrasador peso en mis huesos, el dolor en mi vagina. Me gustaba porque lo merecía por tentarlo...por desear tentarlo. Sí, quería arrastrarlo, profundo en el pecado, para poder obtener más placer de él. Quizás, había intentado ser buena durante tanto tiempo porque sabía que era mala.


– Eres mi puta. Mañana, cuando te mires al espejo, verás las marcas que dejé sobre tu piel y, mientras más intentes ocultarlas del resto del mundo, más consciente serás de ellas. Tu cuerpo me pertenece, ahora.


Apreté su pene con más fuerza. Quería envolver todo mi cuerpo a su alrededor, porque sabía que le gustaba que su putita apretara su pene con fuerza. Eso era lo que lo hacía cogerme con más fuerza.


Él se estrelló dentro de mí, empujando mi cuerpo hacia el suelo. Mis costillas ardían. No podía respirar, no podía sentir nada más que su peso encima de mí, y la longitud de su pene, mientras cogía mi vagina rítmicamente.


– ¿Quieres ser mía? – él preguntó, con la voz tensa y corta.


– Sí– murmuré dentro del pañuelo. Me pregunté si podía oírme. Palabras más oscuras y secretas surgieron dentro de mí; palabras que no tenía la fortaleza para decir y no las diría incluso si la tuviese. Sí. Quiero ser tuya. Te amo, por siempre y para siempre. Aceptaré este dolor y lo convertiré en placer.


***


Pedro 


MÁS TEMPRANO ESE MISMO DÍA, había tenido sexo con ella en el altar de Dios. La había tomado como si fuese una puta de temporada en lugar de una virgen. Usé su cuerpo hasta dejarlo en bruto. Pero cuando estaba sobre el suelo de mi habitación, ni siquiera la traté con mayor respeto. Sabía que era nueva; que esta era sólo su segunda vez y, sin embargo, no escuché las súplicas de mi mente pidiéndome que me detenga. Sostuve sus labios al montarla por detrás, como un animal en celo.


Sus piernas estaban tensas en contra de mí, y se tensaron aún más mientras la empujaba hacia abajo, forzándola a apretarse aún más alrededor de mi pene. Una de sus mejillas estaba frente a mí y la otra sobre el suelo, aunque aún podía darme cuenta de que estaban sonrojadas. Una precaria arcada se derramó entre sus labios. Sus pestañas se agitaron mientras ella intentaba mantener los ojos abiertos para poder mirarme.


Dios, era hermosa. Mi cuerpo temblaba al tomar su cuerpo dulce y suave. No la merecía. Me sentía como un ladrón, robándola de sus padres, forzándola a darme aquello que nunca le debería dar a nadie. Ella poseía un tipo de belleza etérea que hacía ponerse incómodos a los hombres, como si nunca fuesen capaces de tocarla. Incluso cuando me encontraba dentro de ella, me sentía de ese modo, como si estuviera por encima de mí. Debajo de mí.


Me impulsaba a cogerla más fuerte. La tomé, como si mis manos pudiesen encadenarla a la habitación. Como si pudiera mantenerla en secreto junto a mí, por siempre; el elegante balanceo de sus caderas, su pequeña cintura, su cabello largo y ondulado que lucía como la plata bajo la luz de la luna.


Murmuré en sus oídos, no palabras de amante, sino aquellas de un hombre loco hambriento. Palabras de posesión y de oscuridad. Palabras de obsesión. Que era mía en nuestra casa, incluso cuando sus padres dormían en la habitación contigua, que podía tenerla cuando quisiera, que siempre sería mía. Palabras de ilusión, de anhelo.


Palabras que nunca serían ciertas; palabras que me acechaban.


Odiaba decirlas. No quería esta obsesión. El deseo se combinaba con el temor de ser descubiertos. No deseaba un romance prohibido. La deseaba como mi esposa, no esta niña jadeante, llorosa y esforzándose debajo de mí; intentando complacerme a su propio costo.


¿A esto había llegado mi amor? ¿Me atrevería incluso a llamarlo amor? A una parte de mí le gustaba tenerla como una puta llorosa y no le importaba si estaba unida a mí por medio del miedo, o del dolor, o de la vergüenza, siempre y cuando estuviera atada a mí.


Sus tobillos estaban cruzados alrededor de mis pantorrillas mientras la sostenía sobre el suelo. Realmente deberías irte, pensé mientras tiraba de su cabello. Sus lágrimas habían lavado la mayor parte de mi líquido preseminal. Me incliné para besarla, pero mordí su cuello. 


Sentí su corazón latir con fuerza en contra de mi lengua al
estrellarme dentro de ella. Latía más rápido de lo que podía cogerla, y sonaba más fuerte que las tablas agrietadas del suelo.


– Eres mía– le dije y, en mi corazón repetí: quiero que seas mía.


– Siempre serás mía–. Sólo por ahora, por esta noche. 


Después de esta noche, te habrás ido. No quiero que
te vayas.


Ella jadeó cuando yo me estremecí encima de ella, derramando mis semillas en su vagina. Mi miembro palpitaba en su interior, mientras esa mezcla de temor y placer me recorría el cuerpo. Colapsé encima de ella, haciendo a un lado el cabello de su espalda, antes de reposar mi rostro entre sus omóplatos húmedos. Intenté imaginar un tiempo en el que no tuviese que dejarla. Pero ese momento no podía durar por siempre, ni siquiera por un momento más.


Te amo, pensé.


– Deberías irte, ahora.


– No puedo moverme contigo encima– respondió ella con suavidad.


Me di la vuelta sobre mi espalda. Ella se apoyó sobre los codos y me miró. Su cabello caía sobre sus hombros y sobre su rostro, ocultando sus lágrimas.


– ¿Te gustó eso? – le pregunté antes de poder detenerme.


– Sí– dijo ella rápidamente. Demasiado rápido.


– No me mientas–. La tomé del brazo, para evitar que se pare y se vaya; exactamente lo que le había pedido.


– Me gustó– tembló ella.


Dios, me odiaba a mí mismo.


– Deberías mantenerte alejada de mí, Paula–. Dije su nombre para poner distancia entre nosotros. – No soy de fiar alrededor tuyo.


– No sabes lo que estás diciendo.


– Creo que sí lo sabes.


Ella me miró y la dejé irse. Después de un momento, tomó su prenda de noche y se la puso por encima de la
cabeza. Hizo una pausa en la puerta antes de salir.


– No lo odié– susurró, y luego corrió por el pasillo, hacia la noche. No confié en seguirla.






OBSESIÓN: CAPITULO 5






Paula


NO PODÍA DORMIR. Tomé la almohada y la puse junto a mi cabeza, intentando matar el deseo de presionarla contra mis doloridas piernas. No sabía si algo así aliviaría o incrementaría esta fiebre.


Mamá y papá se habían sorprendido al vernos llegar juntos a casa. No habíamos estado pasando el suficiente tiempo juntos, habían dicho, y luego mamá había reprendido a Pedro por dejarme de lado sólo porque era más grande y comenzaba a mirar a las chicas.


No me gustó como dijo mirar a las chicas. Me hacía pensar que Pedro hacía lo que había hecho conmigo con otras mujeres. ¿A eso se debían todas las miradas y guiños sarcásticos? Odiaba pensar que tocaba a otra mujer en un lugar prohibido como ese. Que se revelaba ante otra persona. En cualquier otra aliviando su fiebre.


Pero sabía que las otras chicas se sentían afiebradas al mirarlo. Algunas de mis amigas lo sentían. Les gustaba mirarlo trabajar en el campo. Les gustaban su largo y esbelto cuerpo, y sus músculos. Decían que deseaban tocarlo y sus mejillas se sonrojaban al hacerlo.


Sí, él hacía que las otras chicas se sintiesen afiebradas. No era nada especial.


Pero yo deseaba que lo fuera.


Quería preguntarle a mi madre qué quería decir. Quería decirle que él era mío. Pero no podía hacerlo. Pedro había dicho que no debía contarle a nadie lo sucedido, e incluso si no lo hubiera hecho, sabía que era algo que estaba mal. Que era pecado. Algo por lo cual nunca sería perdonada.


Ya habíamos arruinado el retablo. Ese era un pecado por el cual nunca sería perdonada. Habíamos hecho algo en la casa de Dios que no debía hacerse. Lo sabía. Lo supe apenas lo hicimos, mientras mi cuerpo gritaba de dolor y aceptaba el pecado de Pedro. Y una parte de mí lo había disfrutado...había disfrutado el dolor, la sensación de ser abierta, de estar tan cerca suyo. Me gustaba su manera de jadear. La expresión retorcida de su rostro al entrar dentro de mí. La mirada oscura de sus ojos, como si yo fuera lo único que existiese en este mundo. Lo único que importaba. 


Quería esa mirada para mí misma, siempre. Deseaba poseer esa mirada del mismo modo en el cual él me poseía.


Y de ese modo, había cometido un pecado mayor que él, quien sólo había buscado aliviar su fiebre, porque había aceptado su pecado y lo había añadido a mi propio deseo de pecar una y otra vez.


Fue una larga y extraña cena. Tenía tanta hambre, pero era difícil comer. Me era difícil estar tan cerca de Pedro.


Mirar sus manos sosteniendo el tenedor, o mirar sus labios al comer o al hablar. Recordaba esas manos sobre mi cuerpo. Sus labios en mis pechos. Recordaba cómo presionaba sus dedos en mi piel, produciendo hematomas.


Sí, era difícil sentarse debido a que estaba tan dolorida y llena de moretones provocados por sus dedos y sus dientes. 


Pero todo mi pecado estaba oculto detrás de este vestido que había usado tantas otras veces. Mi vestido no debería tener ningún significado para mí, pero ahora lo significaba todo, porque mi vida había cambiado radicalmente mientras lo tenía puesto.


Pero Pedro había mantenido la compostura. Y cuando mi madre le había mencionado que algo andaba mal, él simplemente le había contestado que yo no me sentía bien y que me había acompañado a dar un paseo. Ella había quedado satisfecha con eso. Me había dicho que termine rápido de comer y que me fuese a la cama, que vendría en un rato para ver cómo estaba.


De modo que corrí hacia arriba después de la cena y me metí en la cama. Permití que mi madre me arrope y que me dé un beso en la mejilla. Pero algo se sentía mal. Ahora, este secreto se interponía entre nosotras.


Un secreto que nunca debía revelarle a nadie.


Un secreto que nunca olvidaría.


Ahora, lejos de Pedro, lejos de mis padres, aún no me sentía compuesta ni segura. Él se encontraba en la
habitación contigua, durmiendo probablemente. Mis padres dormían, también.


Me levanté. Si él estaba durmiendo, estaría bien mirarlo, ¿no es así? No lo perturbaría. No lo asustaría. Sólo quería verlo durante algunos segundos.


Me arrastré hacia mi puerta y la abrí.


Crujió. Al entrar en el pasillo, las tablas también crujieron. Me quedé helada. ¿Y si alguien me escuchaba? ¿Qué diría?


Pero no hubo ningún movimiento. Todos se encontraban en la cama, excepto yo.


Llegué hasta la puerta de Pedro; levanté mi puño pero no golpeé. Reposé mis labios sobre la madera. Él se encontraba del otro lado, durmiendo. Él estaba allí, sin saber la agitación que había provocado en mí. El dolor aún crecía dentro de mí. Lo sentía, aunque sabía que no debía. 


E incluso a sabiendas de que estaba mal, y de que era la
misma fuente de su dolor, aún lo deseaba. Quería sentir la dicha de ser desgarrada. De perderme a mí misma. Lo deseaba, incluso cuando sabía que nos destruiría a ambos.


Giré la perilla de la puerta y la abrí.


***

Pedro 


ME ENCONTRABA EN MEDIO DE intentar ignorar la mayor erección que había tenido. Ya había acabado tres veces después de la cena. A mi pene no parecía importarle. Cada vez se ponía más y más duro. Sabía que ceder y masturbarme hasta el orgasmo no iba a funcionar. Tenía que ignorarlo. Olvidarlo.


Sí, claro. Dolía estar recostado sobre mi espalda. Dolía estar de lado. Necesitaba tener sexo con ella. Otra vez.


Dios mío, acababa de hacerlo. Ella era una virgen y, sin embargo, mi cuerpo palpitaba con el deseo de abrir su puerta de una patada y tomarla mientras sus padres dormían en la habitación contigua. Era patético.


Escuché algo. Me quedé helado. Pasos. Uno, dos, después nada.


Mis ojos aún se estaban cerrados, mi cuerpo ensañado. No, no podía ser, pensé. Esperé para ver si escuchaba algo más, pero no hubo ningún sonido.


Dios, ¿qué estaba mal conmigo? ¿Ahora alucinaba imaginando que ella vendría a mí? Incluso si lo hacía, todo lo que haría sería enviarla de vuelta a su habitación, en donde debería estar.


O, al menos, eso me dije que haría.


Y luego, volví a escuchar los pasos.


¿Qué demonios? Alcé la vista sólo para verla, el origen de mi miseria, parada en medio de mi habitación.


Llevaba una pequeña prenda de noche. La tela era tan suave y fina que podía ver el contorno de sus senos a través de ella. Sus pezones rosados lucían violetas bajo la luz. Estaban duros.


–Pedro– susurró. Sonaba como un gemido para mis oídos.


Oh, Dios, esto no está sucediendo. Por favor, dime que no está sucediendo. ¿Cómo demonios iba a hacer lo correcto cuando ella se presentaba mientras yo estaba luchando por controlar una tremenda erección?


–No estás aquí– susurré a modo de respuesta.


Pedro– repitió ella, como si no me hubiese escuchado. 


Quizás no estaba allí en realidad. Quizás, finalmente me
había vuelto loco. Loco de desearla tanto. Dios, estaba enfermo. Necesitaba sofocar mi deseo y, cualquiera que escuchase mis pensamientos estaría de acuerdo conmigo.


Pedro– dijo ella de vuelta, dando un paso hacia mí. Más cerca. Me alejé contra la pared, lo más lejos de ella
posible. No era demasiado lejos. Sabía que debería lanzarme por la ventana, pero mi cuerpo se encontraba demasiado tieso como para moverme.


Ella se inclinó sobre la cama. Su mano tocó mi mano, y toda mi piel se erizó.


No, esto definitivamente no era un sueño. No tenía tanta suerte.


Pedro– dijo ella otra vez.


Sí, ese era mi nombre. Luego, continuó afirmando lo evidente.


–Es tarde y aún te encuentras despierto.


–Tú también– respondí.


Ella suspiró y se mantuvo de pie.


Dios, se va, pensé, pero nuevamente, no tuve tanta suerte. 


Ella sentó su trasero redondo sobre la cama junto a mí. Y Dios, era un trasero precioso y firme, también.


–No puedo dormir– dijo ella.


Mi pene se retorció. Por favor que no sea la razón que pienso que es, rogué.


Pero lo era.


–Mi fiebre volvió– susurró ella. –Sentía tanto calor durante la cena. Me dolía tanto que casi no podía estar sentada y, ahora, incluso yacer en la cama me lastima.


Oh, Dios, ¿realmente tenía que escuchar esto? Yo no tenía un autocontrol ilimitado. Apenas si tenía cierto control,
como lo había comprobado con mi pequeño episodio anterior. Había tenido sexo con ella como si fuese una prostituta, y ahora estaba de vuelta, después de su primera vez, prácticamente desnuda, sobre mi cama, casi...tocándome...


Pedro, pienso que no hemos desterrado el pecado esta tarde. Aún está allí.


¿De qué demonios estaba hablando?


Pedro– susurró ella, volviéndose hacia mí, presionando sus senos contra mi pecho.


Bien, esto debía parar, inmediatamente.


–Sal de mi habitación– le dije lo más amablemente que pude.


Ella se echó hacia atrás como si hubiera sido abofeteada.


– ¿Qué?


–Necesitas salir de aquí– le dije con un grito ahogado. Dios, esto era tan difícil. ¿No lo veía ella? Su trasero estaba justo al lado de mi pene, que estaba tratando de salirse de mis pantalones.


–Es que yo pensé, el dolor...


La tomé por las muñecas.


– ¿Pensaste qué? ¿Que podías entrar en la habitación de un hombre por la noche y que todo estaría bien?


–No lo sé– balbuceó ella.


La miré. Ella necesitaba entender que nunca más debía venir a mí de esta manera. Esto nunca terminaría bien.


Nunca. Necesitaba asustarla y, aparentemente, hoy no lo había hecho lo suficientemente bien.


– ¿Nunca nadie te dijo que no debes entrar en la habitación de un hombre de noche?


–Bueno, sí...


– ¿Sabes por qué? – la interrumpí.


Sus mejillas se sonrojaron. Podía verlo incluso bajo la luz de la luna. Si fuera de día, si el sol estuviese en lo alto, serían de un delicioso tono de rosa. Rosa como sus manzanas, sus pezones, su vagina...


No podía hacer esto. Tomé su muñeca y la arrastré sobre la cama, atrapándola debajo de mí.


– ¿Qué estás haciendo? – ella lloró.


Puse mi mano encima de su boca.


–Necesitas permanecer en silencio. Nadie puede encontrarte aquí, ¿comprendes eso? ¿Quieres meternos a ambos en problemas?


Ella negó con la cabeza.


Tiré de su brazo hacia arriba y, con la mano aún sobre su boca, la empujé hacia la pared opuesta. Mi erección se encontraba justo contra su precioso trasero, con una mano en sus pechos y la otra en su boca.


– ¿Escuchas eso? – susurré en sus oídos.


Ella asintió. Su piel se sentía tan suave bajo mis labios. 


Mucho más suave que mi boca.


–Eso son mamá y papá durmiendo en la habitación contigua– le susurré. –Nunca deben saber lo que sucedió entre nosotros. Nunca jamás.


Ella tragó. Intentó mover su boca.


–No–. La presioné con más fuerza contra la pared. –No tienes permitido hablar. Ninguna palabra.


Mientras luchaba contra mí, apoyaba inconscientemente su trasero sobre mi pene. Sentía sus firmes músculos apretando contra la cabeza de mi miembro a través de mis pantalones delgados. Empujé más profundo dentro de ella, mostrándole que a pesar de lo mucho que intentara mantenerme alejado, igual podría tomarla.


– ¿Quieres que te muestre, pequeña? – pregunté. La oscuridad que había intentado suprimir reptaba dentro de mí, amenazando consumirme. No, ya me había consumido. 


Me incliné y mordí su cuello, con fuerza. Ella intentó
gritar, pero amortigüé sus gemidos con la mano.


Busqué el pañuelo en mis bolsillos y lo metí dentro de su boca. Era el mismo que le daba cuando ella estaba triste. El que ella limpiaba a diario para mí. Aquel en el que había bordado con amor, una P dentro de un corazón.


Ella decía que la P era por Pedro, y que el corazón representaba su eterno amor por mí.


¿Me seguirás amando después de esto, querida Paula? 


Pensé mientras subía mis manos por su vestido. Ella
gimió a medida que mis dedos se extendieron sobre su piel desnuda, agarrando ese bonito y firme trasero.


–Sabes lo que voy a hacerte, ¿no es así? ¿Es por ello que viniste a mí? ¿Eres una pequeña puta detrás de toda esa dulzura e inocencia? ¿Quieres ser mi puta? – Empujé mi mano por su cadera y luego dentro de su prenda de noche. Su piel se erizó. Deslicé dos dedos dentro de su vagina. Sus pequeños músculos ya se abrazaban a su alrededor, trabajando con ellos como lo harían con mi pene en algunos momentos. Ella gritó mientras yo los movía hacia dentro y hacia fuera, de placer, sorpresa, dolor, o de una combinación de las tres.


– ¿Quieres ser mi pequeña puta? – repetí.


Ella no tenía idea del significado de la palabra. Sabía eso, pero comprendía lo suficiente, o eso creía, para hacerse la idea de lo que le estaba pidiendo. Arqueó su cabeza hacia atrás, mostrándome sus ojos sorprendidos.


Clavé mis dedos en su vagina y luego los deslicé fuera. Los lamí, sonriendo ante sus grandes ojos.


–Tienes una vagina tan húmeda. Apuesto que me dejarías tomarte ahora mismo, contra la pared. ¿Quieres mostrarme que tan puta eres ahora mismo? – Empujé mis dedos debajo del pañuelo, sumergiéndolos en su boca.


Su lengua retrocedió. Ella no estaba acostumbrada a su dulce sabor, o quizás sólo se sentía avergonzada de lo mucho que me deseaba.


Maldición, era demasiado, ver mi dedo deslizarse entre esos labios carnosos. Empujé mi dedo hasta el fondo de su garganta, sentí sus arcadas, e imaginé mi pene deslizándose dentro y fuera de esa perfecta boca.


No, tenía que lastimarla para que se vaya. Esto no podía continuar. Si alguien lo descubriera...


–Bueno, ¿Paula? No entres en la habitación de un hombre a menos que estés lista– estornudé, bajando de ella y arrastrándola sobre sus pies.


Ya está, eso debería haberla asustado. No podía pensar en ninguna mujer que aceptara ese tipo de abuso de nadie. Ahora, todo lo que tenía que hacer era irse antes de que yo perdiese mi cordura y le hiciese todo lo que había prometido.


–Yo...– su voz era temblorosa. Ella tragó. Me di la vuelta, para verla moviendo sus dedos a cada lado de sus pies, retorciéndose las manos en el dobladillo de su vestido, elevándolo por encima de sus rodillas.


Pedro– dijo ella, intentando mantener su voz clara. –Quiero ser tu pequeña puta.


Ella no me miró al decirlo. Parecía saber, instintivamente, que era algo malo, algo que no debía decir, y mi pequeña Paula nunca hacía algo que no era correcto. Era incapaz de ello.


Hasta ahora.


Mi miembro estaba tan duro. No me di cuenta de que me había bajado los pantalones hasta que lo tenía bombeando en mi mano. Di un paso hacia ella. Ella tembló, pero no se echó atrás.


Buena chica.


Mi corazón latía demasiado rápido, haciendo palpitar mi garganta. Hasta mi cabeza latía.


–Ponte de rodillas– le demandé. ¿De dónde había salido esa voz? ¿Ese deseo? No tenía importancia, lo deseaba, aunque sabía que estaba mal, sabía que era algo imposible; y ella accedió.


– ¿Así que quieres ser mi puta? – le pregunté mientras frotaba su mejilla con mi mano. Ella cerró los ojos y giró su rostro sobre mi palma, besándola con sus labios dulces y suaves. Ella no tenía idea de lo que estaba a punto de suceder. A una parte de mí le gustaba ser quien iba a mostrarle; el hecho de que no sabía. Y otra parte quería asustarla, no porque era lo mejor para ambos, sino porque esta obsesión distaba de ser pura. Ya no era un niño pequeño, que se satisfacía con sonrisas secretas, flores y frutas. Ni siquiera su cuerpo podía saciarme. Incluso su
sumisión...


– Quiero ser lo que deseas que sea – susurró ella.


Pasé mi pulgar por sus labios. Su lengua salió.


– Después de esta noche, vas a arrepentirte de tu elección.


– No, no lo haré.


– Sí, lo harás–. Tomé la parte posterior de su cabeza y la llevé hacia mi pene. Mi miembro la golpeó en el ojo y ella pestañeó. Bajo la luz de la luna, podía ver mi líquido preseminal bajo sus pestañas, como si fuera un hada capturada y condenada a la tierra. Ella me miró con una expresión reverente en esos profundos ojos azules, como si estuviese drogada.


Hice un puño con su cabello y ella volvió a pestañear del dolor. Tenía que lograr que nunca más volviese a mí.


Debía asegurarme de que esto no volviese a suceder. 


Porque si sucedía otra vez...temía lo que fuera capaz de
hacer. Casi no podía contener esta obsesión, y si ella seguía viniendo a mí en lugar de alejarse, nunca acabaría y
seríamos descubiertos.


No podía dejar que eso sucediese.


– Abre la boca.


– ¿Por qué? – preguntó ella, y le di una cachetada. El brillante líquido preseminal se esparció sobre su mejilla, volviendo púrpura su piel.


– Nada de hablar. No tienes permitido emitir ningún sonido. No a menos que te haga una pregunta directa.


Ella asintió.


– Ahora abre la boca para que pueda coger tu rostro.


Ella lloró, pero lo hizo. Me pregunté si sabía lo que esto significaba, si era posible que alguna vez lo hubiese hecho con otro hombre. Esa sensación me llenó con una ira tan intensa que por un momento fui incapaz de moverme, no pude hacer nada más que mirarla, imaginar otro pene en su boca, aquellos labios y su boca complaciendo a otro hombre, siendo su pequeña puta.


Mi mano tomó su cabello con más fuerza. No me di cuenta de la fuerza con la cual la estaba tomando hasta que ella gimió.


– Lo siento, no volveré a decir nada más– ella dijo rápidamente. – Solo duele.


Aflojé la presión. ¿Qué tipo de monstruo era? No era de mi incumbencia con quién estaba ella. No podía tenerla.


Después de esta noche, nunca más volvería a ser mía.


Mis manos temblaron.


– Esos sonidos...puedes hacerlos cuando quieras. Sólo no los hagas demasiado fuerte. Mamá y papá pueden
escucharnos.


Ella asintió.


– Mantén la boca abierta– le dije, y deslicé mi miembro dentro de ella.


Sus labios se cerraron a mí alrededor como una ventosa. 


Estrellé la punta contra su lengua.


– Sólo succiona, así...– murmuré, cerrando los ojos. – Gira tu lengua alrededor. Bésalo con tus labios. Continúa besándolo. Al igual que un chupetín.


La referencia al chupetín dio en el clavo. Sus labios presionaron a mí alrededor y ella giró su lengua perezosamente. Comenzó a chuparlo, con una sonrisa, al igual que hacía con los chupetines. Tomó la base y la sostuvo, mientras comenzaba a lamer desde la base hasta la punta. Dios, como si esa imagen no fuera lo suficientemente erótica, nunca más iba a poder verla comer dulces.


La dejé jugar por un momento más, hasta que el dolor se hizo insoportable en mi pecho. Yo deseaba esto; esto.


Estos pequeños y dulces momentos de exploración. 


Observarla acostumbrarse a mi longitud. Facilitarla en el sexo.


Deseaba este cariño. Si sólo no fuera mi gemela de espíritu, y pudiéramos hacer esto sin que nadie dictara lo que
estaba bien o mal, porque no estaría mal. Y entonces, no habría más dolor.


Pero no valía la pena pensar en posibilidades que nunca se convertirían en realidad.


Tomé su cabeza y la acerqué, hasta que su boca estuvo justo encima de mis bolas. Ella tomó una de ellas dentro de su boca, jugueteando con la lengua. Un disparo de placer me invadió, mientras ella me lamía y emitía pequeños
sonidos desde el fondo de su garganta por intentarlo con tanto esmero. Dios, era demasiado.


Gemí al llevar la punta de mi pene lo más lejos posible dentro de su boca. Estaba comenzando a suavizarme con ella. No podía hacer eso. Necesitaba ser duro, para que ella me temiese tanto como para mantenerse alejada, porque cada vez que viniese a mí, no iba a ser capaz de decir que no.


Sus ojos se llenaron de lágrimas. Una mezcla de lágrimas, líquido preseminal y saliva, derramándose por su boca y su barbilla. Intenté ignorarlo; los sentimientos confusos y entreverados dentro de mí, y me permití ceder ante la
oscuridad que siempre se encontraba presente, debajo de mí.